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Críticas ordenadas por utilidad
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6,7
12.950
6
2 de agosto de 2020
2 de agosto de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
El pantallazo es un recurso narrativo que, como el “found footage” hace un par de décadas o en literatura el “manuscrito encontrado”, permite eludir ciertos convencionalismos, de modo que, usado con mesura, puede arrojar resultados muy sugestivos. Así sucedía, por ejemplo, con “Eliminado” (“Unfriended”, 2014); si bien, no tanto con su innecesaria secuela, “Eliminado: Dark Web” (“Unfriended: Dark Web”, 2018), porque, igual que en muchos otros casos —festivales “indies”, el anuncio de Estrella, “Stranger Things” (ídem, 2016-Actualidad)—, la línea entre lo refrescante y lo engorroso es extremadamente fina.
Tratándose el thriller de un subgénero que lleva la trampa argumental inscrita en su ADN —difícilmente podría avanzar sin ella la mayoría de sus abracadabrantes tramas—, el limitado punto de vista del (todavía) novedoso formato obliga a un puñado de subterfugios adicionales, con el consabido riesgo de incoherencia. Por suerte para esta “Searching”, aun aquejada de ambos males, no lo está en un grado que acabe por arruinar la experiencia. Al contrario, la multiplicación de dispositivos y aplicaciones a que hemos asistido en el último lustro amplia la perspectiva, disminuyendo correlativamente la necesidad de someter el guion a torsiones excesivas.
Además, la superposición de ventanas —y, por ende, de estímulos— invita a una implicación mayor de la acostumbrada por parte del espectador, sacándolo de la pasividad mineral en que el cine comercial venía sumiéndolo de un tiempo a esta parte. Sólo el desenlace se antoja verdaderamente decepcionante, pues tras hora y media de un crescendo de indudable corrección —a la historia apenas se le ven las costuras hasta la aparición de ese drogata “ex machina” en oportuno “streaming”—, sus responsables dan un volantazo —figurada y literalmente— hacia un “happy ending” de todo punto injustificado.
Más interesante me parece el conato de denuncia que interpone contra la rampante hipocresía de las redes, del exhibicionismo y la mala conciencia, cuando no crudo interés personalísimo, que anidan en tantos “#PrayFor”, “#JeSuis”, “#MeToo” y un largo y tedioso etcétera de ventajistas tomas públicas de postura. Lástima, precisamente, que se quede ahí, en un leve e inofensivo atisbo, que no profundice, que deje sólo un par de pinceladas. En su lugar, abunda en un tópico —el de no hablar con extraños ni, por supuesto, aceptar los caramelos que nos ofrecen, por muy virtuales que estos sean— que, a mi juicio, tenemos todos suficientemente interiorizado; salvo algún primo, claro, de esos nunca van a faltar.
En el apartado interpretativo, siempre llama la atención ver a John Cho tratando de que lo tomemos en serio. Aquí sus esfuerzos arduos y denodados hacen que casi se nos olvide que es “el chino de American Pie”. Ni que decir tiene que no lo consigue, pero se le agradece la buena disposición.
Tratándose el thriller de un subgénero que lleva la trampa argumental inscrita en su ADN —difícilmente podría avanzar sin ella la mayoría de sus abracadabrantes tramas—, el limitado punto de vista del (todavía) novedoso formato obliga a un puñado de subterfugios adicionales, con el consabido riesgo de incoherencia. Por suerte para esta “Searching”, aun aquejada de ambos males, no lo está en un grado que acabe por arruinar la experiencia. Al contrario, la multiplicación de dispositivos y aplicaciones a que hemos asistido en el último lustro amplia la perspectiva, disminuyendo correlativamente la necesidad de someter el guion a torsiones excesivas.
Además, la superposición de ventanas —y, por ende, de estímulos— invita a una implicación mayor de la acostumbrada por parte del espectador, sacándolo de la pasividad mineral en que el cine comercial venía sumiéndolo de un tiempo a esta parte. Sólo el desenlace se antoja verdaderamente decepcionante, pues tras hora y media de un crescendo de indudable corrección —a la historia apenas se le ven las costuras hasta la aparición de ese drogata “ex machina” en oportuno “streaming”—, sus responsables dan un volantazo —figurada y literalmente— hacia un “happy ending” de todo punto injustificado.
