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Críticas ordenadas por utilidad
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6,6
2.445
3
9 de febrero de 2025
9 de febrero de 2025
23 de 36 usuarios han encontrado esta crítica útil
En un momento determinado, en la algarabía de quien se cree en centro del universo porque fue el único ojo que en directo pudo transmitir la masacre de Munich, como consecuencia del ataque de la OLP a la residencia de los israelíes participantes en los juegos olímpicos de 1972; entre el equipo de profesionales de la información de la ABC norteamericana se produce un pequeño rifi-rafe. Al verbalizar que los terroristas son árabes, un miembro del equipo recuerda que ése es su origen y que no olviden que, como los angelitos de Machín, también hay árabes buenos. Lo que no existe, al menos para Tim Fehlbaum, coguionista y director de «Septiembre 5», es ningún alemán competente. De hecho, Alemania y su ciudadanía aparecen señalados como los malos de la película. Malos, según Fehlbaum, por mala conciencia, por un pasado negro y por un presente (el de 1972) forjado sobre la mentira y el despropósito. O sea, la maldad habita en Europa.
Si lo que aquí se relata fuera todo el material del que dispone la justicia para determinar la culpabilidad de aquellos hechos, Alemania no se salva de la condena. Poco importa que quien eso afirma, elogie que los periodistas yanquis falsifiquen su identificación, burlen el cordón policial y contribuyan a retransmitir unos hechos que informan a América, pero también a los propios terroristas. Ni nada importa que los nacidos en USA no respeten la acción policial alemana en su sed de gloria televisiva.
Llevada en andas y proclamada como una de las grandes películas de 2024, carne de Oscar predestinada para arrasar, la realidad es que conforme se acerca la entrega, este «Septiembre 5» ha perdido fuerza reemplazado por «The Brutalist», filme con el que comparte su indisimulada militancia sionista. Solo desde la militancia se entiende un texto tan panfletario y superficial como éste sobre una cuestión en la que Spielberg ya había dicho todo lo que le dio la gana en «Munich» (2005).
En este caso, con una insistencia abusiva y una oportunidad dudosa, «Septiembre 5», desde el minuto uno, descalifica a Alemania. Desde su rechazo a la comida, dicho por gentes que se alimentan con ketchup y hamburguesas, a cualquier acción u omisión que ejecuta la policía alemana, todo se critica. Levantada como un revulsivo ideológico cuando Hamás todavía tiene rehenes, «Septiembre 5» desaprovecha la posibilidad de denunciar el terrorismo, la violencia y los abusos del poder con la sospecha de que, quizá, lo único que busca es manipular.
Si lo que aquí se relata fuera todo el material del que dispone la justicia para determinar la culpabilidad de aquellos hechos, Alemania no se salva de la condena. Poco importa que quien eso afirma, elogie que los periodistas yanquis falsifiquen su identificación, burlen el cordón policial y contribuyan a retransmitir unos hechos que informan a América, pero también a los propios terroristas. Ni nada importa que los nacidos en USA no respeten la acción policial alemana en su sed de gloria televisiva.
Llevada en andas y proclamada como una de las grandes películas de 2024, carne de Oscar predestinada para arrasar, la realidad es que conforme se acerca la entrega, este «Septiembre 5» ha perdido fuerza reemplazado por «The Brutalist», filme con el que comparte su indisimulada militancia sionista. Solo desde la militancia se entiende un texto tan panfletario y superficial como éste sobre una cuestión en la que Spielberg ya había dicho todo lo que le dio la gana en «Munich» (2005).
En este caso, con una insistencia abusiva y una oportunidad dudosa, «Septiembre 5», desde el minuto uno, descalifica a Alemania. Desde su rechazo a la comida, dicho por gentes que se alimentan con ketchup y hamburguesas, a cualquier acción u omisión que ejecuta la policía alemana, todo se critica. Levantada como un revulsivo ideológico cuando Hamás todavía tiene rehenes, «Septiembre 5» desaprovecha la posibilidad de denunciar el terrorismo, la violencia y los abusos del poder con la sospecha de que, quizá, lo único que busca es manipular.
