You must be a loged user to know your affinity with Carorpar
Críticas ordenadas por utilidad
Movie added to list
Movie removed from list
An error occurred
6
29 de enero de 2017
29 de enero de 2017
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La película de la temporada. la que arrasó en los Globos de Oro y presumiblemente también en los Oscar. Nominada a todo en todas partes, no sólo tienes que verla, además ha de fascinarte. Y compartir en las redes sociales el subidón y las ganas de vivir y de bailar y de cantar, no vayan a pensar mal de ti.
Llamadme raro o loco o sociópata, pero, a mí, esta "La La Land" no me ha parecido tan sublime. Que haya puesto de acuerdo a crítica y público de forma tan exaltada y unánime es sospechoso, prueba fehaciente de la pobre cosecha cinematográfica de este año.
Ojo, reconozco que, hoy día, rodar un musical —y de aliento tan eminentemente clásico— es una apuesta valiente. Y resulta innegable que se trata de una obra por demás correcta, salpicada de elegantes coreografías y teñida de unos colores preciosos, definitivamente de otra época. Asimismo, es muy de agradecer que los pasajes sonrojantes consustanciales al subgénero vengan dosificados con prudencia.
En cuanto a la pareja formada por Ryan Gosling y Emma Stone, ambos exudan carisma por cada poro, mantienen el tipo en las escenas de baile y no desafinan demasiado cuando les toca entonar unos gorgoritos. Ella, a su vez, logra insuflar vida en un personaje a priori un tanto plano, de muy visto: el de aspirante a actriz en la selva de asfalto de los grandes estudios.
Mención aparte merece el desenlace de la película, un “What if...” muy alejado de los convencionalismos de la “rom-com”, en forma de larguísimo y logrado número musical que decepcionará a más de un (millón de) militante(s) en las huestes de la absurda creencia de que “el amor todo lo puede” y que, no obstante, constituye lo mejor de la cinta, único momento en que ésta se acerca a la excelencia que se nos ha querido vender. Porque el resto es excesivamente deudor de los grandes títulos del pasado —“An American in Paris” (Un americano en París, 1951), “Singin´ in the Rain” (Cantando bajo la lluvia, 1952), o “The Band Wagon” (Melodías de Broadway 1955, 1953)—, en cuyo espejo se mira con tanta reverencia que acaba ofuscada por su propio manierismo. Un enfoque algo más desmitificador no le hubiera sentado mal.
Llamadme raro o loco o sociópata, pero, a mí, esta "La La Land" no me ha parecido tan sublime. Que haya puesto de acuerdo a crítica y público de forma tan exaltada y unánime es sospechoso, prueba fehaciente de la pobre cosecha cinematográfica de este año.
Ojo, reconozco que, hoy día, rodar un musical —y de aliento tan eminentemente clásico— es una apuesta valiente. Y resulta innegable que se trata de una obra por demás correcta, salpicada de elegantes coreografías y teñida de unos colores preciosos, definitivamente de otra época. Asimismo, es muy de agradecer que los pasajes sonrojantes consustanciales al subgénero vengan dosificados con prudencia.
En cuanto a la pareja formada por Ryan Gosling y Emma Stone, ambos exudan carisma por cada poro, mantienen el tipo en las escenas de baile y no desafinan demasiado cuando les toca entonar unos gorgoritos. Ella, a su vez, logra insuflar vida en un personaje a priori un tanto plano, de muy visto: el de aspirante a actriz en la selva de asfalto de los grandes estudios.
Mención aparte merece el desenlace de la película, un “What if...” muy alejado de los convencionalismos de la “rom-com”, en forma de larguísimo y logrado número musical que decepcionará a más de un (millón de) militante(s) en las huestes de la absurda creencia de que “el amor todo lo puede” y que, no obstante, constituye lo mejor de la cinta, único momento en que ésta se acerca a la excelencia que se nos ha querido vender. Porque el resto es excesivamente deudor de los grandes títulos del pasado —“An American in Paris” (Un americano en París, 1951), “Singin´ in the Rain” (Cantando bajo la lluvia, 1952), o “The Band Wagon” (Melodías de Broadway 1955, 1953)—, en cuyo espejo se mira con tanta reverencia que acaba ofuscada por su propio manierismo. Un enfoque algo más desmitificador no le hubiera sentado mal.

