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Críticas ordenadas por utilidad
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4,6
3.673
3
18 de mayo de 2024
18 de mayo de 2024
297 de 347 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dijo alguna vez Godard que el cine es grande porque se proyecta, y qué mejor testimonio de esa grandeza que la ‹première› de la película-espectáculo (‹panem et circenses› en su sentido más literal) de Coppola, Megalópolis, desconcertante relato retro-futurista que apela a la épica y a la hipertrofia visual para tratar de comprender hacia dónde se dirige el mundo, al tiempo que se cuestiona por qué el amor no es la fuerza motriz que lo impulsa. Breve digresión para añadir que, aun cuando la primera impresión al finalizar el film sea la del fracaso artístico, el cineasta estadounidense y el mundo del cine han salido ganando. En cierto pasaje de la película, César Catilina, ‹alter ego› del cineasta interpretado por un voluntarioso y desnortado Adam Driver, no cesa de repetirse: «Cuando se salta hacia lo desconocido, se demuestra que somos libres». Es una más de las numerosas muestras de narcicismo de Coppola (a estas alturas ya no deberían sorprender a nadie), que parece dialogar consigo mismo a través de sus personajes para convencerse de que la caída del Imperio Romano y las ruinas ficticias de su Nueva Roma nada tienen que ver con la debacle maximalista de su seguramente última película —aunque acaba de anunciar en rueda de prensa que ya ha empezado a escribir una nueva obra—. La frase, sin embargo, da buena muestra del triunfo de un soñador, de un loco de remate que, 40 años y 300 reescrituras de guion más tarde, consiguió materializar su propia película del futuro.
Sobre el papel Megalópolis lo tiene todo para fascinar: es desbordante, espectacular y libérrima como pocas, supone un salto al vacío (también artístico) de 120 millones autofinanciados sin garantías de ser rentables y tiene como ambición narrativa despejar las derivas autócratas de la actual política norteamericana con la decadencia de Roma (en pasado) y la posibilidad de escapar de ellas en un futuro utópico, donde el amor y la tecnología habrán sanado la civilización. Pero los problemas de Megalópolis empiezan —y se mantienen a lo largo del metraje— cuando se inicia la experiencia en sala. El “deleite ficcional” con la película será esquivo incluso para aquellos espectadores (entre los que me gusta pensar que me encuentro) que abogan por la existencia de una imagen contra-canónica del cine contemporáneo, que pugne contra el esquematismo formal y la ausencia de toma de riesgos. En Coppola todo es riesgo, pero en esta ocasión todo es también descalabro, arrogancia y orgullo hortera. La dirección de actores/actrices, todos nombres célebres y contrastados, alcanza incluso cotas de crueldad (lo sentimos por ti, Shia LaBeouf), suponiendo la honrosa excepción Aubrey Plaza, quizás la única que parece entrar en el juego satírico-megalómano del cineasta de Detroit. El desfile de efectos prácticos y digitales parece inagotable, y Coppola se encarga de no reservar ni un solo recurso en la chistera (pantalla partida, superposiciones, fundidos encadenados, diversidad de encuadres… ¡incluso un acto performativo en el que un señor del público sube al escenario y dialoga con la pantalla!). El inconveniente principal de todo ello es que estos recursos parecen gratuitos: no tienen coherencia ni continuidad porque enseguida aparecen aplastados por el siguiente recurso visual, que a su vez es inmediatamente triturado por el siguiente y… bueno, ya me entendéis.
Este despliegue tan anárquico y aparatoso de recursos juega en contra del propio desarrollo y estructura narrativa del film, que termina por tornarse incomprensible y errática. Jamás consigue Coppola engarzar las distintas tramas y subtramas de Megalópolis para dar algo de empaque y poner un poco de orden en su proyecto. Tampoco parece que sea su prioridad. La realidad es que, más allá de la profunda decepción inicial que latía al finalizar la película (que habrá que valorar en su justa medida con el paso del tiempo y las revisiones), hay algo hermoso en esta suerte de ‹harakiri› artístico (sin tener en cuenta que es una película que dará mucho que hablar): pensar que un cineasta octogenario (invoco también las últimas obras de Skolimowski o de Godard, para cerrar el círculo que iniciamos al inicio de la reseña) sigue jugando, experimentado y divirtiéndose con la impulsividad y la despreocupación de las almas juveniles.
