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Polonia Polonia · Suena Wagner y tengo ganas de invadir
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Críticas 185
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
24 de abril de 2010
44 de 52 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo decía Taylor a propósito de Tarzán y somos muchos quienes podemos corroborarlo. Hay toda una generación de cinéfilos que apenas ha pisado un cine-club, que no ha frecuentado espesas y solemnes tertulias presididas por santones sentenciosos y enciclopédicos, que no ha necesitado libros, revistas francesas o sitios web para conocer nombres, tendencias o filmografías. Nos bastó con un sofá, un par de canales de tele y algo de ese tiempo de la infancia que no sé si llamar tiempo, porque por aquel entonces ni sospechábamos siquiera que corría y transcurría y se iba para no volver.

Aquellas pelis que veíamos una y otra vez hasta sabérnoslas de memoria son, de hecho, uno de los pocos relojes que tuve en mi infancia. “Río de plata”, por ejemplo, es una peli que no he visto en más de treinta años, pero sé que era sábado y que llovía y que después salí a jugar, porque los únicos recuerdos que guardo de ella son un reproche de Thomas Mitchell al judas Flynn, el aire frío de la calle y el olor a tierra mojada. Errol Flynn significa sábado por la tarde en mi memoria, como Tarzán, los hermanos Marx, Gary Cooper, Spencer Tracy y Freddie Bartholomew, Alan Ladd, Elvis Presley, Martin y Lewis, John Wayne, Stewart Granger, James Stewart y tantos y tantos otros. Marilyn Monroe es también sábado, pero había que esperar a las ocho. Bogart, Cagney, Mitchum, Widmark o Edward G. Robinson suelen ser noche cerrada de miércoles. Burt Lancaster y Nick Cravat son un sábado de Navidad y un Scalextric nuevo y carreras del comedor a mi habitación, de las jarcias a los boxes. Hitchcock es casi siempre viernes, pero a veces es lunes e incluso algún sábado por la noche robado a la indulgencia de mis padres, como Peter Sellers, Steve McQueen o Ingrid Bergman: había que grabar “Casablanca” y el mocoso de la casa era el único que sabía cómo funcionaba el vídeo.

No sé cuántas pelis de Fernando Fernán-Gómez llegué a ver en aquellos años, casi siempre en miércoles y jueves. Le vi de cura y de futbolista, de bandolero y de militar, de diablo y de caballero del siglo XVII, de científico y de vendedor de cirios y enfundado en leotardos y recitando y redimiendo las astracanadas de don Pedro Muñoz Seca, pero hiciera lo que hiciera y por mala que fuera la peli en que saliera, uno no podía sino encariñarse con aquel tipo con cara de estropajo arrugado y voz de trabuco de cuya nobleza y honestidad todo el mundo parecía dispuesto a aprovecharse. No sé muy bien por qué, pero “El malvado Carabel” no es miércoles ni jueves, sino lunes por la noche, y aunque no es una gran película le guardo un enorme afecto. Ahí están Fernán-Gómez y un puñado de grandes secundarios y una buena y divertida historia de Wenceslao Fernández Flórez. Bien pensado, no habrá sido casualidad que la haya recuperado precisamente un sábado por la tarde, el día y la hora de la felicidad de aquellos días, cuando no existía el tiempo y aprendíamos a descubrir el mundo y el cine era la medida de todas las cosas.
6 de junio de 2012
40 de 44 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pobre John Payne. Una simple y miserable letra, esa insidiosa P mayúscula que coronaba su apellido, le condenó a ser tenido, durante toda la vida, por un insignificante y parasitario farandulero crecido a la sombra de La Mayor Leyenda Del Cine Americano. De nada podía servirle esgrimir su intachable trayectoria como cantante en musicales, actor de reparto en alguna que otra superproducción y, sobre todo, como protagonista de múltiples productos de serie B, cuya modestia corría con frecuencia paralela a su calidad como entretenimiento y que ponían de manifiesto que, con todas sus limitaciones y a pesar de su aparente frialdad, Payne era un actor más que correcto, un curioso cruce entre Ray Milland y Dana Andrews, capaz de dotar a los personajes que encarnaba de un interesante plus de fragilidad y desamparo. En fin, para qué decir nada cuando esa maldita P mayúscula le mandó para siempre a la Segunda División de Hollywood Boulevard (donde, a pesar de todo, no una sino dos estrellas lucen discretamente su nombre).

