Una historia que discurre en el silencio y muestra con imágenes de buen influjo norteamericano un paisaje rudo, después helado, con nieve sucia como las manos del protagonista. Ahí se va construyendo una historia de distancias humanas que la forma de narrar convierte en atrapante porque uno imagina que estos vacíos desaparecerán pero no sabemos cómo. Peretti es genial, también me gusta Claudia Fontán aunque la he visto en mejores trabajos. No me gusta Casero, que tiene un personaje buenísimo pero su falta de profesionalidad lo estropea y las dos nenas hacen bien su papel en segundo plano. Las otros películas de Taratuto son comedias y muy entretenidas. La reconstrucción no es tiene ninguna escena graciosa pero resulta por completo absorbente.

Aunque me gusta más el Scorsese de ácida poesía como el de Taxi Driver o Raging Bull, esta película tiene la energía del caos de otra parte de su cine. La necesidad de ajustar el film a un libro que es también una biografía añade secuencias que no interesan o parecen repetidas. Comparada con Pulp Fiction, con la que tiene mucho que ver, en El lobo sobran escenas cuya acumulación produce fastidio. Leonardo diCaprio sublime y también Jonah Hill originalísimo. Dicho todo esto, debo decir que, a pesar de sus defectos, The Wolf of Wall Street vale más que toda la cartelera junta.

Vi el comienzo de esta serie en un viaje a España en 2011 y los primeros cincuenta capítulos fueron muy buenos. La protagonista, Megan Montaner, representaba a un personaje bastante original: una partera que iba por los caminos. Imagino que los guionistas tomaron como referencia a la conocida partera de Nuevo México Jesusita Aragón y a algunas de las novelas sobre el tema, como La partera de Cris Bohjalian. Fuera o no una copia, el personaje era interesante y la intérprete buenísima. Pero todo eso fue. En un viaje siguiente descubrí que al no tener más que contar la telenovela había caído en una especie de infierno de violaciones y castigos diversos para poder alargar ese romance inicial no sé cuántos capítulos. Al final la actriz protagonista se fue y no obstante siguieron, ahora con los hijos, mostrando mediante peripecias cada vez más insignificantes cómo sacar partido de un producto totalmente olvidable y agotado. Para aumentar el negocio editaron dos libros basados en argumentos paralelos y usando los primeros capítulos, que enganchan mucho, la están vendiendo a televisiones extranjeras. El malestar que produce este pseudorelato histórico (es completamente inverosímil) no deriva de los romances inacabados. Procede de un nivel de maltrato difícil de soportar. Aunque se da en horario de protección al menor: la lista de bebés muertos, embarazadas golpeadas, bebés robados y criados por otros padres y nenes que jamás encuentran a los suyos es infinita. No sé qué nivel de tolerancia existe sobre estos temas en España pero los capítulos más tardíos que llegué a ver me parecieron horribles.
Alguna vez busqué si alguien comentaba estos aspectos desagradables y sólo encontré diversos artículos elogiosos propios de la publicidad de un producto y no de plumas independientes.

La película empieza con unos planos buenísimos que sirven para contar la amistad y la absoluta simetría entre los dos socios de un negocio de electrodomésticos. Esa originalidad se pierde y el guión fluye hacia otro lado. Como en todas las películas de Burman hay momentos mágicos: un club y un baile armenios con un Alejandro Awada oficiando de detective lacaniano; un salón de baile de ritmos latinos; el cuento debajo del mosquitero. A mí Francella no me gusta: es un actor gestual y pierde mucho cuando habla. Inés Estévez hace un papel maravilloso y aunque la evolución del personaje no se justifica, la actuación de esa evolución es excelente. Fabián Arenillas, para mí un desconocido, me pareció perfecto. En mi opinión Burman es un gran director aunque, como en esta película, transmite ciertas flaquezas en el guión y el film parece una suma de sketchs y no un film.

Estuve a punto de irme a los cinco minutos porque la puesta en escena de cine pretencioso europeo me resultaba intolerable: un plano larguísimo de una señora fumando tirada en un diván para que el espectador piense, ¡oh está pensando! es sencillamente mal cine. Y siguió igual, diálogo tras diálogo sin que la cámara buscara otro lugar que el de ponerse enfrente y filmar las dos caras. Y los diálogos: Marido: usa mi escritorio pero déjame el soporte de mi pipa. Hannah Arendt: tu médico lo va a agradecer. ¿Pero quienes hablan así en la intimidad? ¿Dos figurines de la revista Vogue? Y los dos viajes a Jerusalem, ¿por las calles de esa ciudad, sólo pasan mujeres soldados (dos) y judíos ortodoxos (dos y después otros dos)? ¿Dónde estaba cuando filmaron la película la gente normal que vive y que vivía entonces en la ciudad? Y pasemos a la historia. Una Hannah Arendt increíble ¿qué le pasaba en la cara? que de joven se reunía con un Heidegger con cara de pederasta y al que remember vuelve en sus recuerdos y al que las palabras que le atribuyen lo justifican. Y qué es lo que se cuenta de esta gran pensadora. Qué es esto: ¿una clase de una universidad a distancia? Ni se menciona la larga defensa del judaísmo que marcó sus reflexiones sobre el antisemitismo y sus extraordinarios aportes en este sentido. Y en otros. Una vulgarización horrorosa, casi ofensiva. No. Totalmente ofensiva. Y doblemente ofensiva porque el lenguaje cinematográfico que acompaña este ridículo enfoque lo transforma en una especie de festival de la fealdad.