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Críticas ordenadas por utilidad
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6,7
10.384
7
15 de abril de 2021
15 de abril de 2021
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me gusta mucho lo que propone Lee Isaac Chung con Minari. Historia de mi familia. Es una historia dura que sabe cuándo y cómo ser entrañable y, sobretodo, sabe acercarse y conectar con su público. Un trozo de vida en el que los sueños se apagan, pero son capaces de volver a brillar con la fuerza de un incendio. Pero no son sueños genéricos. El realizador, de ascendencia coreana, emplea una de las mayores mentiras del capitalismo, esa burda definición motivacional en la que solo los pobres caemos cegados por la esperanza de una vida digna, para los estadounidenses bautizada como 'el sueño americano'.
El director recrea esto en una película de corte costumbrista donde la crítica socio-política nace de la necesidad de una familia coreana con vistas a conseguir, con dedicación, esfuerzo y renuncia, una vida apacible y dignificante que poder legar a los más pequeños. Pero nada surgido de la necesidad es bueno para nadie, y esto lo sabe muy bien Chung a la hora de que nosotros intimemos muy profundamente con sus personajes que, al fin y al cabo, no se alejan nada de la patética realidad que nos ha tocado vivir en una sociedad cada vez más deshumanizada a la que, o perteneces, o te descartan. Es de esa necesidad y de esa forma de 'salirse del rebaño' con lo que el director hila el argumento de Minari con dos narraciones paralelas que manifiestan la perspectiva adulta, Jacob y Monica (Steven Yeun y Han Ye-ri respectivamente) y la perspectiva de un niño, David (Alan S. Kim), solapándolas en pos de crear un íntimo y realista retrato familiar desde el que reflexionar sobre un sistema que ha condenado a la clase obrera a ser las simples ovejas de un pastor cruel que las condena a sufrir, como también condenará a sus corderos, y a los corderos de los corderos. Chung expresa gráfica e irónicamente esta idea colocando en el hogar de nuestros protagonistas un cuadro de Jesús pastoreando a su rebaño.
Las formas de presentar todo esto, en cierta manera, me recuerdan a los intensos dramas con los que el genio japonés Yasujirō Ozu emocionó al mundo entero a través de títulos como Cuentos de Tokio (1953), en el que, como en Minari, se sigue a una familia que tiende a la autodestrucción por culpa de las actitudes de unos y de otros para afrontar una vida condicionada por un sistema que motiva la falta de comunicación, la falta de tiempo, la falta de sentimientos... siempre por el trabajo y por esa inducida necesidad de ser útiles para la sociedad. Como cuando escogemos una carrera, para la que se tiende a dar más importancia a su utilidad de cara al mundo laboral antes que a la pasión que genere.
Es una película que te da palos para luego acariciarte. Desde el primer momento sabemos que nada va a ir bien, es más, que va a ir incluso a peor. Entonces, ¿por qué es tan bonita? Porque es una película de momentos. Los momentos más dulces y humanos, los sentimientos más puros son capaces de hacernos más fácil este duro y laborioso trabajo llamado Vida. Una abuela jugando con su nieto, una madre ayudando a su hija o una sentida confesión que, aunque no sea verdad, te calma. Sí, la abuela y la madre son, en realidad, Soonja, absolutamente espectacular Youn Yuh-Jung. Esa abuela que 'no parece una abuela de verdad' no solo funciona increíblemente como alivio cómico para destensar el dramatismo, sino que también nos brinda las escenas más cautivadoras de toda la película arrasando con toda clase de estereotipos a su paso, así como llevando el noble mensaje de Chung hacia los demás personajes.
Una película que, en su humildad, también afronta ese choque cultural. Aunque no es un choque. Es más parecido a una absorción. Aunque esté grabada casi en su totalidad en coreano, la cultura coreana está hechizada por América. La nueva generación habla Americano, más útil en Arkansas que en Corea del Sur. La antigua ni si quiera recuerda sus raíces, no les hacen falta ahora. Rezan a Dios y van a misa, más favorable en un país cristiano. Todo esto, una vez más, lo pone sobre la mesa nuestra entrañable abuela lanzando contra ella una carta de godori al grito de '¡bastardo!'
