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Críticas 1.171
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
8
9 de septiembre de 2017 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Gods and Monsters” tiene, entre muchas otras virtudes, la de ser una de esas películas que uno coge empezadas haciendo “zapping” y que, como quien no quiere la cosa, siempre acaba viendo hasta el final. En mi caso, esto debe de haber sucedido en tres ocasiones —por lo menos—, y cada una de ellas me ha deparado, además, nuevos motivos de admiración.
La primera me gustó por el siempre sugestivo componente metacinematográfico y el muy poco complaciente retrato que hace de ciertos intríngulis del viejo Hollywood. La segunda me deleité con la superlativa interpretación de Ian McKellen en el papel, complejísimo, de James Whale. El del atormentado director de “Frankenstein” (El doctor Frankenstein, 1931) y “The Bride of Frankenstein” (La novia de Frankenstein, 1935) es un rol que, por el propio carácter del personaje —libérrimo, provocador y abiertamente homosexual en un tiempo en que ello constituía un tabú rayano en lo innombrable— implicaba un riesgo serio de caer en la caricatura. Por contra, McKellen no sólo consigue eludirlo, sino que además le insufla una quebradiza humanidad que irradia a sus compañeros de reparto y a la historia toda, haciendo de ella una de las más emotivas de las dos últimas décadas.
En efecto, y como algún crítico señaló en su día, la benigna influencia de Ian McKellen parece hacerse sentir en el desempeño de Brendan Fraser, quien nunca antes ni después de este film ha estado mejor. Si bien es cierto que el fornido jardinero que le toca en suerte —en rigor, y con muy buen tino, se trata de una asignación propia, toda vez que también produce la cinta— es un verdadero traje a medida, no lo es menos que lo encarna con inopinada variedad de matices. El estupendo trabajo de Fraser ha sido lo que me ha llamado la atención esta tercera vez, junto a la electricidad, no sé si más sexual que paterno-filial o viceversa, que se establece entre ambos y que estalla en la inenarrable escena de la máscara de gas, colofón bizarro y terrible a una película cuyas humildes pretensiones no resultan óbice para una calidad que crece año a año y visionado tras visionado.
4 de junio de 2017 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
En un cine como el nuestro, poco proclive a las reconstrucciones históricas —con la salvedad, y valga el tópico, de las relativas a la Guerra y posguerra civiles—, “1898. Los últimos de Filipinas” constituye una rareza interesante.
Dejando de lado el prosaísmo del título —sin ser tampoco nada del otro mundo, el “Yo te diré...” con que Manuel Leguineche encabezara su libro referido a los mismos hechos resulta bastante más sugestivo—, esta película entona una correcta oda antibelicista en la que el patrioterismo no ha lugar y sí algunos resquicios, como las grietas de un muro bajo asedio, para la decencia o la mera humanidad.
Habitual en el mundo anglosajón —sobre todo en el Reino Unido, donde la dimensión épica de los descalabros (Balaclava, Isandlwana, Dunkerque) casi sobrepasa la de las victorias—, la derrota honorable no es algo que nuestro país tenga en muy alta estima. Tampoco el triunfo, la verdad. Claro que, con la envidia como mal endémico inerradicable y hacer leña del árbol caído como deporte nacional, lo sorprendente hubiera sido lo contrario. Razón de más para resaltar el valor de la propuesta, valiente, de esta “1898. Los últimos de Filipinas”, recreación de uno de los escasos —si no el único— episodios medianamente gloriosos sucedidos durante el “Desastre”, con el mérito añadido, insisto, de no dejarse llevar por tentaciones mitificadoras y maniqueismos dicursivos.
Una aseada factura técnica, pespunteada de notables tiroteos y planos aéreos no por cada vez más comunes menos impresionantes, dota al producto de un mimo tan poco acostumbrado como todo lo antedicho. Redondean la entretenidísima función las interpretaciones, ambas excelentes, de dos caníbales como Luis Tosar y Javier Gutiérrez. El duelo en que se enfrascan por robarse cada plano compartido —y no son pocos— parece una traslación del enconado pulso que durante casi un año mantuvo la —equivocadamente— heroica guarnición de Baler con sus sitiadores tagalos.
