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7,7
98.873
7
26 de abril de 2021
26 de abril de 2021
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tengo un recuerdo bastante vívido de un joven y nervioso Alejandro Amenábar protagonizando, o más bien monopolizando, la ceremonia de entrega de los Premios Goya de 1997. Con su opera prima, un tímido estudiante de Comunicación Audiovisual miraba a los ojos de la todopoderosa industria americana, borraba de un plumazo los complejos que atenazaban —y, en general, siguen haciéndolo— a nuestro cine, y ponía de acuerdo a público y crítica, convirtiéndose en el niño mimado de ésta hasta hace no mucho, cuando, en ejercicio de un rencor asimismo característico de la idiosincrasia patria, le retirara su favor por siempre jamás.
Una de las películas que más veces vi durante mi adolescencia —contaba 13 añitos cuando se estrenó— cumple un cuarto de siglo, razón de más para revisitarla tras una década, o década y media, de olvido; aunque yo, a diferencia de tanto plumilla resentido, nunca le perdí la fe —ni el respeto— a su director. Mi sensación, con la perspectiva que da el tiempo—no me atrevo a aventurar si buena o mala—, es que “Tesis” constituye una mezcla improbable de Polanski y “Al salir de clase” (1997-2001), plagada además de referencias cinéfilas: de “Mi Idaho Privado” (“My Own Private Idaho”, 1991) a “La noche del cazador” (“The Night of the Hunter”, 1955), pasando por “Vidas cruzadas” (“Short Cuts”, 1993), “Holocausto Caníbal” (“Cannibal Holocaust”, 1980) y “El tercer hombre” (“The Third Man”, 1949).
Sorprendentemente, tan peculiar cóctel funciona como un reloj de alta precisión; de hecho, a día de hoy no ha perdido un ápice de frescura, seña de identidad que distingue a los clásicos. Al contrario, la comparación con los bodrios tremendistas a los que actualmente se coloca la etiqueta de obra maestra no hace sino multiplicar el valor de esta cinta. El guion, escrito a cuatro manos entre Amenábar y su amigo, el después también director Mateo Gil, se muestra especialmente hábil a la hora de disimular los “macguffins” que salpican la trama, haciéndola avanzar con (anti) natural fluidez, de tal modo que las dos horas de metraje se pasan en un suspiro, para deleite de un espectador que, aun a sabiendas de que se le ha tomado el pelo del derecho y del revés, no tiene en ningún momento la sensación de haber sido tratado como un imbécil.
En el apartado interpretativo, asistimos al debut de Eduardo Noriega —si bien, tenía una breve aparición anterior en “Historias del Kronen” (1994)—, guapo oficial del cine español durante varios lustros y pésimo actor. No obstante, la turbia piel en que aquí se mete le sienta indudablemente bien. Ana Torrent siempre me resultó una protagonista un tanto fría, percepción que me ha vuelto a acompañar. En cuanto a Fele Martínez, a mi juicio, el más dotado del joven terceto, su excéntrico personaje se erige en el alma de la fiesta, revelación incontestable y merecidamente galardonada con el Goya.
Una de las películas que más veces vi durante mi adolescencia —contaba 13 añitos cuando se estrenó— cumple un cuarto de siglo, razón de más para revisitarla tras una década, o década y media, de olvido; aunque yo, a diferencia de tanto plumilla resentido, nunca le perdí la fe —ni el respeto— a su director. Mi sensación, con la perspectiva que da el tiempo—no me atrevo a aventurar si buena o mala—, es que “Tesis” constituye una mezcla improbable de Polanski y “Al salir de clase” (1997-2001), plagada además de referencias cinéfilas: de “Mi Idaho Privado” (“My Own Private Idaho”, 1991) a “La noche del cazador” (“The Night of the Hunter”, 1955), pasando por “Vidas cruzadas” (“Short Cuts”, 1993), “Holocausto Caníbal” (“Cannibal Holocaust”, 1980) y “El tercer hombre” (“The Third Man”, 1949).
