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Críticas 11
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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10 de febrero de 2025 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un mensaje para los espectadores del futuro: si alguna vez os preguntáis hasta dónde puede llegar el cine como arte, no miréis al futuro: mirad a 1982. Allí nació Blade Runner, una obra que con el tiempo ha trascendido su propio género hasta convertirse en una de las películas más influyentes de la historia. Y en 2007, Ridley Scott nos entregó su versión definitiva, The Final Cut, depurada de imposiciones ajenas y convertida en la experiencia definitiva de su mundo oscuro y melancólico.

Eliminando la voz en off de Deckard, que en la versión original intentaba explicar lo que la imagen ya transmitía, The Final Cut se sumerge aún más en el silencio y la incertidumbre. Sin esa narración, la película respira mejor, permitiendo que el espectador se pierda en la ciudad lluviosa y opresiva sin guías innecesarias. Pero más allá de lo estético, lo realmente clave es la inclusión de la escena del unicornio, un sueño fugaz que altera por completo la interpretación del personaje de Deckard. Si ese sueño forma parte de su mente, ¿cómo es posible que Gaff lo conozca al final? Ese pequeño origami de un unicornio abre una posibilidad perturbadora: ¿y si Deckard no es un hombre, sino un replicante con recuerdos implantados? Scott nunca lo confirma, pero la duda está ahí, reforzando una película que, en esencia, es una exploración de la identidad.

Ese mismo dilema se refleja en su relación con Rachael. Si ella, siendo una máquina, puede dudar, amar y temer la muerte, ¿qué la diferencia de un humano? Más aún, ¿qué diferencia a Deckard de los replicantes que persigue? En su proceso de cazar a estos seres artificiales, Deckard se vuelve cada vez más distante y frío, hasta el punto en que los replicantes parecen demostrar más humanidad que él. Y ninguno lo hace mejor que Roy Batty. En el clímax de la película, el antagonista se convierte en el personaje más humano de todos. Su discurso final es una de las escenas más conmovedoras jamás filmadas. En ese momento, un ser supuestamente carente de alma acepta su destino con más dignidad y sensibilidad que cualquier personaje humano. Su frase, “todos esos momentos se perderán… como lágrimas en la lluvia”, encapsula la tragedia de los replicantes: han vivido cosas extraordinarias, pero nunca serán recordados. Con su última lágrima, Roy demuestra que la humanidad no está en la biología, sino en la experiencia.

Pero Blade Runner no es solo una obra maestra filosófica, sino también un hito visual y técnico. Su diseño de producción sigue siendo incomparable: una mezcla de neón, lluvia, suciedad y tecnología obsoleta que construye un futuro que, aunque imaginado en 1982, sigue sintiéndose real. La fotografía de Jordan Cronenweth es pura poesía visual, con contrastes de luces y sombras que evocan el cine negro y la melancolía de un mundo al borde del colapso. Y la música de Vangelis… pocos filmes pueden presumir de una banda sonora tan perfecta. Sus sintetizadores no solo acompañan las imágenes, sino que les dan alma, envolviendo la historia en una tristeza futurista que ninguna otra película ha logrado igualar.

Por supuesto, las actuaciones son el otro pilar fundamental. Harrison Ford ofrece una interpretación contenida y ambigua, mostrando a un Deckard cansado, confundido, casi roto. Sean Young dota a Rachael de una fragilidad inquietante, atrapada en la duda de su propia existencia. Pero el corazón de la película es Rutger Hauer. Su Roy Batty es brutal y poético, violento y tierno a la vez, y su última escena es lo que convierte a Blade Runner en algo más que cine de ciencia ficción: la eleva a la categoría de mito.

Si 2001: Una odisea en el espacio nos mostró la evolución del hombre hacia lo desconocido, Blade Runner nos enfrenta al miedo más íntimo: el miedo a no ser reales, a ser solo sombras en una historia que se olvidará con el tiempo. En una era donde la inteligencia artificial avanza y las fronteras entre lo humano y lo sintético se desdibujan, la pregunta que plantea sigue más vigente que nunca.