Más interesante me parece el conato de denuncia que interpone contra la rampante hipocresía de las redes, del exhibicionismo y la mala conciencia, cuando no crudo interés personalísimo, que anidan en tantos “#PrayFor”, “#JeSuis”, “#MeToo” y un largo y tedioso etcétera de ventajistas tomas públicas de postura. Lástima, precisamente, que se quede ahí, en un leve e inofensivo atisbo, que no profundice, que deje sólo un par de pinceladas. En su lugar, abunda en un tópico —el de no hablar con extraños ni, por supuesto, aceptar los caramelos que nos ofrecen, por muy virtuales que estos sean— que, a mi juicio, tenemos todos suficientemente interiorizado; salvo algún primo, claro, de esos nunca van a faltar.
En el apartado interpretativo, siempre llama la atención ver a John Cho tratando de que lo tomemos en serio. Aquí sus esfuerzos arduos y denodados hacen que casi se nos olvide que es “el chino de American Pie”. Ni que decir tiene que no lo consigue, pero se le agradece la buena disposición.

7,3
26.643
7
20 de julio de 2020
20 de julio de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La primera vez que vi “Boogie Nights”, hará unos quince años —a mis veintipocos—, me impactó fieramente. Llamó mi atención, sobre todo, que una industria de la pacatería de la americana diera a luz una cinta en torno a un tema tan espinoso, y que se lo tratase además con un desenfado —no exento de amargura— y un cariño por sus sórdidos personajes muy poco acostumbrados en las sociedades de nuestros días —peor aún hoy que en los primeros 2000—, aquejadas de una pudibundez sexual y un resentimiento impensables en los desprejuiciados 70.
Vista de nuevo con la perspectiva de tres lustros, aquella amargura que apenas atisbaba entonces entre las chispeantes interpretaciones de su extraordinario reparto contamina ahora cada línea de diálogo, cada polvo y cada raya de farlopa. Porque, pese a los orgasmos de neón y purpurina, “Boogie Nights” es una película profundamente triste, y casi más por lo que no cuenta, pero se adivina, especialmente en esa desolada mirada última de una inolvidable Julianne Moore: la probable caída en los abismos del SIDA anterior al hallazgo de los retrovirales para buena parte de esa familia no siempre bien avenida que parece la “troupe” de Jack Horner —superlativo, igualmente, Burt Reynolds—.
Algo en lo que tampoco me había fijado es la admirable pericia técnica de su director. Cierto que la degeneración sufrida por el cine y el éxodo de talentos a la TV hacen que se nos salgan los ojos de las órbitas en cuanto vemos un plano secuencia razonablemente ejecutado. No obstante, la sensación de tridimensionalidad que Paul Thomas Anderson logra con esos largos y complejos “travellings” se antoja digna de encomio en sí misma. Que la pereza de cineastas y espectadores, así como los abusos del croma —entre otros inventos del maligno—, la hayan llevado prácticamente a la extinción no hace sino incrementar su valor.
Vista de nuevo con la perspectiva de tres lustros, aquella amargura que apenas atisbaba entonces entre las chispeantes interpretaciones de su extraordinario reparto contamina ahora cada línea de diálogo, cada polvo y cada raya de farlopa. Porque, pese a los orgasmos de neón y purpurina, “Boogie Nights” es una película profundamente triste, y casi más por lo que no cuenta, pero se adivina, especialmente en esa desolada mirada última de una inolvidable Julianne Moore: la probable caída en los abismos del SIDA anterior al hallazgo de los retrovirales para buena parte de esa familia no siempre bien avenida que parece la “troupe” de Jack Horner —superlativo, igualmente, Burt Reynolds—.
Algo en lo que tampoco me había fijado es la admirable pericia técnica de su director. Cierto que la degeneración sufrida por el cine y el éxodo de talentos a la TV hacen que se nos salgan los ojos de las órbitas en cuanto vemos un plano secuencia razonablemente ejecutado. No obstante, la sensación de tridimensionalidad que Paul Thomas Anderson logra con esos largos y complejos “travellings” se antoja digna de encomio en sí misma. Que la pereza de cineastas y espectadores, así como los abusos del croma —entre otros inventos del maligno—, la hayan llevado prácticamente a la extinción no hace sino incrementar su valor.
