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Críticas ordenadas por utilidad
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7,0
917
9
15 de abril de 2010
15 de abril de 2010
11 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
La obra abierta, o la forma abierta, son características de la hipermodernidad (o modernidad líquida, del cristal y la espuma). Apertura que va ligada a una forma de expresión: abrir es hacer posible, no el decir, sino el ver. Pues, la actitud adecuada sería cerrar los ojos, apretar los dientes y multiplicar 5 por 5, pero esa es una actitud comprometida con la historia, dialéctica con el devenir. Y el compromiso no es axiomático, llevando la contraria a algún francés.
El cine-verdad tiene su origen en Vertov, y consiste en un plegarse a la realidad y negarse a la representación. Su continuidad aparece en el realismo cinematográfico –la verdad en el cine- y en el género documental –el cine de la verdad, de la realidad-. Si bien estas categorías están obsoletas, nos sirven para dilucidar un tipo de imagen que es la que nos interesa: la imagen-arrebato y el cine-memoria o el cine-casa.
Cine-memoria: el uso protésico del cinematógrafo como dispositivo de rememoración o también invención del origen. El cine-verdad quiere captar siempre un presente que aparece como Lo Real Imposible y Evanescente. Este presente es luego la verdad del pasado. Sin embargo, lo que hace Naomi es intentar recuperar el pasado desde el presente, movimiento justamente inverso al del documental de registro, y que aparece como un gesto desesperado y errátil empero necesario: el acto loco de arriesgar lo imposible, de inventar al padre desaparecido. (O de aplastarle con el plano (ver "Embracing")).
La única forma para aprehender lo Real-Imposible es dejar que este aparezca. Así, en el contexto de la ausencia y la desaparición, a la mirada sin objeto sólo le resta la esperación (antítesis figurada de la desesperación). Sólo una gramática abandonada puede captar tal cosa: el plano secuencia. Forma cinematográfica del realismo, el plano secuencia sin cortes es “un poco de tiempo en estado puro”, y también un efecto de desencuadre visible y constante que arrampla con la estética del marco: estética cuadriculada que aparece en la pintura y la literatura, además de en el cine. Algún otro francés ya preguntaba: ¿por qué Gutenberg no hizo su imprenta con forma de círculo?
Cine-casa: las imágenes de la secuencia de “Shara” bailan ante nuestro ojos, con un naturalismo grávido de vida. Cine-doméstico o home movie, la forma del cine-casa repite la asimilación cámara-ojo: la cámara es Naomi, y el vaivén, la producción del desencuadre, es su propia respiración. Estamos ante la segunda revolución individualista de los fenomenólogos y sociólogos llevada al cine (una mezcla del imaginario interior de Bachelard y del exterior de Lipovetsky).
(sigue en spoiler)
El cine-verdad tiene su origen en Vertov, y consiste en un plegarse a la realidad y negarse a la representación. Su continuidad aparece en el realismo cinematográfico –la verdad en el cine- y en el género documental –el cine de la verdad, de la realidad-. Si bien estas categorías están obsoletas, nos sirven para dilucidar un tipo de imagen que es la que nos interesa: la imagen-arrebato y el cine-memoria o el cine-casa.
Cine-memoria: el uso protésico del cinematógrafo como dispositivo de rememoración o también invención del origen. El cine-verdad quiere captar siempre un presente que aparece como Lo Real Imposible y Evanescente. Este presente es luego la verdad del pasado. Sin embargo, lo que hace Naomi es intentar recuperar el pasado desde el presente, movimiento justamente inverso al del documental de registro, y que aparece como un gesto desesperado y errátil empero necesario: el acto loco de arriesgar lo imposible, de inventar al padre desaparecido. (O de aplastarle con el plano (ver "Embracing")).
La única forma para aprehender lo Real-Imposible es dejar que este aparezca. Así, en el contexto de la ausencia y la desaparición, a la mirada sin objeto sólo le resta la esperación (antítesis figurada de la desesperación). Sólo una gramática abandonada puede captar tal cosa: el plano secuencia. Forma cinematográfica del realismo, el plano secuencia sin cortes es “un poco de tiempo en estado puro”, y también un efecto de desencuadre visible y constante que arrampla con la estética del marco: estética cuadriculada que aparece en la pintura y la literatura, además de en el cine. Algún otro francés ya preguntaba: ¿por qué Gutenberg no hizo su imprenta con forma de círculo?
Cine-casa: las imágenes de la secuencia de “Shara” bailan ante nuestro ojos, con un naturalismo grávido de vida. Cine-doméstico o home movie, la forma del cine-casa repite la asimilación cámara-ojo: la cámara es Naomi, y el vaivén, la producción del desencuadre, es su propia respiración. Estamos ante la segunda revolución individualista de los fenomenólogos y sociólogos llevada al cine (una mezcla del imaginario interior de Bachelard y del exterior de Lipovetsky).
