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Críticas 1.746
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
7
18 de septiembre de 2008
22 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
Federico Fellini dirigió esta nostálgica comedia de ocaso, rescatando la aparcada carrera cinematográfica de su esposa, la genial Giulietta Masina, y relanzando a un maduro Marcello Mastroianni, antiguo icono y sex-symbol italiano.
Masina resurgió de un retiro de los platós y de los escenarios que había durado dieciséis años, y lo hizo con ese aire de irresistible dulzura y desparpajo que la había acompañado siempre, para actuar a las órdenes de su marido en la que sería su última colaboración conjunta.
Fellini, agudo observador de lo llano y de lo grotesco, y que podría definirse como una especie de Velázquez del cine, desnuda para el espectador la olla de grillos a la que se reducen nuestros tiempos locos. Mezcla sabiamente la melancolía de un ayer esplendoroso que intenta resucitar tras décadas de hibernación, y el frenesí de un hoy cacofónico, plural y extravagante. Muestra el furor con el que la televisión revoluciona, influye y trastoca a toda la sociedad, instituyéndose como el medio de comunicación de masas más difundido y absorbente del planeta, y sus llamativas y subliminales tácticas de sugestión psicológica que juegan con el subconsciente de la incauta, hechizada y adormecida audiencia.
Reuniendo a dos ex-bailarines de claqué que adquirieron gran fama en las décadas de los treinta y de los cuarenta imitando los números de baile de Ginger Rogers y Fred Astaire, Fellini traza un retrato que araña con zarpazos de melancolía y de añoranza de una época hermosa que se truncó por la ingratitud del desgaste y del transcurso del tiempo. Amelia y Pippo arrasaron sobre los escenarios y se separaron para no volver a reencontrarse hasta treinta años más tarde.
Y ahí se encuentran ahora, dos ancianos que acuden a la llamada de un hortera programa de variedades para interpretar su último baile juntos. Sin saber a ciencia cierta por qué están ahí, ni por qué demonios han accedido a meterse, aunque sea por un día, en la locura del mundillo de la televisión, saliendo brevemente de sus vidas corrientes.
En el fondo saben que lo hacen porque desean recobrar parte de la magia que resplandeció sobre el brillo del encerado escenario, y en las lentejuelas de los vestidos con que Amelia emulaba a una de las bailarinas de claqué más famosas de la historia.
Saben que lo hacen porque desean recobrar el fulgor que iluminaba unas miradas que relucían de juventud y de presagios.
Saben que lo hacen porque desean rescatar del baúl del olvido la época más feliz de sus existencias.
Incluso aunque tengan que pasar por mil incomodidades, soportar la barahúnda de un montón de gente de toda condición que habla a la vez y se mueve de un lado a otro entre cámaras y micrófonos, ser testigos de muchas escenas esperpénticas y contagiarse de la histeria que envuelve a la televisión. Preguntándose cómo han ido a parar a semejante gallinero impresentable y ansiando salir huyendo tanto como ansían volver a vibrar con el ritmo de unos pasos de baile que llevan en la sangre.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Dos ancianos confusos que portan sus recuerdos, vadeando por la marea heterogénea de la rabiosa, mareante, absurda, chocante y llamativa actualidad que gira a una velocidad desbocada.
Y en mitad de tanta locura, los ojos comprensivos y resignados de una mujer y de un hombre que no encajan en el maremágnum, y que cruzan una última mirada cargada de intensidad, mientras a su alrededor todo se convierte en polvo para dar paso a la luz que una vez brilló exclusivamente para ellos.
1 de agosto de 2008
22 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
Marcelo Piñeyro se basa en una novela para trazar la atormentada huida de una banda de ladrones que organizan el atraco a mano armada de un furgón que transporta una importante cantidad de dinero.
Piñeyro se adentra con bastante acierto en una trama con aire fatalista de film noir, en el que lo más interesante es el trazo complejo de los personajes. Sin otorgar gran prioridad a la acción (que cuando se despliega lo hace de lleno), el realizador concede mucha más importancia al perfil psicológico de los protagonistas y a sus relaciones interpersonales. El deambular de estas personas perdidas en el círculo vicioso de sus almas hundidas en el lodo, es un deambular cargado de peligro, de despropósitos, de sufrimiento y de progresiva autodestrucción. Mientras huyen para ocultarse de la policía, les vemos desvariar, danzar con el dolor y la culpa, jugar con la muerte, causar daño y hacérselo también a sí mismos. Ángel y Nene, "los mellizos", se aman y ese sentimiento es lo único hermoso y auténtico que existe en sus vidas podridas, pero en la huida Ángel oye a sus demonios personales que le alejan de su amor y que levantan una barrera que Nene no puede salvar. El Cuervo, por su parte, desea pasárselo a lo grande y se siente invadir por la locura del riesgo. Fontana, lúcido, enumera constantemente todas las amenazas que tienen encima e intenta hacer entrar en razón a sus díscolos compañeros.