18 de enero de 2025
18 de enero de 2025
6 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Fue en los nerviosos 90, cuando Abbas Kiarostami obró un milagro. Durante esos años, películas como «Close-Up» (1990), «El sabor de las cerezas» (1997) y «El viento nos llevará» (1999) entre otras, impusieron el llamado cine posrevolucionario de Irán en el panorama de los mejores festivales internacionales de cine. Entonces nació una paradoja, la que entrelaza las sospechas y el resquemor que EE.UU. muestra ante el país de los arios, incluido por George W. Bush en el llamado eje del mal, y la percepción de sus hermosas películas atravesadas por el hondo humanismo de protagonistas rebosantes de sensibilidad, sutileza y piedad. Llevamos tres décadas con esa esquizofrénica sensación: cuanto más se demoniza a los gobernantes de Irán, más se nos acercan sus ciudadanos y ciudadanas que insuflan tanta verdad a películas de cineastas como Asghar Farhadi, Jafar Panahi, Mohsen Makhmalbaf y Bahman Ghobadi entre otros. Con mayor o menor brillantez todos estos profesionales y muchos más surfean con contratiempos y mordazas ante las presiones y amenazas de la censura iraní. Con ellas, y pese a ellas, se pasean por los festivales para mostrar la zozobra que aflige a la sociedad iraní.
De hecho, «La semilla de la higuera sagrada» ganó el premio especial del jurado de la última edición de Cannes. Su hacedor, el guionista y director Mohammad Rasoulof (Shiraz, 1972), es bien conocido entre nosotros. Obras como «La isla de hierro» (2005), «Un hombre íntegro» (2017) y «La vida de los demás» (2020) lo retratan como un buen realizador, crítico y beligerante con el poder, tal vez carente de la sutileza poética de Kiarostami o de la precisión para contornear los personajes de Farhadi, pero no menos interesante que Panahi o Ghobadi, directores que cuentan, hasta ahora, con más repercusión que él.
Probablemente, junto a la citada «La isla de hierro», le cabe a esta «semilla», el valor de ser su obra más equilibrada, más ajustada, no de duración, que Rasoulof tiende a extenderse más de la cuenta, y emocionalmente la más inspirada. Impregnada por la actualidad reciente, la que provocó revueltas feministas por los desmanes cometidos por los servidores más integristas del Tribunal Revolucionario, el mismo que condenó a Rasoulof a 8 años de cárcel, la película navega desde el melodrama familiar al thriller para concluir con un fresco sobre la misoginia machista del sector más reaccionario y religioso del Irán político.
Con la entrega de una pistola y ocho balas comienza «La semilla de la higuera sagrada». Quien la recibe se llama Iman, ha sido nombrado juez instructor del citado Tribunal Revolucionario. Se trata de un padre de familia casado y con dos hijas, cuya relación ha sido normal dentro de una normalidad que consagra la desigualdad entre hombres y mujeres. Su mujer, Najmeh (Soheila Golestani) escolta, defiende y respalda lo que su marido hace y representa. Sus hijas, a punto de cumplir los 21 la mayor, ya dejaron de ser niñas y, como buena parte de la gente joven iraní, conjugan como pueden las tradiciones con el deseo de libertad.
En ese contexto familiar, con aires que evocan el cine español e italiano de los años 50, Rasoulof va despojando progresivamente a sus personajes de los velos de la conveniencia para mostrar la desnudez de los sentimientos. Con esa impregnante sensación de peligro inminente y de amenaza incierta que barniza buena parte del cine iraní, con el vértigo de esa espiral de complicaciones en la que Farhadi es magistral, tras el aparente confort y la calma, la tensión, el horror y la culpa, cobran forma de manera paulatina.