Con alma y, más que nada, humana es como definiría está bonita obra en la que Steven Yeun demuestra su impresionante maduración como actor capitaneando una producción tan importante como la apuesta de A24 sin obviar el enorme talento de Alan S. Kim y la absolutamente brillante actuación de la mujer que ha enternecido a Hollywood: Youn Yuh-Jung. (7.5).
El director recrea esto en una película de corte costumbrista donde la crítica socio-política nace de la necesidad de una familia coreana con vistas a conseguir, con dedicación, esfuerzo y renuncia, una vida apacible y dignificante que poder legar a los más pequeños. Pero nada surgido de la necesidad es bueno para nadie, y esto lo sabe muy bien Chung a la hora de que nosotros intimemos muy profundamente con sus personajes que, al fin y al cabo, no se alejan nada de la patética realidad que nos ha tocado vivir en una sociedad cada vez más deshumanizada a la que, o perteneces, o te descartan. Es de esa necesidad y de esa forma de 'salirse del rebaño' con lo que el director hila el argumento de Minari con dos narraciones paralelas que manifiestan la perspectiva adulta, Jacob y Monica (Steven Yeun y Han Ye-ri respectivamente) y la perspectiva de un niño, David (Alan S. Kim), solapándolas en pos de crear un íntimo y realista retrato familiar desde el que reflexionar sobre un sistema que ha condenado a la clase obrera a ser las simples ovejas de un pastor cruel que las condena a sufrir, como también condenará a sus corderos, y a los corderos de los corderos. Chung expresa gráfica e irónicamente esta idea colocando en el hogar de nuestros protagonistas un cuadro de Jesús pastoreando a su rebaño.
Las formas de presentar todo esto, en cierta manera, me recuerdan a los intensos dramas con los que el genio japonés Yasujirō Ozu emocionó al mundo entero a través de títulos como Cuentos de Tokio (1953), en el que, como en Minari, se sigue a una familia que tiende a la autodestrucción por culpa de las actitudes de unos y de otros para afrontar una vida condicionada por un sistema que motiva la falta de comunicación, la falta de tiempo, la falta de sentimientos... siempre por el trabajo y por esa inducida necesidad de ser útiles para la sociedad. Como cuando escogemos una carrera, para la que se tiende a dar más importancia a su utilidad de cara al mundo laboral antes que a la pasión que genere.
Es una película que te da palos para luego acariciarte. Desde el primer momento sabemos que nada va a ir bien, es más, que va a ir incluso a peor. Entonces, ¿por qué es tan bonita? Porque es una película de momentos. Los momentos más dulces y humanos, los sentimientos más puros son capaces de hacernos más fácil este duro y laborioso trabajo llamado Vida. Una abuela jugando con su nieto, una madre ayudando a su hija o una sentida confesión que, aunque no sea verdad, te calma. Sí, la abuela y la madre son, en realidad, Soonja, absolutamente espectacular Youn Yuh-Jung. Esa abuela que 'no parece una abuela de verdad' no solo funciona increíblemente como alivio cómico para destensar el dramatismo, sino que también nos brinda las escenas más cautivadoras de toda la película arrasando con toda clase de estereotipos a su paso, así como llevando el noble mensaje de Chung hacia los demás personajes.
Una película que, en su humildad, también afronta ese choque cultural. Aunque no es un choque. Es más parecido a una absorción. Aunque esté grabada casi en su totalidad en coreano, la cultura coreana está hechizada por América. La nueva generación habla Americano, más útil en Arkansas que en Corea del Sur. La antigua ni si quiera recuerda sus raíces, no les hacen falta ahora. Rezan a Dios y van a misa, más favorable en un país cristiano. Todo esto, una vez más, lo pone sobre la mesa nuestra entrañable abuela lanzando contra ella una carta de godori al grito de '¡bastardo!'
Con alma y, más que nada, humana es como definiría está bonita obra en la que Steven Yeun demuestra su impresionante maduración como actor capitaneando una producción tan importante como la apuesta de A24 sin obviar el enorme talento de Alan S. Kim y la absolutamente brillante actuación de la mujer que ha enternecido a Hollywood: Youn Yuh-Jung. (7.5).