Un amor poblado de tormento que, pese a ser muy intenso y cargado de erótica pasión, experimenta unos obstáculos que lo van destrozando. Unos personajes que escapan sin verdadero objetivo, extraviándose en un viaje amargo y salvaje, al borde del abismo. Un deterioro existencial inexorable persiguiendo riquezas que no proporcionan felicidad, buscando el riesgo y la perdición para tratar de olvidar las heridas de las almas.
Una reinvención del cine negro en su vertiente más áspera y psicológica, adornado de una fotografía de ambientes sombríos, oscuros y sórdidos, de una banda sonora nostálgica y triste con variados temas orquestales y melódicos y, ante todo, del poder de unos actores que ofrecen sus mejores registros.
15 de diciembre de 2007
22 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
Soy maestra de profesión, en la cual ejerzo desde hace varios años, y por lo tanto una película de esta temática me toca muy de cerca.
Yimou, ese gran artífice en el arte de representar en el celuloide la realidad de lo que acontece en los distintos sectores sociales de China, me deslumbra de nuevo (como ya lo ha hecho en otras ocasiones: "El camino a casa", "Vivir", "La linterna roja"...) con este drama sencillo y contundente.
Reflejando la situación en la que se hallan los medios rurales de China, la trama se desarrolla en una pobre aldea que posee una escuela muy vieja y ruinosa (como la mayoría de las escuelas rurales chinas). La aldea apenas cuenta con medios y recursos para mantener la escuela. Cuando empieza la historia que nos ocupa, el maestro tiene que ausentarse durante un mes y el alcalde le busca una sustituta, una jovencita de trece años. El maestro impone una condición para pagarle a su sustituta el mes de sueldo: cuando regrese, ningún niño debe haber abandonado la escuela. Propósito difícil. ¿Conseguirá la nueva e inexperta maestra implicarse lo suficiente como para lograr que su redil permanezca intacto?
Esta chica tendrá que desenvolverse en su nueva faceta de maestra y convivirá diariamente con los niños de la aldea, compartiendo su pobreza, imponiendo su autoridad y descubriendo algo que compensa por encima de toda penalidad: la satisfacción del trabajo en grupo, de formar parte de una pequeña comunidad integrada por muchas cabecitas pensantes que tienen mucho que aportar. Muy pronto, la joven maestra se da cuenta que su profesión es más dura y difícil de lo que parecía, y de que un maestro hace más que enseñar: se involucra, se transforma en el guía espiritual de un grupo que necesita de sus consejos y de su protección. Y ella posee el suficiente corazón y la suficiente testarudez para conseguir sus objetivos. Fiel a la palabra dada, no está dispuesta a permitir que ninguno de sus alumnos abandone la escuela por ningún motivo. Pero las cosas no son tan sencillas.
Y otro gran descubrimiento: no hay nada que enseñe mejor que la vida misma.
Cuando un día es informada de que uno de sus alumnos, el más díscolo, ha dejado la escuela, su terquedad y determinación entrarán en juego y comenzará a idear modos para ir a buscarlo y hacerle volver. En estos planes intervienen todos los alumnos y enseguida pasan de las lecciones rutinarias con poco sentido para ellos, a las verdaderas lecciones, las que son realmente necesarias para desenvolverse en el mundo exterior. Tendrán que planificar entre todos alguna estrategia para hacer volver al compañero perdido. Nada enseña mejor las nociones de cálculo, razonamiento y lógica que, por ejemplo, tener que calcular el precio de un billete de autobús o cuánto cobran los peones que trabajan en la fábrica de ladrillos de la aldea.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Contemplar ese trabajo en equipo, a todos esos pequeños ilusionados con la idea de ayudar a su compañero a regresar, y a esa jovencísima maestra dispuesta a todo por recuperar a su alumno, es sencillamente hermoso.
Por momentos los dilemas de la jovencita que emprende la búsqueda y tiene que aprender a desenvolverse en medios extraños y poco amigables, van aumentando nuestra tensión mientras vamos observando los grandes contrastes entre las formas de vida de las gentes, el ajetreo de la ciudad, los transeúntes indiferentes, la gran carencia de algo tan elemental como es la compasión, el tender una mano hacia niños desprotegidos y desamparados... ¿Podrá la perseverancia de una insignificante maestra rural conmover la conciencia de alguien en medio de tantos corazones duros?