Haciendo buena la sentencia de que, cuando una pistola aparece en el comienzo de un filme, terminará por dispararse en su última secuencia, el arma se convierte en el McGuffin de un relato de suspense psicológico y en un instrumento de crítica feminista. Con calma, sin estridencias ni digresiones, Rasoulof teje una tela de araña sobre Iman, ese juez instructor del mismo Tribunal que le obligó a exiliarse a Alemania por hacer películas como ésta. En cierto modo, Rasoulof arregla cuentas con ese juez pusilánime y acomodaticio. La cuestión es que esta película, pese a su extensión, atrapa, denuncia y reflexiona. Pero sobre todo pregunta. Se interroga (y nos interroga) sobre la condición humana, su debilidad, la burla de la justicia, la ignominia de la desigualdad, el fanatismo religioso y la crueldad de ese Dios que nunca cambia para quienes, en su nombre, deciden la vida de los demás.
De hecho, «La semilla de la higuera sagrada» ganó el premio especial del jurado de la última edición de Cannes. Su hacedor, el guionista y director Mohammad Rasoulof (Shiraz, 1972), es bien conocido entre nosotros. Obras como «La isla de hierro» (2005), «Un hombre íntegro» (2017) y «La vida de los demás» (2020) lo retratan como un buen realizador, crítico y beligerante con el poder, tal vez carente de la sutileza poética de Kiarostami o de la precisión para contornear los personajes de Farhadi, pero no menos interesante que Panahi o Ghobadi, directores que cuentan, hasta ahora, con más repercusión que él.
Probablemente, junto a la citada «La isla de hierro», le cabe a esta «semilla», el valor de ser su obra más equilibrada, más ajustada, no de duración, que Rasoulof tiende a extenderse más de la cuenta, y emocionalmente la más inspirada. Impregnada por la actualidad reciente, la que provocó revueltas feministas por los desmanes cometidos por los servidores más integristas del Tribunal Revolucionario, el mismo que condenó a Rasoulof a 8 años de cárcel, la película navega desde el melodrama familiar al thriller para concluir con un fresco sobre la misoginia machista del sector más reaccionario y religioso del Irán político.
Con la entrega de una pistola y ocho balas comienza «La semilla de la higuera sagrada». Quien la recibe se llama Iman, ha sido nombrado juez instructor del citado Tribunal Revolucionario. Se trata de un padre de familia casado y con dos hijas, cuya relación ha sido normal dentro de una normalidad que consagra la desigualdad entre hombres y mujeres. Su mujer, Najmeh (Soheila Golestani) escolta, defiende y respalda lo que su marido hace y representa. Sus hijas, a punto de cumplir los 21 la mayor, ya dejaron de ser niñas y, como buena parte de la gente joven iraní, conjugan como pueden las tradiciones con el deseo de libertad.
En ese contexto familiar, con aires que evocan el cine español e italiano de los años 50, Rasoulof va despojando progresivamente a sus personajes de los velos de la conveniencia para mostrar la desnudez de los sentimientos. Con esa impregnante sensación de peligro inminente y de amenaza incierta que barniza buena parte del cine iraní, con el vértigo de esa espiral de complicaciones en la que Farhadi es magistral, tras el aparente confort y la calma, la tensión, el horror y la culpa, cobran forma de manera paulatina.
Haciendo buena la sentencia de que, cuando una pistola aparece en el comienzo de un filme, terminará por dispararse en su última secuencia, el arma se convierte en el McGuffin de un relato de suspense psicológico y en un instrumento de crítica feminista. Con calma, sin estridencias ni digresiones, Rasoulof teje una tela de araña sobre Iman, ese juez instructor del mismo Tribunal que le obligó a exiliarse a Alemania por hacer películas como ésta. En cierto modo, Rasoulof arregla cuentas con ese juez pusilánime y acomodaticio. La cuestión es que esta película, pese a su extensión, atrapa, denuncia y reflexiona. Pero sobre todo pregunta. Se interroga (y nos interroga) sobre la condición humana, su debilidad, la burla de la justicia, la ignominia de la desigualdad, el fanatismo religioso y la crueldad de ese Dios que nunca cambia para quienes, en su nombre, deciden la vida de los demás.