_Escrito para Cinemaldito.com
Sobre el papel Megalópolis lo tiene todo para fascinar: es desbordante, espectacular y libérrima como pocas, supone un salto al vacío (también artístico) de 120 millones autofinanciados sin garantías de ser rentables y tiene como ambición narrativa despejar las derivas autócratas de la actual política norteamericana con la decadencia de Roma (en pasado) y la posibilidad de escapar de ellas en un futuro utópico, donde el amor y la tecnología habrán sanado la civilización. Pero los problemas de Megalópolis empiezan —y se mantienen a lo largo del metraje— cuando se inicia la experiencia en sala. El “deleite ficcional” con la película será esquivo incluso para aquellos espectadores (entre los que me gusta pensar que me encuentro) que abogan por la existencia de una imagen contra-canónica del cine contemporáneo, que pugne contra el esquematismo formal y la ausencia de toma de riesgos. En Coppola todo es riesgo, pero en esta ocasión todo es también descalabro, arrogancia y orgullo hortera. La dirección de actores/actrices, todos nombres célebres y contrastados, alcanza incluso cotas de crueldad (lo sentimos por ti, Shia LaBeouf), suponiendo la honrosa excepción Aubrey Plaza, quizás la única que parece entrar en el juego satírico-megalómano del cineasta de Detroit. El desfile de efectos prácticos y digitales parece inagotable, y Coppola se encarga de no reservar ni un solo recurso en la chistera (pantalla partida, superposiciones, fundidos encadenados, diversidad de encuadres… ¡incluso un acto performativo en el que un señor del público sube al escenario y dialoga con la pantalla!). El inconveniente principal de todo ello es que estos recursos parecen gratuitos: no tienen coherencia ni continuidad porque enseguida aparecen aplastados por el siguiente recurso visual, que a su vez es inmediatamente triturado por el siguiente y… bueno, ya me entendéis.
Este despliegue tan anárquico y aparatoso de recursos juega en contra del propio desarrollo y estructura narrativa del film, que termina por tornarse incomprensible y errática. Jamás consigue Coppola engarzar las distintas tramas y subtramas de Megalópolis para dar algo de empaque y poner un poco de orden en su proyecto. Tampoco parece que sea su prioridad. La realidad es que, más allá de la profunda decepción inicial que latía al finalizar la película (que habrá que valorar en su justa medida con el paso del tiempo y las revisiones), hay algo hermoso en esta suerte de ‹harakiri› artístico (sin tener en cuenta que es una película que dará mucho que hablar): pensar que un cineasta octogenario (invoco también las últimas obras de Skolimowski o de Godard, para cerrar el círculo que iniciamos al inicio de la reseña) sigue jugando, experimentado y divirtiéndose con la impulsividad y la despreocupación de las almas juveniles.
_Escrito para Cinemaldito.com

6,9
17.419
8
21 de septiembre de 2024
21 de septiembre de 2024
324 de 421 usuarios han encontrado esta crítica útil
La primera escena de Anora es ya toda una declaración de principios de la postura ética de Baker con los cuerpos: el desplazamiento lateral de su cámara captura a varios personajes femeninos de espaldas realizando bailes eróticos para sus clientes y retrata sus cuerpos con frontalidad, sin juzgar ni moralizar sobre una mercantilización corporal a todas luces alarmante. La canción que acompaña a esta escena, la alegre y optimista Greatest Day de Take that, revela el barniz sarcástico (también esperanzador) que cubrirá toda la película. No es la primera vez que el de New Jersey filma las complejas e incómodas imbricaciones del trabajo sexual (y a tenor de su dedicatoria hacia el colectivo al recoger la Palma de Oro sabemos que no será la última): ya lo hizo en Tangerine y repitió en Red Rocket, obras cuyos protagonistas perseguían un inalcanzable sueño americano en ambientes igualmente impregnados de sordidez como de ternura.