13 de abril de 2017 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Der blaue Engel” es una película con un incalculable valor añadido en tanto icono y documento histórico. Porque supone, más que el nacimiento, la irrupción de una de las estrellas máximas del firmamento cinematográfico: Marlene Dietrich; y porque constituye el retrato por antonomasia del desenfado moral que regía en la Alemania de Weimar, antes del advenimiento del sinsentido nazi. Encarnación de aquella sanísima liberalidad lo fue la propia Dietrich, quien siempre hizo gala de una bisexualidad sin complejos en la que lo mismo le daba cocinar para Gary Cooper que para Greta Garbo. Y no, no se trata de ninguna metáfora, la gastronomía era más que un simple hobby para ella. Pero vayamos por partes.
La primera “talkie” europea presenta el mérito de no estar endeudada en exceso con el mudo, especialmente en el aspecto interpretativo, como sí sucede a tantas otras cintas coetáneas. Y cuando alguna reminiscencia a ese respecto —no puede no haberlas— viene a recordarnos que estamos en 1930, ello no hace sino multiplicar su encanto; igual que los decorados y la iluminación, de evidente raigambre expresionista.
Muy en la línea del travestismo típico del cabaret de entreguerras, cuesta clasificar “Der blaue Engel” en un único género. Durante sus primeros sesenta minutos estamos ante una deliciosa comedia romántica; sin embargo, ésta muda a melodrama cruel, tragedia incluso, en el momento preciso en que se produce la consumación de la relación amorosa. Entonces, cuando la mayoría de historias echa el telón a fin de dejar buen sabor de boca en el espectador, comienza un calvario para el atípico galán compuesto por Emil Jannings, viéndose sometido a la más variopinta gama de vejaciones por parte de... todo el mundo, vaya.
Y, efectivamente, en ese cuchitril cuyo nombre da título a la película, brilla Marlene Dietrich con abrasadora luz propia. Si bien todavía mocetona rozagante, bastante alejada de las hechuras de diva inalcanzable que caracterizarían al mito, su carisma es innegable. Una presencia que devora el plano hasta tal punto que todo a su alrededor parece palidecer. Estando ella en escena, no hay ojos para nadie ni nada más, como si el hechizo bajo el que cae el pobre profesor Rath nos hubiese golpeado también a nosotros, hijos de la revolución digital y, a priori, curados de espanto. Me cuesta recordar otra aparición así de potente en los ciento veinte años de historia que el cine lleva a cuestas. Si acaso, la de John Wayne como Ringo Kid en “Stagecoach” (La diligencia, 1939). Por cierto que, según las malas lenguas, para “Duke” guisó también. Que le(s) quiten lo bailado.
5 de marzo de 2017 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Nada más lejos de mi ánimo que incurrir, yo también, en la tan traída comparación de “Bronson” con “A Clockwork Orange” (La naranja mecánica, 1971); toda vez que la reverenciada cinta de Kubrick se basaba en la distopía imaginada por Anthony Burgess mientras que “Bronson” parte de hechos reales, lo cual, convendrán conmigo, es ciertamente inquietante.
Si bien ambas comparten la denuncia de la incapacidad de los sistemas penitenciarios para reinsertar a los presos en la misma sociedad que los ha repudiado, atraviesa “Bronson” una problemática cuya lacerante actualidad la hace —incluso— más temible: el ciego anhelo de fama, a cualquier precio y por la vía que sea, sin que medie el mínimo atisbo de escrúpulo de conciencia o cortapisa moral. El descerebrado que la protagoniza encuentra en la violencia gratuita la manera de convertirse en “el preso más famoso del Reino Unido”. Decenas, cientos de millones de personas persiguen lo que no es sino un paupérrimo remedo de celebridad haciendo público cada minuto de sus grises vidas en unas redes sociales que —es evidente— se nos han ido de las manos. Ello no da ya tanto miedo como lástima, una pena infinita ante el rasgo distintivo de nuestros días.