(sigue en spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Cine-casa, territorio habitable que no es el de la historia del cine (como en Godard o Tarantino), sino el de la imagen-casa: la habitación del propio imaginario, cenit del subjetivismo y de la supervivencia última. “El paraíso ha sido recuperado por el cine”, dice un lituano, también un hiponemata (para saber lo que es, preguntar al actual Ministro de Educación o mirar infra *) como Kawase, Marker, Van der Keuken o Will More, auto-escritores de sí mismos, productores de imágenes-vida, de recuerdos, arrebatos y prótesis.
Más allá de la naturaleza muerta o el paisaje vacío de la modernidad, el plano secuencia íntimo es una loa a la imperfección, a la deriva, y una ventana abierta a lo imposible: lo real (el debate por el realismo, por la verdad, queda negativamente clausurado: no hay solución al enigma). Su forma de expresión es el balbuceo, ulterior a la pérdida del lenguaje: el desnudo y la mínima abstracción (ver supra). Su búsqueda, la vida misma, la magia de lo visible.
El plano secuencia de la danza, un ritual de comunidad, de actualización del eterno retorno, sin cuadro, con un solo corte subrepticio, es una escena real dentro de una ficción llamada “Shara”. Pero la búsqueda de Kawase es la misma: la Verdad en película. Verdad que aparece, se hace patente, al modo de Paul Klee: lo invisible haciéndose visible. Por eso, sólo ciertos hiponematas, autores salvajes e íntimos que la sociedad siempre llama experimentales, se han atrevido a filmar escenas de nacimiento: además de Kawase (que repite, ficcionando el gesto, en “Shara”), Brakhage (59), Kazuo Hara (74), Pelechian (92). Sólo ellos, hartos de las mentiras y la oquedad del significado, se han atrevido a mirar de frente la verdad, y, con sus imágenes asignificantes, dar a luz. O, lo que es lo mismo, presenciar el milagro con los propios ojos, la posibilidad de renacer.
Que llueva*2.
___________________________
* Hiponemata: de origen latino. Se definían así unas tablillas que los romanos usaban como recordatorios, lo que sería la actual agenda o cuaderno de notas. Son, por tanto, uno de los primeros dispositivos de memoria que existen. Por asimilación, Ángel Gabilondo considera hiponematas todo aquel mecanismo cuya finalidad es la de fijar un acontecimiento para no ser olvidado: así, la citación, el tatuaje o la filmación íntima, son variedades del hiponemata. Más aún, aquellas personas que se esfuerzan por construir su propio pasado, por escribir su propia historia, son hiponematas andantes, con todas las técnicas del sí mismo ideadas por Foucault y algún otro francés.
*2 Lluvias clásicas aparecen en Kurosawa y Tarkovski, por diferentes motivos. Con un sentido mágico o, al menos desde el punto de vista de lo real-imposible, podríamos considerar la lluvia de sapos en “Magnolia” (de P.T. Anderson).
Más allá de la naturaleza muerta o el paisaje vacío de la modernidad, el plano secuencia íntimo es una loa a la imperfección, a la deriva, y una ventana abierta a lo imposible: lo real (el debate por el realismo, por la verdad, queda negativamente clausurado: no hay solución al enigma). Su forma de expresión es el balbuceo, ulterior a la pérdida del lenguaje: el desnudo y la mínima abstracción (ver supra). Su búsqueda, la vida misma, la magia de lo visible.
El plano secuencia de la danza, un ritual de comunidad, de actualización del eterno retorno, sin cuadro, con un solo corte subrepticio, es una escena real dentro de una ficción llamada “Shara”. Pero la búsqueda de Kawase es la misma: la Verdad en película. Verdad que aparece, se hace patente, al modo de Paul Klee: lo invisible haciéndose visible. Por eso, sólo ciertos hiponematas, autores salvajes e íntimos que la sociedad siempre llama experimentales, se han atrevido a filmar escenas de nacimiento: además de Kawase (que repite, ficcionando el gesto, en “Shara”), Brakhage (59), Kazuo Hara (74), Pelechian (92). Sólo ellos, hartos de las mentiras y la oquedad del significado, se han atrevido a mirar de frente la verdad, y, con sus imágenes asignificantes, dar a luz. O, lo que es lo mismo, presenciar el milagro con los propios ojos, la posibilidad de renacer.
Que llueva*2.