7 de enero de 2025
7 de enero de 2025
12 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo que ocupa a Sorrentino en «Parthenope» arranca en los años 50 y se despide, concluye sería decir demasiado, en el tiempo presente sin que a lo largo de las más de dos horas de su duración quepa percibir algo más que la obsesiva insistencia de retratar a Celeste Dalla Porta, un bonito rostro en un bello cuerpo al servicio de un personaje sin alma: la mujer que nunca existió. Esta larga crónica temporal podría haber dado noticia de la historia reciente de Nápoles, pero apenas logra arar lo que Sorrentino ya había destripado: las viejas huellas de un Fellini cuyo surrealismo aquí se toma en vano. Este desmoronamiento grotesco, caricatura de lo que «La gran belleza» (2013) representó, hace que Paolo Sorrentino (Nápoles, 1970) se ahogue, como la sirena que le sirve de título, en su propio exceso.
Su anterior largometraje, «Fue la mano de Dios» (2021), era una distorsionada autobiografía llena de estridencias y desmayos. En ella ya se nos permitía entrever que el autor de «Il divo» (2008), atragantado por su desmesurado éxito, como la milenaria tradición de los césares romanos, se creyó divino.
«Parthenope» (Parténope) toma el nombre de la mitología homérica, era una de las sirenas que inútilmente trató de seducir a un Odiseo que, astutamente atado al poste del barco que lo traía de regreso de Troya, pudo escuchar su música sin sufrir su hechizo. De ella emana el nombre de Nápoles y en cierto modo, Sorrentino parece aspirar a que se convierta en el símbolo de su ciudad natal.
De alguna manera se presupone que con ella, Sorrentino cierra una trilogía sobre sus propias raíces, unos cimientos culturales y sociológicos en los que la iglesia católica, la sensualidad femenina y una atmósfera de decadencia y hedonismo tejen un entramado que se pretende exuberante, excesivo. La historia de Parthenope, sus amores y sus desengaños, su vinculación con su hermano, la eterna dilación de un amor de juventud y la presencia de tres «machos» tan emblemáticos como tres actos fallidos, un antropólogo anclado a un hijo monstruoso, un escritor preso de sus pulsiones sexuales y un obispo lujurioso abrochado al milagro de San Genaro, prometen mucho más de lo que dan.
Ni el Nápoles poseído por el fútbol, ni los saqueos extraídos de los universos de Bertolucci, Passolini y Fellini dan coherencia a un filme deforme y deformado. Como el descendiente del antropólogo profesor de Parthenope, Sorrentino ha engendrado un relato blando al que ya ni el cinismo consigue redimir de su abatimiento.
Su anterior largometraje, «Fue la mano de Dios» (2021), era una distorsionada autobiografía llena de estridencias y desmayos. En ella ya se nos permitía entrever que el autor de «Il divo» (2008), atragantado por su desmesurado éxito, como la milenaria tradición de los césares romanos, se creyó divino.
«Parthenope» (Parténope) toma el nombre de la mitología homérica, era una de las sirenas que inútilmente trató de seducir a un Odiseo que, astutamente atado al poste del barco que lo traía de regreso de Troya, pudo escuchar su música sin sufrir su hechizo. De ella emana el nombre de Nápoles y en cierto modo, Sorrentino parece aspirar a que se convierta en el símbolo de su ciudad natal.
De alguna manera se presupone que con ella, Sorrentino cierra una trilogía sobre sus propias raíces, unos cimientos culturales y sociológicos en los que la iglesia católica, la sensualidad femenina y una atmósfera de decadencia y hedonismo tejen un entramado que se pretende exuberante, excesivo. La historia de Parthenope, sus amores y sus desengaños, su vinculación con su hermano, la eterna dilación de un amor de juventud y la presencia de tres «machos» tan emblemáticos como tres actos fallidos, un antropólogo anclado a un hijo monstruoso, un escritor preso de sus pulsiones sexuales y un obispo lujurioso abrochado al milagro de San Genaro, prometen mucho más de lo que dan.
Ni el Nápoles poseído por el fútbol, ni los saqueos extraídos de los universos de Bertolucci, Passolini y Fellini dan coherencia a un filme deforme y deformado. Como el descendiente del antropólogo profesor de Parthenope, Sorrentino ha engendrado un relato blando al que ya ni el cinismo consigue redimir de su abatimiento.