7,7
21.506
8
2 de abril de 2021
2 de abril de 2021
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
La vejez, la última parada en el viaje humano. Cuando los huesos se desgastan y los músculos se entumecen por la caminata. Cuando las heridas de la aventura se abren, y de ellas brotan monstruos crueles y tenebrosos de los que ni tu madre, ni tu padre ni tus hijos pueden protegerte, y para los que solo un anuncio de muerte, el sueño, es capaz de hacer desaparecer. Pero estos monstruos son insistentes, y lo suficientemente importantes para bautizarlos. Estas siniestras criaturas son las enfermedades mentales, y Florian Zeller nos acerca a algunas de ellas con El padre, un intenso drama salpicado de terror psicológico en el que un carismático e inteligente hombre de avanzada edad, Anthony (Anthony Hopkins), es capturado por algunas de estas entidades sombrías, como Alzheimer, Demencia o Esquizofrenia, arrancándolo de la realidad para llevarlo a un laberinto mental sin salidas en el que está confuso, impotente y solo, condenado a recorrer sus frías rutas hasta el fin de sus días.
Aunque abordar este tema no sea novedoso, teniendo aclamadas referencias como Amor (Michael Haneke, 2012) o Siempre Alice (Richard Glatzer, 2014), Florian Zeller consigue nuestra absoluta implicación invirtiendo el punto de vista desde el que nos narra su obra. En lugar de observar, con una mirada ajena y sobria, los demonios que atormentan los últimos días del hombre cansado, nosotros observamos, con la misma mirada del hombre cansado, la realidad desmoronándose con cada puesta de Sol. Recorremos, junto Anthony, el dédalo de desesperación y soledad en el que estamos atrapados, buscando una salida, una lógica para justificar lo que nuestros sentidos nos sugieren, tratando de mantener la cordura como un Robinson en una isla desierta.
Y esto es algo que consigue, sin caer en las sensiblerías propias del género, con una narración que nada envidia al género del terror. En este, generalmente se presenta un orden que es alterado por un caos desconocido y extraño para el protagonista. Es el mismo caso de Anthony. Intuye una sombra cerniéndose sobre él. Una sombra que, incansable, lo persigue. Que se cuela, como un impostor, en su hogar. Que lo tortura indefinidamente. Que amenaza todo lo que quiere y pone en peligro todo lo que ha sido, todo lo que es y todo lo que será. La confusión y el miedo se apoderan de él, y, verdaderamente, sufrimos con él. No sabemos qué es la realidad, ni por qué es así la realidad y, como Anthony, nos sujetamos a la que más lógica presenta para poder entenderla, para poder enfrentar el terror a lo desconocido que lleva el ser humano en su esencia. El director francés se vale de una narración discontinua para conseguir tales golpes de efecto, infestándola de anacronías que distorsionan el espacio y tiempo para convertir el pequeño trozo de vida de Anthony en una espiral de caos en la que, inevitablemente, sucumbimos ante una realidad que escapa a nuestra comprensión.
Este excelente plan no podría haber estado mejor asistido. El montaje invertido de Yorgos Lamprinos es una amarga delicia para el espectador; lo suficientemente brusco para seguir con la delineación temporal, y lo suficientemente sutil para poder encontrar nexos que establezcan una lógica sobre lo que está pasando en pantalla. Algo que ayuda enormemente a la introducción de los fantásticos secundarios que pasean, como desconocidos, sobre el suelo del apartamento de Anthony. Estos, exceptuando a Anne (Olivia Colman), hija del protagonista, son complementos para mayor desarrollo y profundización del protagonista. Gracias a ellos podemos conocer más a Anthony; su personalidad, su temperamento y, sobretodo, ese bastión resquebrajado que resiste contra los huracanados vientos de su cabeza y que tiene por nombre Lucy, aquello que más quería.