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* Hiponemata: de origen latino. Se definían así unas tablillas que los romanos usaban como recordatorios, lo que sería la actual agenda o cuaderno de notas. Son, por tanto, uno de los primeros dispositivos de memoria que existen. Por asimilación, Ángel Gabilondo considera hiponematas todo aquel mecanismo cuya finalidad es la de fijar un acontecimiento para no ser olvidado: así, la citación, el tatuaje o la filmación íntima, son variedades del hiponemata. Más aún, aquellas personas que se esfuerzan por construir su propio pasado, por escribir su propia historia, son hiponematas andantes, con todas las técnicas del sí mismo ideadas por Foucault y algún otro francés.
*2 Lluvias clásicas aparecen en Kurosawa y Tarkovski, por diferentes motivos. Con un sentido mágico o, al menos desde el punto de vista de lo real-imposible, podríamos considerar la lluvia de sapos en “Magnolia” (de P.T. Anderson).

6,0
366
8
18 de julio de 2011
18 de julio de 2011
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
(viene de "Y la vida continúa", de Abbas Kiarostami)
El coche: divina máquina que nos transporta a otros ámbitos, creando un adentro autógeno e inmunológico que corresponde a la promesa realizada por el cine.
Pero también: invento del demonio para lanzarnos a una veloz estética de la desaparición que bien pudiera ser nuestra ruina.
Como decir: la Policía también viaja en coche. Y la Policía no es una metáfora.
"Kinatay" (09), uno de los últimos filmes del profuso y a veces brillante Brillante Mendoza, fue en verdad el "trigger happy" de este decálogo. En él se pone en escena un vehículo que hará las veces de metáfora cinematográfica y política. No es un coche. Es una furgoneta: una Mitsubishi L300, de esas de líneas redondas y marcado carácter oriental, con faros circulares y puerta lateral corrediza. Los vehículos y las máquinas de la posmodernidad ya no son intercambiables: poseedoras de la consabida humanidad, tienen nombre y particulares atributos. Como el Hammer que co-protagoniza el filme de "Twentynine Palms" (03) de Bruno Dumont, expresión magnífica de la impotencia del protagonista humano, mudo testigo de su desgracia. En Dumont, el coche no es un espacio de comunicación o el lugar del cine en movimiento constante, sino un habitáculo más de una gigantesca cámara de los horrores (ver textículo ad hoc = http://www.filmaffinity.com/es/review/80362504.html). Pero, en ocasiones, fruto de la velocidad que la máquina automóvil logra adquirir, su silueta se torna en abstracción y mera mancha fugaz, o en cuerpo invisible que transporta la desolación sin nombre, como el Coche Desconocido que acompaña al protagonista de "Viajo porque preciso, vuelvo porque te amo" (09), de Karim Aïnouz y Marcelo Gomes, en su periplo por el páramo brasileiro, la nocturnidad y la pérdida. El coche es ya sólo la habitación de un solitario personaje: juntos se dirigen, con la ineluctancia típica de las máquinas (cuya ideación del pasado inmediato es CTRL + Z), hacia su propia desaparición. El viaje es una forma de vida (y de cine), que no sabemos si nos acerca o aleja aún más a/de nuestros orígenes.
El de Mendoza, como el de Dumont y Aïnouz/Gomes, es un ejemplo de cómo la figura del coche-cinematógrafo es revertida, reocupada, pero por fuerzas no mínimas, sino brutales y omnipotentes, como la violencia, el olvido o la Policía. "Kinatay" comienza a la manera costumbrista, como un retrato inmediato de Manila, casi documental (hibridación que Mendoza pone en escena frecuentemente, con menor ("El masajista" (05)) o mayor ("Serbis" (08), "Lola" (09)) acierto). Pronto y rápidamente, veremos al protagonista, de nombre Peping (¿Tom?), casarse y licenciarse como policía. Entonces, a Peping le llegará su día de prácticas: el momento de la sensación verdadera, el paso a la acción.
El coche: divina máquina que nos transporta a otros ámbitos, creando un adentro autógeno e inmunológico que corresponde a la promesa realizada por el cine.
Pero también: invento del demonio para lanzarnos a una veloz estética de la desaparición que bien pudiera ser nuestra ruina.
Como decir: la Policía también viaja en coche. Y la Policía no es una metáfora.