Miniserie

7,4
3.910
6
9 de julio de 2020
9 de julio de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Interesante reconstrucción histórica, pese a la manifiesta incompetencia de Tom Hooper, realizador que —a mi juicio, incomprensiblemente— suele verse agraciado con presupuestos en exceso generosos. Me pregunto cuál de las tres leyes de Newton le impide colocar recta la cámara, porque resulta harto difícil de creer que se trate de un efecto estético buscado. O quizá sí, en cuyo caso hablaríamos de algo más grave que mera, inocente torpeza, y para ello sólo se me ocurren epítetos de un grosor tal que me abstendré de explicitarlos.
Otra constante en su devenir cinematográfico posterior radica en que, merced a las antedichas holguras financieras, las obras de Hooper gozan de lujosos repartos que, en numerosas ocasiones —estoy pensando en “El discurso del Rey” (“The King´s Speech”, 2010), si bien no tanto en la paquidérmica “Los miserables” (Les Misérables”, 2012)—, acuden a su rescate, salvándolo del estrepitoso naufragio que se merece. Así sucede en esta “John Adams”, donde intérpretes de la talla de Laura Linney o Tom Wilkinson —estupendo en la loca melena de Benjamin Franklin— secundan a un superlativo Paul Giamatti, quien, de nuevo y por enésima vez en su carrera, imparte una lección acerca de cómo encarnar a un personaje sin perder un ápice de personalidad propia.
La serie tiene el atractivo añadido de darnos a conocer los vaivenes de la Revolución Americana, del nacimiento de los Estados Unidos —carente de mucha de la épica que la posteridad pretenderá, tal como apunta un matusalénico Adams hacia el final del último episodio— y las peculiaridades institucionales de la joven república, muchas de ellas producto de filias y fobias personales y no tanto de la fidelidad a monolíticos postulados ideológicos. Nos permite, asimismo, poner cara a sus protagonistas, más feos, pero también más humanos que las figuras dignísimas que recorren los laudatorios lienzos de John Trumbull.
Otra constante en su devenir cinematográfico posterior radica en que, merced a las antedichas holguras financieras, las obras de Hooper gozan de lujosos repartos que, en numerosas ocasiones —estoy pensando en “El discurso del Rey” (“The King´s Speech”, 2010), si bien no tanto en la paquidérmica “Los miserables” (Les Misérables”, 2012)—, acuden a su rescate, salvándolo del estrepitoso naufragio que se merece. Así sucede en esta “John Adams”, donde intérpretes de la talla de Laura Linney o Tom Wilkinson —estupendo en la loca melena de Benjamin Franklin— secundan a un superlativo Paul Giamatti, quien, de nuevo y por enésima vez en su carrera, imparte una lección acerca de cómo encarnar a un personaje sin perder un ápice de personalidad propia.
La serie tiene el atractivo añadido de darnos a conocer los vaivenes de la Revolución Americana, del nacimiento de los Estados Unidos —carente de mucha de la épica que la posteridad pretenderá, tal como apunta un matusalénico Adams hacia el final del último episodio— y las peculiaridades institucionales de la joven república, muchas de ellas producto de filias y fobias personales y no tanto de la fidelidad a monolíticos postulados ideológicos. Nos permite, asimismo, poner cara a sus protagonistas, más feos, pero también más humanos que las figuras dignísimas que recorren los laudatorios lienzos de John Trumbull.
6 de julio de 2020
6 de julio de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sin paños calientes, “Personal Shopper” es un coñazo insufrible. Parece durar cuatro horas y malamente alcanza la hora y tres cuartos. Qué espanto, qué aburrimiento. La verdad, flaco favor le hace el renombrado festival de Cannes a su propia credibilidad premiando bodrios como el que nos ocupa.