18 de marzo de 2025
18 de marzo de 2025
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ellen Kuras (Nueva Jersey, 1959) ha sido la directora de fotografía de Gondry, Lee, Mendes, Jarmusch, Demme y Scorsese, entre otros muchos. A su lado, para y con ellos, alumbró algunas de sus mejores películas. O sea que, si se le pincha, sale cine de sus venas. Sin embargo, en esta incursión biográfica en la memoria de Lee Miller, una de las escasas fotógrafas que pudo captar el horror de los campos de exterminio nazis y el infierno de la segunda guerra mundial, no hay apenas noticia de alguna capacidad cinematográfica para narrar la vida. No la hay porque se produce un extraño y anómalo (d)efecto. La fidelidad a la huella congelada, convierte todo en un museo de cera.
Kuras se sirve de las propias imágenes fotográficas de la citada Miller. Cuando en los títulos de crédito del cierre se reproducen sus más famosas imágenes, se comprende que la directora las ha reconstruido minuciosamente, de manera literal. Tanto respeto y fidelidad de fotógrafa a fotógrafa, hace que el resultado fílmico nunca respire. Hay tanto frío aquí dentro, tan poca esencia de verosimilitud, que la siempre brillante Kate Winslet encarna una Lee Miller sin aliento ni alma.
En el último tercio del filme, cuando se recrea la odisea de Miller, cuando se escenifica la célebre toma donde la propia Miller se sumergió en la bañera de Hitler, la acción aparece desprovista de emoción. Winslet pasea su caracterización de Miller como una viajera mitómana. Da igual que los pasos establecidos por la biografía de Antony Penrose se sigan de traza a traza. No hay peso y por lo tanto apenas deja poso este recorrido por un relato que Kuras aprovecha para realzar una reivindicación feminista en tiempo de guerra.
En este semblante apenas hay profundidad, pese a que estamos ante una de esas producciones de altas ambiciones pensadas para convertirse en carne de Oscar. La implicación en la producción de la propia Kate Winslet tampoco ayuda demasiado. Ellen Kuras trabaja más para subrayar la capacidad interpretativa de su protagonista, que para perfilar los recovecos psicológicos y vivenciales de la modelo que acabó convertida en reportera. Sin esa implicación, este retrato de la fotógrafa que ilustró para Vogue la mayor miseria del siglo XX, aparece como una hermosa lámpara incapaz de dar luz, porque ya está fundida.
Juan Zapater
Kuras se sirve de las propias imágenes fotográficas de la citada Miller. Cuando en los títulos de crédito del cierre se reproducen sus más famosas imágenes, se comprende que la directora las ha reconstruido minuciosamente, de manera literal. Tanto respeto y fidelidad de fotógrafa a fotógrafa, hace que el resultado fílmico nunca respire. Hay tanto frío aquí dentro, tan poca esencia de verosimilitud, que la siempre brillante Kate Winslet encarna una Lee Miller sin aliento ni alma.
En el último tercio del filme, cuando se recrea la odisea de Miller, cuando se escenifica la célebre toma donde la propia Miller se sumergió en la bañera de Hitler, la acción aparece desprovista de emoción. Winslet pasea su caracterización de Miller como una viajera mitómana. Da igual que los pasos establecidos por la biografía de Antony Penrose se sigan de traza a traza. No hay peso y por lo tanto apenas deja poso este recorrido por un relato que Kuras aprovecha para realzar una reivindicación feminista en tiempo de guerra.
En este semblante apenas hay profundidad, pese a que estamos ante una de esas producciones de altas ambiciones pensadas para convertirse en carne de Oscar. La implicación en la producción de la propia Kate Winslet tampoco ayuda demasiado. Ellen Kuras trabaja más para subrayar la capacidad interpretativa de su protagonista, que para perfilar los recovecos psicológicos y vivenciales de la modelo que acabó convertida en reportera. Sin esa implicación, este retrato de la fotógrafa que ilustró para Vogue la mayor miseria del siglo XX, aparece como una hermosa lámpara incapaz de dar luz, porque ya está fundida.