Sorprendentemente, tan peculiar cóctel funciona como un reloj de alta precisión; de hecho, a día de hoy no ha perdido un ápice de frescura, seña de identidad que distingue a los clásicos. Al contrario, la comparación con los bodrios tremendistas a los que actualmente se coloca la etiqueta de obra maestra no hace sino multiplicar el valor de esta cinta. El guion, escrito a cuatro manos entre Amenábar y su amigo, el después también director Mateo Gil, se muestra especialmente hábil a la hora de disimular los “macguffins” que salpican la trama, haciéndola avanzar con (anti) natural fluidez, de tal modo que las dos horas de metraje se pasan en un suspiro, para deleite de un espectador que, aun a sabiendas de que se le ha tomado el pelo del derecho y del revés, no tiene en ningún momento la sensación de haber sido tratado como un imbécil.
En el apartado interpretativo, asistimos al debut de Eduardo Noriega —si bien, tenía una breve aparición anterior en “Historias del Kronen” (1994)—, guapo oficial del cine español durante varios lustros y pésimo actor. No obstante, la turbia piel en que aquí se mete le sienta indudablemente bien. Ana Torrent siempre me resultó una protagonista un tanto fría, percepción que me ha vuelto a acompañar. En cuanto a Fele Martínez, a mi juicio, el más dotado del joven terceto, su excéntrico personaje se erige en el alma de la fiesta, revelación incontestable y merecidamente galardonada con el Goya.

5,7
22.146
5
7 de marzo de 2021
7 de marzo de 2021
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Correcto terror postapocalíptico, lo cual, habida cuenta del estado del subgénero, no es poco decir. Cabe añadir que, estrenada a finales de 2018, la coyuntura pandémica en que llevamos sumidos más de un año también juega morbosamente a su favor.
“A ciegas” no destaca por su originalidad, ni mucho menos. Mezcla de la infravalorada “El incidente” (“The Happening”, 2008) y la sobredimensionada “La carretera” (“The Road”, 2009), carece del talento de Night Shyamalan para la creación de atmósferas sofocantes y de la prestancia de un Viggo Mortensen en el papel principal, esto último sin desmerecer uno de los escasos trabajos dignos de reseña en la insufrible carrera de Sandra Bullock. Ni siquiera el aditamento de la privación sensorial resulta particularmente novedoso, pues ya constituía el eje argumental de la prescindible “Un lugar tranquilo” (“A Quiet Place”, 2018).
“A ciegas” presenta un arranque eficaz, pese a su convencionalismo. Le sigue un desarrollo brioso, con la estimulante estructura en dos planos temporales entrelazados, sin duda lo mejor de la película, donde se plasman un puñado de pasajes ciertamente escalofriantes. Lástima de ese desenlace precipitado y optimista en exceso, como si no quisieran herirse más sensibilidades de las recomendables —producida por Netflix, ninguna—. Un cierre de todo punto ajeno al tono sombrío que venía presidiendo la historia y que, de hecho, difiere del de la novela que adapta. No obstante, se trata de una cinta indiscutiblemente entretenida y que da lo que promete, ejercicio de honestidad bastante desacostumbrado de un tiempo a esta parte.
En cuanto al reparto, insisto en el notable trabajo entregado por su protagonista, así como en el de John Malkovich, un profesional de la cabeza a los pies que lo mismo te rueda una marcianada de Spike Jonze, que te aparece en la última de “Transformers”. Y no hay secuencia a la que no le suba la tensión, con ese ademán suyo a medio camino entre el cinismo extremo y la psicopatía homicida.
“A ciegas” no destaca por su originalidad, ni mucho menos. Mezcla de la infravalorada “El incidente” (“The Happening”, 2008) y la sobredimensionada “La carretera” (“The Road”, 2009), carece del talento de Night Shyamalan para la creación de atmósferas sofocantes y de la prestancia de un Viggo Mortensen en el papel principal, esto último sin desmerecer uno de los escasos trabajos dignos de reseña en la insufrible carrera de Sandra Bullock. Ni siquiera el aditamento de la privación sensorial resulta particularmente novedoso, pues ya constituía el eje argumental de la prescindible “Un lugar tranquilo” (“A Quiet Place”, 2018).
