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7,4
44.786
6
5 de agosto de 2023
5 de agosto de 2023
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
En “Oppenheimer”, Christopher Nolan desanda el camino que había parecido iniciar en la desprejuiciada “Tenet” (Christopher Nolan, 2020) donde el cineasta pasaba de puntillas sobre sus ya conocidos puntos débiles (dirección de actores, personajes femeninos y una acentuada tendencia a la megalomanía) para entregarse a un torbellino de acción ruidosa convenientemente rematada con una vitola de elegancia que le coronaba como superación dialéctica del ya amortizado Michael Bay: por una vez, una cinta de Nolan era divertida. No obstante, y puede que considerando el londinense que su cometido artístico es más elevado que el mero entretenimiento del público, se lanza ahora en plancha descolgándose, quizás poniendo a los Oscar en la mirilla, con un peliculón de los de antes: adulto y taquillero, complejo pero adictivo. El resultado de la empresa, admitámoslo, es parcialmente gozoso.
Nolan estrena su cinta más madura e intimista, desplegando a lo largo de tres horas de metraje la narración paralela de dos historias, bautizadas como “Fisión” (I) y “Fusión” (II). La primera de ellas aborda la formación científica y personal del “padre” de la bomba atómica, así como los conflictos éticos que la creación del inmundo cacharro provoca en la psique del omnipresente Cillian Murphy, ininterrumpidamente intenso y atormentado. La segunda narración, especular a la anterior, relata la caída al oprobio de Robert J. Oppenheimer en el contexto de la lamentable “caza de brujas”. La trama de “Fusión” es la más novedosa para quienes no conocíamos la biografía del eminente físico, y a pesar de los esfuerzos de Nolan y su fotógrafo (el blanco y negro de esta parte es primoroso aunque recuerde a un anuncio de perfumes) uno no deja de pensar que hubiera preferido que el británico se abstuviera de pisar los ya mencionados charcos donde habitualmente más se embarra para centrarse en los acontecimientos de “Fisión”: la pasión juvenil y la inquietud intelectual de Oppenheimer, el frenesí científico de la invención… son mucho más atractivos en manos de este director que las acartonadas escenas familiares, la anticlimática escena de sexo o el interminable drama judicial que nos endilga en la última hora de metraje; si bien Nolan ya cuenta con Kip Thorne como asesor científico, podría tener que contratar urgentemente a un asesor en relaciones humanas.
Hay que reconocer, no obstante, que no era sencillo salir airoso del reto formal autoimpuesto por el realizador inglés, consistente en rodar un drama intimista como si fuera una película de superhéroes. Así, “Oppenheimer” mantiene al espectador pegado a la pantalla y con la concentración al máximo nivel al precio de sacrificar la emoción, la sutileza y la complejidad (no se confunda esta última con la complicación, tan del gusto del ínclito Nolan). Subestimando la inteligencia de los espectadores, los diálogos más tensos se ven enfatizados por una poco discreta vibración de la cámara acompañada de notas muy graves, y muy ominosas, y muy serias. Abundan también los primeros planos estilo Juana de Arco (Carl Theodor Dreyer, 1928), que por lo visto han agradado sobremanera a Paul Schrader al comulgar bastante con sus actuales preferencias estéticas a la hora de filmar; no obstante, esta dicotomía grandilocuencia-introspección no parece quedar bien resuelta y, paradójicamente hablando de Christopher Nolan, el apartado técnico supone en este caso una flaqueza que acerca al filme a la caligrafía visual de las plataformas televisivas debido a su patente desinterés por el uso del espacio cinematográfico.
En el documental-conversación “El dinosaurio y el bebé” (Jean-Luc Godard, 1967) el maestro Fritz Lang muestra la importancia del uso del espacio en la impresión subjetiva que produce una escena en el espectador: la posición de las ventanas, las puertas e incluso la duración del travelling que acompaña a los personajes a lo largo de la habitación contribuyen a reforzar la atmósfera característica de cada secuencia. Una de las desventajas de la realización televisiva, basada en la profusión de planos cortos y primeros planos, es la dificultad para presentar adecuadamente el espacio puesto que un plano general que en el cine resulta espectacular se puede convertir en una viñeta de “Buscando a Wally” al trasladarlo a la pequeña pantalla. Sin embargo, la extraordinaria popularidad de la ficción catódica en la última década parece haber convencido a los productores de la supremacía del “estilo Netflix”; lo que aquí resulta novedoso es que uno de los mayores defensores del cine en salas haya sucumbido finalmente (por mucho que ruede en IMAX y en 70 mm) a este formato basado, por encima de todo, en la dominación de un verborreico guion sobre todos los aspectos visuales a él supeditados.