Aunque el argumento se desarrolle, casi exclusivamente, en un solo escenario, Zeller lo inunda de simbolismo. En primer lugar, la paleta cromática. Azules y blancos encierran a Anthony en su cárcel mental, colores al servicio de la tristeza y el vacío respectivamente. En efecto, el blanco sirve a la insensibilidad que Anthony presenta hacia todo lo que le rodea, empezando desde el trato hacia su cuidadora y extendiéndose hacia su propia hija, revelando el triste vacío que adolece. Esta representación del blanco proviene del francés, idioma nativo del director de la cinta. Estos colores se ven afectados, de la misma forma que Anthony, por esa sombra siniestra que lo espía. Gradualmente, los tonos de ese luminoso apartamento se apagan, se oscurecen degenerativamente, pierden la vida que tenían gracias a las excelentes labores de iluminación. Este deterioro también se ve reflejado en la triste banda sonora compuesta por Ludovico Einaudi, llenas de tonos de violín que parecen apagarse en la lejanía del ritmo que, como si fuera por el uso, pierden gradualmente la intensidad de sus acordes y que Zeller expone gráficamente con esa canción que nuestro protagonista no para de escuchar. Una canción que, irónicamente, nos habla de un souvenir, preciosa palabra francesa que no es más que el sinónimo de un recuerdo, y que es tal su uso que el disco en el que la canción permanece guardada para el recuerdo termina rallándose ante los oídos de nuestro protagonista.
Aunque abordar este tema no sea novedoso, teniendo aclamadas referencias como Amor (Michael Haneke, 2012) o Siempre Alice (Richard Glatzer, 2014), Florian Zeller consigue nuestra absoluta implicación invirtiendo el punto de vista desde el que nos narra su obra. En lugar de observar, con una mirada ajena y sobria, los demonios que atormentan los últimos días del hombre cansado, nosotros observamos, con la misma mirada del hombre cansado, la realidad desmoronándose con cada puesta de Sol. Recorremos, junto Anthony, el dédalo de desesperación y soledad en el que estamos atrapados, buscando una salida, una lógica para justificar lo que nuestros sentidos nos sugieren, tratando de mantener la cordura como un Robinson en una isla desierta.
Y esto es algo que consigue, sin caer en las sensiblerías propias del género, con una narración que nada envidia al género del terror. En este, generalmente se presenta un orden que es alterado por un caos desconocido y extraño para el protagonista. Es el mismo caso de Anthony. Intuye una sombra cerniéndose sobre él. Una sombra que, incansable, lo persigue. Que se cuela, como un impostor, en su hogar. Que lo tortura indefinidamente. Que amenaza todo lo que quiere y pone en peligro todo lo que ha sido, todo lo que es y todo lo que será. La confusión y el miedo se apoderan de él, y, verdaderamente, sufrimos con él. No sabemos qué es la realidad, ni por qué es así la realidad y, como Anthony, nos sujetamos a la que más lógica presenta para poder entenderla, para poder enfrentar el terror a lo desconocido que lleva el ser humano en su esencia. El director francés se vale de una narración discontinua para conseguir tales golpes de efecto, infestándola de anacronías que distorsionan el espacio y tiempo para convertir el pequeño trozo de vida de Anthony en una espiral de caos en la que, inevitablemente, sucumbimos ante una realidad que escapa a nuestra comprensión.
Este excelente plan no podría haber estado mejor asistido. El montaje invertido de Yorgos Lamprinos es una amarga delicia para el espectador; lo suficientemente brusco para seguir con la delineación temporal, y lo suficientemente sutil para poder encontrar nexos que establezcan una lógica sobre lo que está pasando en pantalla. Algo que ayuda enormemente a la introducción de los fantásticos secundarios que pasean, como desconocidos, sobre el suelo del apartamento de Anthony. Estos, exceptuando a Anne (Olivia Colman), hija del protagonista, son complementos para mayor desarrollo y profundización del protagonista. Gracias a ellos podemos conocer más a Anthony; su personalidad, su temperamento y, sobretodo, ese bastión resquebrajado que resiste contra los huracanados vientos de su cabeza y que tiene por nombre Lucy, aquello que más quería.