El último trabajo de Baker no solo no es ajeno a los estilemas que ha ido desarrollando a lo largo de su filmografía, sino que aquí se ven amplificados: un estilo que equilibra extrañamente la histeria con la delicadeza (particularidades ambas encarnadas a la perfección por una entregadísima Mikey Madison), un punto de partida mínimo, un vocabulario visual que navega entre las gangster-movies de Scorsese y las desquiciadas odiseas de los Safdie, etcétera. En Anora los referentes se amplían (imposible no pensar en las comedias corales de los Coen) y se expanden para seguir nutriendo el personal universo del cineasta norteamericano. Baker no inventa nada nuevo, ni siquiera dentro de sus propias inquietudes temáticas y formales, pero la forma en la que mira a sus personajes está tan rebosante de generosidad, comprensión y respeto que pareciera que estuviéramos redescubriendo de nuevo el cine.
Anora narra la historia de Ani, bailarina erótica que, como una Cenicienta moderna, parece encontrar su príncipe encantado en la figura del ingenuo y muy inmaduro Vanya, infante de 21 años que resulta ser hijo de un poderoso oligarca ruso. Hay algo crucial para el desarrollo del film que late en el encuentro entre ambos jóvenes, y tiene que ver con el modo en el que Ani entiende las relaciones con los hombres: en ellas media siempre una dimensión mercantil. Con Vanya no es distinto, pero su alocada visión del mundo y su privilegiada economía actúan no solo como promesas de una vida mejor, sino como propulsores hacia Las Vegas para que dicha vida se oficialice bajo los preceptos sociales del matrimonio. El dispositivo, por supuesto, permite a Baker explotar las posibilidades cómicas de la más clásica (y hawksiana) screwball comedy, que encuentra en la fortaleza y sensatez de Ani el contrapunto perfecto para la masculinidad frágil y cobarde de Vanya.
El punto de inflexión del matrimonio invoca a tres personajes (matones a sueldo) que intentarán, con las mismas dosis de entusiasmo como de torpeza, revocar el vínculo conyugal. Y aunque Anora es una película divertidísima e hilarante (esta banda de inútiles es sin duda una de las más bellas ideas del film), es también profundamente triste. Buena culpa de ello la tiene la situación de indefensión de Ani, pero también la mirada abismal y decepcionada de Mikey Madison, que no solo se desenvuelve con soltura en las lides físicas y sexuales más exigentes, sino que se empapa con excelencia del ambiente miserable y desolador de su personaje. Ani sabe que en un mundo ultracapitalista y mezquino ella se ubicará siempre en el lado de los perdedores: es por eso que su último gesto es hermosísimo y demoledor (seguramente una de las mejores escenas que Baker haya filmado jamás), porque solo el amor y la comprensión serán capaces de mejorar este mundo.
El último trabajo de Baker no solo no es ajeno a los estilemas que ha ido desarrollando a lo largo de su filmografía, sino que aquí se ven amplificados: un estilo que equilibra extrañamente la histeria con la delicadeza (particularidades ambas encarnadas a la perfección por una entregadísima Mikey Madison), un punto de partida mínimo, un vocabulario visual que navega entre las gangster-movies de Scorsese y las desquiciadas odiseas de los Safdie, etcétera. En Anora los referentes se amplían (imposible no pensar en las comedias corales de los Coen) y se expanden para seguir nutriendo el personal universo del cineasta norteamericano. Baker no inventa nada nuevo, ni siquiera dentro de sus propias inquietudes temáticas y formales, pero la forma en la que mira a sus personajes está tan rebosante de generosidad, comprensión y respeto que pareciera que estuviéramos redescubriendo de nuevo el cine.
