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Polonia Polonia · Suena Wagner y tengo ganas de invadir
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Críticas 185
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
7
30 de abril de 2010
179 de 193 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aníbal era un jefe cartilaginoso. Los coleccionistas de sellos reciben el nombre de sifilíticos. Los reptiles son animales que se disuelven en el agua. La hipotenusa está entre los dos paletos. Jesucristo fue bautizado en Río de Janeiro. El pararrayos fue inventado por Frankenstein.

Son respuestas reales de alumnos en exámenes de ESO y Bachillerato. Zoquetes los ha habido siempre, podréis argumentar, la de años que lleva editándose la Antología del Disparate, quién no ha conocido a tipos capaces de decir y escribir las mayores burradas y quedarse tan ancho, no hay para tanto. Ojalá fuera así. Quienes conocemos de primera mano qué se cuece en las aulas de nuestros institutos sabemos que lo que antes era excepción es ahora norma, que la burricie y la mediocridad no sólo no están mal vistas, sino que se premian y se alientan, por democráticas e igualitarias. Cómo mola ser un cabestro. ¿La cultura? Cosa de frikis e inadaptados.

La novela de Ray Bradbury alertaba, ya en 1953, contra la más poderosa de las armas del totalitarismo, la ignorancia. El fuego de los bomberos purifica la angustia del conocimiento, la innecesaria inquietud que pueden proporcionar las letras. La felicidad consiste en ignorar los rincones desagradables de la vida, no saber nos hace inmunes a la inquietud y el dolor. Sin sufrimiento no hay preguntas. Y sin preguntas, ¿quién puede cuestionar el modo en que es gobernado? El keroseno es el perfume de los tiranos.

Truffaut entendió bien el mensaje de Bradbury, y eso es lo que pervive de su película. Frases como “Mientras se les tiene entretenidos son felices, y eso es lo importante” o “Todos hemos de ser iguales” suenan inquietantemente actuales. Píldoras para no sentir y televisores de pantalla plana, a ser posible, tres por hogar: la ausencia de antenas nos hace sospechosos de sedición. Hay que relacionarse, aunque sea con gestos y palabras inútiles y banales.

Y sin embargo, corremos el riesgo de tomárnosla a broma. Porque no es una gran película. Porque atufa a años 60. Por sus zooms y sus veleidades psicodélicas y sus rojos chillones. Por esos modelitos y esos bomberos y esos camiones que parecen salidos de Legoland. Porque a pesar de la música de Bernard Herrmann y de la amistad de Truffaut con Hitchcock, no hay apenas suspense y el ritmo brilla por su ausencia. Por su final soso y discursivo. Cuando la vemos ahora, corremos el riesgo de creer que esta peli pertenece sólo al pasado. Qué error cometeremos.

Atenas fue fundada por César octavo a gusto. La vaca es un derivado de la leche. Un polígono es un hombre con muchas mujeres. El sujeto que no aparece en la oración es epiléptico. Quevedo era cojo de un solo pie y Góngora culturista. De los huevos de las ranas salen los cachalotes. Reíd, reíd. Asomaos un momento a la calle. Echadle un vistazo a la tele. Entrad y salid de cualquier red social. Volved después a mirar esta peli. ¿Os reís? Éste, y no otro, es el pasado que seremos. Y cuánto deseo equivocarme.
8 de mayo de 2011
115 de 118 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los muertos se marchan, pero nunca del todo, y aunque les creamos muy lejos y ajenos ya a nuestro mundo, se resisten siempre a abandonarlo y siguen en él durante largo tiempo, igual que cuando vivían y cumplían, por banal o insignificante que fuera, un papel en nuestras vidas. No existen porque se fueron, y sin embargo ahí continúan, tenaces y persistentes y aferrados al espacio de los vivos, quién sabe si a la espera o en descanso y contemplación, posados en los objetos que tocaron y en los vasos de que bebieron, en los ecos de las risas de quienes rieron algún día sus bromas y entre las notas dormidas de canciones que, al despertar, despiertan también su recuerdo en aquellos que les conocieron mientras vivieron. No respiran ni padecen y nadie puede volver a verlos, pero nos miran y nos hablan y vagan entre nosotros, aguardando a que la memoria de los vivos dicte algún día su definitiva disolución, porque nadie vive para siempre pero tampoco muere nunca del todo, aunque su cuerpo deje algún día el mundo que conocemos.