Aunque el argumento se desarrolle, casi exclusivamente, en un solo escenario, Zeller lo inunda de simbolismo. En primer lugar, la paleta cromática. Azules y blancos encierran a Anthony en su cárcel mental, colores al servicio de la tristeza y el vacío respectivamente. En efecto, el blanco sirve a la insensibilidad que Anthony presenta hacia todo lo que le rodea, empezando desde el trato hacia su cuidadora y extendiéndose hacia su propia hija, revelando el triste vacío que adolece. Esta representación del blanco proviene del francés, idioma nativo del director de la cinta. Estos colores se ven afectados, de la misma forma que Anthony, por esa sombra siniestra que lo espía. Gradualmente, los tonos de ese luminoso apartamento se apagan, se oscurecen degenerativamente, pierden la vida que tenían gracias a las excelentes labores de iluminación. Este deterioro también se ve reflejado en la triste banda sonora compuesta por Ludovico Einaudi, llenas de tonos de violín que parecen apagarse en la lejanía del ritmo que, como si fuera por el uso, pierden gradualmente la intensidad de sus acordes y que Zeller expone gráficamente con esa canción que nuestro protagonista no para de escuchar. Una canción que, irónicamente, nos habla de un souvenir, preciosa palabra francesa que no es más que el sinónimo de un recuerdo, y que es tal su uso que el disco en el que la canción permanece guardada para el recuerdo termina rallándose ante los oídos de nuestro protagonista.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Uno de los mejores actores de la historia del cine, Sir Anthony Hopkins, sale de su zona de confort para regalarnos una interpretación apabullante llena de emociones olvidadas que desnudan a su personaje para hacernos ver la estremecedora vulnerabilidad de la vejez y la inclemencia de esos demonios que buscan poseerte cuando más débil estás, sin que nadie pueda arroparte para ahuyentarlos. La contraparte de la historia es personificada por una inmensa Olivia Colman que escenifica uno de los grandes dilemas morales de la paternidad de la forma más naturalmente dolorosa posible: el deber frente la libertad. El resto de secundarios, en sus pequeñas contribuciones, también están maravillosamente humanos. Imogen Poots transmite la calidez necesaria para aliviar el inmenso drama, mientras que Olivia Williams contribuye, de manera preciosa, a un desenlace que pone los sentimientos a flor de piel. Un elenco grandioso.
El padre es una película que duele, pero que, en cierta manera, reconforta. Reconforta por la humanidad que desprende y, sobretodo, por el tacto para tratar temas tan importantes como las enfermedades mentales, las cuales se tienden a menospreciar ante la salud física aun conociendo la enorme tasa de suicidios que cargan. Y, por supuesto, representando de la mejor forma posible aquellas personas que se dejan la libertad, la vida misma, para el cuidado de los pacientes. Florian Zeller ha hecho una de las mejores películas de 2020.
El padre es una película que duele, pero que, en cierta manera, reconforta. Reconforta por la humanidad que desprende y, sobretodo, por el tacto para tratar temas tan importantes como las enfermedades mentales, las cuales se tienden a menospreciar ante la salud física aun conociendo la enorme tasa de suicidios que cargan. Y, por supuesto, representando de la mejor forma posible aquellas personas que se dejan la libertad, la vida misma, para el cuidado de los pacientes. Florian Zeller ha hecho una de las mejores películas de 2020.

6,4
1.817
7
27 de marzo de 2021
27 de marzo de 2021
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
La pequeña producción de la Universal, dirigida por uno de los hijos bastardos del Expresionismo Alemán como el checo-americano Edgar G. Ulmer rompió la taquilla en 1934… y no me extraña. Satanás fue la primera película que congregó, como en una misa negra, a los dos profetas de lo macabro cinematográficamente hablando; a dos monstruos que no necesitan presentación como fueron Boris Karloff y Béla Lugosi, reuniendo a todos los feligreses del terror y la serie B en un duelo antológico sobre el origen del mal. Inspirada vagamente en el cuento El gato negro de Edgar Allan Poe, en esta película acompañamos a Peter y Joan Alison (David Manners y Jacqueline Wells respectivamente) a la Hungría de posguerra donde fantasmas y otros entes de deleznable naturaleza vagan todavía sobre las mentes de sus supervivientes, amenazando, como es habitual en los relatos del escritor y poeta de Boston, los límites de la cordura.
Ulmer concibe la guerra como el útero donde se gesta la depravación humana, algo que, aunque se resigne a un segundo plano de ambientación y causalidad, adquiere una importancia inusual en una película de terror. No solo justifica las acciones de sus dos protagonistas, sino que la visión del director sobre el belicismo confeccionador de monstruos es la idea desde la que parte para la construcción psicológica de ambos como muertos vivientes; cuerpos vacíos movidos por los eventos traumáticos de la guerra en los que la locura es la única razón para sus existencias, y que son traducidas en un paganismo que abandonó a Dios en las trincheras, sin duda, toda una novedad en el Hollywood de los años 30. De ahí el tan llamativo POV con el que arranca la cinta, donde podemos ver la cicatriz de guerra, la mano sustituida por una extensión mecánica del operario de ferrocarril que introduce al personaje de Lugosi en el relato.