Anora narra la historia de Ani, bailarina erótica que, como una Cenicienta moderna, parece encontrar su príncipe encantado en la figura del ingenuo y muy inmaduro Vanya, infante de 21 años que resulta ser hijo de un poderoso oligarca ruso. Hay algo crucial para el desarrollo del film que late en el encuentro entre ambos jóvenes, y tiene que ver con el modo en el que Ani entiende las relaciones con los hombres: en ellas media siempre una dimensión mercantil. Con Vanya no es distinto, pero su alocada visión del mundo y su privilegiada economía actúan no solo como promesas de una vida mejor, sino como propulsores hacia Las Vegas para que dicha vida se oficialice bajo los preceptos sociales del matrimonio. El dispositivo, por supuesto, permite a Baker explotar las posibilidades cómicas de la más clásica (y hawksiana) screwball comedy, que encuentra en la fortaleza y sensatez de Ani el contrapunto perfecto para la masculinidad frágil y cobarde de Vanya.
El punto de inflexión del matrimonio invoca a tres personajes (matones a sueldo) que intentarán, con las mismas dosis de entusiasmo como de torpeza, revocar el vínculo conyugal. Y aunque Anora es una película divertidísima e hilarante (esta banda de inútiles es sin duda una de las más bellas ideas del film), es también profundamente triste. Buena culpa de ello la tiene la situación de indefensión de Ani, pero también la mirada abismal y decepcionada de Mikey Madison, que no solo se desenvuelve con soltura en las lides físicas y sexuales más exigentes, sino que se empapa con excelencia del ambiente miserable y desolador de su personaje. Ani sabe que en un mundo ultracapitalista y mezquino ella se ubicará siempre en el lado de los perdedores: es por eso que su último gesto es hermosísimo y demoledor (seguramente una de las mejores escenas que Baker haya filmado jamás), porque solo el amor y la comprensión serán capaces de mejorar este mundo.

6,1
7.311
7
22 de mayo de 2024
22 de mayo de 2024
152 de 183 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando parecía, por la deriva tonal de sus últimos trabajos, que la tendencia futura de Lanthimos era la de abandonar gradualmente el estilo de sus primeras obras (Canino, Alps… Langosta si apuramos), el cineasta griego retoma su fértil colaboración con el guionista Efthymis Filippou para asestar una nueva y demoledora estocada a la sociedad moderna, cuyo utilitarismo y sed de poder terminan engendrando monstruos —punto de partida, por otro lado, nada ajeno a las querencias temáticas y estilemas del director.
La alteración en Kinds of Kindness en contraste con otras colaboraciones con Filippou descansa en su estructura en forma de tríptico, decisión pertinente en dos direcciones: en el sentido que permite agilizar el ritmo de una película que dura en suma 165 minutos y en una apuesta por acentuar el juego/baile de máscaras del film, en el cual sus cuatro protagonistas intercambian personajes y personalidades, alimentando así un siempre buscado desconcierto. La excusa aquí es observar las dinámicas de dominación que se dan entre cuatro sujetos en diferentes ambientes, desde la depuración arquitectónica y esterilizada de la primera historia hasta la mugre de carretera de la última.
No recuerdo (disculpen la mala memoria) otra obra de Lanthimos en la que el cineasta muestre tan rápidamente sus cartas: antes de arrancar las tres ficciones, durante el desfile de las productoras que colaboran en el filme, empieza a sonar atronadoramente Sweet Dreams, mítico techno pop ochentero de Eurythmics que anticipa aquí todas las tesis de la película, a saber: que todo el mundo actúa interesadamente y que la vida se divide entre aquellos que abusan y aquellos que son abusados. De nuevo, nada nuevo (valga la redundancia) para quien se haya acercado alguna vez a la obra del griego.
Dijo Lanthimos en la presentación de Kinds of Kindness que Buñuel era una de sus grandes inspiraciones, dimensión que atraviesa toda su filmografía desde Kinetta y Canino y que está por supuesto muy presente en el tríptico. Sin embargo, si en aquellas obras había algo de la estilización imperfecta de Pasolini, aquí se volatiliza en favor de otra de las voces más originales de la cultura italiana: Pirandello. El hálito del escritor se palpa, además de en el uso del relato corto lleno de abstracciones, imbricaciones y situaciones absurdas, en una apuesta contundente por el relativismo conductual y por hurgar en las contradicciones y vacilaciones del comportamiento humano.
