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6,0
27.316
7
12 de enero de 2017
12 de enero de 2017
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La incursión de Sam Mendes en el universo cinematográfico bondiano es un fenómeno pendiente de análisis. Por qué un artesano con remarcadas tendencias autorales decide embarcarse en un proyecto cuya forma y fondo es en exceso comercial. ¿Qué alicientes -obviando el más evidente: el dinero- ofrecía un largometraje en apariencia y esencia tan dispar a sus producciones anteriores? ¿Qué es lo que el realizador de American Beauty y Camino a la perdición descubrió en el personaje de Ian Fleming para decidirse a asir la dirección de la vigesimotercera entrega de la mítica saga? Lo único claro es que de la unión, singular en grado sumo, surgió la mejor de todas las películas protagonizadas por el espía de gesto severo y actitud taciturna: Skyfall.
Pero eso es ya agua pasada. Ahora, tres años después, James Bond reaparece con su vodka "Martini" y sin haberse zafado aún de un pasado que le martiriza y despoja de su dureza emocional. Sam Mendes, a través de su díptico, construye un protagonista con historia, aflicciones y miedos, convirtiendo a su James Bond en una rara avis muy diferente al arquetipo tradicionalmente bondiano. Pero, a pesar de sus diferencias, mantiene, como es natural, muchas de sus peculiaridades: mujeres de escándalo -Lea Seydoux-, coches onerosos -Aston Martin DB10- y artefactos con propensión a estallar por los aires -Omega Seamaster 300-. De esta forma, lo original de la propuesta convence al espectador más reticente y la presencia de algunos de sus rasgos más reconocibles encandila al entusiasta más purista. Un modus operandi esencialmente nolaniano.
Spectre adolece de un libreto escrito con prisas. No se logra vislumbrar el conflicto mismo de la trama hasta muy avanzado el metraje, lo que provoca una honda sensación de extrañeza y desconcierto que tarda largo tiempo en desvanecerse. A esta confusión se suma un antagonista que aúna más flaquezas que virtudes. Todo lo vil que se debería presuponer a un hombre de su condición y naturaleza no se materializa en pantalla, por lo que el personaje queda extraviado en tierra de nadie. En suma, Christoph Waltz y sus visajes no infunden más que profunda apatía y hastío. El actor germano comienza a aburrir.
Para su factura técnica no se tienen más que elogios. Sam Mendes es un conocedor avezado de los entresijos del oficio -que no son pocos-, y no le supone brete alguno hacer gala de sus destrezas -la escena de apertura es brillante-. Y aunque en esta ocasión Roger Deakins se desligara del proyecto, su relevo, el neerlandés-sueco Hoyte van Hoytema, ejecuta un trabajo de sobresaliente. La fotografía es magnífica.
Spectre es una película menos oscura que Skyfall -no son pocos los momentos en los que pretenden provocar la risa-, y más autoconsciente -homenajes evidentes a Vive y deja morir o Desde Rusia con amor-. Entretiene sin remover emociones. Es un largometraje que acelera el tiempo e invita a la evasión. No es un ejercicio de un valor inconmensurable pero sí atesora virtudes suficientes para ser recomendable. En definitiva, este James Bond merece la pena.
Pero eso es ya agua pasada. Ahora, tres años después, James Bond reaparece con su vodka "Martini" y sin haberse zafado aún de un pasado que le martiriza y despoja de su dureza emocional. Sam Mendes, a través de su díptico, construye un protagonista con historia, aflicciones y miedos, convirtiendo a su James Bond en una rara avis muy diferente al arquetipo tradicionalmente bondiano. Pero, a pesar de sus diferencias, mantiene, como es natural, muchas de sus peculiaridades: mujeres de escándalo -Lea Seydoux-, coches onerosos -Aston Martin DB10- y artefactos con propensión a estallar por los aires -Omega Seamaster 300-. De esta forma, lo original de la propuesta convence al espectador más reticente y la presencia de algunos de sus rasgos más reconocibles encandila al entusiasta más purista. Un modus operandi esencialmente nolaniano.
Spectre adolece de un libreto escrito con prisas. No se logra vislumbrar el conflicto mismo de la trama hasta muy avanzado el metraje, lo que provoca una honda sensación de extrañeza y desconcierto que tarda largo tiempo en desvanecerse. A esta confusión se suma un antagonista que aúna más flaquezas que virtudes. Todo lo vil que se debería presuponer a un hombre de su condición y naturaleza no se materializa en pantalla, por lo que el personaje queda extraviado en tierra de nadie. En suma, Christoph Waltz y sus visajes no infunden más que profunda apatía y hastío. El actor germano comienza a aburrir.
Para su factura técnica no se tienen más que elogios. Sam Mendes es un conocedor avezado de los entresijos del oficio -que no son pocos-, y no le supone brete alguno hacer gala de sus destrezas -la escena de apertura es brillante-. Y aunque en esta ocasión Roger Deakins se desligara del proyecto, su relevo, el neerlandés-sueco Hoyte van Hoytema, ejecuta un trabajo de sobresaliente. La fotografía es magnífica.
Spectre es una película menos oscura que Skyfall -no son pocos los momentos en los que pretenden provocar la risa-, y más autoconsciente -homenajes evidentes a Vive y deja morir o Desde Rusia con amor-. Entretiene sin remover emociones. Es un largometraje que acelera el tiempo e invita a la evasión. No es un ejercicio de un valor inconmensurable pero sí atesora virtudes suficientes para ser recomendable. En definitiva, este James Bond merece la pena.
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