El director, alumno de leyendas tan sonadas como F. W. Murnau, Fritz Lang o Josef von Sternberg se mueve entre sombras retorcidas y composiciones geométricas en increíbles escenografías heredadas de la Staatliche de la Bauhaus que elevan la atmósfera hacia el terror más inquietante donde la psicología de sus protagonistas convulsiona con crecientes espasmos de locura según avanza el macabro juego. El lugar escogido para el desarrollo de la historia, la amenazante mansión, el cementerio viviente donde mora el personaje de Karloff, Hjalmar Poelzig, es un símil de él mismo; una impresionante fachada, elegante e imponente que, en sus sótanos, en los lugares de la mente donde la conciencia no puede acceder, esconde, a buen recaudo, todo aquello por lo que dejamos de ser humanos. Algo parecido a lo que haría diez años después con el personaje de John Carradine en Barba Azul.
Gracias a todo esto, Ulmer es capaz de crear imágenes de una belleza perturbadora explotando la maravillosa concepción espacial de la que hace gala en conjugación con los juegos de luces y sombras que hacen parecer poéticas las filias más aberrantes, románticos los ritos más paganos y seductores los monstruos que pueblan esta mansión del mal. Pero la narración es terriblemente injusta con esos seductores. Esta, con completa naturalidad, tiende a inclinarse hacia la rivalidad entre los personajes de Karloff y Lugosi (rivalidad que trascendía de la pantalla), pero el director nos saca a patadas de ella priorizando el melodrama de los personajes de Manners y Wells, dándole más protagonismo del que realmente merece como complemento de la línea principal.
Las interpretaciones son correctas, sin más. Karloff y Lugosi se muestran completamente herméticos el uno con el otro, no arriesgando más de lo necesario, algo obvio cuando la disputa por ser la cara más popular del terror estaba en su punto más alto, recordemos, Karloff siendo el monstruo de Frankenstein más reconocido del cine con la obra maestra de James Whale El doctor Frankenstein (1931) y Lugosi siendo la auténtica definición del Conde Drácula gracias a la pericia de Tod Browning en Drácula (1931). Aun así, y como excelentes actores que son, el austro-húngaro sigue hipnotizando al espectador con miradas llenas de sugerencia y atractiva perversidad mientras que el inglés de nacimiento sigue siendo tan amenazador e intimidante como siempre. Satanás es una delicia para todos los amantes del terror clásico, aunque Ulmer resuelva las cosas como si fuera un Michael Bay expresionista. (7.5).
Ulmer concibe la guerra como el útero donde se gesta la depravación humana, algo que, aunque se resigne a un segundo plano de ambientación y causalidad, adquiere una importancia inusual en una película de terror. No solo justifica las acciones de sus dos protagonistas, sino que la visión del director sobre el belicismo confeccionador de monstruos es la idea desde la que parte para la construcción psicológica de ambos como muertos vivientes; cuerpos vacíos movidos por los eventos traumáticos de la guerra en los que la locura es la única razón para sus existencias, y que son traducidas en un paganismo que abandonó a Dios en las trincheras, sin duda, toda una novedad en el Hollywood de los años 30. De ahí el tan llamativo POV con el que arranca la cinta, donde podemos ver la cicatriz de guerra, la mano sustituida por una extensión mecánica del operario de ferrocarril que introduce al personaje de Lugosi en el relato.
El director, alumno de leyendas tan sonadas como F. W. Murnau, Fritz Lang o Josef von Sternberg se mueve entre sombras retorcidas y composiciones geométricas en increíbles escenografías heredadas de la Staatliche de la Bauhaus que elevan la atmósfera hacia el terror más inquietante donde la psicología de sus protagonistas convulsiona con crecientes espasmos de locura según avanza el macabro juego. El lugar escogido para el desarrollo de la historia, la amenazante mansión, el cementerio viviente donde mora el personaje de Karloff, Hjalmar Poelzig, es un símil de él mismo; una impresionante fachada, elegante e imponente que, en sus sótanos, en los lugares de la mente donde la conciencia no puede acceder, esconde, a buen recaudo, todo aquello por lo que dejamos de ser humanos. Algo parecido a lo que haría diez años después con el personaje de John Carradine en Barba Azul.