Claro que el visionado de Kinds of Kindness es antipático: la falta de compasión de Lanthimos con sus personajes lo ubica de forma ostensible como miembro destacado del cine de la crueldad. A veces recuerda al sadismo inconsciente de los niños pequeños, capaces de torturar a un pequeño insecto que atraparon en el jardín sin ser conscientes del dolor que provocan. En este caso, pero, lo sádico y lo trágico adquieren una dimensión hilarante, y las relaciones desiguales entre Emma Stone, (un divertidísimo y oscuro) Jesse Plemons, Willem Dafoe y Margaret Qualley conforman un grotesco fresco de la naturaleza humana. No se pliega jamás Lanthimos ante sus marionetas: las humilla, las aprisiona, las hace desconfiar, cercena sus miembros, revuelve sus miserias hasta llegar al límite: ahí es dónde nos enseñan de qué son capaces. Si la raza humana está podrida hasta el tuétano, ¿por qué no reírnos un poco con ello?
_Escrito en Cinemaldito.com_
La alteración en Kinds of Kindness en contraste con otras colaboraciones con Filippou descansa en su estructura en forma de tríptico, decisión pertinente en dos direcciones: en el sentido que permite agilizar el ritmo de una película que dura en suma 165 minutos y en una apuesta por acentuar el juego/baile de máscaras del film, en el cual sus cuatro protagonistas intercambian personajes y personalidades, alimentando así un siempre buscado desconcierto. La excusa aquí es observar las dinámicas de dominación que se dan entre cuatro sujetos en diferentes ambientes, desde la depuración arquitectónica y esterilizada de la primera historia hasta la mugre de carretera de la última.
No recuerdo (disculpen la mala memoria) otra obra de Lanthimos en la que el cineasta muestre tan rápidamente sus cartas: antes de arrancar las tres ficciones, durante el desfile de las productoras que colaboran en el filme, empieza a sonar atronadoramente Sweet Dreams, mítico techno pop ochentero de Eurythmics que anticipa aquí todas las tesis de la película, a saber: que todo el mundo actúa interesadamente y que la vida se divide entre aquellos que abusan y aquellos que son abusados. De nuevo, nada nuevo (valga la redundancia) para quien se haya acercado alguna vez a la obra del griego.
Dijo Lanthimos en la presentación de Kinds of Kindness que Buñuel era una de sus grandes inspiraciones, dimensión que atraviesa toda su filmografía desde Kinetta y Canino y que está por supuesto muy presente en el tríptico. Sin embargo, si en aquellas obras había algo de la estilización imperfecta de Pasolini, aquí se volatiliza en favor de otra de las voces más originales de la cultura italiana: Pirandello. El hálito del escritor se palpa, además de en el uso del relato corto lleno de abstracciones, imbricaciones y situaciones absurdas, en una apuesta contundente por el relativismo conductual y por hurgar en las contradicciones y vacilaciones del comportamiento humano.
Claro que el visionado de Kinds of Kindness es antipático: la falta de compasión de Lanthimos con sus personajes lo ubica de forma ostensible como miembro destacado del cine de la crueldad. A veces recuerda al sadismo inconsciente de los niños pequeños, capaces de torturar a un pequeño insecto que atraparon en el jardín sin ser conscientes del dolor que provocan. En este caso, pero, lo sádico y lo trágico adquieren una dimensión hilarante, y las relaciones desiguales entre Emma Stone, (un divertidísimo y oscuro) Jesse Plemons, Willem Dafoe y Margaret Qualley conforman un grotesco fresco de la naturaleza humana. No se pliega jamás Lanthimos ante sus marionetas: las humilla, las aprisiona, las hace desconfiar, cercena sus miembros, revuelve sus miserias hasta llegar al límite: ahí es dónde nos enseñan de qué son capaces. Si la raza humana está podrida hasta el tuétano, ¿por qué no reírnos un poco con ello?