De entrada, no tengo nada en contra del bastardeo de géneros, y el de melodrama urbano con horror gótico en clave “millennial” no me arredraba; al contrario, contaba con asistir a una película, cuando menos, sugestiva. Qué ingenuidad la mía. Olivier Assayas, perpetrador del despropósito y otrora crítico de “Cahiers du Cinéma” —se me acaba de caer un mito, encima eso—, nos regala una ristra de inconexas estampas “boho chic”, apenas hiladas por una amalgama plomiza de fundidos a negro y conversaciones que se quieren lapidarias y no llegan ni a pretenciosas, quedándose en meros diálogos de oligofrénicos. A tal respecto, el intercambio matutino de impresiones entre la alegría de la huerta Kristen Stewart y el nuevo novio de su ex cuñada —casi me hago un lío yo también al formularlo, cosas de franceses— resulta de auténtica antología. En cuanto al elemento terrorífico, las casas encantadas y las sesiones de espiritismo, aun estando más vistas que el TBO, siguen ofreciendo posibilidades. De hecho, se trata de los escasos pasajes de “Personal Shopper” que funcionan. Porque el componente de “thriller" pasional aderezado de cuernos virtuales se ve venir desde bien pronto. Un pecado, el de la previsibilidad, imperdonable en cintas de su especie.
En fin, a “Personal Shopper” y, por extensión, a su envanecido "factotum" se los ha comparado con Hitchcock, Polanski y De Palma, nada menos. Lo cual, convendrán conmigo, se antoja un insulto a los tres maestros, pero sobre todo a la inteligencia de los (cada día más) sufridos espectadores.
De entrada, no tengo nada en contra del bastardeo de géneros, y el de melodrama urbano con horror gótico en clave “millennial” no me arredraba; al contrario, contaba con asistir a una película, cuando menos, sugestiva. Qué ingenuidad la mía. Olivier Assayas, perpetrador del despropósito y otrora crítico de “Cahiers du Cinéma” —se me acaba de caer un mito, encima eso—, nos regala una ristra de inconexas estampas “boho chic”, apenas hiladas por una amalgama plomiza de fundidos a negro y conversaciones que se quieren lapidarias y no llegan ni a pretenciosas, quedándose en meros diálogos de oligofrénicos. A tal respecto, el intercambio matutino de impresiones entre la alegría de la huerta Kristen Stewart y el nuevo novio de su ex cuñada —casi me hago un lío yo también al formularlo, cosas de franceses— resulta de auténtica antología. En cuanto al elemento terrorífico, las casas encantadas y las sesiones de espiritismo, aun estando más vistas que el TBO, siguen ofreciendo posibilidades. De hecho, se trata de los escasos pasajes de “Personal Shopper” que funcionan. Porque el componente de “thriller" pasional aderezado de cuernos virtuales se ve venir desde bien pronto. Un pecado, el de la previsibilidad, imperdonable en cintas de su especie.
En fin, a “Personal Shopper” y, por extensión, a su envanecido "factotum" se los ha comparado con Hitchcock, Polanski y De Palma, nada menos. Lo cual, convendrán conmigo, se antoja un insulto a los tres maestros, pero sobre todo a la inteligencia de los (cada día más) sufridos espectadores.
Miniserie

4,9
1.385
6
18 de mayo de 2020
18 de mayo de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me sorprende la mano de palos que le ha llovido a esta serie, tratándose de un honesto y desenfadado producto de entretenimiento que da lo que promete, lo cual no puede afirmarse de muchos de los que pueblan las parrillas de las tres o cuatro plataformas digitales mayoritarias. O sea, diversión a raudales y espíritu folletinesco, así como una saludable dosis de caspa y carcoma finiseculares.
Presumo que, si estuviera basada en un cómic —perdón, “novela gráfica”— de Alan Moore, seguramente más de uno de los que la han puesto a caer de un burro la consideraría poco menos que sublime. Porque abundan los puntos de contacto, tanto en lo argumental como en lo estético, con la estupenda “Desde el infierno” (“From Hell”, 2001); eso sí, despojados de la pacatería que, aún hoy, adorna a las producciones de Hollywood. También presenta rasgos netamente expresionistas, tales que sus mefistofélicos villanos, la desmedida pasión por las sesiones de espiritismo y la alegría con que los personajes se mesmerizan unos a otros. La recreación de las cloacas —literal y figuradamente— de la civilizadísima Viena “fin-de-siècle” con sus valses y arquitectura “Sezession”, la descarnada exhibición de las partes pudendas de aquel no tan idílico “Mundo de ayer” que evocara Stefan Zweig, resultan, en fin, una delicia bizarra.