"Kinatay" (09), uno de los últimos filmes del profuso y a veces brillante Brillante Mendoza, fue en verdad el "trigger happy" de este decálogo. En él se pone en escena un vehículo que hará las veces de metáfora cinematográfica y política. No es un coche. Es una furgoneta: una Mitsubishi L300, de esas de líneas redondas y marcado carácter oriental, con faros circulares y puerta lateral corrediza. Los vehículos y las máquinas de la posmodernidad ya no son intercambiables: poseedoras de la consabida humanidad, tienen nombre y particulares atributos. Como el Hammer que co-protagoniza el filme de "Twentynine Palms" (03) de Bruno Dumont, expresión magnífica de la impotencia del protagonista humano, mudo testigo de su desgracia. En Dumont, el coche no es un espacio de comunicación o el lugar del cine en movimiento constante, sino un habitáculo más de una gigantesca cámara de los horrores (ver textículo ad hoc = http://www.filmaffinity.com/es/review/80362504.html). Pero, en ocasiones, fruto de la velocidad que la máquina automóvil logra adquirir, su silueta se torna en abstracción y mera mancha fugaz, o en cuerpo invisible que transporta la desolación sin nombre, como el Coche Desconocido que acompaña al protagonista de "Viajo porque preciso, vuelvo porque te amo" (09), de Karim Aïnouz y Marcelo Gomes, en su periplo por el páramo brasileiro, la nocturnidad y la pérdida. El coche es ya sólo la habitación de un solitario personaje: juntos se dirigen, con la ineluctancia típica de las máquinas (cuya ideación del pasado inmediato es CTRL + Z), hacia su propia desaparición. El viaje es una forma de vida (y de cine), que no sabemos si nos acerca o aleja aún más a/de nuestros orígenes.
El de Mendoza, como el de Dumont y Aïnouz/Gomes, es un ejemplo de cómo la figura del coche-cinematógrafo es revertida, reocupada, pero por fuerzas no mínimas, sino brutales y omnipotentes, como la violencia, el olvido o la Policía. "Kinatay" comienza a la manera costumbrista, como un retrato inmediato de Manila, casi documental (hibridación que Mendoza pone en escena frecuentemente, con menor ("El masajista" (05)) o mayor ("Serbis" (08), "Lola" (09)) acierto). Pronto y rápidamente, veremos al protagonista, de nombre Peping (¿Tom?), casarse y licenciarse como policía. Entonces, a Peping le llegará su día de prácticas: el momento de la sensación verdadera, el paso a la acción.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Tras un soberbio homenaje a "El dinero" (83) de Bresson, un genial plano secuencia en el que un paquete pasa de mano a mano hasta llegar a las de Peping, éste se verá introducido en la mentada L300. A partir de entonces comienza su viaje al "corazón de las tinieblas", en palabras de Roberto Cueto. Mendoza tendrá la osadía y el valor de introducirse en el vehículo y hacerlo rodar durante una infinita secuencia nocturna en la que demuestra, de forma cruda, la verdad axiomática: coche y chica. Peping es la cámara. Aquí la chica será dispuesta en trozos, y al otro lado de los cristales se dibujará la representación lúcida de unas Filipinas criminales e inhumanas. La Mitsubishi L300 se convierte en espacio de vacío legal, en isla bajo el poder sádico de la policía, en máquina asesina. Cámara de los horrores, como la de Dumont, y también cámara de cine. Dentro y fuera: la secuencia Mitsubishi L300, en sí una metáfora política sublime sobre el estado de cosas filipino, es también una genial secuencia de cine experimental y mínimo: en ella no resuenan sólo las palabras epifánicas de Godard, sino también las imágenes de Bill Viola. Más allá de ese "Training day" (01, Antoine Fuqua) claustrofóbico y obsidiano, en las imágenes de Mendoza percibimos, también, el origen, transitorio, evanescente y móvil, del cine. O al menos, uno de ellos.
Índice:
1. Detour, 1945, Edgar G. Ulmer
2.Viaggio in Italia, 1954, Roberto Rossellini
3. A bout de souffle, 1959, J-L. Godard
4. Two-lane Blacktop, 1971, Monte Hellman
5. En el curso del tiempo, 1975, Wim Wenders
6. Rendezvous, 1976, Claude Lelouch
7. Y la vida continúa, 1991, Abbas Kiarostami
8. Twentynine Palms, 2003, Bruno Dumont
9. Viajo porque preciso, Volto porque te amo, 2009, Karim Aïnouz, Marcelo Gomes
10. Kinatay, 2009, Brillante Mendoza
Índice:
1. Detour, 1945, Edgar G. Ulmer
2.Viaggio in Italia, 1954, Roberto Rossellini
3. A bout de souffle, 1959, J-L. Godard
4. Two-lane Blacktop, 1971, Monte Hellman
5. En el curso del tiempo, 1975, Wim Wenders
6. Rendezvous, 1976, Claude Lelouch
7. Y la vida continúa, 1991, Abbas Kiarostami
8. Twentynine Palms, 2003, Bruno Dumont
9. Viajo porque preciso, Volto porque te amo, 2009, Karim Aïnouz, Marcelo Gomes
10. Kinatay, 2009, Brillante Mendoza

7,1
56.838
7
12 de febrero de 2011
12 de febrero de 2011
9 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
(viene de "Valor de ley" (1969))
Por ello, el renacimiento del western, producido en los 90 en filmes de Eastwood, Jarmusch o Kasdan, llega a comienzos de siglo alimentándose del pretérito: re-elaboraciones de clásicos (como el de “El tren de las 3:10” (07) o del mito de Jesse James en la muy interesante “El asesinato de JJ por el cobarde Richard Ford” (07)), o el uso del espacio-oeste para llevar a cabo ejercicios de tontuna filmada (que van de “Rápida y mortal” (95) a “Appaloosa” (08), pasando por “Wild wild west” (99). Entretanto, algunos westerns han marcado con sus trazos una senda ignota, no basurera: “La proposición” (05) (quizá el primer western australiano), o, sobre todo, “Meek´s Cutoff”, donde todo western del futuro habría de reflejarse, como en la obra de Lisandro Alonso.