Para colmo de males, en “El cuarto hombre”, al bueno de John, metido en la piel del repartidor de flores Joe Rolfe, le acusan de un robo que no ha cometido. Ya se sabe cómo son los maderos yankis: ven a un exconvicto conduciendo una furgona de reparto y se dicen “¡Eureka!”. Ni hábeas corpus, ni abogado de oficio, ni hostias. Bueno, en honor a la verdad, hostias sí que hay. Y de la gordas. Porque los polis, no contentos con meterlo en la trena, tratan de hacer que Joe confiese. Y lo hacen por las bravas, claro. Pensad que estamos en Kansas City, amigos; mariconadas las justas. ¿Y qué es lo que hace un hombre con la cara hecha cisco y en el paro cuando logra salir del trullo? ¿Contar su historia a la prensa?¿Demandar a los maderos?¿Pedir daños y perjuicios? No, no y no: marcharse a Tijuana con dinero prestado por un camarero tullido e ir de timba en timba de dados a la espera de dar con los auténticos culpables del robo. Ahí, con dos gardenias.

Que el guión de “El cuarto hombre” sea un auténtico desbarajuste, con sus jueguecitos con máscaras de goma, sus citas rocambolescas al sur de Río Grande y sus inexplicables derivas, no significa, ni mucho menos, que sea una mala película; es más: durante muchos minutos, es un modélico ejemplo de economía narrativa, de dominio del ritmo, de escamoteo interesado de detalles en pro de la intriga. La cosa promete de veras. Todo se tuerce, sin embargo, cuando la acción deja de tener por protagonistas a tíos feos, malcarados y sudorosos como Lee Van Cleef o el entrañable Jack Elam y el amor, en forma de adorable hija de expolicía aspirante a abogada redentora, salta grácilmente de un coche, se apodera de una tumbona junto a la piscina y convierte lo que iba camino de ser un buen vaso de recio whisky de centeno en un inofensivo daikiri con sombrillita de papel. Una auténtica pena, con P de Payne, que no llega sin embargo a amargar la función ni a dejarle a uno sin ganas de más.
24 de febrero de 2010
37 de 40 usuarios han encontrado esta crítica útil
Como más disfrutaba Preston Sturges era andando sobre la cuerda floja. O esa es la impresión que se tiene al ver sus mejores películas, las que rodó durante la primera mitad de los años 40, auténticas obras maestras casi todas ellas y piezas de referencia ineludibles a la hora de hablar de la comedia clásica hollywoodiense. A diferencia de otros directores más previsibles y fáciles de encasillar, lo que más parecía gustarle a Sturges eran el peligro y las emociones fuertes. Su concepto de diversión consistía en tender un cable entre dos rascacielos y echar a andar por él con aire despreocupado, enfundado en un smoking, con un dry martini en una mano y lanzando de vez en cuando miradas, entre ingenuas y descreídas, al espectáculo de los hombres que como atareadas hormiguitas deambulaban a sus pies. De vez en cuando, sin avisar, el muy bestia echaba a correr como un loco, hacía un par de volatines con tirabuzón y aterrizaba otra vez de pie sobre el cable, sin haber derramado ni una gota de su copa y con una sonrisa traviesa pintada en la cara.