Nolan estrena su cinta más madura e intimista, desplegando a lo largo de tres horas de metraje la narración paralela de dos historias, bautizadas como “Fisión” (I) y “Fusión” (II). La primera de ellas aborda la formación científica y personal del “padre” de la bomba atómica, así como los conflictos éticos que la creación del inmundo cacharro provoca en la psique del omnipresente Cillian Murphy, ininterrumpidamente intenso y atormentado. La segunda narración, especular a la anterior, relata la caída al oprobio de Robert J. Oppenheimer en el contexto de la lamentable “caza de brujas”. La trama de “Fusión” es la más novedosa para quienes no conocíamos la biografía del eminente físico, y a pesar de los esfuerzos de Nolan y su fotógrafo (el blanco y negro de esta parte es primoroso aunque recuerde a un anuncio de perfumes) uno no deja de pensar que hubiera preferido que el británico se abstuviera de pisar los ya mencionados charcos donde habitualmente más se embarra para centrarse en los acontecimientos de “Fisión”: la pasión juvenil y la inquietud intelectual de Oppenheimer, el frenesí científico de la invención… son mucho más atractivos en manos de este director que las acartonadas escenas familiares, la anticlimática escena de sexo o el interminable drama judicial que nos endilga en la última hora de metraje; si bien Nolan ya cuenta con Kip Thorne como asesor científico, podría tener que contratar urgentemente a un asesor en relaciones humanas.
Hay que reconocer, no obstante, que no era sencillo salir airoso del reto formal autoimpuesto por el realizador inglés, consistente en rodar un drama intimista como si fuera una película de superhéroes. Así, “Oppenheimer” mantiene al espectador pegado a la pantalla y con la concentración al máximo nivel al precio de sacrificar la emoción, la sutileza y la complejidad (no se confunda esta última con la complicación, tan del gusto del ínclito Nolan). Subestimando la inteligencia de los espectadores, los diálogos más tensos se ven enfatizados por una poco discreta vibración de la cámara acompañada de notas muy graves, y muy ominosas, y muy serias. Abundan también los primeros planos estilo Juana de Arco (Carl Theodor Dreyer, 1928), que por lo visto han agradado sobremanera a Paul Schrader al comulgar bastante con sus actuales preferencias estéticas a la hora de filmar; no obstante, esta dicotomía grandilocuencia-introspección no parece quedar bien resuelta y, paradójicamente hablando de Christopher Nolan, el apartado técnico supone en este caso una flaqueza que acerca al filme a la caligrafía visual de las plataformas televisivas debido a su patente desinterés por el uso del espacio cinematográfico.
En el documental-conversación “El dinosaurio y el bebé” (Jean-Luc Godard, 1967) el maestro Fritz Lang muestra la importancia del uso del espacio en la impresión subjetiva que produce una escena en el espectador: la posición de las ventanas, las puertas e incluso la duración del travelling que acompaña a los personajes a lo largo de la habitación contribuyen a reforzar la atmósfera característica de cada secuencia. Una de las desventajas de la realización televisiva, basada en la profusión de planos cortos y primeros planos, es la dificultad para presentar adecuadamente el espacio puesto que un plano general que en el cine resulta espectacular se puede convertir en una viñeta de “Buscando a Wally” al trasladarlo a la pequeña pantalla. Sin embargo, la extraordinaria popularidad de la ficción catódica en la última década parece haber convencido a los productores de la supremacía del “estilo Netflix”; lo que aquí resulta novedoso es que uno de los mayores defensores del cine en salas haya sucumbido finalmente (por mucho que ruede en IMAX y en 70 mm) a este formato basado, por encima de todo, en la dominación de un verborreico guion sobre todos los aspectos visuales a él supeditados.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
El muy mentado McGuffin de Albert Einstein merece un capítulo aparte, resultando hilarante su habitual comparación al “Rosebud” wellesiano: mientras que en “Ciudadano Kane”(Orson Welles, 1941) la enigmática palabra abría un paréntesis narrativo con un cierre sorprendente que contrastaba tanto estética como argumentalmente con el resto del metraje, el susurrado acertijo que Nolan suspende en los labios de Oppenheimer hasta el final de la cinta no sólo es bastante trivial (la decisión de otorgarle la importancia que se le da es discutible) sino que nuevamente desprecia la capacidad de atención del espectador perdiendo en efectistas trucos formales el tiempo que debería haberse dedicado a la reflexión o la profundidad emocional.
1 de julio de 2021
1 de julio de 2021
13 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Avalada por el genial título de “Destello bravío”, la película de Ainhoa Rodríguez ha sido comparada con Fellini, reconocible en la escena de autofetichismo de la mujer rural que representa el núcleo del mensaje de la cinta; también con Buñuel, por el enfoque surrealista de esa temática noventayochista pero inmortal que es “El problema de España”, más difícil de resolver que el último teorema de Fermat y aquí centrado en la muy de actualidad España vaciada. Entre estas muy citadas fuentes de inspiración no se suele mencionar a Juan Rulfo y su Pedro Páramo, a pesar de que a quien esto escribe ambas obras le resultan semejantes, cuando menos emparentadas. No parece tratarse, con estos andamiajes, de una cinta social. De todos modos lo es.