_Escrito en Cinemaldito.com_

6,4
19.232
7
7 de julio de 2016
7 de julio de 2016
164 de 217 usuarios han encontrado esta crítica útil
Corría el año 2006 cuando Paul Verhoeven se dejaba ver por última vez detrás de las cámaras. Lo hacía con el enésimo acercamiento del cinematógrafo a un contexto temporal y geográfico tan trillado como el de la segunda guerra mundial en Europa. Sin embargo, conociendo las filias del director neerlandés, podíamos estar seguros que el filme estaría teñido con los excesos, deseos y cuestionamientos morales a los que nos tiene acostumbrados a lo largo de su filmografía. Verhoeven deshumanizaba a sus personajes, independientemente del bando que defendieran, y ello le servía para realizar una crítica mordaz y cruda de la sociedad holandesa. Es algo que hemos visto, con mayor o menor predominancia, en su filmografía y Elle, su última joya, no está desligada de estas bondades.
Elle se abre con una mirada: la de un gato en contraplano que observa, altivo e impasible, la violación de su dueña a manos de un desconocido. La idea principal con esta escena inicial era de hacerla en un plano único, a distancia, como si los ojos del gato fueran los nuestros. En la sala de montaje, el propio Verhoeven decidió prescindir de ello ya que, en sus propias palabras, empezar el filme con un plano tan largo, incluso en nombre de Haneke, era demasiado. Su estatus de autor no le impidió que su costado hollywoodiense llegara al galope para dotar con algo más de dinamismo una escena seca, dura, que sin duda consigue dejarnos con mal cuerpo.
Volvemos a la mirada del gato por dos razones: primeramente porque nos da la sensación que esa contemplación entre indiferente y soberana es la del propio Verhoeven en esos diez años de silencio (si no tenemos en cuenta su producto televisivo Steekspel, en 2012) ante el panorama cinematográfico que pasaba ante sus ojos. Y segundo, porque ese carácter felino, que el director neerlandés consigue captar únicamente con un plano, describe a la perfección a la protagonista de Elle, Michèle, interpretada majestuosamente por una Isabelle Huppert que consigue una de las interpretaciones más fascinantes de los últimos años (por comedida y ambigua, un absoluto lujo de actriz).
Michèle es el punto de anclaje sobre el que los otros personajes de la película orbitan. Es ella quien decide cómo es cada una de sus relaciones interpersonales, es ella quien ostenta el poder y sobre la cual sus familiares y amigos consiguen avanzar. Su actitud para con ellos no dista en exceso de la que tiene su gato ante la escena de violación: los trata con la misma frialdad y mala leche con la que suelen deleitarnos los mininos. Y, contrariamente a lo que podríamos pensar sobre un supuesto thriller de venganza, aquí el retrato de personajes y cómo se relacionan en sociedad es primordial. No echaremos en falta ningún tipo de relación social: desde la que tenemos entre familiares y amigos, pasando por las relaciones de subordinación o autoridad que encontramos en el trabajo o las de cordialidad con los vecinos y conocidos.
No es nuestra intención desenmascarar una trama rica en matices como la que nos sirve en bandeja un Verhoeven pletórico. Sólo queremos dejar constancia que, lejos de ser un thriller de manual, es una película de la que pueden recogerse diversas lecturas aún más interesantes, como la visión mordaz de la familia, las alianzas contra natura (los instintos básicos) o la perversión del ser humano. Así, la base sobre la cual el director neerlandés apuntala su film es la de un humor negrísimo que acaba dotando al conjunto de un tono ambiguo y viciado, señas características de un realizador que nunca deja indiferente.
No dejemos de remarcar, eso sí, que este último proyecto de Verhoeven funciona perfectamente como historia de venganza y que en su estructura narrativa podemos encontrar los rasgos característicos del relato vengativo que comenzó con la Orestíada de Esquilo y que tan buenos resultados ha dado tanto en la literatura como en el cine. Sí, la estructura clásica está ahí: el hecho inductor (la violación), la acción firme por parte de la protagonista (la búsqueda de la venganza) y el juicio. No desvelaremos nada más: conocemos los cimientos de Elle, pero somos conscientes que Verhoeven jugará con ello y sabrá encontrarnos desprevenidos. Ese es su estilo. Y que siga siendo así.