John Huston aún no estaba muerto cuando rodó “Dublineses”, pero apenas pertenecía ya al mundo de los vivos. Su cuerpo estaba postrado en una silla de ruedas y el oxígeno que respiraba no lo recibía ya del aire, sino a través de bombonas, máscaras y tubos adheridos a su cuerpo de ochenta años. Vivía y sufría y, sin embargo, había empezado a ausentarse del mundo. John Huston intuía ya el final. El final de las risas, el final de los bailes y las canciones, el final de las antiguas costumbres y de los ritos cotidianos, de las borracheras y de las promesas de redención, de los brindis y los discursos y los buenos propósitos, el final del amor y también el final del dolor. Como cada año os reuniréis, dice Huston, y yo no estaré sentado a la mesa con vosotros. Beberéis y comeréis y yo no estaré con vosotros. No estaré cuando cantéis y bailéis ni cuando arregléis vuestro mundo con un habano y una copa en las manos. Seré un rostro amarillento y ajado en una vieja fotografía, cada vez más frágil y tenue, a merced de vuestra memoria. Pronto seré también una sombra.

Hay quien señala en esta película taras sin número: se sostiene sobre abundantes diálogos, en buena medida triviales y accesorios; no hay nada que se pueda llamar un auténtico conflicto; es plana y funcional; los setenta primeros minutos, en fin, son una simple introducción al último cuarto de hora. Es muy posible, sin embargo, que quienes así opinan estén olvidando que a Huston nunca le importó tanto el cine como la vida y que, en buena medida, la vida es así, trivial, plana y repleta de palabras y momentos intrascendentes que sólo adquieren relieve cuando ya nada importa y puede brotar, por ello mismo, la belleza sencilla y serena de la auténtica poesía, la de esos inigualables quince minutos finales, en los que Huston invoca a su propia sombra, una sombra que nos recuerda lo que sin duda seremos un día, cuando venga al fin la nieve y no estemos allí para verla caer.
16 de enero de 2010
109 de 121 usuarios han encontrado esta crítica útil
Qué miedo me daba revisar esta película, treinta años después de verla por primera vez. De todas las pelis que vi a lo largo de mi infancia, pocas me marcaron tanto como ésta, y aún hoy recuerdo la mezcla de fascinación y temor que produjeron en mí (y en varias quintas de niños y adolescentes de mi pueblo) los miembros de aquella banda callejera interracial, que lucían orgullosamente su nombre y su anagrama en molones chalecos de cuero y que se veían obligados, a lo largo de una noche interminable, a huir desesperadamente desde el Bronx hacia su hogar, en Coney Island, acosados por bandas rivales y policías.

Años más tarde, he sabido que la historia era una adaptación de una novela de Sol Yurick que actualizaba la “Anábasis” de Jenofonte, situada en el Nueva York preapocalíptico tan típico del cine de los 70 y los 80, y acabo de descubrir, al verla, que “Come out and play”, una canción de los entrañables Twisted Sister que he escuchado miles de veces, contiene un cariñoso homenaje a esta peli. Pero entonces yo no sabía nada de eso, sólo sabía que quería ser un Warrior.

Ser un Warrior era lo más grande, no podía haber nada mejor en la vida que salir a dar tumbos con tus compis y pintarrajear con tu spray una enorme W roja en cada lugar por el que pasabas, darte de toñas con quien osara desafiar tu poderosa mirada o penetrara en lo que habías marcado como tu territorio, soltar tacos sin cuento y agobiar a las chicas con guarrerías, de modo que no me apetecía mucho sufrir una (otra) decepción y pasar la tarde recogiendo del suelo de mi salón un (otro) enorme pedazo mi infancia hecho añicos. Pero un Warrior es un Warrior para siempre y debe hacer honor a su nombre, así que hice acopio de valor y le di al botón del mando a distancia: Warriors, come out to play...