8,1
36.678
8
21 de noviembre de 2016
21 de noviembre de 2016
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la década del los cincuenta, el cine, que había nacido en Francia y se había hecho mayor en los Estados Unidos, corría ya serio riesgo de adocenamiento. Tuvo que ser de su cuna europea, como en una especie de retorno metafórico al seno materno, de donde le llegaran los frescos aires de modernidad —Neorrealismo italiano, Nouvelle Vague francesa, Free Cinema británico— que necesitaba para no acabar muriendo de molicie. Coetáneo de aquellos movimientos renovadores, un enjuto director y guionista sueco llevó todavía más lejos su desafío a los convencionalismos comerciales. Ingmar Bergman, hijo de un severo pastor luterano, plasmó buena parte de sus obsesiones, indudablemente derivadas de una educación estricta hasta lo —hoy— inconcebible, en una filmografía que ya había llamado la atención de crítica y público con “Sommaren med Monika” (Un verano con Mónica, 1953) y que encontró su primera obra maestra con mayúsculas en esta “Det sjunde inseglet”.
De “El séptimo sello” suele afirmarse que consiste en una traslación de motivos contemporáneos —como la baqueteada dialéctica represión-sublimación— al universo, ciertamente extraño, de la baja edad media. Sin menoscabo de lo cual —la dantesca irrupción de disciplinantes es un ejemplo palmario de ello—, atraviesa la trama un asunto mucho más transgeneracional y, por ende, ahistórico, a fuer de profundamente humano: la celebración de la vida —¿qué otra cosa representa, si no, la luminosa familia juglaresca, trasunto satírico de la Sagrada Familia cristiana, que forman Nils Poppe, Bibi Andersson y su rozagante bebé?— frente a la inevitabilidad, y en sus mismas barbas, de la Parca. Por cierto que, vaya Muerte. Su encarnación, mefistofélica y expresionista, inmortalizará —valga la antítesis— en el imaginario cinéfilo las inquietantes facciones de Bengt Ekerot.
En efecto, abundan las angulaciones forzadas —o rayanas en la subluxación de hombro— y el claroscuro del expresionismo, pero nos encontramos, ante todo, con una obra pictoricista y teatralizante. No en vano se trataba originalmente de un guión para los estudiantes de teatro de Malmö titulado “Pintura sobre tabla”; pues tanto el teatro como la pintura constituyen temas fundamentales en las reflexiones a que invita “El séptimo sello”. En cuanto al primero, conviene insistir en que la afirmación de la vida a la que antes hacía referencia se produce en el seno de la diminuta compañía formada por el simpático matrimonio de saltimbanquis. Y respecto a la última, resulta antológico el debate que se establece entre el cínico escudero Juan—magistral interpretación de Gunnar Björnstrand— y el pintor de iglesias; al tiempo que los primeros planos de los rostros, diríanse petrificados, de los protagonistas remiten poderosamente a los iconos medievales rusos.
Si bien el propio Bergman no quedó totalmente satisfecho con el resultado final —“irregular” es como él la consideraba—, y pese a las estrecheces presupuestarias y el apurado calendario a que reconocía tener que haber hecho frente, a “El séptimo sello” no tardó en reconocérsele la inmensa calidad que atesora con el Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes de 1957. El tiempo no ha hecho sino multiplicar sus virtudes, hasta quedar convertida en una de las películas más icónicas de esa historia tan hermosa como lo es la del cine.
De “El séptimo sello” suele afirmarse que consiste en una traslación de motivos contemporáneos —como la baqueteada dialéctica represión-sublimación— al universo, ciertamente extraño, de la baja edad media. Sin menoscabo de lo cual —la dantesca irrupción de disciplinantes es un ejemplo palmario de ello—, atraviesa la trama un asunto mucho más transgeneracional y, por ende, ahistórico, a fuer de profundamente humano: la celebración de la vida —¿qué otra cosa representa, si no, la luminosa familia juglaresca, trasunto satírico de la Sagrada Familia cristiana, que forman Nils Poppe, Bibi Andersson y su rozagante bebé?— frente a la inevitabilidad, y en sus mismas barbas, de la Parca. Por cierto que, vaya Muerte. Su encarnación, mefistofélica y expresionista, inmortalizará —valga la antítesis— en el imaginario cinéfilo las inquietantes facciones de Bengt Ekerot.