No sé si “Las tres noches de Eva” es la mejor película de Surges (la competencia es muy dura), de lo que estoy casi seguro es de que es su obra más completa, donde su arte como equilibrista está más y mejor desarrollado que nunca. Los diálogos son memorables y tocan el tema del sexo de un modo atrevidísimo para la época, con alusiones y sobreentendidos que se mantienen a duras penas en los límites de lo permitido. El tono sedoso de comedia romántica del primer tramo de película lo contrapuntea Sturges con calculadas dosis de situaciones cómicas a mayor gloria de Stanwyck, Fonda y su extraordinario elenco habitual de figurantes. Cuando la película aterriza en la mansión de los Pike, Sturges hace chasquear su látigo y va dando sutiles y mordaces azotitos a una ridícula y pretenciosa alta sociedad tan preocupada por la apariencia externa de las personas que es fácilmente engañada gracias a sus propios prejuicios. Sturges entra aquí de lleno en su terreno favorito, el de la “screwball”, y juega a pisar y soltar el acelerador, distribuyendo sabiamente en la trama gruesos salpicones de “slapstick” de los que, a diferencia de otras pelis suyas, no llega a abusar en ningún momento.

Pero ahora que lo pienso, me temo que estoy hablando solo. Y aunque no fuera así, dudo que muchos espectadores de comedias actuales tengan ni la más repajolera idea de lo que hablo. Dudo, de hecho, que haya mucha gente que sepa quién fue Preston Sturges. He leído por ahí alguna crítica en la que se le trata incluso con piedad: pobrecito, entendedle, era 1941, hay que ser comprensivo, no pidáis peras al olmo. No les culpo. A veces olvidamos que no siempre supimos leer y escribir y que alguien se dedicó a enseñarnos. Preston Sturges fue uno de esos maestros que inventó para nosotros un lenguaje sin el que nada de lo que vino después tendría sentido. Aunque a nadie parezca importarle y haga mucho tiempo que haya dejado de hablarse.
19 de octubre de 2009
36 de 38 usuarios han encontrado esta crítica útil
No acierto a adivinar los motivos del injusto olvido en que malvive esta estupenda película. Tal vez sea por ser inmediatamente anterior a “Furtivos”, o por haber sido rodada en inglés y con un reparto internacional, pero lo cierto es que “Hay que matar a B.” parece no contar a la hora de hablar de las mejores películas del cine español (fijaos aquí: ni una sola crítica, apenas 80 votos y, para colmo, el argumento de su ficha no da pie con bola), cuando se trata, a mi juicio, de una de las obras más destacables de su autor y una de las más reivindicables muestras del buen cine que, en ocasiones, se ha hecho en nuestro país.
La historia empieza con unas manos sin rostro que rebuscan en un archivo hasta que dan con la ficha de Pal Kovac, un camionero húngaro, impulsivo e individualista, atrapado en un imaginario país sudamericano en que está a punto de estallar una revuelta que un político en el exilio vendrá a liderar. Arruinado y atormentado por la muerte de su joven socio, hijo de un viejo amigo y de la dueña de la pensión en que vive, a la que quiere resarcir, acepta el trabajo que le ofrece un astroso detective privado, que consiste en seducir a la amante de un conocido empresario cervecero, y cobrar así el dinero prometido al detective en caso de que se confirme su infidelidad. Kovac y la mujer acaban enamorándose y planean marcharse a Europa, pero el empresario aparece asesinado y detienen a Kovac por el crimen. Es entonces cuando sabemos qué quieren de Kovac las manos sin rostro que veíamos al principio, las mismas manos que veremos al final, cerrando el archivo, cuando tengan lo que buscaban de él.
La historia, narrada por Borau en un tono desapasionado y crudo, deudor del cine “polar” francés, maneja con sabiduría las dos líneas argumentales de la peli, aparentemente independientes, hasta que el personaje del detective, encarnado por el venerable Burgess Meredith, las anuda sin que puedan ya separarse. El conflicto civil, un simple telón de fondo al principio, va adquiriendo importancia hasta trastocar sin vuelta atrás la historia de amor de los protagonistas, que se ven literalmente engullidos por las circunstancias, en una hermosa escena en que caminan contracorriente enmedio de una multitud vestida de blanco. Es también digno de elogio el uso de elementos dramáticos en apariencia insignificantes (las chocolatinas y sus cromos, la omnipresente cerveza) que van reapareciendo a lo largo de la peli no de modo gratuito sino como piezas significativas para comprender cabalmente a los personajes.
Mención aparte merece el cuarteto protagonista. Al ya mencionado Meredith hay que sumar a la bella Stephane Audran, una de las actrices fetiche de Chabrol, a Patricia Neal, en un papel en las antípodas de su lagartona de “Desayuno con diamantes” y al sólido Darren McGavin en el mejor momento de su carrera, dando vida a ese baqueteado camionero atrapado en los sórdidos entresijos de un poder ciego y sordo ante los deseos humanos.
28 de octubre de 2011
38 de 43 usuarios han encontrado esta crítica útil
La gente normal come palomitas, y si puede lo hace en el cine. No sólo se ahorra uno tres minutos de microondas, sino que, como todo el mundo sabe, allí saben mucho mejor. La gente normal sabe que el cine es entretenimiento y que cualquier otra cosa es un muermo y una perversión. La gente normal conoce sus derechos y exige ser retribuida cuando son pisoteados. Que les devuelvan el dinero de la entrada, menudo timo, qué estafa. La gente normal quiere explicaciones claras e incontrovertibles: las medias tintas son para gafapastas mal follados y amargados por sus dioptrías. La gente normal abre siempre el periódico por el juego de las siete diferencias, y cuando alguna se le resiste, mira de reojo las soluciones y se acabó. El tiempo de la gente normal no puede derrocharse así como así.