El tiempo no ha pasado en balde para ella, eso es cierto, y nada sería más fácil ahora que reírse de lo desfasado de su estética, de la música de videojuego prehistórico, de los peinados y atuendos de las bandas. Los diálogos son insustanciales. El guión es plano y rudimentario y hay lagunas del tamaño de Central Park. Los actores o bien se mantienen inexpresivos como maniquíes o sobreactúan como si fueran víctimas de desarreglos nerviosos. Pero lo más importante de todo es que han sido 86 minutos entretenidísmos, transcurridos a velocidad de vértigo, y que no he tenido tiempo apenas de prestar atención a sus muchos defectos, concentrado como estaba en una historia narrada por Walter Hill con la agilidad y el vigor de los grandes maestros del mejor cine de serie B. Es una película sencilla y honesta que no ofrece menos de lo que promete, como tantas veces pasa en el solemne y grandilocuente cine actual, sino que mete de cabeza al espectador en un emocionante y divertido cómic al que sería injusto pedirle aquello que no pretende dar. Ha valido la pena verla, pienso cuando termina. O puede que me engañe: al fin y al cabo, yo siempre quise ser un Warrior. Quién sabe, quién sabe...
19 de enero de 2010
139 de 187 usuarios han encontrado esta crítica útil
Recuerdo perfectamente el día en que me hice fan de Quentin Tarantino. Fue en 1993, en un cine ya desaparecido de mi ciudad. Eran las cuatro de la tarde y habría, a lo sumo, cinco o seis butacas ocupadas. Había oído y leído maravillas acerca de la ópera prima de un desvergonzado e impertinente jovenzuelo que, decían, revolucionaba no sólo el thriller sino las bases mismas del cine contemporáneo, y me moría de ganas de comprobar si era cierto. Falso, era todo falso: “Reservoir dogs” no era lo que decían, sino que resultó ser más, mucho más, era un giro de 180 grados en el modo de entender no sólo un género o incluso el cine sino la realidad misma. A pesar de la mala calidad de una copia descolorida y llena de lamparones, uno intuía que aquella brillante exhibición de dominio de los resortes narrativos y visuales del cine era, con todas sus imperfecciones, más que una simple película, era el espíritu de una época hecho cine.

Las siguientes pelis de Tarantino las fui viendo en cines abarrotados de un número creciente de seguidores rendidos a sus encantos, y aunque tanto la apabullante “Pulp Fiction” como la madura e injustamente infravalorada “Jackie Brown” evidenciaban el incontestable talento de su autor y bastarían por sí mismas para justificar toda una carrera, con algunas de sus aventuras paralelas empezó a mosquearme la sensación de que, por mucho que hubiera siempre gente dispuesta a reírle todas las gracias, el talento de Tarantino tenía también sus limitaciones. Las dos entregas de “Kill Bill”, pese a su desbordante despliegue visual, mostraban evidentes síntomas de agotamiento de una fórmula que, jugueteando con la banalidad y la parodia, corría el riesgo de convertirse en un espejismo tan brillante y entretenido como vacuo y desprovisto de significación.