Yimou ofrece una soberbia lección y una denuncia que se extiende a tantísimos niños a los que se les roba la oportunidad de recibir una educación; que se extiende a todos los gobiernos que no hacen lo bastante para proteger a la infancia.
25 de noviembre de 2014
21 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Por qué se celebran los funerales? Obviamente la persona fallecida no se va a enterar de nada y lo que hagan con su cuerpo ya le dará lo mismo. Se trata más bien de un acto de despedida en el que los vivos dicen adiós a quien se marcha, sobre todo los que tenían vínculos sentimentales con él o ella. El resto de los que acuden lo hacen por ser conocidos de la familia y por respeto hacia su dolor. Yo he ido a funerales en los que no conocía al fallecido o no llegué a tratarlo nunca, pero lo he hecho por consideración hacia alguien para quien esa persona era importante. Nunca sé qué decir en esos casos así que opto por un escueto "lo siento mucho", los besos en las mejillas y un pequeño apretón consolador en el hombro. Y me aparto rápidamente para dejar a los deudos tranquilos con su pena. No me gusta inmiscuirme en plan voyeur en el dolor ajeno, me parece que estoy invadiendo un espacio que no me corresponde. La tristeza es privativa de cada uno. Como escribía Tolstoi al comienzo de "Anna Karenina", todas las familias felices se parecen, pero las desdichadas lo son cada una a su manera.
Es muy triste que nadie acuda a un funeral. Yo estoy acostumbrada a que el tanatorio se llene hasta desbordarse de parientes, amigos, vecinos y conocidos, y a que durante todas las horas de espera haya alguien velando hasta el entierro o la incineración.
Si hasta los hombres primitivos realizaban rituales funerarios desde que eran poco más que primates, eso da la medida de la suma importancia que para todas las civilizaciones ha tenido el tránsito hacia la muerte.
Excepto, probablemente, para la nuestra. La indiferencia general hacia todo lo que suponga actos de fe (y que además conlleven soltar pasta, porque hoy día incluso morirse cuesta caro), y el egoísmo colectivo de la gente que va a lo suyo sin preocuparse siquiera de lo que ocurre en casa del vecino, hacen que un número elevado de personas (imagino que ante todo en las grandes ciudades) se marchen completamente solas de este mundo, sin nadie que les llore ni que acuda a llevarles flores a sus tumbas.
Sí, es muy triste. Porque hasta unas cuantas especies animales lamentan la pérdida de sus congéneres. Y nosotros, que se supone que estamos más evolucionados, ¿cómo podemos dejar que alguien se muera solo como un perro? Y no hablo de personas que hayan sido malvadas, esos monstruos que lo único que se merecen es el desprecio universal. Hablo de muchos, como cualquier hijo de vecino que, por unas u otras circunstancias, acaban atrapados en una soledad de la que no saben o no pueden salir.
John May es un funcionario atípico en estos tiempos de desidia. Dedica prácticamente su vida entera a investigar sobre fallecidos de su distrito a los que nadie reclama. Busca datos, fotos, objetos personales, cartas, lo que sea que los vincule con su pasado, con personas a las que amaron. En cuanto halla conexiones, llama por teléfono, viaja de acá para allá, trata de convencer a los reticentes familiares o antiguos amigos para que vayan al funeral. La mayoría se niega y entonces el abnegado funcionario acaba siendo el único asistente, junto con el sacerdote u oficiante, del acto, que es llevado a cabo con la misma dignidad y solemnidad que si la sala estuviese llena.
John May, ese hombrecillo que parece una sombra apacible y dulce, rinde a todos, fueran quienes fuesen, un homenaje tan sincero que conmueve hasta la lagrimilla. Realmente adora su trabajo, un oficio aparentemente nada grato que lleva veintidós años ejerciendo. Y cuando te das cuenta de por qué lo adora, es cuando le tomas afecto y lo admiras.
Lo adora porque es un acto de fe. Y él cree en esas cosas.
Cree que los que se van no son simples muertos, simples cadáveres engorrosos. Los ve siempre, siempre, como a los seres humanos que fueron. Tal vez incluso llega a conocerlos mejor de lo que los ha conocido nadie más mientras vivían. Tiene un pequeño don para descubrir detalles hermosos.
Como, por ejemplo, que Billy Stoke amaba a una hijita cuyo álbum de fotos conservaba en su destartalado apartamento.
Y el bueno de John May, que dedica también sus horas libres a acompañarlos, es feliz rodeado de sus queridos fantasmas, y no se rinde jamás al desencanto. Un héroe anónimo y discreto que glorifica una profesión, y una vocación, que cae víctima, como otros valores, de la codicia, los recortes, la deshumanización.