Gracias a todo esto, Ulmer es capaz de crear imágenes de una belleza perturbadora explotando la maravillosa concepción espacial de la que hace gala en conjugación con los juegos de luces y sombras que hacen parecer poéticas las filias más aberrantes, románticos los ritos más paganos y seductores los monstruos que pueblan esta mansión del mal. Pero la narración es terriblemente injusta con esos seductores. Esta, con completa naturalidad, tiende a inclinarse hacia la rivalidad entre los personajes de Karloff y Lugosi (rivalidad que trascendía de la pantalla), pero el director nos saca a patadas de ella priorizando el melodrama de los personajes de Manners y Wells, dándole más protagonismo del que realmente merece como complemento de la línea principal.
Las interpretaciones son correctas, sin más. Karloff y Lugosi se muestran completamente herméticos el uno con el otro, no arriesgando más de lo necesario, algo obvio cuando la disputa por ser la cara más popular del terror estaba en su punto más alto, recordemos, Karloff siendo el monstruo de Frankenstein más reconocido del cine con la obra maestra de James Whale El doctor Frankenstein (1931) y Lugosi siendo la auténtica definición del Conde Drácula gracias a la pericia de Tod Browning en Drácula (1931). Aun así, y como excelentes actores que son, el austro-húngaro sigue hipnotizando al espectador con miradas llenas de sugerencia y atractiva perversidad mientras que el inglés de nacimiento sigue siendo tan amenazador e intimidante como siempre. Satanás es una delicia para todos los amantes del terror clásico, aunque Ulmer resuelva las cosas como si fuera un Michael Bay expresionista. (7.5).

8,0
28.807
9
9 de marzo de 2021
9 de marzo de 2021
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
A estas alturas, poco se puede decir de la gran obra que supone Solo ante el peligro. No es solo la desmitificación del héroe americano en favor de la dignificación del hombre tras la estrella de latón lo que la hace tan grande, sino también la capacidad de Fred Zinnemann para narrar con suma sensibilidad la situación de un país desamparado por la ley a través de su icónico protagonista Harry Kane (Gary Cooper). Lo que la industria espera, y, en consecuencia, lo que la sociedad espera de un emisario de la justicia, de una figura tan honorable y valorada por la historia de América como la de un sheriff es renovada rompiendo los esquemas autoimpuestos por Hollywood en favor del retrato de un hombre abandonado, solo y, lo más importante, débil y vulnerable ante las inhóspitas adversidades del Salvaje Oeste. Un hombre siendo devorado salvajemente por la duda y el miedo en una incansable búsqueda de ayuda que lo hace frágil, que lo hace cruelmente humano, y que confronta los valores populares acuñados al héroe tan extendidos desde los albores del cine. Solo ante el peligro camina por las grietas psicológicas de su protagonista, a cada minuto más grandes y quebradizas, explorando sentimientos tan humanos como la inseguridad, la soledad y el miedo de los que, en principio, un sheriff debiera estar improvisto, y que Cooper y Zinnemann transforman en auténticos estandartes de valor. ¿Que hay más valeroso que mostrar tus debilidades? ¿Que manifestar tus miedos? ¿Que pedir ayuda?
Esta concepción del hombre firme pero vulnerable entraña una poderosa crítica política a la situación de Hollywood entre los años 1950 y 1956, en las que los míticos estudios parecían el mismo pueblo de Hadleyville en el que los realizadores buscaban refugio, fieles a sus valores, a la temblorosa espera de los mercenarios del macartismo. Los acusados, entre ellos, el propio guionista Carl Foreman, se veían abandonados por la ley, por sus congéneres e incluso por una sociedad entera que miraba hacia otro lado, tan solos como el personaje de Cooper con el que Zinnemann representa metafóricamente, y usando uno de los mayores instrumentos propagandísticos de los valores americanos como el wéstern, la injusta desolación de sus compañeros de profesión. Pero, al igual que Kane, estos no legaban sus estrellas a la siguiente generación. Asumiendo la responsabilidad, y embriagados del miedo por el devenir, se quedaron en Hadleyville, resistieron en Hollywood, por la incansable búsqueda de ayuda y justicia que ni la ciudadanía ni el sistema respaldaban.