“A ciegas” presenta un arranque eficaz, pese a su convencionalismo. Le sigue un desarrollo brioso, con la estimulante estructura en dos planos temporales entrelazados, sin duda lo mejor de la película, donde se plasman un puñado de pasajes ciertamente escalofriantes. Lástima de ese desenlace precipitado y optimista en exceso, como si no quisieran herirse más sensibilidades de las recomendables —producida por Netflix, ninguna—. Un cierre de todo punto ajeno al tono sombrío que venía presidiendo la historia y que, de hecho, difiere del de la novela que adapta. No obstante, se trata de una cinta indiscutiblemente entretenida y que da lo que promete, ejercicio de honestidad bastante desacostumbrado de un tiempo a esta parte.
En cuanto al reparto, insisto en el notable trabajo entregado por su protagonista, así como en el de John Malkovich, un profesional de la cabeza a los pies que lo mismo te rueda una marcianada de Spike Jonze, que te aparece en la última de “Transformers”. Y no hay secuencia a la que no le suba la tensión, con ese ademán suyo a medio camino entre el cinismo extremo y la psicopatía homicida.

5,4
12.743
4
22 de enero de 2021
22 de enero de 2021
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
El oropel visual de un puñado de escenas —o ni siquiera; media docena de secuencias, si acaso— no enmascara el convencionalismo y la previsibilidad de una historia que ya hemos visto en numerosas ocasiones, con más éxito —“El cubo” (“Cube”, 1997), “La casa del terror” (“Haunt”, 2019)—, o menos —“La habitación de Fermat” (ídem, 2007), “La cabaña en el bosque” (“The Cabin in the Woods”, 2012)—.
Así, pese a su brioso arranque “in medias res”, cualquier espectador moderadamente avezado —o sea, que no esté en coma—, puede intuir desde bien pronto por dónde van a ir los tiros, y los achicharramientos e hipotermias y mamporros y despeñamientos, entre otras prácticas brutalizadoras, tampoco ningún prodigio de originalidad. La absoluta incapacidad de sorpresa es un pecado capital, especialmente en películas de su pelaje.
Los personajes constituyen un variopinto ramillete de estereotipos con patas. El reparto, eso sí, manifiesta un escrupuloso respeto por la diversidad étnica. O quizá no tanto: echo de menos el cromo latino y el samoano. Posiblemente los reserven para esa segunda parte anunciada a bombo y platillo en el bochornoso desenlace y que, al parecer, ya está en el horno. La crueldad de algunos presuntos cineastas no se agota en las sevicias sufridas por sus protagonistas, sino que también alcanza a los espectadores.
En cuanto a los diálogos, diríanse escritos por el mismo oligofrénico que hace las veces de “Game Master” —cuesta encontrar un villano más incompetente en la historia del audiovisual, tal vez el Coyote, o Pierre Nodoyuna—, si no fuera porque seguramente éste es capaz de discursos mejor articulados que el florilegio de clichés balbuceados por esa sórdida pandilla, alegre muchachada ni uno solo de cuyos integrantes debió dedicarse jamás a la interpretación. No se les avisó a tiempo. Lo verdaderamente grave es que a nosotros tampoco.
Así, pese a su brioso arranque “in medias res”, cualquier espectador moderadamente avezado —o sea, que no esté en coma—, puede intuir desde bien pronto por dónde van a ir los tiros, y los achicharramientos e hipotermias y mamporros y despeñamientos, entre otras prácticas brutalizadoras, tampoco ningún prodigio de originalidad. La absoluta incapacidad de sorpresa es un pecado capital, especialmente en películas de su pelaje.
Los personajes constituyen un variopinto ramillete de estereotipos con patas. El reparto, eso sí, manifiesta un escrupuloso respeto por la diversidad étnica. O quizá no tanto: echo de menos el cromo latino y el samoano. Posiblemente los reserven para esa segunda parte anunciada a bombo y platillo en el bochornoso desenlace y que, al parecer, ya está en el horno. La crueldad de algunos presuntos cineastas no se agota en las sevicias sufridas por sus protagonistas, sino que también alcanza a los espectadores.
En cuanto a los diálogos, diríanse escritos por el mismo oligofrénico que hace las veces de “Game Master” —cuesta encontrar un villano más incompetente en la historia del audiovisual, tal vez el Coyote, o Pierre Nodoyuna—, si no fuera porque seguramente éste es capaz de discursos mejor articulados que el florilegio de clichés balbuceados por esa sórdida pandilla, alegre muchachada ni uno solo de cuyos integrantes debió dedicarse jamás a la interpretación. No se les avisó a tiempo. Lo verdaderamente grave es que a nosotros tampoco.