Puestos a buscar referentes, esta película es el reverso contemporáneo de “Las Hurdes (Tierra sin pan)” (Luis Buñuel,1933). Si en aquella el de Calanda componía una genial y tramposa ficción que nos hacía pasar por realidad para acercarla más aún a la verdad si cabe, aquí la directora nos disfraza de exótica ficción una seca, descarnada y próxima realidad, también logrando una mayor honestidad que la que se consigue con la mera filmación de unas costumbres presentadas como escombros pintorescos, o un desfile de entrevistas con cocinas de carbón al fondo. Aquí se prefiere el monólogo espontáneo, el diálogo vivo y casual.
Rodríguez, que vivió durante casi un año en el pueblo donde se rueda "Destello bravío", contaba en las entrevistas de promoción que para ella esa había sido una dura, agotadora e intensa experiencia. Esto se manifiesta claramente en la pantalla, la autora admira a estas mujeres del ardiente campo extremeño que tienen el valor de enfrentar la vida. Porque en nuestra existencia más urbanita, la vida con mayúsculas queda escondida convenientemente entre horarios, compromisos, redes sociales… nos resguardamos en ellos para no enfrentarnos al abismo y misterio que son el pan duro de cada día para los protagonistas del presente filme.
Estremecedora la escena en la que una paisana hace enmudecer a todo un velatorio al contar sus visiones místicas. ¿A que ustedes no las tienen? Eso que se pierden o eso que ganan, según se vea, pues “Cuando se miran de frente/los vertiginosos ojos claros de la muerte,/se dicen las verdades;/las bárbaras, terribles, amorosas crueldades” (La poesía es un arma cargada de futuro, Gabriel Celaya). En la ciudad tenemos muchos estímulos que nos permiten apartar la mirada, pero aquí, en este preciso lugar de Extremadura y en otros tantos de toda España, la muerte y el misterio y el misticismo son indisolubles de la vida.
Este amargo contexto motiva la fabulación, la construcción del mito y las leyendas que tanto aprovecha para su ficción la realizadora. Otro de los temas troncales de la obra es la represión machista de la mujer rural, que se trata de forma sensible y sin caer en obviedades ni subrayados, porque bastante serio es ya el asunto como para querer ornarlo de forma efectista.
Finalmente, queda por mencionar la parte técnica, que es sobresaliente. Película pensada para verse en una sala de cine, con un elaboradísimo diseño de sonido que utiliza recursos propios del género de terror en escenas como la de los cuchicheos en la iglesia o los aullidos en las motos. La fotografía apagada concuerda a la perfección con el espíritu de la narración y el excelente montaje recuerda a “Amanece, que no es poco” (José Luis Cuerda, 1989). La banda sonora, aunque cuenta con versiones de canciones populares (fantástica la del aceituneru), introduce también música electrónica, siempre con el contraste como objetivo.
Original y muy recomendable.
Puestos a buscar referentes, esta película es el reverso contemporáneo de “Las Hurdes (Tierra sin pan)” (Luis Buñuel,1933). Si en aquella el de Calanda componía una genial y tramposa ficción que nos hacía pasar por realidad para acercarla más aún a la verdad si cabe, aquí la directora nos disfraza de exótica ficción una seca, descarnada y próxima realidad, también logrando una mayor honestidad que la que se consigue con la mera filmación de unas costumbres presentadas como escombros pintorescos, o un desfile de entrevistas con cocinas de carbón al fondo. Aquí se prefiere el monólogo espontáneo, el diálogo vivo y casual.
Rodríguez, que vivió durante casi un año en el pueblo donde se rueda "Destello bravío", contaba en las entrevistas de promoción que para ella esa había sido una dura, agotadora e intensa experiencia. Esto se manifiesta claramente en la pantalla, la autora admira a estas mujeres del ardiente campo extremeño que tienen el valor de enfrentar la vida. Porque en nuestra existencia más urbanita, la vida con mayúsculas queda escondida convenientemente entre horarios, compromisos, redes sociales… nos resguardamos en ellos para no enfrentarnos al abismo y misterio que son el pan duro de cada día para los protagonistas del presente filme.
Estremecedora la escena en la que una paisana hace enmudecer a todo un velatorio al contar sus visiones místicas. ¿A que ustedes no las tienen? Eso que se pierden o eso que ganan, según se vea, pues “Cuando se miran de frente/los vertiginosos ojos claros de la muerte,/se dicen las verdades;/las bárbaras, terribles, amorosas crueldades” (La poesía es un arma cargada de futuro, Gabriel Celaya). En la ciudad tenemos muchos estímulos que nos permiten apartar la mirada, pero aquí, en este preciso lugar de Extremadura y en otros tantos de toda España, la muerte y el misterio y el misticismo son indisolubles de la vida.