Era, por lo pronto, una extrañeza que los Coen no materializaran un western, dado que su iconografía y ciertos arquetipos del oeste se reproducían sistemáticamente en su obra: los buscafortunas y los solitarios, la defensa de la comunidad frente a lo inhóspito del afuera, la necesidad de una justicia que suplante la ley, la venganza como estado de ánimo... Lo que no es extraño es que, para ello, acudan al pasado. La novela de Charles Portis, que ya fuera llevada al cine por Henry Hathaway en tiempos de ocaso y con la autoconsciencia que ello conlleva, es el punto de arranque, más bien que la película. Al decir del director de fotografía Roger Deakins (que ha acompañado a Joel e Ethan en varios de sus títulos), éstos si quiera la habían visto. Debido a ello, el ejercicio de cinematografía comparada resulta inútil: asumir las semejanzas de ambas, y obviar las pequeñas diferencias (lo idéntico de la historia y los diálogos, con un par de guiños al humor negro; las mínimas diferencias argumentales, sobre todo en la desaparición del tejano La Boeuff, interpretado por Matt Damon, en dos ocasiones, y en la irrisoria figura del cazarecompensas cubierto con una piel de oso; pero, sobre todo, en la elección de una puesta en escena oscura y nocturna, lejana del luminoso y soleado technicolor y diáfano discurrir del “Valor de ley” del 69).
Por ello, el renacimiento del western, producido en los 90 en filmes de Eastwood, Jarmusch o Kasdan, llega a comienzos de siglo alimentándose del pretérito: re-elaboraciones de clásicos (como el de “El tren de las 3:10” (07) o del mito de Jesse James en la muy interesante “El asesinato de JJ por el cobarde Richard Ford” (07)), o el uso del espacio-oeste para llevar a cabo ejercicios de tontuna filmada (que van de “Rápida y mortal” (95) a “Appaloosa” (08), pasando por “Wild wild west” (99). Entretanto, algunos westerns han marcado con sus trazos una senda ignota, no basurera: “La proposición” (05) (quizá el primer western australiano), o, sobre todo, “Meek´s Cutoff”, donde todo western del futuro habría de reflejarse, como en la obra de Lisandro Alonso.
Era, por lo pronto, una extrañeza que los Coen no materializaran un western, dado que su iconografía y ciertos arquetipos del oeste se reproducían sistemáticamente en su obra: los buscafortunas y los solitarios, la defensa de la comunidad frente a lo inhóspito del afuera, la necesidad de una justicia que suplante la ley, la venganza como estado de ánimo... Lo que no es extraño es que, para ello, acudan al pasado. La novela de Charles Portis, que ya fuera llevada al cine por Henry Hathaway en tiempos de ocaso y con la autoconsciencia que ello conlleva, es el punto de arranque, más bien que la película. Al decir del director de fotografía Roger Deakins (que ha acompañado a Joel e Ethan en varios de sus títulos), éstos si quiera la habían visto. Debido a ello, el ejercicio de cinematografía comparada resulta inútil: asumir las semejanzas de ambas, y obviar las pequeñas diferencias (lo idéntico de la historia y los diálogos, con un par de guiños al humor negro; las mínimas diferencias argumentales, sobre todo en la desaparición del tejano La Boeuff, interpretado por Matt Damon, en dos ocasiones, y en la irrisoria figura del cazarecompensas cubierto con una piel de oso; pero, sobre todo, en la elección de una puesta en escena oscura y nocturna, lejana del luminoso y soleado technicolor y diáfano discurrir del “Valor de ley” del 69).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