En efecto, abundan las angulaciones forzadas —o rayanas en la subluxación de hombro— y el claroscuro del expresionismo, pero nos encontramos, ante todo, con una obra pictoricista y teatralizante. No en vano se trataba originalmente de un guión para los estudiantes de teatro de Malmö titulado “Pintura sobre tabla”; pues tanto el teatro como la pintura constituyen temas fundamentales en las reflexiones a que invita “El séptimo sello”. En cuanto al primero, conviene insistir en que la afirmación de la vida a la que antes hacía referencia se produce en el seno de la diminuta compañía formada por el simpático matrimonio de saltimbanquis. Y respecto a la última, resulta antológico el debate que se establece entre el cínico escudero Juan—magistral interpretación de Gunnar Björnstrand— y el pintor de iglesias; al tiempo que los primeros planos de los rostros, diríanse petrificados, de los protagonistas remiten poderosamente a los iconos medievales rusos.
Si bien el propio Bergman no quedó totalmente satisfecho con el resultado final —“irregular” es como él la consideraba—, y pese a las estrecheces presupuestarias y el apurado calendario a que reconocía tener que haber hecho frente, a “El séptimo sello” no tardó en reconocérsele la inmensa calidad que atesora con el Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes de 1957. El tiempo no ha hecho sino multiplicar sus virtudes, hasta quedar convertida en una de las películas más icónicas de esa historia tan hermosa como lo es la del cine.

5,8
1.826
6
2 de octubre de 2016
2 de octubre de 2016
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Interesante aproximación de la directora polaca Agnieszka Holland al romance que, para escándalo de la pacata sociedad decimonónica —e incluso de los cenáculos bohemios y pretendidamente libertinos—, protagonizaron los dos poetas malditos por antonomasia: Paul Verlaine y Arthur Rimbaud.
“Total Eclipse” recrea con sobria fidelidad los pasajes mejor conocidos de la tormentosa relación, sin recrearse en los detalles más sórdidos y apoyándose en una fotografía hermosísima, cuyas textura granulosa e iluminación difusa generan un sugestivo, muy oportuno “sfumatto” que remite al Impresionismo pictórico, movimiento contemporáneo a los hechos relatados e integrado, a su vez, por una genial nómina de inadaptados de similar ralea.
Suele hablarse mucho y en tono decididamente elogioso de la interpretación de un jovencísimo, casi núbil Leonardo DiCaprio en el papel del “enfant terrible” Arthur Rimbaud. Si bien es cierto que ya por entonces apuntaba muy buenas maneras, no lo es menos que el suyo es un personaje bastante más agradecido que el de borrachuzo pasivo-agresivo y pederasta soterrado que le cae en suerte —o desgracia— a un David Thewlis que no levanta tan unánimes voces laudatorias y a quien, por contra, se reprocha cierta sobreactuación. La verdad, alguien tan lleno de aristas y contradicciones como Verlaine difícilmente hubiera podido ser encarnado con menos aspaviento, de modo que, en mi —nada— humilde opinión, el del actor británico es un trabajo francamente meritorio e igualmente digno de elogio.
En fin, recomendable cinta de época, bien ambientada y romántica a su manera, igual que lo fueran los dos atípicos protagonistas de una historia de amor asimismo tan intensa como poco convencional. Y es que también Verlaine hubo de pasar su particular "temporada en el infierno" —dos años de cárcel— en penitencia por sus relaciones con Rimbaud.
“Total Eclipse” recrea con sobria fidelidad los pasajes mejor conocidos de la tormentosa relación, sin recrearse en los detalles más sórdidos y apoyándose en una fotografía hermosísima, cuyas textura granulosa e iluminación difusa generan un sugestivo, muy oportuno “sfumatto” que remite al Impresionismo pictórico, movimiento contemporáneo a los hechos relatados e integrado, a su vez, por una genial nómina de inadaptados de similar ralea.