Del mejor cine de Tarantino apenas quedan, en “Malditos bastardos”, quince tristes minutos, los primeros, los que separan los títulos de crédito y la primera aparición de ese cretino que, no en vano, encarna Brad Pitt: un amago de western alpino, tenso y claustrofóbico, resuelto en una brutal tormenta de disparos y serrín. Después, nada. Un interminable y superficial espectáculo de argumento amorfo, arrítmico y deslavazado, protagonizado por personajes planos y desdibujados que mantienen entre sí soporíferos diálogos que nada aportan a una acción ya de por sí boba e inmasticable, cuyo único punto de apoyo es la excelente actuación de Christoph Waltz y que avanza, de cabezada en cabezada, hasta los idiotas minutos finales. Es triste admitirlo, pero da la impresión de que el talento de Tarantino, como el cine en que vi “Reservoir dogs”, se ha ido, tal vez para siempre. Su inagotable repertorio de ocurrencias parece limitarse, ahora mismo, a hacer algún chistecillo con el número de la nota que, como mucho, su peli se merece. Y aunque no le faltará quien se lo ría, yo recordaré, a partir de ahora, el sábado de enero de 2010 en que dejé de ser fan de Quentin Tarantino.
6 de febrero de 2010
154 de 221 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un amable validador de críticas me indica que vaya directamente al spoiler (por cierto, no es por colgarme medallas, pero el hombre dice que se ha divertido mucho leyéndola), de modo que...
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Yo lo he entendido así, ya me contaréis: una camarera vive con un tío rarito que se pasa el día, el pobre, llorando a moco tendido. Una noche en que el restaurante está hasta el culo de gente ella tiene un presentimiento a lo Aramis Fuster. Como aún no eran tiempos de crisis, su jefe le dice que se vaya corriendo a casa, quién sabe lo que habrá hecho su moqueante novio. El hombre no está en casa, pero una oportuna llamada de la policía le informa de que un coche se lo ha llevado por delante. Como es natural en estos casos, la tía (Lucía, no lo había dicho) coge una mochila, la llena de braguitas y fotos guarras y se va de vacaciones a una isla atestada de motos chungas y guiris.

Seis años antes. Lucía folla y Lucía se masturba. Bajo la cama y sobre el agua (o viceversa, no recuerdo). Como pasa de condones se queda embarazada. Pobrecita. Se ve que está obsesionada con un escritor melenudo al que sigue a todas partes, como Robert de Niro en “El rey de la comedia”. El tío, en vez de llamar a la poli, echa una ojeada al canalón de Lucía y decide que es mejor llevarla a bailar música disco cutre, emborracharla y tirársela. Lucía enseña las tetas. Qué monas son, una al lado de la otra. Él (Tristán Ulloa o su doble, no sé) enseña la minga. Bueno, no diré que es mona, pero ahí está. Follan. Les entra hambre, claro. Tristán guisa que te cagas, como la abuela de Lucía. Follan. Sacan fotos guarras (sí, las de la mochila, lo habéis pillado). Follan. Van a un bar y se miran y cuando se cansan de mirarse, ella se saca las bragas. Ya en casa, baila (mal) y canta (dios mío) y se quita el resto de ropa. Él lo hace mejor. Follan. Mientras follan, ella da a luz. Ella enseña el potorro y canta “Un rayo de sol” mientras él escribe la Gran Novela Española. Qué felices son, hostia. Ahora ella está en la playa. Del agua sale un submarinista cachas y simpático. Pero Lucía, de momento, no se lo folla. Está muy ocupada rompiéndole el corazón al novelista: su segunda novela es un truño. Mientras la escribe, tiene una hija (él, no ella) y va al cole a llevarle el bocata. Pero la niña no es su niña y se llama Luna. Su niñera es una chica muy mona que se masturba en la ducha. Y en el sofá. Tristán come pollo y la niñera come, ejem, bueno, eso. Hay un perro que muerde, huy qué miedo, y una tía que bucea requetebién. Tristán hace footing y chatea con una rubia teñida para olvidar que su novela es una mierda. Es tan mala que le da pesadillas y le manda al hospital. Lucía, mientras, se deja pringar de barro por el submarinista cachas y da garbeos en moto. Hay un faro y agujeros en el suelo y largos planos de la luna y gente que se abraza y llora y moquea y cuando acaba la peli es todo tan bonito que le entran a uno ganas de reír y bailar y saltar y estrechar entre los brazos al violinista de los cojones, más que nada para que deje de tocar de una puta vez.

Qué peli, por dios. Cursi, boba, hueca, idiota y pretenciosa. Mala con ganas.

Así nos va.
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