En “Valor de ley”, los Coen tamizan influencias de todas las épocas del western para proponer una historia de formación de una joven hiperinteligente (como en un cuento de hadas mezclado con la narrativa de Salinger, Delillo y Foster Wallace) y de conformación de una comunidad de los sin comunidad: leit motif coeniano, aquí ilustrado en la relación de Mattie Ross (la niña que encarna Hailee Steinfeld) con Rooster Cogburn (personaje que Jeff Bridges construye como un trasunto o remake de “El Nota” (pentimento que ya había desarrollado en la mediocre Corazón rebelde (09), lo mismo que el personaje caracterizado por John Wayne remitía y llevaba consigo todos sus otros papeles). Finalmente, “Valor de ley” es más que un western: es una “basura” de los Coen (sin un ánimo peyorativo), que vira hacia la comedia negra, y muy negra, hacia el desbarre de los personajes cada vez más ridículos pero cuanto màs risibles más humanos, todo ello contado con la pericia de los artesanos (que no los artistas), con la estilización del que tiene una voz propia. Una historia más de venganza, de esas que irritan al crítico Jonathan Rosenbaum. Una historia (la de América, la del Cine, la de “True Grit”) sobre una castración simbólica: como la niña Ross, que verá su brazo amputado al final del filme, los Coen ilustran el mecanismo: no poder ser Uno Mismo, no disponer de su propio deseo, no tener un sentido ni significado propios, sino es subvencionado por un Otro: la industria o la tradición –la historia de la industria- (como se dijera, igualmente, en “127 horas” sobre la amputación de Aron Arlston y su simbolismo). Pero en un espacio, un tiempo –esta basura- en el que no se oyen ya voces. Habrá que agudizar el oído. O ponerse a gritar.
6
19 de diciembre de 2010
19 de diciembre de 2010
9 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
No hay dos sin tres… En la casa de Miñarro (el adalid, el productor, el prorector, el hostelero), donde comen Sergio y Joe, también come José Mari, la hostia. La casa de Miñarro, ese autor-productor único en el panorama ibérico, está habitada por monstruos presentes y presenciales, maqueadores de algunas de las películas más emocionantes del curso íntimo.
El fantasma (ideológico o no, nos enseñaría toda filosofía de la sospecha, ya sea en su vertiente teorética psicoanalítica o marciana) se caracteriza por la actividad presente de un ente proveniente del pasado, de otro tiempo y/o otra dimensión. Forma incorporada del retorno de lo reprimido, o de la sublime posibilidad: el espectro que se cierne, utópicamente, sobre Europa. Más tarde, proyectado desde una pantalla, sobre todo el orbe.
Si en el primero de los capítulos los fantasmas eran encarnaciones de una tradición pretérita, que ya nunca retorna, y en el segundo eran las vidas pasadas del Tío Boonmee, en este tercer capítulo, el “Aita” de de Orbe, los fantasmas son empíricas presencias de otra época, más concretamente, del pasado familiar de una casona vetusta del País Vasco, propiedad del propio realizador. Huérfano y capitidisminuído, José María es también él mismo un fantasma que retorna al lugar de donde vino, como Boonmee retornara a su cueva. Caserío que perteneciera a la familia de de Orbe desde los tiempos de las guerras carlistas, si no más, esta “aita” (palabra vascuence que designa igualmente la “casa” y el “padre”, en consonancia con la inercia matriarcal de la cultura vasca, ese melancólico buque) se convertirá en un espacio cuasi mágico. Relacionando este filme con la tradición del poltergeist y el encantamiento del hogar familiar (la referencia al clásico de Robert Wise es explícita y reconocida por el autor), “Aita” bien pudiera ser o parecer, por momentos, un fenomenal reportaje realizado por los adláteres de La Nave del Misterio y Cuarto Milenio. Pero no lo es.
“Aita” adopta de forma harto cadenciosa la estructura rota y fragmentaria del collage, como los anteriores capítulos fantasmáticos, por otro lado. En ello, se inscribe en el espectro requetemoderno, condenado, sin adornos, a lo fragmentario: la obra de Portabella, Wang Bing, Pedro Costa, Van Sant o Hsiao-sien. Puesta en escena de lo real, atravesada por todos los fantasmas pretéritos, la filmografía de estos realizadores (los más cercanos a de Orbe, si hacemos caso de sus propias declaraciones) es en sí un fantasma, un espectro cinematográfico, echo de restos ajenos, de residuos narrativos, de partes desmembradas de una existencia ya llevada a cabo, pero toda-vía no finiquitada. La beta es la del collage-film, como le diría uno de los inventores del Mundo Viejuno After-Pop allende nuestras fronteras, el californiano Craig Baldwin. O también, la tentativa de la forma que piensa: el cine-ensayo.