Sólo cabe entender la despectiva acogida que lo anterior ha merecido al común de los críticos en un contexto de “desfreudización” —con perdón del palabro—, tras décadas, un siglo ya, de colonización de todos los ámbitos de la vida por parte de la teoría psicoanalítica, en sus múltiples vertientes. Con la furia del converso y el arrepentimiento del ex, nada de lo que huela a Freud se antoja ahora admisible, y ello a pesar de seguir aplicando sus categorías de manera inconsciente. ¿Ven? Yo mismo lo acabo de hacer. En el otro extremo del continuum “hater”-temporal encontramos a los “believers”, que todavía quedan, para quienes el retrato que se hace de su tótem —farlopero como Tony Montana y más salido que un adolescente— constituye un insulto imperdonable, diríase incluso digno de un duelo al amanecer. Ni unos ni otros han comprendido que todo es una gran broma nietzscheana, un sonoro bofetón a tanta tonta solemnidad.
Cierto que para encarnar al padre de la psicología moderna quizá hubiera convenido recurrir a un actor menos guapo y algo más competente que Robert Finster, alguien que trasluciera la inteligencia que se le supone a tamaña luminaria, y no semejante taco de madera cuyo mayor mérito parece circunscribirse a su buena percha. Por suerte, le da la réplica una turbadora Ella Rumpf, joven mezcla de Rachel Weisz y Eva Green que pone en liza todo ese nervio del que carece su insípida contraparte. De hecho, tanta es su entrega que en ella la personalidad disociada parece una posesión demoníaca, y no precisamente de perfil bajo: la moza anda la mitad de los capítulos hecha un abanto. Claro que, de lo expuesto puede colegirse que las medias tintas no van demasiado con los responsables de esta serie. Ni falta que les hace, de vez en cuando apetece comer picante, ¿no?
Presumo que, si estuviera basada en un cómic —perdón, “novela gráfica”— de Alan Moore, seguramente más de uno de los que la han puesto a caer de un burro la consideraría poco menos que sublime. Porque abundan los puntos de contacto, tanto en lo argumental como en lo estético, con la estupenda “Desde el infierno” (“From Hell”, 2001); eso sí, despojados de la pacatería que, aún hoy, adorna a las producciones de Hollywood. También presenta rasgos netamente expresionistas, tales que sus mefistofélicos villanos, la desmedida pasión por las sesiones de espiritismo y la alegría con que los personajes se mesmerizan unos a otros. La recreación de las cloacas —literal y figuradamente— de la civilizadísima Viena “fin-de-siècle” con sus valses y arquitectura “Sezession”, la descarnada exhibición de las partes pudendas de aquel no tan idílico “Mundo de ayer” que evocara Stefan Zweig, resultan, en fin, una delicia bizarra.
Sólo cabe entender la despectiva acogida que lo anterior ha merecido al común de los críticos en un contexto de “desfreudización” —con perdón del palabro—, tras décadas, un siglo ya, de colonización de todos los ámbitos de la vida por parte de la teoría psicoanalítica, en sus múltiples vertientes. Con la furia del converso y el arrepentimiento del ex, nada de lo que huela a Freud se antoja ahora admisible, y ello a pesar de seguir aplicando sus categorías de manera inconsciente. ¿Ven? Yo mismo lo acabo de hacer. En el otro extremo del continuum “hater”-temporal encontramos a los “believers”, que todavía quedan, para quienes el retrato que se hace de su tótem —farlopero como Tony Montana y más salido que un adolescente— constituye un insulto imperdonable, diríase incluso digno de un duelo al amanecer. Ni unos ni otros han comprendido que todo es una gran broma nietzscheana, un sonoro bofetón a tanta tonta solemnidad.
Cierto que para encarnar al padre de la psicología moderna quizá hubiera convenido recurrir a un actor menos guapo y algo más competente que Robert Finster, alguien que trasluciera la inteligencia que se le supone a tamaña luminaria, y no semejante taco de madera cuyo mayor mérito parece circunscribirse a su buena percha. Por suerte, le da la réplica una turbadora Ella Rumpf, joven mezcla de Rachel Weisz y Eva Green que pone en liza todo ese nervio del que carece su insípida contraparte. De hecho, tanta es su entrega que en ella la personalidad disociada parece una posesión demoníaca, y no precisamente de perfil bajo: la moza anda la mitad de los capítulos hecha un abanto. Claro que, de lo expuesto puede colegirse que las medias tintas no van demasiado con los responsables de esta serie. Ni falta que les hace, de vez en cuando apetece comer picante, ¿no?
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