A los espectadores del futuro: cuando busquéis una película que os haga cuestionar lo que significa existir, recordad Blade Runner. Sus imágenes pueden desvanecerse, su mundo puede desmoronarse, pero su legado nunca se perderá… como lágrimas en la lluvia.
4 de febrero de 2025 2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hablar de El espejo (1975) de Andrei Tarkovski es asumir, de entrada, que no estamos ante una película convencional. No lo es en su estructura, en su discurso ni en su modo de invocar la memoria. Más que una narración, El espejo es una experiencia sensorial y filosófica que exige ser vivida más de una vez. Es de esas obras que, con un solo visionado, pueden parecer inabarcables, esquivas, pero que en su repetición revelan una poética única e irrepetible. Tarkovski no busca contar una historia de manera lineal; su cine es un lienzo donde las emociones, los recuerdos y el tiempo se entrelazan de manera orgánica, casi etérea.

Desde un punto de vista formal, El espejo es el cine convertido en una sinfonía de imágenes y sonidos. La música de Bach y Pergolesi, junto con las composiciones de Eduard Artémiev, no solo acompañan la película, sino que la dotan de una cualidad casi litúrgica. Cada plano, cada movimiento de cámara parece tener una espiritualidad propia, como si Tarkovski no filmara simplemente escenas, sino recuerdos flotando en el espacio, arrastrados por el viento. No es casualidad que el agua, el fuego y la lluvia tengan un papel fundamental en la película: elementos primordiales que reflejan el alma de su autor y que, a su vez, evocan la fragilidad del tiempo.

Porque El espejo es, en última instancia, un autorretrato. Pero no uno convencional, sino un reflejo quebrado de la memoria de Tarkovski. La película reconstruye su vida de manera fragmentaria, no a través de la cronología, sino mediante una lógica emocional y ontológica. Aquí el tiempo no avanza en línea recta; se curva, se repliega sobre sí mismo, haciendo que pasado y presente convivan en un mismo espacio cinematográfico. En este espejo que nos ofrece el director, vemos a su madre, sus amores, su infancia, las cicatrices de la historia rusa y la angustia de un hombre que intenta comprender su propia identidad a través de la imagen.

No es casualidad que Tarkovski haga un símil entre sus recuerdos personales y la devastación provocada por las guerras del siglo XX. Como en todo su cine, el individuo nunca está solo: siempre pertenece a algo mayor, a una colectividad, a una historia común que trasciende lo personal. En este sentido, es fascinante la aparición del idioma español en la película, un pequeño destello que amplía el horizonte del film y nos recuerda que, aunque profundamente arraigada en la experiencia rusa, El espejo es una obra universal. Tarkovski, con su espiritualidad y su visión cristiana del mundo, parece sugerirnos que el ser humano no es una isla, que nuestras vivencias están conectadas con las de los demás, y que la memoria no es solo individual, sino colectiva.

Uno de los momentos más sublimes de la película, y quizás su epifanía final, es la imagen de un "primer amor" levitando en la cama. Una escena que encarna a la perfección lo que Tarkovski buscaba en el cine: la belleza como algo inasible, flotante, casi divino. En ese instante, El espejo nos habla en un lenguaje que trasciende las palabras y la razón, que se comunica directamente con el alma del espectador.

Y es aquí donde la belleza de El espejo se vuelve difícil. No porque sea inaccesible, sino porque requiere del espectador una entrega absoluta. No es un film que pueda verse con prisas o buscando una explicación inmediata. Como la propia memoria, es un flujo caótico y misterioso que, solo con paciencia y sensibilidad, revela su verdadera esencia. Pero una vez que uno se abandona a su ritmo, a sus imágenes, a su poesía, es imposible no rendirse ante su grandeza.

Con El espejo, Tarkovski no solo creó una de las películas más hermosas del cine europeo, sino que nos regaló un fragmento de su alma. Un alma que, en cada nuevo visionado, sigue reflejándose en la nuestra.
7 de marzo de 2025 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Algunas películas envejecen con el paso de los años, otras se transforman en piezas de museo, y unas pocas logran algo aún más asombroso: siguen latiendo, oscuras y vibrantes, como si su sombra se proyectara más allá del tiempo. La noche del cazador (1955), la única película dirigida por Charles Laughton, no solo pertenece a este último grupo, sino que parece haber nacido de una pesadilla atemporal, una fábula macabra que resiste la erosión de las décadas.