(continúa en spoiler)
El fantasma (ideológico o no, nos enseñaría toda filosofía de la sospecha, ya sea en su vertiente teorética psicoanalítica o marciana) se caracteriza por la actividad presente de un ente proveniente del pasado, de otro tiempo y/o otra dimensión. Forma incorporada del retorno de lo reprimido, o de la sublime posibilidad: el espectro que se cierne, utópicamente, sobre Europa. Más tarde, proyectado desde una pantalla, sobre todo el orbe.
Si en el primero de los capítulos los fantasmas eran encarnaciones de una tradición pretérita, que ya nunca retorna, y en el segundo eran las vidas pasadas del Tío Boonmee, en este tercer capítulo, el “Aita” de de Orbe, los fantasmas son empíricas presencias de otra época, más concretamente, del pasado familiar de una casona vetusta del País Vasco, propiedad del propio realizador. Huérfano y capitidisminuído, José María es también él mismo un fantasma que retorna al lugar de donde vino, como Boonmee retornara a su cueva. Caserío que perteneciera a la familia de de Orbe desde los tiempos de las guerras carlistas, si no más, esta “aita” (palabra vascuence que designa igualmente la “casa” y el “padre”, en consonancia con la inercia matriarcal de la cultura vasca, ese melancólico buque) se convertirá en un espacio cuasi mágico. Relacionando este filme con la tradición del poltergeist y el encantamiento del hogar familiar (la referencia al clásico de Robert Wise es explícita y reconocida por el autor), “Aita” bien pudiera ser o parecer, por momentos, un fenomenal reportaje realizado por los adláteres de La Nave del Misterio y Cuarto Milenio. Pero no lo es.
“Aita” adopta de forma harto cadenciosa la estructura rota y fragmentaria del collage, como los anteriores capítulos fantasmáticos, por otro lado. En ello, se inscribe en el espectro requetemoderno, condenado, sin adornos, a lo fragmentario: la obra de Portabella, Wang Bing, Pedro Costa, Van Sant o Hsiao-sien. Puesta en escena de lo real, atravesada por todos los fantasmas pretéritos, la filmografía de estos realizadores (los más cercanos a de Orbe, si hacemos caso de sus propias declaraciones) es en sí un fantasma, un espectro cinematográfico, echo de restos ajenos, de residuos narrativos, de partes desmembradas de una existencia ya llevada a cabo, pero toda-vía no finiquitada. La beta es la del collage-film, como le diría uno de los inventores del Mundo Viejuno After-Pop allende nuestras fronteras, el californiano Craig Baldwin. O también, la tentativa de la forma que piensa: el cine-ensayo.
(continúa en spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
En esa suma metonímica y hecha de partes disímiles, “Aita” podría dividirse en tres segmentos: el primero lo conforman las escenas pertrechadas entre el guardia de la casona y su amigo el párroco, que podríamos considerar (quizá siguiendo a Jordi Costa) como estólidas ficciones de una inverosimilitud apabullante, capaces de separar al vidente de lo que ve hasta extremos insospechados. Sin duda, estas escenas constituyen la debilidad máxima de “Aita”: en estos momentos con actantes que no lo son, la película puede rememorar lastimosamente el primer y fallido film de de Orbe, “La línea recta”, o alguna otra ficción renuente y no conseguida, distante, como “La influencia”, de Pedro Aguilera, “Sangre” de Amat Escalante o el Jaime Rosales de “Las horas del día”. Películas que en su minimalismo, en su obstinado bressonismo, no consiguen modelar una realidad, ni comunicarla, sólo mostrar, muy conspicuamente, su modo de producción. Como en su primer film, esto es achacable mayormente a un problema previo al rodaje, que aparece en la construcción del guión, algo a lo que no es ajena la figura de Daniel V. Villamediana, sin duda mejor crítico y reproductor que creador, que colabora con José María en los dos casos.
Pero, redención del film, cuando “Aita” se aleja de las pretensiones narrativas y de los personajes falaces, es cuando alcanza los espacios mágicos en los que la presencia de los fantasmas se hace visible. Primero, en esas proyecciones primitivas realizadas sobre las propias paredes y habitaciones de la Aita, fruto del trabajo de Antoni Pinent, donde los espectros aparecen no muertos (“la muerte no está en la casa, sino en las imágenes”, dice el realizador), habitando los lugares, como en un film experimental de Ken Jacobs o Bill Morrison. O también, en ese trabajo de abstracción de la imagen llevado a cabo por Gimferrer (el fotógrafo y no el poeta) y que le valió un merecidísimo premio en el Festival de Cine de San Sebastián. En esos planos, donde lo que trasciende es el movimiento de la luz, la construcción y modelación de un lugar que acaba por desaparecer, el cine se acerca a lo pictórico, a una experiencia puramente visual, continente sin contenido: puro drifting de las emociones y los recuerdos, descargados de ideología. De Orbe, aquí y ahora, se acerca a la obra de Paul Sharits, pero también a la de Rothko y Oteiza, participando de una inconfesable comunidad que intenta, con sus tentativas y sus ensayos, abrir y ampliar los límites y los márgenes de la expresión cinematográfica. Pues, como dice el propio José María, citando a Renoir (el cineasta y no el pintor), “el cine no es otra cosa que crear puentes”, la hostia.