Nicolas Winding Refn se sirve de la estilizadísima estética, explosiones de violencia y estructura fragmentaria marcas de la casa para transmitir su mensaje terrible. La banda sonora, como siempre, es tan impecable como alucinada —creo que no soy el primero en recalcar la gloriosa secuencia del guateque en el psiquiátrico con el “It´s a Sin” de los Pet Shop Boys atronando sin piedad—.
Pero el alma de esta fiesta enfermiza es, qué duda cabe, un Tom Hardy descomunal. “Sobreactuado” es un adjetivo que se le queda corto, “pasado de rosca hasta la esquizofrenia interpretativa” califica mejor la orgía a la que asistimos. Y sin embargo, resulta tan veraz que duele. Disconforme con ser “sólo” el centro de gravedad de la película, canibaliza todo a su alrededor como si de un agujero negro supermasivo se tratase, hasta eclipsar las muchas y muy llamativas señas de identidad de un cineasta con tanta personalidad como Winding Refn. No extraña que para protagonizar las subsiguientes “Drive” (ídem, 2011) y “Only God Forgives” (Sólo Dios perdona, 2013) optara por el lacónico Ryan Gosling.
5 de febrero de 2017 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un reproche que acostumbra a hacérsele a “Blood Simple” es el de su tramposo guión, y no sin motivo. No obstante, recriminarle a un “noir” sus triquiñuelas argumentales vendría a ser como echarles en cara, a Bécquer o a Neruda, una cierta —de hecho, mucha— cursilería. El subterfugio es consustancial al cine negro, despojarlo de él implicaría su desnaturalización. Y si no, recuerden la célebre anécdota que contaba Raymond Chandler, uno de los más egregios representantes del género, bastante ilustrativa a ese respecto: “...cuando Howard Hawks estaba rodando The Big Sleep (El sueño eterno,1946) él y Bogart tuvieron una discusión acerca de si uno de los personajes había muerto asesinado o se había suicidado. Me enviaron un telegrama preguntándomelo, y que me cuelguen si lo sabía.”
Efectivamente, el debut de los Coen es un ejemplo notable de lo que se ha dado en llamar “neo-noir”, actualización de los viejos códigos y arquetipos a que ambos hermanos —el mayor, Joel, en la dirección, y el pequeño, Ethan, en la producción— han contribuido con obras como la que nos ocupa y las subsiguientes, excelentes “Miller´s Crossing” (Muerte entre las flores, 1990) y “Fargo” (ídem, 1996). De esta última parece “Blood Simple” una suerte de ensayo previo —con calor sofocante pero en carreteras igual de interminables—; sobre todo en su análisis del abanico de posibilidades, a cuál más bizarra, que se abre cuando un plan no sale según lo previsto.
El plus de sordidez con que dotan a un cine ya de por sí bastante “gonzo” es otra de sus señas de identidad. Prueba de ello es el cinismo del habitual detective huelebraguetas, llevado hasta sus últimas consecuencias con el grasiento personaje que encarna M. Emmet Walsh. Que éste beba directamente del Hank Quinlan inmortalizado por Orson Welles en “Touch of Evil” (Sed de mal, 1958) no es casualidad, pues otro rasgo típico de los Coen es la densa carga referencial que contienen sus películas, mayor si cabe tratándose de una “opera prima”, proclive siempre al guiño cinéfilo y al homenaje más o menos velado.
En cuanto a su gusto por las explosiones de violencia, descarnada y sin coreografía, con que se resuelve esa especie de “terribilità” marca de la casa, junto al humor negro como el alquitrán que salpica sus historias, ambos están ya muy presentes en esta “Blood Simple”.
En fin, estupenda tentativa primera de una estética y una (anti) ética que durante tres décadas han aquilatado el tan traído concepto de cine independiente hasta hacer de él un dignísimo competidor, cuando no influencia decisiva en las omnipresentes y todopoderosas superproducciones “made in Hollywood”.
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