Tal vez cuando nos llega la hora nos da igual o ni siquiera nos damos cuenta, y muchos considerarán que es una tontería, pero sería precioso que un John May estuviera ahí diciéndonos adiós no porque se lo imponga su trabajo, no por rutina ni por dinero, sino porque realmente hace el esfuerzo por vernos como éramos, y nos tiende una mano amiga como acto de fe y de amor.
Con la bondad de pensar en que (y quizás casi está convencido de ello), si la muerte es un tránsito, tal vez el que se va se sentirá mejor en su camino hacia el otro lado si sabe que le están acompañando en el viaje.
12 de marzo de 2014
21 de 23 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con el sello inconfundible del cine indie, alejado de las pautas de Hollywood, este drama romántico es una bofetada porque retrata estupendamente una relación en crisis. La magia se ha perdido y Cindy ya no soporta a Dean. Con el paso de los años, no demasiados, apenas unos siete, la rutina ha acabado con las cosquillas del estómago y con la dulce condescendencia que lo mostraban a sus ojos como su príncipe azul. Ahora sólo ve a un extraño que fuma sin parar, bebe algo más de lo que debería, está perdiendo el pelo y por lo que sea ya no le gusta que la toque. Ya no le apetece reírse con sus bromas, no tiene paciencia con aquellas pequeñas cosas que antes la hacían sonreír embobada. Le provoca tedio encontrárselo en casa al volver del trabajo y lo único que desea es enfrascarse en cualquier tarea y ocuparse de su encantadora hija, Frankie, para esquivarlo a él.
No sabe a ciencia cierta a qué se debe el cambio, como no sea el desgaste diario. Dean sigue siendo divertido, tierno, cariñoso y es un padre devoto. Tal vez haya sido que ella ha envejecido por dentro mientras que él en muchos aspectos sigue comportándose como un adolescente. Tal vez en parte que a Cindy la ha vencido el estrés de compaginar casa y trabajo, que ya la vida no es hacer el tonto y ponerse a cantar bobadas y a bailar en medio de la calle como antes.
Intercalando imágenes del presente con secuencias del pasado, se advierte la diferencia, tanto física como en actitud, de la pareja. La chica que llevaba el pelo suelto y se ponía ropa de muchacha ahora se recoge el cabello y cuando no lleva el uniforme de enfermera lleva la ropa corriente de una adulta joven pero que ya piensa más en la comodidad que en la coquetería. El chico presumido que se peinaba el rubio cabello y vestía con el estilo tirando a rebelde típico de los muchachos, en la actualidad tiene grandes entradas en la frente y casi siempre va en camiseta interior. Pero es sobre todo significativa la diferencia de actitud a la que aludí anteriormente, mucho más evidente en ella que en él. Dean comenta con sus compañeros de trabajo que "los hombres somos más románticos, porque cuando nos fijamos en una mujer no nos importa nada más, en qué trabaja, qué sueldo gana, cómo se viste o todos esos detalles en los que las mujeres sí se fijan. A la hora de escoger, tienen muy en cuenta si el hombre puede proveer y proteger a su familia." Vamos, que ellas son más prácticas. Y sí, creo que Dean tiene bastante razón, pienso que al menos en un buen porcentaje de los casos es así. Y aquí creo que hay un punto clave del desamor de esta pareja: Dean está más tiempo parado que trabajando, no se cuida y, la verdad sea dicha, conoció a Cindy en unas circunstancias duras, y puede que ella se agarrara a él como una tabla de salvación en una etapa crítica. Una vez pasada esa etapa, el amor de él sigue igual, mientras que el de ella ha sufrido un batacazo drástico.
También hay que tener en cuenta que como las mujeres suelen sentir mucho más sobre sí la carga de todo lo que hay que llevar adelante en una familia y una casa (digo que suelen, no que siempre sea así), eso es probablemente lo que a muchas las hace madurar o evolucionar de un modo en que muchos de ellos no lo hacen o lo hacen menos. Y así, los que antes caminaban juntos y en sintonía ahora emiten en frecuencias de onda distintas y han dejado de entenderse.
Michelle Williams se mete de tal modo en el papel que parece que han pasado un millón de años entre la ilusionada etapa de noviazgo de Cindy con Dean y el agobiante momento actual, en el que se palpa la asfixia de sentirse atrapada en una relación que se ha vuelto vacía.
Ryan Gosling es el otro extraordinario polo de este imán roto, que no concibe la ruptura y esforzándose en hacer algo que haga que ella dé marcha atrás. Lo que pasa es que Cindy se ha blindado contra sus salidas ingeniosas y su sentido del humor, y Dean lo va a tener realmente difícil.
Ni las relaciones más bonitas tienen nada asegurado.
El "sí quiero" pronunciado aquel día lejano con lágrimas en los ojos puede llegar a pesar después como una piedra.
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