Los anormales son otra cosa. De entrada, son incapaces de apreciar las inmensas cualidades humanas y físicas de Cristiano Ronaldo. Por eso le silban, pobrecito. Son los que se sienten cómodos en el desorden y la indefinición, los que se apartan del camino cuando sospechan que les lleva de vuelta a casa. Los que no se quejan ni patalean –nenazas- si no quedan bien claritos el nombre del asesino, sus motivos y el arma que usó, el número exacto de pasos que dio desde su casa hasta el escenario del crimen, qué juez ordenó el levantamiento del cadáver, quién firmó el atestado, qué pistas (y en qué orden concreto) llevaron a la detención del criminal. Los que pierden el tiempo formulando y tratando de contestar preguntas, aun sabiendo que la respuesta, si la hubiera, carecería por completo de importancia.

Una semana y dos visionados después he sabido (aunque sólo algo mejor) cómo puntuar una película insensata y desmedida que desafía las normas elementales tanto del sentido común como del negocio cinematográfico actual. Una película que, sin duda, aprieta menos de lo que pretende abarcar, que contiene personajes y situaciones superfluas, que peca de grandilocuencia y de solemnidad. Una película desbordante y telúrica, que fluye como un torrente que lo arrastra todo a su paso y en que la propia magnitud del conjunto impide a menudo la contemplación tranquila de los detalles. Una película que conmueve y sugiere hasta el agotamiento, en la que Malick ofrece al espectador un abrumador despliegue de recursos puramente cinematográficos para traducir lo más misterioso e inaprensible de la existencia humana en inauditas y poderosas metáforas visuales, de una belleza y profundidad difíciles de explicar con palabras. Una película hermosa y fallida y destinada (creo) a perdurar, aunque sea sólo como ejemplo de feliz e infrecuente anormalidad: la de un maestro en su oficio asomándose al umbral del más allá e interrogándose, sin esperar respuesta alguna, acerca de la posteridad de su obra y de la dificultad de encajar los límites del arte y la insignificante inmensidad de las inquietudes humanas. Como si eso, dicho sea de paso, fuera a importarle a nadie más o menos normal.
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