Este amargo contexto motiva la fabulación, la construcción del mito y las leyendas que tanto aprovecha para su ficción la realizadora. Otro de los temas troncales de la obra es la represión machista de la mujer rural, que se trata de forma sensible y sin caer en obviedades ni subrayados, porque bastante serio es ya el asunto como para querer ornarlo de forma efectista.
Finalmente, queda por mencionar la parte técnica, que es sobresaliente. Película pensada para verse en una sala de cine, con un elaboradísimo diseño de sonido que utiliza recursos propios del género de terror en escenas como la de los cuchicheos en la iglesia o los aullidos en las motos. La fotografía apagada concuerda a la perfección con el espíritu de la narración y el excelente montaje recuerda a “Amanece, que no es poco” (José Luis Cuerda, 1989). La banda sonora, aunque cuenta con versiones de canciones populares (fantástica la del aceituneru), introduce también música electrónica, siempre con el contraste como objetivo.
Original y muy recomendable.
8
7 de junio de 2022
7 de junio de 2022
5 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Oficina de Infiltrados (Le Bureau des légendes, título algo más romántico en francés, o todo lo romántico que pueda ser un “bureau”) es una serie de televisión que, extrañamente, en su día debió de escapársele al radar del fundador de Podemos Pablo Iglesias, seriéfilo mayor del reino por unos años y al que nunca oímos hablar de ella a pesar de su ya conocida afición por los lujosos culebrones televisivos con intrincada política de altos vuelos, sexo y traiciones de por medio que solía intelectualizar, calzador mediante, en muchas de sus intervenciones mediáticas.
Tras su paso por el Gobierno de España se dijo incluso que había contagiado su seriefilia al presidente Pedro Sánchez -el cual tiene más trazas de actor que de espectador, según a quién se pregunte-, y que se coordinaban a distancia para devorar al mismo tiempo entregas como Homeland, Baron Noir o Juego de Tronos, como si anduvieran tanteando un noviazgo primerizo al estilo milenial. La cosa salió como ya sabemos, y siempre echaré la culpa de ello al mal gusto cinematográfico del político de la denostada coleta.
Seguro que a ambos les hubiera ido mejor si hubieran cambiado Homeland por las desventuras e intrigas de Malotru, un excelso Matthieu Kassovitz que en su papel, como lo califica otro personaje, de “divo” nos cautiva en la primera temporada para no soltarnos nunca más. A ellos no sé cómo les hubiera ido; ahora lo que soy yo, lo pasé de miedo.
El creador y guionista principal Eric Rochant tiene una mente privilegiada para esto de la ficción, y sabe llenar sus libretos de personajes carismáticos, con un mundo interior que resulta siempre comprensible pero (casi) nunca predecible y a los que el espectador puede compadecer, pero (casi) nunca llegar a “coger cariño” o “sentirse identificado”, atributos común y fanáticamente sobrevalorados últimamente al discutir la calidad de una obra. Esto no va de identificación, claramente. Pero me aventuro a avanzar que tampoco nadie se identifica con Smiley y aún así seguimos devorando con fruición las páginas de su creador le Carré. La referencia aquí al autor británico no es casual, pues este aparece citado en cierto momento de la cuarta temporada, cuando se indica sutilmente que Malotru (por cierto, apodo traducible como “dolor en el culo”, o un más adecuado “grano en el culo”) lo tiene como lectura de cabecera.
Es que las novelas del bueno de John eran muy guays. Por aquí unos rusos, por allá unos agentes dobles, Israel metido en medio…Todo aderezado siempre con esos personajes que, como buen hijo de vecino, odian su trabajo y no se suelen esforzar en disimularlo. Esto es lo que nos gusta como lectores, lo que nos hace reconocer que los libros del novelista de Poole están un peldaño por encima de los de otros autores del género. Vamos, que lo que le Carré vende es gran literatura sobre psicología humana, recubierta por una capa golosa de trepidante intriga. Así mola más.
Pues verán, lo mejor de Oficina de Infiltrados es que parece escrita por el genio inglés tras haber visitado el MediaMarkt y haberse agenciado los cachivaches tecnológicos más pintureros. Es lo mismo de siempre, con un recubrimiento aún más apetecible, moderno, verosímil; parece que la trama de la serie va paralela a lo que los espectadores leemos en los periódicos. Rochant actualiza los códigos de le Carré a nuestro tiempo: dejémonos de falsos fondos, de mensajes en las minas de los bolígrafos, de cambios de coche en la frontera yugoslava. Aquí se habla de IA, hackers internacionales, Estado Islámico, el Irán de Jomeini en su peor versión… Y, para sorpresa de todos, sin rastro de chovinismo. No diremos que la serie sea un documental, y seguro que los medios e intereses de la DGSE están algo sobredimensionados, pero es que quedamos en que aquí habíamos venido a pasarlo bien.