6,6
107.417
7
8 de diciembre de 2020
8 de diciembre de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Algunos de mis recuerdos más antiguos y vívidos me sitúan en casa de mis abuelos, durante las gélidas y brumosas nochebuenas en un pueblo zamorano a orillas del Duero, tan pintoresco como poco invitador a realizar actividades al aire libre. Probablemente por eso mismo, la mayoría de aquéllos consisten en el visionado de películas por TV y del extinto —en mala hora— Torneo de Navidad de baloncesto.
Una de las cintas que más me impactó por entonces, a los seis u ocho años, fue esta “Gremlins”, al menos hasta que me mandaron a la cama antes del desenlace. Tres décadas después, sin nadie que me deje sin saber cómo acaban las aventuras del adorable Gizmo y su némesis “Stripe”, y atacado de la fiebre nostálgica a que tan proclives nos vuelven las fechas que se avecinan, he decidido volver a verla. Lo primero que he de decir es que, contra lo que me temía, “Gremlins” no sólo ha envejecido extraordinariamente, sino que las sensaciones que me despertara cuando niño permanecen incólumes.
Hay una constante que vengo observando desde que una industria audiovisual bastante ayuna de creatividad empezó a hinchar la burbuja del “revival”: sus referentes de antaño atesoran una calidad y, sobre todo, una honestidad a años luz de las calculadísimas e insípidas reelaboraciones de hogaño. Incluso las marionetas y la “stop motion” se antojan preferibles a las sofisterías técnicas contemporáneas. Spielberg en la producción, Columbus en el guion y Dante en la dirección dejan en mantillas a cuantos J.J. Abrams, hermanos Duffer y demás manieristas de mal vivir se quieran.
“Gremlins” es una comedia de terror, género bastardo en boga durante los ochenta y que hoy, por culpa de la pandemia de corrección política que a todos amordaza —y muy especialmente a los creadores—, ha desaparecido del mapa. En consecuencia, se trata de una película divertidísima, donde con cadencia indesmayable se alternan escenas de acción y secuencias de una hilaridad “destroyer” inimaginables —insisto— en las pacatas producciones de nuestros días. Las de las repugnantes criaturas fumando y poniéndose hasta el culo, flipando con “Blancanieves” o (des) entonando villancicos con sus voces cacofónicas constituyen estampas gloriosas, tanto o más navideñas ya que la lotería, el discurso del Rey o el epílogo de “Qué bello es vivir” (“It´s a Wonderful Life”, 1946).
Una de las cintas que más me impactó por entonces, a los seis u ocho años, fue esta “Gremlins”, al menos hasta que me mandaron a la cama antes del desenlace. Tres décadas después, sin nadie que me deje sin saber cómo acaban las aventuras del adorable Gizmo y su némesis “Stripe”, y atacado de la fiebre nostálgica a que tan proclives nos vuelven las fechas que se avecinan, he decidido volver a verla. Lo primero que he de decir es que, contra lo que me temía, “Gremlins” no sólo ha envejecido extraordinariamente, sino que las sensaciones que me despertara cuando niño permanecen incólumes.
Hay una constante que vengo observando desde que una industria audiovisual bastante ayuna de creatividad empezó a hinchar la burbuja del “revival”: sus referentes de antaño atesoran una calidad y, sobre todo, una honestidad a años luz de las calculadísimas e insípidas reelaboraciones de hogaño. Incluso las marionetas y la “stop motion” se antojan preferibles a las sofisterías técnicas contemporáneas. Spielberg en la producción, Columbus en el guion y Dante en la dirección dejan en mantillas a cuantos J.J. Abrams, hermanos Duffer y demás manieristas de mal vivir se quieran.