Suele hablarse mucho y en tono decididamente elogioso de la interpretación de un jovencísimo, casi núbil Leonardo DiCaprio en el papel del “enfant terrible” Arthur Rimbaud. Si bien es cierto que ya por entonces apuntaba muy buenas maneras, no lo es menos que el suyo es un personaje bastante más agradecido que el de borrachuzo pasivo-agresivo y pederasta soterrado que le cae en suerte —o desgracia— a un David Thewlis que no levanta tan unánimes voces laudatorias y a quien, por contra, se reprocha cierta sobreactuación. La verdad, alguien tan lleno de aristas y contradicciones como Verlaine difícilmente hubiera podido ser encarnado con menos aspaviento, de modo que, en mi —nada— humilde opinión, el del actor británico es un trabajo francamente meritorio e igualmente digno de elogio.
En fin, recomendable cinta de época, bien ambientada y romántica a su manera, igual que lo fueran los dos atípicos protagonistas de una historia de amor asimismo tan intensa como poco convencional. Y es que también Verlaine hubo de pasar su particular "temporada en el infierno" —dos años de cárcel— en penitencia por sus relaciones con Rimbaud.

6,7
4.390
7
27 de agosto de 2016
27 de agosto de 2016
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Correctísimo biopic, brillante en ocasiones —bastantes—, en torno a la compleja figura de Brian Wilson, alma máter de los Beach Boys y uno de los mayores genios de la fecunda historia del pop.
Sin renunciar a la habitual estructura de ascenso, caída y redención, el productor y ocasional director —a la vista está que debería prodigarse más— Bill Pohlad sí rompe con la linealidad al uso, apostando por dos planos temporales entrelazados que proporcionan a la historia una cadencia tan desacostumbrada como sugestiva. Ésta presenta un planteamiento casi “in medias res”, con la decisión de Wilson de retirarse de los escenarios para componer la que sería su obra maestra, el inolvidable “Pet Sounds”, de 1966. Inmediatamente a continuación y tras un salto adelante de casi dos décadas, se nos muestra a un Brian Wilson acabado y bajo fuerte tratamiento con psicofármacos.
Si bien las escenas dedicadas a la sórdida madurez del músico, sometido a los designios del despótico psiquiatra Eugene Landy, están resueltas de manera un tanto convencional, y las de su romance con Melinda Ledbetter rayan —a veces, aunque no tantas como muchas de las letras de los Beach Boys— en el sonrojo, la reconstrucción del proceso de creación del legendario disco, con su aire documental, constituye una maravillosa experiencia visual y sonora. Es entonces cuando “Love & Mercy” alza el vuelo por encima de tantas y tantas cintas de similar pelaje y que han acabado por inducir una pereza paralizante ante la mera mención del subgénero. A la admirable calidad de tales tramos contribuye de modo inestimable la interpretación de un Paul Dano sencillamente sublime. El “rarito” por antonomasia se mimetiza con un personaje que le viene como anillo al dedo y le sienta como un guante, entregando uno de los trabajos más emotivos vistos últimamente. En cuanto a su medicado yo de los ochenta, John Cusack, siempre simpático, pero —es evidente— más limitado como actor, hace lo que puede por no desentonar demasiado y, aunque el paso de los años lo ha convertido en su hermana Joan, consigue mantener el tipo con cierto decoro. Lo mismo le sucede a Elizabeth Banks. La edad parece haber ido robándole parte de aquella luminosidad que la caracterizase y a quien aquí la vemos parecerse es a Belén Rueda; no obstante, logra transmitir la determinación de vendedora de coches que le exigía su papel. A Paul Giammatti, por su parte, se le ve muy cómodo en la piel —que no la peluca—, algo histriónica, del tiránico doctor Landy.
En fin, muy recomendable aproximación a la atormentada personalidad de un imprescindible como Wilson. Sólo por su banda sonora —gloriosa, no podía no serlo— ya merece la pena. Con decirles que llevo todo el día escuchando íntegro el “Pet Sounds” …
Sin renunciar a la habitual estructura de ascenso, caída y redención, el productor y ocasional director —a la vista está que debería prodigarse más— Bill Pohlad sí rompe con la linealidad al uso, apostando por dos planos temporales entrelazados que proporcionan a la historia una cadencia tan desacostumbrada como sugestiva. Ésta presenta un planteamiento casi “in medias res”, con la decisión de Wilson de retirarse de los escenarios para componer la que sería su obra maestra, el inolvidable “Pet Sounds”, de 1966. Inmediatamente a continuación y tras un salto adelante de casi dos décadas, se nos muestra a un Brian Wilson acabado y bajo fuerte tratamiento con psicofármacos.