Las interpretaciones de los demás actores acompañan con sobriedad al carisma de Kassovitz, y la dirección austera permite centrarse en la historia sin que haya que arquear la ceja por alguna salida de tono en ningún momento. Rochant no juega en la liga de la acción física, sino la de la acción psicológica, y se lo agradecemos. Es posible que las temporadas 4 y 5 (por cierto, esta última cuenta con dos capítulos dirigidos por Audiard) sufran un ligero estancamiento con respecto a la historia principal que se venía desarrollando en las anteriores entregas, pero siguen resultando imprescindibles.
Lo que es seguro es que, objetivamente, la primera temporada de la serie es ya un clásico de la ficción de espionaje, y ese superagente superinteligente y supercalculador, supercabrón y superbuentío al mismo tiempo nos deja para siempre el recuerdo de cómo se llegó a autodestruir por "amour fou". Ya ven, al final sí que era romántica.
Tras su paso por el Gobierno de España se dijo incluso que había contagiado su seriefilia al presidente Pedro Sánchez -el cual tiene más trazas de actor que de espectador, según a quién se pregunte-, y que se coordinaban a distancia para devorar al mismo tiempo entregas como Homeland, Baron Noir o Juego de Tronos, como si anduvieran tanteando un noviazgo primerizo al estilo milenial. La cosa salió como ya sabemos, y siempre echaré la culpa de ello al mal gusto cinematográfico del político de la denostada coleta.
Seguro que a ambos les hubiera ido mejor si hubieran cambiado Homeland por las desventuras e intrigas de Malotru, un excelso Matthieu Kassovitz que en su papel, como lo califica otro personaje, de “divo” nos cautiva en la primera temporada para no soltarnos nunca más. A ellos no sé cómo les hubiera ido; ahora lo que soy yo, lo pasé de miedo.
El creador y guionista principal Eric Rochant tiene una mente privilegiada para esto de la ficción, y sabe llenar sus libretos de personajes carismáticos, con un mundo interior que resulta siempre comprensible pero (casi) nunca predecible y a los que el espectador puede compadecer, pero (casi) nunca llegar a “coger cariño” o “sentirse identificado”, atributos común y fanáticamente sobrevalorados últimamente al discutir la calidad de una obra. Esto no va de identificación, claramente. Pero me aventuro a avanzar que tampoco nadie se identifica con Smiley y aún así seguimos devorando con fruición las páginas de su creador le Carré. La referencia aquí al autor británico no es casual, pues este aparece citado en cierto momento de la cuarta temporada, cuando se indica sutilmente que Malotru (por cierto, apodo traducible como “dolor en el culo”, o un más adecuado “grano en el culo”) lo tiene como lectura de cabecera.
Es que las novelas del bueno de John eran muy guays. Por aquí unos rusos, por allá unos agentes dobles, Israel metido en medio…Todo aderezado siempre con esos personajes que, como buen hijo de vecino, odian su trabajo y no se suelen esforzar en disimularlo. Esto es lo que nos gusta como lectores, lo que nos hace reconocer que los libros del novelista de Poole están un peldaño por encima de los de otros autores del género. Vamos, que lo que le Carré vende es gran literatura sobre psicología humana, recubierta por una capa golosa de trepidante intriga. Así mola más.
Pues verán, lo mejor de Oficina de Infiltrados es que parece escrita por el genio inglés tras haber visitado el MediaMarkt y haberse agenciado los cachivaches tecnológicos más pintureros. Es lo mismo de siempre, con un recubrimiento aún más apetecible, moderno, verosímil; parece que la trama de la serie va paralela a lo que los espectadores leemos en los periódicos. Rochant actualiza los códigos de le Carré a nuestro tiempo: dejémonos de falsos fondos, de mensajes en las minas de los bolígrafos, de cambios de coche en la frontera yugoslava. Aquí se habla de IA, hackers internacionales, Estado Islámico, el Irán de Jomeini en su peor versión… Y, para sorpresa de todos, sin rastro de chovinismo. No diremos que la serie sea un documental, y seguro que los medios e intereses de la DGSE están algo sobredimensionados, pero es que quedamos en que aquí habíamos venido a pasarlo bien.
Las interpretaciones de los demás actores acompañan con sobriedad al carisma de Kassovitz, y la dirección austera permite centrarse en la historia sin que haya que arquear la ceja por alguna salida de tono en ningún momento. Rochant no juega en la liga de la acción física, sino la de la acción psicológica, y se lo agradecemos. Es posible que las temporadas 4 y 5 (por cierto, esta última cuenta con dos capítulos dirigidos por Audiard) sufran un ligero estancamiento con respecto a la historia principal que se venía desarrollando en las anteriores entregas, pero siguen resultando imprescindibles.