Reseñada en www.cinemaldito.com
Elle se abre con una mirada: la de un gato en contraplano que observa, altivo e impasible, la violación de su dueña a manos de un desconocido. La idea principal con esta escena inicial era de hacerla en un plano único, a distancia, como si los ojos del gato fueran los nuestros. En la sala de montaje, el propio Verhoeven decidió prescindir de ello ya que, en sus propias palabras, empezar el filme con un plano tan largo, incluso en nombre de Haneke, era demasiado. Su estatus de autor no le impidió que su costado hollywoodiense llegara al galope para dotar con algo más de dinamismo una escena seca, dura, que sin duda consigue dejarnos con mal cuerpo.
Volvemos a la mirada del gato por dos razones: primeramente porque nos da la sensación que esa contemplación entre indiferente y soberana es la del propio Verhoeven en esos diez años de silencio (si no tenemos en cuenta su producto televisivo Steekspel, en 2012) ante el panorama cinematográfico que pasaba ante sus ojos. Y segundo, porque ese carácter felino, que el director neerlandés consigue captar únicamente con un plano, describe a la perfección a la protagonista de Elle, Michèle, interpretada majestuosamente por una Isabelle Huppert que consigue una de las interpretaciones más fascinantes de los últimos años (por comedida y ambigua, un absoluto lujo de actriz).
Michèle es el punto de anclaje sobre el que los otros personajes de la película orbitan. Es ella quien decide cómo es cada una de sus relaciones interpersonales, es ella quien ostenta el poder y sobre la cual sus familiares y amigos consiguen avanzar. Su actitud para con ellos no dista en exceso de la que tiene su gato ante la escena de violación: los trata con la misma frialdad y mala leche con la que suelen deleitarnos los mininos. Y, contrariamente a lo que podríamos pensar sobre un supuesto thriller de venganza, aquí el retrato de personajes y cómo se relacionan en sociedad es primordial. No echaremos en falta ningún tipo de relación social: desde la que tenemos entre familiares y amigos, pasando por las relaciones de subordinación o autoridad que encontramos en el trabajo o las de cordialidad con los vecinos y conocidos.
No es nuestra intención desenmascarar una trama rica en matices como la que nos sirve en bandeja un Verhoeven pletórico. Sólo queremos dejar constancia que, lejos de ser un thriller de manual, es una película de la que pueden recogerse diversas lecturas aún más interesantes, como la visión mordaz de la familia, las alianzas contra natura (los instintos básicos) o la perversión del ser humano. Así, la base sobre la cual el director neerlandés apuntala su film es la de un humor negrísimo que acaba dotando al conjunto de un tono ambiguo y viciado, señas características de un realizador que nunca deja indiferente.
No dejemos de remarcar, eso sí, que este último proyecto de Verhoeven funciona perfectamente como historia de venganza y que en su estructura narrativa podemos encontrar los rasgos característicos del relato vengativo que comenzó con la Orestíada de Esquilo y que tan buenos resultados ha dado tanto en la literatura como en el cine. Sí, la estructura clásica está ahí: el hecho inductor (la violación), la acción firme por parte de la protagonista (la búsqueda de la venganza) y el juicio. No desvelaremos nada más: conocemos los cimientos de Elle, pero somos conscientes que Verhoeven jugará con ello y sabrá encontrarnos desprevenidos. Ese es su estilo. Y que siga siendo así.
Reseñada en www.cinemaldito.com
Cortometraje

7,0
3.062
7
13 de abril de 2011
13 de abril de 2011
82 de 86 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aunque en la base de datos de FA sólo encontremos este corto del bueno de Segundo de Chomón, espero que ninguna alma ingenua pueda pensar que es su única aportación al cine. Ni siquiera es la primera, cosa que puede comprobarse por la ya depurada técnica que muestra a lo largo de estos nueve minutos.