Si bien las escenas dedicadas a la sórdida madurez del músico, sometido a los designios del despótico psiquiatra Eugene Landy, están resueltas de manera un tanto convencional, y las de su romance con Melinda Ledbetter rayan —a veces, aunque no tantas como muchas de las letras de los Beach Boys— en el sonrojo, la reconstrucción del proceso de creación del legendario disco, con su aire documental, constituye una maravillosa experiencia visual y sonora. Es entonces cuando “Love & Mercy” alza el vuelo por encima de tantas y tantas cintas de similar pelaje y que han acabado por inducir una pereza paralizante ante la mera mención del subgénero. A la admirable calidad de tales tramos contribuye de modo inestimable la interpretación de un Paul Dano sencillamente sublime. El “rarito” por antonomasia se mimetiza con un personaje que le viene como anillo al dedo y le sienta como un guante, entregando uno de los trabajos más emotivos vistos últimamente. En cuanto a su medicado yo de los ochenta, John Cusack, siempre simpático, pero —es evidente— más limitado como actor, hace lo que puede por no desentonar demasiado y, aunque el paso de los años lo ha convertido en su hermana Joan, consigue mantener el tipo con cierto decoro. Lo mismo le sucede a Elizabeth Banks. La edad parece haber ido robándole parte de aquella luminosidad que la caracterizase y a quien aquí la vemos parecerse es a Belén Rueda; no obstante, logra transmitir la determinación de vendedora de coches que le exigía su papel. A Paul Giammatti, por su parte, se le ve muy cómodo en la piel —que no la peluca—, algo histriónica, del tiránico doctor Landy.
En fin, muy recomendable aproximación a la atormentada personalidad de un imprescindible como Wilson. Sólo por su banda sonora —gloriosa, no podía no serlo— ya merece la pena. Con decirles que llevo todo el día escuchando íntegro el “Pet Sounds” …
7
19 de agosto de 2016
19 de agosto de 2016
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo último de Netflix es una joyita nostálgica plagada de referencias, a cuál más sugestiva. Porque “Stranger Things” bebe directamente, y a tragos generosos, de “Super 8” (ídem, 2011), la cual, a su vez, constituía un cautivador compendio de manierismos. El majestuoso recurso a los sintetizadores para su banda sonora —especialmente en los créditos iniciales, anacrónica delicia— la vincula con “It Follows” (ídem, 2014), otra maravilla reciente que, a su manera, también reivindicaba los ochenta.
Argumentalmente supone un homenaje combinado, y en absoluto velado, a dos autores que alcanzaron su cénit creativo hace treinta años. Por un lado, al Stephen King de “It”. Se habla, precisamente al calor de la buena acogida prodigada a “Stranger Things”, de una adaptación próxima y con hechuras muy similares. Por otro, al Steven Spielberg de “E.T.: The Extra-Terrestrial” (E.T., el extraterrestre, 1982). La subtrama del acogimiento, u ocultación, de la extraña y superpoderosa “Eleven” parece una recreación, casi plano por plano, de la icónica cinta de Spielberg.
El “revival” ochentero no es casualidad; la propia “Narcos” (ídem, 2015), asimismo de Netflix, se inscribe de lleno en dicha deriva. Haciendo un ejercicio de sociología un poco a vuelapluma, podría aventurarse que el consumidor tipo de esta clase de productos nació y creció a lo largo de esa década. Ante semejante nicho ecológico de espectadores potenciales, lo raro hubiera sido no ponerles un cebo tan apetitoso como la evocación —eso sí, muy estilizada— de su propia infancia. Conque, acostumbrémonos: guste o no, y mientras dure la veta, vamos a seguir viendo cosas en la línea de “Stranger Things” y sus antedichos referentes —aunque he obviado la remisión a “The Goonies” (Los Goonies, 1985) por trillada, evidentemente forma parte destacada de ellos—. De hecho, este mismo verano, y con toda la barata polémica de género que ha arrastrado, encontramos otro ejemplo palmario de lo cual en el remake de “The Ghostbusters” (Los cazafantasmas, 1984). En cualquier caso, si los estándares de calidad se mantienen, la tendencia no tiene, en sí, nada de rechazable.