Lo que es seguro es que, objetivamente, la primera temporada de la serie es ya un clásico de la ficción de espionaje, y ese superagente superinteligente y supercalculador, supercabrón y superbuentío al mismo tiempo nos deja para siempre el recuerdo de cómo se llegó a autodestruir por "amour fou". Ya ven, al final sí que era romántica.

6,6
173
8
30 de julio de 2022
30 de julio de 2022
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
En su muy citado y comentado análisis “De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán”, el estudioso Siegfried Kracauer cita a esta pequeña y olvidada película como uno de los escasos ejemplos de actitud racional que, en el campo del cine expresionista alemán de principios del siglo XX, osó remar a contracorriente de un “zeitgeist” que concedía solaz en la sala oscura a una decadente Weimar aficionada a dramas de época de corte tan reaccionario como las ideológicamente oscuras “películas de alpinismo” que también florecieron en aquel tiempo. En este contexto, el maestro Fritz Arno Wagner - a la sazón operador de cámara en “Schatten” (Sombras) – comentó que la cinta “no halló eco más que en los estetas del cine, sin impresionar al público general”.
Pero haría mal el espectador que no quisiera ver en esta película más que un pedazo de celuloide polvoriento solo apto para su disección académica pues, aunque esté claro que quien actualmente se interese por este filme se habrá de contar entre los estetas mencionados por el fotógrafo alemán, es innegable que le provocará la misma impresión que a sus homólogos gafapastas de entreguerras. “Schatten” satisface al espíritu tanto como a la retina, con una coherente comunión entre el fondo y la forma, siendo la segunda plenamente expresionista mientras que el primero se aleja del canon de la vanguardia.
En este sencillo cuento sobre la sublimación de los instintos por medio del arte, un titiritero proyecta las almas de unos muy atildados caballeros y una muy concupiscible dama, esposa del más celoso de los señores, sobre la pantalla de un espectáculo de sombras chinescas. El mundo de las tinieblas acentúa las pasiones de los desinhibidos personajes, que se conducen sin freno moral del modo que sus deseos les dictan. Estas pasiones, claro está, orbitan en torno a la deseada señora, que se nos presenta de forma algo misógina como una promiscua pelandrusca sin más motivación que la de irritar a su marido. La mágica situación cristaliza en un clímax de violencia que avergüenza a los protagonistas, disuadiéndolos de dejarse llevar por sus impulsos en adelante.
Esta premisa se plasma elegantemente en ausencia de intertítulos y con una fotografía de contrastes que juega, por un lado, con la dicotomía entre día y noche y por otro, con las sombras y los reflejos. La noche es el tiempo del erotismo y el atrevimiento, cuando se liberan los anhelos que el sol obligó a reprimir durante la jornada. Como es habitual, técnicamente esta diferencia se hace patente al espectador mediante el coloreado de los fotogramas: amarillo para el día y violeta para la noche. Por su parte, y como es obligado en una película así titulada, el uso expresivo de las sombras es sobresaliente. Incluso en las escenas de día, aquellas parecen tener vidas propias dedicadas mayormente a la lascivia mientras que los cuerpos que las proyectan se las apañan mejor para ocultar sus pulsiones venéreas.
Resulta exquisitamente seductora, irresistible por lo tanto, la relación que podemos trazar entre el propio cine y el espectáculo de las sombras chinescas. En 1923, mucho antes de que la digitalización de las imágenes se hiciera realidad, la cámara cinematográfica aún era un ingenio físico-químico que, por medio de una bendita brujería, capturaba para siempre la luz y el movimiento en una cinta de material inflamable. Aún necesitamos la linterna mágica de cine para vivir desde el burladero las pasiones cuya liberación resultaría catastrófica una vez que la pantalla se apaga, pero sin las cuales nuestra vida fuera de la sala quedaría falta de luz, como entre sombras.
Pero haría mal el espectador que no quisiera ver en esta película más que un pedazo de celuloide polvoriento solo apto para su disección académica pues, aunque esté claro que quien actualmente se interese por este filme se habrá de contar entre los estetas mencionados por el fotógrafo alemán, es innegable que le provocará la misma impresión que a sus homólogos gafapastas de entreguerras. “Schatten” satisface al espíritu tanto como a la retina, con una coherente comunión entre el fondo y la forma, siendo la segunda plenamente expresionista mientras que el primero se aleja del canon de la vanguardia.