Aquí estamos ante lo que, a todas luces, podría considerarse un filme de terror, aunque su estructura se asemeje más a un cuento gótico con pinceladas de cine negro. La clave de su magnetismo reside en la figura de Harry Powell, interpretado por un Robert Mitchum absolutamente hipnótico. Powell no es solo un villano, es un ser que transita entre el horror y lo grotesco, un psicópata de ambiciones bíblicas que, lejos de ser un asesino en la sombra, se nos presenta como una figura casi teatral, ridícula en su patetismo pero, a la vez, inquietante en su amenaza. Un hombre que predica con su puño izquierdo la palabra "LOVE" y con el derecho "HATE", estableciendo un falso duelo moral que enmascara su único propósito: la caza.

Hay escenas que no solo se quedan grabadas en la retina, sino que queman el alma. No es solo una imagen perturbadora, sino una de las composiciones más impresionantes jamás filmadas.

Y luego está el acecho. Powell, ese falso profeta, montado a caballo, avanzando con su canto monótono, mientras los niños, petrificados, lo observan. Un plano lejano que enfatiza la inmensidad de su presencia, el acecho imparable de un mal disfrazado de justicia divina. Es un momento aterrador, casi irreal, como si estuviéramos contemplando una pintura renacentista deformada por el miedo.

Pero si hay alguien que puede desafiar al cazador, esa es Lillian Gish. Su personaje es la última frontera entre la infancia y la muerte, entre la luz y la oscuridad. La imagen de ella sentada en la mecedora, escopeta en mano, esperando en la noche, es la respuesta que necesitábamos. En un mundo donde los adultos han fallado en proteger a los niños, donde la avaricia y la maldad han corrompido a todos, solo una figura materna, casi mítica, puede resistir al predicador.

Si amas el cine, tienes que ver esta película. No es una sugerencia, es un mandato. Y si puedes hacerlo en una noche de verano, con la ventana abierta, dejando que el aire caliente se mezcle con la tensión de la pantalla, mejor. Porque ahí afuera, en la oscuridad, siempre hay cazadores esperando su momento.
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spoiler:
El cuerpo de Willa Harper, flotando bajo el agua, atrapado entre las algas, es de una belleza horrenda, un espectáculo visual que debió de helar la sangre en 1955 y que, hoy en día, sigue siendo escalofriante.
9 de diciembre de 2024 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Jean Eustache, con La mamá y la puta (1973), construyó un monumento cinematográfico que desafía tanto al espectador como al propio concepto del cine. Con una duración de casi cuatro horas, en blanco y negro, esta obra monumental parece, a simple vista, un castigo estético. Pero lo que a priori podría parecer un ejercicio tedioso se convierte rápidamente en una experiencia absorbente gracias a su guion, uno de los más sublimes que haya llegado a la pantalla. Aquí, la palabra es el arma, el refugio y, a veces, el verdugo.

La película es una disección despiadada de la juventud perdida, del dolor inherente al vivir y del amor como una guerra constante entre deseo y libertad. Alexandre, el protagonista, deambula por cafés parisinos y apartamentos pequeños mientras conversa interminablemente con las dos mujeres que definen su caótica existencia: Marie, la "mamá", y Veronika, la "puta". Es en estos diálogos, brillantes y profundamente humanos, donde Eustache transforma lo cotidiano en una reflexión filosófica que golpea al espectador sin descanso.

La frase de Alexandre, “Yo no me tomo el suicidio en serio. Ni más ni menos que la muerte”, adquiere un peso escalofriante al conocer el destino de Eustache, quien años después se quitó la vida. Como si el propio director hubiera anticipado su final, esa línea resuena no solo en la película, sino en el legado que dejó. Aquí el suicidio no es una declaración dramática, sino una extensión natural de la vida, tal como Eustache lo presenta: sin adornos ni redenciones.