Elucubraciones aparte, “Stranger Things” es una serie que da lo que promete, y con creces: junto a la consabida mirada a un pasado convertido en “locus amoenus”, entretenimiento a raudales y una factura impecable, consolidándose esta última como muy reconocible marca de la casa.
Cierto que su trama va de más a menos y que su fascinante primera mitad se ve algo deslucida por una resolución un tanto convencional —mal bastante corriente, de un tiempo a esta parte, en producciones de todo pelaje—, pero el conjunto es definitivamente encantador. Que los niños protagonistas, contra todo pronóstico, no se hagan cargantes contribuye, y no poco, al disfrute del hallazgo.
Todo apunta a que habrá una segunda temporada que, mucho me temo, acabará de estropear lo que tan bien pintaba —especialmente, insisto, hasta su quinto episodio, más o menos—. Ojalá no sea así y nos quedemos con el buen sabor de boca que nos ha dejado esta primera entrega. Pero la voracidad de los productores por muy poco no iguala a la del "seriéfago". Encontrada la gallina de los huevos de oro, no descansarán hasta esquilmarla.
Argumentalmente supone un homenaje combinado, y en absoluto velado, a dos autores que alcanzaron su cénit creativo hace treinta años. Por un lado, al Stephen King de “It”. Se habla, precisamente al calor de la buena acogida prodigada a “Stranger Things”, de una adaptación próxima y con hechuras muy similares. Por otro, al Steven Spielberg de “E.T.: The Extra-Terrestrial” (E.T., el extraterrestre, 1982). La subtrama del acogimiento, u ocultación, de la extraña y superpoderosa “Eleven” parece una recreación, casi plano por plano, de la icónica cinta de Spielberg.
El “revival” ochentero no es casualidad; la propia “Narcos” (ídem, 2015), asimismo de Netflix, se inscribe de lleno en dicha deriva. Haciendo un ejercicio de sociología un poco a vuelapluma, podría aventurarse que el consumidor tipo de esta clase de productos nació y creció a lo largo de esa década. Ante semejante nicho ecológico de espectadores potenciales, lo raro hubiera sido no ponerles un cebo tan apetitoso como la evocación —eso sí, muy estilizada— de su propia infancia. Conque, acostumbrémonos: guste o no, y mientras dure la veta, vamos a seguir viendo cosas en la línea de “Stranger Things” y sus antedichos referentes —aunque he obviado la remisión a “The Goonies” (Los Goonies, 1985) por trillada, evidentemente forma parte destacada de ellos—. De hecho, este mismo verano, y con toda la barata polémica de género que ha arrastrado, encontramos otro ejemplo palmario de lo cual en el remake de “The Ghostbusters” (Los cazafantasmas, 1984). En cualquier caso, si los estándares de calidad se mantienen, la tendencia no tiene, en sí, nada de rechazable.
Elucubraciones aparte, “Stranger Things” es una serie que da lo que promete, y con creces: junto a la consabida mirada a un pasado convertido en “locus amoenus”, entretenimiento a raudales y una factura impecable, consolidándose esta última como muy reconocible marca de la casa.
Cierto que su trama va de más a menos y que su fascinante primera mitad se ve algo deslucida por una resolución un tanto convencional —mal bastante corriente, de un tiempo a esta parte, en producciones de todo pelaje—, pero el conjunto es definitivamente encantador. Que los niños protagonistas, contra todo pronóstico, no se hagan cargantes contribuye, y no poco, al disfrute del hallazgo.
Todo apunta a que habrá una segunda temporada que, mucho me temo, acabará de estropear lo que tan bien pintaba —especialmente, insisto, hasta su quinto episodio, más o menos—. Ojalá no sea así y nos quedemos con el buen sabor de boca que nos ha dejado esta primera entrega. Pero la voracidad de los productores por muy poco no iguala a la del "seriéfago". Encontrada la gallina de los huevos de oro, no descansarán hasta esquilmarla.
Más sobre Carorpar
Cancelar
Limpiar
Aplicar
Filters & Sorts
You can change filter options and sorts from here