En este sencillo cuento sobre la sublimación de los instintos por medio del arte, un titiritero proyecta las almas de unos muy atildados caballeros y una muy concupiscible dama, esposa del más celoso de los señores, sobre la pantalla de un espectáculo de sombras chinescas. El mundo de las tinieblas acentúa las pasiones de los desinhibidos personajes, que se conducen sin freno moral del modo que sus deseos les dictan. Estas pasiones, claro está, orbitan en torno a la deseada señora, que se nos presenta de forma algo misógina como una promiscua pelandrusca sin más motivación que la de irritar a su marido. La mágica situación cristaliza en un clímax de violencia que avergüenza a los protagonistas, disuadiéndolos de dejarse llevar por sus impulsos en adelante.
Esta premisa se plasma elegantemente en ausencia de intertítulos y con una fotografía de contrastes que juega, por un lado, con la dicotomía entre día y noche y por otro, con las sombras y los reflejos. La noche es el tiempo del erotismo y el atrevimiento, cuando se liberan los anhelos que el sol obligó a reprimir durante la jornada. Como es habitual, técnicamente esta diferencia se hace patente al espectador mediante el coloreado de los fotogramas: amarillo para el día y violeta para la noche. Por su parte, y como es obligado en una película así titulada, el uso expresivo de las sombras es sobresaliente. Incluso en las escenas de día, aquellas parecen tener vidas propias dedicadas mayormente a la lascivia mientras que los cuerpos que las proyectan se las apañan mejor para ocultar sus pulsiones venéreas.
Resulta exquisitamente seductora, irresistible por lo tanto, la relación que podemos trazar entre el propio cine y el espectáculo de las sombras chinescas. En 1923, mucho antes de que la digitalización de las imágenes se hiciera realidad, la cámara cinematográfica aún era un ingenio físico-químico que, por medio de una bendita brujería, capturaba para siempre la luz y el movimiento en una cinta de material inflamable. Aún necesitamos la linterna mágica de cine para vivir desde el burladero las pasiones cuya liberación resultaría catastrófica una vez que la pantalla se apaga, pero sin las cuales nuestra vida fuera de la sala quedaría falta de luz, como entre sombras.

7,0
559
7
14 de julio de 2022
14 de julio de 2022
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
En 1957 el siempre interesante Grigori Kozinstev alumbró la primera entrega de la que podríamos considerar una trilogía de grandes adaptaciones con continuidad en las posteriores “Hamlet” (1964) y “El rey Lear” (1970). Aquellas parecen haber sido producidas con más medios - digo que lo “parecen” porque hablar cifras de presupuestos en la URSS requiere de conocimientos en alquimia – y para el que esto escribe resultan más espectaculares y valiosas, ya que quizás el talento apuntado en esta “Don Quijote” dotara al director de un merecido prestigio en el terreno de la adaptación cinematográfica de los clásicos de la literatura occidental que le abriría las puertas a recursos más suntuosos.
Ya extramuros de toda especulación histórica – para la que, por su parte, la época soviética resulta irrenunciablemente fecunda – la película que nos ocupa consiste en una obligada esquematización, digamos que “selectiva”, de las desventuras del Caballero de la Triste Figura desde una perspectiva universal, aunque quizás un mayor metraje y un ritmo más armonizado hubieran sido aconsejables. El problema de la perspectiva es el más crítico en la adaptación de una obra de extensión y complejidad tales como son las del hidalgo cervantino: existe en la novela una crítica a la sociedad de su tiempo, a la vez que un relato de la amistad sazonado con motivos éticos se entrevera con una lucha puramente individual que el protagonista don Alonso libra contra el tedio de la cotidianeidad. Lo llamativo aquí es que Kozinstev parece sentirse más atraído por esta última temática, en aparente contradicción con el sentir colectivista y social que se tiende a imputar al cine soviético.
El largometraje destila entonces a partir del material de origen una suerte de elogio de la locura no erasmiano en el que, invocando la visión dostoievskiana del Quijote que es “El idiota”, se orillan las mezquindades con que Cervantes aliñaba a su criatura para transformar al héroe en un orate cuya misma locura lo eleva a la bondad y la solidaridad con los oprimidos (aquí ya en consonancia con el consabido ideario oficial). No obstante, se hace hincapié en la quijotización de Sancho Panza, que atraído por los ideales de su maestro asegura que antes prefiere “ir magullado viviendo aventuras que ser un simple labriego atrapado en el aburrimiento”, al igual que un don Alonso que, recobrado el juicio en la escena final, prefiere la muerte antes que la obligación de vivir atrapado en la realidad.