En esencia, La mamá y la puta no es solo una película; es un retrato de las heridas que todos llevamos, de las palabras que no siempre sabemos decir y de los actos que nos definen. Jean Eustache, a través de su lente cruda y sus personajes imperfectos, construyó una obra eterna que se debate entre el nihilismo y la necesidad de encontrar un sentido a todo. Quizás lo más admirable es que lo hizo sin sentimentalismos, sin decorados innecesarios y dejando que las palabras —ese arte efímero pero inmortal— hagan todo el trabajo.

Para quien se atreva a entrar en su mundo, la recompensa no es inmediata, pero sí profunda: La mamá y la puta es cine en su estado más puro, una obra maestra que te invita a vivirla y, quizás, a morir un poco con ella.
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El clímax emocional de la película llega en su tramo final, cuando Veronika, interpretada magistralmente por Françoise Lebrun, ofrece un monólogo devastador que podría haber sido escrito hoy. Su "speech" es una proclama feminista brutal, directa y sin concesiones, en la que denuncia la hipocresía de una sociedad que condena la libertad sexual femenina mientras la fetichiza. Es imposible no sentirse sacudido por su furia, que trasciende décadas y continúa siendo relevante.
11 de enero de 2025 1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Michael Gracey, tras el éxito visual y emocional de The Greatest Showman, regresa a la gran pantalla con Better Man, un biopic que explora la vida y la compleja psique de Robbie Williams, uno de los artistas más polémicos y carismáticos de las últimas décadas. Aunque no seas un fan acérrimo del cantante ni simpatices especialmente con su personalidad, esta película tiene la capacidad de reconciliarte con su legado artístico y humano. Como amante del cine, resulta inevitable agradecer el notable esfuerzo narrativo y visual que se percibe en cada secuencia.

La película tiene momentos extraordinarios que se sienten como un regalo para los sentidos, especialmente si has crecido escuchando los grandes éxitos de Robbie. Uno de los puntos más destacados es la recreación del icónico "Rock DJ" en un bullicioso Piccadilly Circus. Esta escena, con su energía desbordante y coreografía espectacular, es una explosión de vitalidad. Sentado en la sala de cine, era casi imposible no dejarse llevar por el ritmo y resistir la tentación de levantarse a cantar y bailar frente a la pantalla. Gracey logra encapsular la esencia de una estrella que siempre ha sabido cómo capturar la atención del público.

Más allá de los momentos musicales, Better Man ahonda en los vínculos emocionales más profundos de Robbie, especialmente con su abuela y, de manera más notable, con su padre. Estas relaciones no solo humanizan al artista, sino que también desvelan el origen de muchas de sus luchas internas. A través de escenas profundamente conmovedoras, la película nos recuerda que detrás de la fama y el caos hay un hombre marcado por sus experiencias y heridas emocionales. Uno de los puntos más impactantes es cómo la película aborda su adicción y sus demonios personales. La representación de Robbie como un mono en su centro de desintoxicación, aunque arriesgada, funciona como una metáfora visual poderosa que ayuda a entender su desconexión consigo mismo.

Es cierto que el retrato de Robbie no intenta embellecer sus defectos. A lo largo del metraje, se le muestra como un drogadicto egoísta e incluso odioso en ciertos momentos, como en su enfrentamiento con Liam Gallagher. Pero esta honestidad despiadada también es lo que hace que la película sea tan efectiva. Al mostrar las capas de su personalidad, desde el hombre roto hasta el carismático showman, Gracey logra algo que trasciende el mero homenaje.

En definitiva, Better Man es un espectáculo que entretiene, emociona y, a ratos, incomoda. Es una montaña rusa visual y emocional que, aunque no busca redimir por completo a Robbie Williams, sí le ofrece al espectador una visión más matizada de su vida y obra. Tal como dice el título de la crítica, Better Man no solo nos invita a recordar la canción "Let Me Entertain You", sino que también logra cumplir esa promesa a través de una experiencia cinematográfica que merece ser vista.
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