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8
18 de marzo de 2017
18 de marzo de 2017
4 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
La película de Nieves Conde El inquilino (que, por cierto, chirría un punto por ciertos excesos fuera de tono) tiene en común con El Verdugo, Plácido, Bienvenido Mr. Marshall, Surcos, Atraco a las tres, Un millón en la basura y otras muchas películas del mismo corte lo que vengo a llamar el deseo imposible. En todas ellas se arma una trama que gravita en torno a un deseo propio y crónico de tipos menesterosos: salir de la miseria o evitar caer más en su degradante escala.
El deseo imposible alude a la imposibilidad constitutiva de hurtarse a una fatalidad cuyo hondo sentido está muy por encima de las condiciones sociales de cada cual. No basta con escapar social o laboralmente de una situación dada. Quien está atado al sistema de origen se halla abocado a repetir una y otra vez la misma suerte. Ni Evaristo, ni José Luis, ni Plácido, ni el pueblo de Villar del Río, etc., logran sustraerse, tras sufrir todo tipo de desventuras, al fatum que los gobierna. Pueden, todo lo más, salir airosos de algún que otro brete, pero, a la postre, vuelven a verse en el mismo punto del que partieron con anterioridad al primer movimiento. Precisamente, el movimiento que ejercen les devuelve al punto de partida, como en una suerte de camino de ida y vuelta, en círculo, compulsiva y patológicamente redundante.
El filme en cuestión acaba (en la versión no censurada) precisamente en un punto que corrobora redondeándolo lo que aquí señalamos: no hay salida.
El deseo imposible alude a la imposibilidad constitutiva de hurtarse a una fatalidad cuyo hondo sentido está muy por encima de las condiciones sociales de cada cual. No basta con escapar social o laboralmente de una situación dada. Quien está atado al sistema de origen se halla abocado a repetir una y otra vez la misma suerte. Ni Evaristo, ni José Luis, ni Plácido, ni el pueblo de Villar del Río, etc., logran sustraerse, tras sufrir todo tipo de desventuras, al fatum que los gobierna. Pueden, todo lo más, salir airosos de algún que otro brete, pero, a la postre, vuelven a verse en el mismo punto del que partieron con anterioridad al primer movimiento. Precisamente, el movimiento que ejercen les devuelve al punto de partida, como en una suerte de camino de ida y vuelta, en círculo, compulsiva y patológicamente redundante.
El filme en cuestión acaba (en la versión no censurada) precisamente en un punto que corrobora redondeándolo lo que aquí señalamos: no hay salida.

8,1
21.432
10
18 de marzo de 2017
18 de marzo de 2017
0 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La voz coral prevalece sobre todas las voces individuales. De hecho, no hay individualidad: nadie escucha a nadie. Cada cual va a lo suyo, mira por lo suyo. El coro dice una sola cosa: incomunicación. Sólo prima la uniformidad: nadie escapa a su condición uniforme. El egoísmo, la miseria, la incomunicación quedan retratadas en una sucesión delirante de estampas paradigmáticas, crónicas y tajantes por el maestro del “egoísmo”, don Luis García Berlanga.
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