Pero, redención del film, cuando “Aita” se aleja de las pretensiones narrativas y de los personajes falaces, es cuando alcanza los espacios mágicos en los que la presencia de los fantasmas se hace visible. Primero, en esas proyecciones primitivas realizadas sobre las propias paredes y habitaciones de la Aita, fruto del trabajo de Antoni Pinent, donde los espectros aparecen no muertos (“la muerte no está en la casa, sino en las imágenes”, dice el realizador), habitando los lugares, como en un film experimental de Ken Jacobs o Bill Morrison. O también, en ese trabajo de abstracción de la imagen llevado a cabo por Gimferrer (el fotógrafo y no el poeta) y que le valió un merecidísimo premio en el Festival de Cine de San Sebastián. En esos planos, donde lo que trasciende es el movimiento de la luz, la construcción y modelación de un lugar que acaba por desaparecer, el cine se acerca a lo pictórico, a una experiencia puramente visual, continente sin contenido: puro drifting de las emociones y los recuerdos, descargados de ideología. De Orbe, aquí y ahora, se acerca a la obra de Paul Sharits, pero también a la de Rothko y Oteiza, participando de una inconfesable comunidad que intenta, con sus tentativas y sus ensayos, abrir y ampliar los límites y los márgenes de la expresión cinematográfica. Pues, como dice el propio José María, citando a Renoir (el cineasta y no el pintor), “el cine no es otra cosa que crear puentes”, la hostia.

6,2
346
8
10 de septiembre de 2010
10 de septiembre de 2010
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ejemplos 3 y 4. En el 2008, dos ficciones materializan de nuevo el gesto ígneo de prender fuego al negativo. Si bien de la primera, “Death Proof” de Tarantino, no poseemos la prueba, creemos recordar que sí se lleva a cabo. Aunque, siendo justos, lo que Tarantino propone es un meltin´ pot referencial y no un acto ritual. Así, en los créditos finales de “Death Proof”, que terminan quemándose, se incluyen asimismo las letras “The End” sobre el último plano congelado, de forma harto irónica. Por el contrario, lo de Brillante Mendoza en “Serbis” sí es una actualización de la (com)unidad entre el cine y el más allá del cine. No sólo por la ficción, que junto con “Goodbye Dragon Inn” de Tsai Ming-Liang y “Fantasma” de Lisandro Alonso habrían de conformar todo un bloque temático sobre el cine (el espacio material) como lugar de habitación y vivencia, haciendo descripción efectiva del pensamiento de Godard (aunque, como es sabido, él no vive en el cine, sino que es el cine quien vive en él), sino porque, como venimos apuntando, el fuego que llena la pantalla señala un punto de reunión fuera del film. Aquí, este prorrumpe llevando la escena y su diálogo a su distorsión y acabamiento, mostrando finalmente la pantalla negra, la frente despejada. “By Brillante Mendoza” es el punto de reunión, el lugar, la cita, la fecha y la hora.
(acaba en spoiler)
(acaba en spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Menos el de Tarantino, los otros tres ejemplos nos sirven para mostrar cómo un gesto no propiamente cinematográfico (prender fuego a algo), tiene la función de romper los goznes que unen una película al mundo como un ente separado, por representado o reflejado. Con este fuego cálido, el filme se deshace en un vacío que es idéntico al vacío interior de quien necesita de las historias, los mitos y los cuentos. Por ello, estos fuegos no son sólo la celebración de la extinción, sino el rito de continuación resilente al que llaman y somos llamados. Como en las tribus ancestrales, que se reunían en comunidad alrededor del fuego, nosotros nos acercamos, solos y gélidos, a estas pequeñas hogueras a calentarnos, a encontrar un espacio común. Acto de fe en la ficción, imbricación del cine y la propia vida en unidad, por supuesto: Il faut continuer… Pero, sobre todo, parafraseando a Scorsese hablando del cine italiano (mas aquí hablamos de todo el cine, de Estados Unidos a Suecia a Filipinas), sobre todo, un acto de amor: pues, lo que diferencia a la sociedad de la comunidad es que en la primera rige la ley, mientras que en la segunda es el amor quien lo hace.
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