Al margen de la imprescindible discusión temática, el apartado técnico de la cinta es brillante y merece una mención especial la impresionante escena de los molinos, rodada con exquisito dinamismo mediante una cámara situada en una de las aspas del ingenio mientras vemos cómo cielo y tierra se van alternando ante nuestros ojos. Quisiera pensar que todo esto se rodó dejando quieta el aspa del molino y haciendo pasar una cinta con el fondo pintado por detrás, pero la calidad de imagen y el hecho de que se observe cómo corretea por el suelo Sancho Panza me hacen pensar que el actor que interpreta a Don Quijote se jugó el tipo subiéndose al molino en la realidad como si de una enloquecida atracción de feria se tratara, con el fin de lograr la gloriosa escena que se contempla en el filme. Otros pasajes como el de la ínsula Barataria o la batalla contra el Caballero de la Blanca Luna también son dignos de mención. La interpretación de Cherkasov como Alonso Quijano es sobresaliente, mientras que las de sus acompañantes en el reparto, sin ser excelsas, nunca desentonan.
Es casi seguro que la película de Kozinstev entusiasmará en gran medida a los talibanes del muy cinético y dinámico cine soviético, mientras que dejará algo fríos a los amantes de la literatura, que echarán de menos una mayor profundidad temática en detrimento de la excelencia formal. Por último, no quisiera dejar de mencionar que la fotografía del paisaje crimeano que simula ser la Mancha me recuerda en gran medida a “Centauros del desierto”(1956), prácticamente coetánea al filme que nos ocupa. Me atrevería a decir que la técnica de la cinta de Kozinstev parece a día de hoy más moderna que la mayoría del cine de su época y animo a quien no conozca a este director a acercarse a su filmografía más tardía.
Ya extramuros de toda especulación histórica – para la que, por su parte, la época soviética resulta irrenunciablemente fecunda – la película que nos ocupa consiste en una obligada esquematización, digamos que “selectiva”, de las desventuras del Caballero de la Triste Figura desde una perspectiva universal, aunque quizás un mayor metraje y un ritmo más armonizado hubieran sido aconsejables. El problema de la perspectiva es el más crítico en la adaptación de una obra de extensión y complejidad tales como son las del hidalgo cervantino: existe en la novela una crítica a la sociedad de su tiempo, a la vez que un relato de la amistad sazonado con motivos éticos se entrevera con una lucha puramente individual que el protagonista don Alonso libra contra el tedio de la cotidianeidad. Lo llamativo aquí es que Kozinstev parece sentirse más atraído por esta última temática, en aparente contradicción con el sentir colectivista y social que se tiende a imputar al cine soviético.
El largometraje destila entonces a partir del material de origen una suerte de elogio de la locura no erasmiano en el que, invocando la visión dostoievskiana del Quijote que es “El idiota”, se orillan las mezquindades con que Cervantes aliñaba a su criatura para transformar al héroe en un orate cuya misma locura lo eleva a la bondad y la solidaridad con los oprimidos (aquí ya en consonancia con el consabido ideario oficial). No obstante, se hace hincapié en la quijotización de Sancho Panza, que atraído por los ideales de su maestro asegura que antes prefiere “ir magullado viviendo aventuras que ser un simple labriego atrapado en el aburrimiento”, al igual que un don Alonso que, recobrado el juicio en la escena final, prefiere la muerte antes que la obligación de vivir atrapado en la realidad.
Al margen de la imprescindible discusión temática, el apartado técnico de la cinta es brillante y merece una mención especial la impresionante escena de los molinos, rodada con exquisito dinamismo mediante una cámara situada en una de las aspas del ingenio mientras vemos cómo cielo y tierra se van alternando ante nuestros ojos. Quisiera pensar que todo esto se rodó dejando quieta el aspa del molino y haciendo pasar una cinta con el fondo pintado por detrás, pero la calidad de imagen y el hecho de que se observe cómo corretea por el suelo Sancho Panza me hacen pensar que el actor que interpreta a Don Quijote se jugó el tipo subiéndose al molino en la realidad como si de una enloquecida atracción de feria se tratara, con el fin de lograr la gloriosa escena que se contempla en el filme. Otros pasajes como el de la ínsula Barataria o la batalla contra el Caballero de la Blanca Luna también son dignos de mención. La interpretación de Cherkasov como Alonso Quijano es sobresaliente, mientras que las de sus acompañantes en el reparto, sin ser excelsas, nunca desentonan.
Es casi seguro que la película de Kozinstev entusiasmará en gran medida a los talibanes del muy cinético y dinámico cine soviético, mientras que dejará algo fríos a los amantes de la literatura, que echarán de menos una mayor profundidad temática en detrimento de la excelencia formal. Por último, no quisiera dejar de mencionar que la fotografía del paisaje crimeano que simula ser la Mancha me recuerda en gran medida a “Centauros del desierto”(1956), prácticamente coetánea al filme que nos ocupa. Me atrevería a decir que la técnica de la cinta de Kozinstev parece a día de hoy más moderna que la mayoría del cine de su época y animo a quien no conozca a este director a acercarse a su filmografía más tardía.
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