Juan Zapater

5,2
1.956
8
25 de enero de 2025
25 de enero de 2025
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
El hombre lobo, como decía Michel Foucault al hablar de Nietzsche, representa la frontera exterior. Habita en él, como en el filósofo de «El Anticristo», una especie de tosquedad, de rusticidad propia del campesino de las montañas. Al otro lado, en la frontera interior, duerme el vampiro. En el cine ambos caminan juntos, van siempre de la mano, aparecen casi siempre al mismo tiempo. Si repasan la historia del cinematógrafo descubrirán que cuando se anuncia(ba) el estreno de una nueva revisitación al vampiro en cualquiera de sus formas, poco después aparece un título dedicado al hombre lobo. En este caso, como dicta la tradición, el largometraje de Leigh Whannell, «Hombre lobo», aparece cuando todavía permanecen las brumas del Nosferatu de Eggers. Y como siempre, en cuestión de presupuestos, el del hombre lobo resulta más humilde, más austero, pero no por ello despreciable.
Estamos otra vez ante esa lucha de clases entre el obrero lobo y el aristócrata vampiro bajo cuya diáspora se siguen escribiendo series y se reeditan viejos títulos. En este caso, la reescritura de Whannell (Melbourne, 1975), un cineasta solvente, discreto y coherente cuya complicidad con James Wan lo avala como una autoridad del género, se levanta sobre una austeridad extrema de medios y de enredos argumentales. De hecho, más que de los modelos canónicos del hombre lobo, Whannell parece haberse servido de la relación triangular y claustrofóbica del relato de familia de Stephen King, «El resplandor».
Como marcan los cánones, la aparición de la maldición del hombre lobo se produce con el retorno a la vieja casa familiar de Blake, padre de familia con una hija por la que siente pasión y con una mujer con la que pasa por un momento de frustrante desencuentro. En plena crisis matrimonial, la herencia de una casa rural que perteneció a su padre desaparecido sirve de llamada para adentrarse en un bosque que Whannell recrea con un preciso dominio del suspense, la intriga y el miedo. En «Hombre lobo» se pueden escuchar los lamentos de la maldición paterna, el dolor de la llamada de la sangre y, como ofrenda sacrificial, la terrible disyuntiva entre el amor filial y la ira del fracaso. El actor, escritor y director australiano nos (sor)prende con un sólido y unívoco texto para recordar que el sueño del superhombre naufraga en las fauces de un patético, a su pesar, hombre lobo.
Estamos otra vez ante esa lucha de clases entre el obrero lobo y el aristócrata vampiro bajo cuya diáspora se siguen escribiendo series y se reeditan viejos títulos. En este caso, la reescritura de Whannell (Melbourne, 1975), un cineasta solvente, discreto y coherente cuya complicidad con James Wan lo avala como una autoridad del género, se levanta sobre una austeridad extrema de medios y de enredos argumentales. De hecho, más que de los modelos canónicos del hombre lobo, Whannell parece haberse servido de la relación triangular y claustrofóbica del relato de familia de Stephen King, «El resplandor».
Como marcan los cánones, la aparición de la maldición del hombre lobo se produce con el retorno a la vieja casa familiar de Blake, padre de familia con una hija por la que siente pasión y con una mujer con la que pasa por un momento de frustrante desencuentro. En plena crisis matrimonial, la herencia de una casa rural que perteneció a su padre desaparecido sirve de llamada para adentrarse en un bosque que Whannell recrea con un preciso dominio del suspense, la intriga y el miedo. En «Hombre lobo» se pueden escuchar los lamentos de la maldición paterna, el dolor de la llamada de la sangre y, como ofrenda sacrificial, la terrible disyuntiva entre el amor filial y la ira del fracaso. El actor, escritor y director australiano nos (sor)prende con un sólido y unívoco texto para recordar que el sueño del superhombre naufraga en las fauces de un patético, a su pesar, hombre lobo.
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