A grandes rasgos, 'El hotel eléctrico' no es más que una torpe excusa de la Pathé para demostrar al mundo que no se quedaban atrás en absoluto ante su más duro rival, la compañía Gaumont, que un año antes, mediante el corto 'El hotel encantado' de Stuart Blackton, había mostrado un cine muy afín al que hemos podido disfrutar con esta chomonada. La historia poco importa: una pareja de viajeros llega a un hotel en el que todos los objetos son automáticos. A partir de ahí la virguería padre, con maletas saltimbanquis, cajones indecisos, mesas serviciales y demás fauna muebleril con vida. Pero claro, los avances, el progreso...cualquiera fallo humano provoca la hecatombe.
La simpleza de la historia y, en muchas ocasiones, la reiteración de acciones por parte de los objetos animados se ven compensados por, cómo no, el despliegue pirotécnico que pone Chomón (junto a su colaborador Amédée Pastelli) en pantalla. Es difícil aburrir al personal con un cortometraje de nueve minutos, pero, por ejemplo, escenas como las de la limpieza de botas se alargan en exceso. Cosa más que perdonable, por otro lado.
También resulta curioso el efecto consecuente a la borrachera de uno de los empleados del hotel: salen chispas de los aparatos electrónicos que se encargan del buen funcionamiento de los muebles automáticos. Unas chispas que se utilizarían muchos años más tarde en grandes producciones del mudo, que fueron pintadas directamente a mano sobre los negativos del metro con tinta negra. Así Chomón consigue un efecto resultón (aunque prehistórico).
Ya como anécdota final, comentar el hecho del secretismo imperante durante la época en cuanto al trucaje de los cortometrajes, en cuanto a la ejecución de estos adelantos técnicos: ningún director estaba dispuesto a que le chafasen su idea. Pues bien, llegó el buenazo de Chomón, y, a partir de 'El hotel eléctrico' que nos ocupa, fue el primero en anunciar de forma expresa el procedimiento y la ejecución de tales técnicas. Para que duden de la filantropía española, leches.
A grandes rasgos, 'El hotel eléctrico' no es más que una torpe excusa de la Pathé para demostrar al mundo que no se quedaban atrás en absoluto ante su más duro rival, la compañía Gaumont, que un año antes, mediante el corto 'El hotel encantado' de Stuart Blackton, había mostrado un cine muy afín al que hemos podido disfrutar con esta chomonada. La historia poco importa: una pareja de viajeros llega a un hotel en el que todos los objetos son automáticos. A partir de ahí la virguería padre, con maletas saltimbanquis, cajones indecisos, mesas serviciales y demás fauna muebleril con vida. Pero claro, los avances, el progreso...cualquiera fallo humano provoca la hecatombe.
La simpleza de la historia y, en muchas ocasiones, la reiteración de acciones por parte de los objetos animados se ven compensados por, cómo no, el despliegue pirotécnico que pone Chomón (junto a su colaborador Amédée Pastelli) en pantalla. Es difícil aburrir al personal con un cortometraje de nueve minutos, pero, por ejemplo, escenas como las de la limpieza de botas se alargan en exceso. Cosa más que perdonable, por otro lado.
También resulta curioso el efecto consecuente a la borrachera de uno de los empleados del hotel: salen chispas de los aparatos electrónicos que se encargan del buen funcionamiento de los muebles automáticos. Unas chispas que se utilizarían muchos años más tarde en grandes producciones del mudo, que fueron pintadas directamente a mano sobre los negativos del metro con tinta negra. Así Chomón consigue un efecto resultón (aunque prehistórico).
Ya como anécdota final, comentar el hecho del secretismo imperante durante la época en cuanto al trucaje de los cortometrajes, en cuanto a la ejecución de estos adelantos técnicos: ningún director estaba dispuesto a que le chafasen su idea. Pues bien, llegó el buenazo de Chomón, y, a partir de 'El hotel eléctrico' que nos ocupa, fue el primero en anunciar de forma expresa el procedimiento y la ejecución de tales técnicas. Para que duden de la filantropía española, leches.
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