Y cuando llego al final, esperando algo que me haga pensar una razón coherente por la que esta película se ha llevado críticas, me encuentro con que la estatua etrusca de Bill Murray (que ni Steven Seagal, oiga) y la morritos de oro Scarlet Johanson se dan un beso entre una muchedumbre de ojos rasgados (después de dos horas de parodia a una cultura mucho más rica que la de la yanki directora) y se dan la espalda para irse al sitio del que nunca debieron volver, a tomar por culo.

En definitiva, un bodrio intragable (como decían por ahí, la mejor en el género clorofórmico) y que se ha convertido en mi peor pesadilla, las dos horas más largas de mi vida que podría haber aprovechado en cualquier cosa más interesante (y cuando cualquier cosa, me refiero a cualquier cosa, que hasta la mierda más suprema, llámese "El ete y el Oto" me resultaría más artística). Ya ni me pregunto por qué triunfo, lo tengo clarísimo, una película absurda ideal para gafapastas (porque es así como independiente, osea, sí) alabada por los críticos gracias al apellido relfejado en su dni.

Si llego a estar en el lugar de Kate Winslet en el trozo aquel de madera donde Leonardo Dicaprio se daba un bañito refrescante, no hubiera dudado en empujar su cabecita de guaperas con mis pies para que se hundiera antes.

Patética la falsedad de que solo Di Caprio se hunda ya congelado, mientras el resto de cadáveres flotaba, alomejor es que los ricos flotan y los pobres se hunden.