“Gremlins” es una comedia de terror, género bastardo en boga durante los ochenta y que hoy, por culpa de la pandemia de corrección política que a todos amordaza —y muy especialmente a los creadores—, ha desaparecido del mapa. En consecuencia, se trata de una película divertidísima, donde con cadencia indesmayable se alternan escenas de acción y secuencias de una hilaridad “destroyer” inimaginables —insisto— en las pacatas producciones de nuestros días. Las de las repugnantes criaturas fumando y poniéndose hasta el culo, flipando con “Blancanieves” o (des) entonando villancicos con sus voces cacofónicas constituyen estampas gloriosas, tanto o más navideñas ya que la lotería, el discurso del Rey o el epílogo de “Qué bello es vivir” (“It´s a Wonderful Life”, 1946).

7,4
2.000
8
8 de noviembre de 2020
8 de noviembre de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Marcel Carné nos regala con “El muelle de las brumas” una historia de perdedores hermosísima y desoladora a un tiempo, e inscrita de lleno en el realismo poético francés, corriente cinematográfica dominante en el país vecino durante los años previos a la II Guerra Mundial, de filiación vanguardista —expresionismo alemán, surrealismo— y notable influencia posterior —“noir” americano, “nouvelle vague”—.
A partir de un argumento mínimo —un desertor del ejército colonial espera para embarcarse en un carguero que lo llevará a Venezuela—, Carné pinta un extraordinario retrato del alma humana, con sus luces y sus sombras, más abundantes las segundas. Como es norma en el realismo poético —heredada, seguramente, del naturalismo de Émile Zola—, sus modelos proceden de los estratos más bajos de la sociedad: prostitutas, proxenetas, huérfanos, matones de tres al cuarto, borrachos, perros callejeros y demás parias de la tierra.
La película alterna escenas de estudio y otras en exteriores, con luz natural y localizaciones reales. Es en estas donde la fotografía, a cargo de Eugen Schüfftan, alcanza sus más altas cotas de doliente expresividad, merced a la niebla del título y el efecto evocador que produce al tamizar el de por sí precario alumbrado nocturno, así como el contraste de dichos pasajes con el cegador brillo matutino en las dársenas de El Havre, excesivo incluso para la lente de la cámara.
Los diálogos, firmados por el poeta surrealista Jacques Prévert, revisten la exigua trama de un aliento lírico que conjuga cinismo y tragedia en perfecta armonía, y que a su vez se encarnan en el irrepetible Jean Gabin, gran estrella del cine francés antes y después de la Guerra, héroe condecorado él mismo, cuyo ademán duro, pero atravesado de piedad proletaria, constituye un ejemplo ilustrativo de aquel “pathos” subyacente. El peculiar score compuesto por Maurice Jaubert, otro habitual del realismo poético y al que la guerra se llevó por delante a los 40 años, no hace sino ahondar en todo lo anterior.
A partir de un argumento mínimo —un desertor del ejército colonial espera para embarcarse en un carguero que lo llevará a Venezuela—, Carné pinta un extraordinario retrato del alma humana, con sus luces y sus sombras, más abundantes las segundas. Como es norma en el realismo poético —heredada, seguramente, del naturalismo de Émile Zola—, sus modelos proceden de los estratos más bajos de la sociedad: prostitutas, proxenetas, huérfanos, matones de tres al cuarto, borrachos, perros callejeros y demás parias de la tierra.
La película alterna escenas de estudio y otras en exteriores, con luz natural y localizaciones reales. Es en estas donde la fotografía, a cargo de Eugen Schüfftan, alcanza sus más altas cotas de doliente expresividad, merced a la niebla del título y el efecto evocador que produce al tamizar el de por sí precario alumbrado nocturno, así como el contraste de dichos pasajes con el cegador brillo matutino en las dársenas de El Havre, excesivo incluso para la lente de la cámara.
Los diálogos, firmados por el poeta surrealista Jacques Prévert, revisten la exigua trama de un aliento lírico que conjuga cinismo y tragedia en perfecta armonía, y que a su vez se encarnan en el irrepetible Jean Gabin, gran estrella del cine francés antes y después de la Guerra, héroe condecorado él mismo, cuyo ademán duro, pero atravesado de piedad proletaria, constituye un ejemplo ilustrativo de aquel “pathos” subyacente. El peculiar score compuesto por Maurice Jaubert, otro habitual del realismo poético y al que la guerra se llevó por delante a los 40 años, no hace sino ahondar en todo lo anterior.
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