Las acciones y sentimientos de los perseguidos por el senador McCarthy, la estancia, resistencia y oposición a la caza de brujas es con lo que Zinnemann construye a su protagonista en una parábola con la Edad Dorada de Hollywood, además, empleando para ello tres de los ejes temáticos por excelencia de esta etapa cinematográfica. La búsqueda de la verdad, tema que uno de los más populares acusados de comunismo, el impecable Joseph ‘Joe’ L. Mankiewicz llevó a la perfección con títulos como Eva al desnudo (1950). El sentido del deber, muy recurrente en el wéstern, y altamente extendido por dos iconos como John Ford y John Wayne, ambos en manifiesto desacuerdo con la ‘débil’ concepción del sheriff que plantea Zinnemann antónima al héroe fuerte y solitario de Centauros del desierto (1956) o La diligencia (1939). Por último, el sentido de la justicia que, independientemente del examen ético y moral al que es sometido el protagonista, este prevalece por encima de todo lo demás al ser el recurso resolutivo en el que Zinnemann deposita más importancia y peso, ya que es por el cual se rige el argumento del filme dándole al protagonista una causa justa para quedarse, incluso recién casado y jubilado, en el pueblo de Hadleyville ante la amenaza en ciernes, aludiendo a la empatía de la ciudadanía que es, metafóricamente, la misma del espectador. Esta forma de tratar el sentido de la justicia en el wéstern sería repetido por el último director clásico, la leyenda californiana Clint Eastwood en la inevitable Sin perdón (1992) a través de un personaje similar en construcción y profundidad que Harry Kane; William Munny.
Zinnemann presenta un dominio absoluto del tiempo real, eludiendo elementos cinematográficos que ordenen la narración para configurar, desde el planteamiento, una tensión creciente e insoportable que abrasa el rostro del personaje de Cooper como el mismo sol de Hadleyville, desde la que prepara la atmósfera óptima de cara al desenlace intensificando los sentimientos que Kane tiene engrilletados en el alma, derivados de los tres ejes temáticos, y que arrastra por las arenas del wéstern en su desesperada e incansable búsqueda de ayuda. En su batida, el tiempo sigue corriendo, algo de lo que Zinnemann no quiere que nos olvidemos. Por eso, el director intercala en puntos críticos de la narración planos detalle de relojes y vías de tren, perfectamente sincronizados para anunciarnos la esquela macabra de Kane, y perfectamente compenetrados con los primeros planos de Gary Cooper en la que su ansiedad, preocupación y soledad se contagia a cada gota de sudor resbalando por sus sienes.
Mientras se acerca la hora señalada, numerosos secundarios entran en escena no solo para elevar, con muchísima naturalidad, la atmósfera, sino también para terminar de definir la personalidad del protagonista. Probablemente, las dos mujeres del filme sean las más importantes en este sentido. Por un lado, Amy Kane (Grace Kelly), el símbolo de una nueva vida para Will; dulce e inmaculada vistiendo de blanco, una alegoría a la buena vida y la paz que, simbólicamente, son prometidas a Will desde el matrimonio con el que se abre la película, posibilitando la serena sepultura de la violencia que manchaba su vida cuando todavía brillaba en su pecho la estrella del sheriff.
Esta concepción del hombre firme pero vulnerable entraña una poderosa crítica política a la situación de Hollywood entre los años 1950 y 1956, en las que los míticos estudios parecían el mismo pueblo de Hadleyville en el que los realizadores buscaban refugio, fieles a sus valores, a la temblorosa espera de los mercenarios del macartismo. Los acusados, entre ellos, el propio guionista Carl Foreman, se veían abandonados por la ley, por sus congéneres e incluso por una sociedad entera que miraba hacia otro lado, tan solos como el personaje de Cooper con el que Zinnemann representa metafóricamente, y usando uno de los mayores instrumentos propagandísticos de los valores americanos como el wéstern, la injusta desolación de sus compañeros de profesión. Pero, al igual que Kane, estos no legaban sus estrellas a la siguiente generación. Asumiendo la responsabilidad, y embriagados del miedo por el devenir, se quedaron en Hadleyville, resistieron en Hollywood, por la incansable búsqueda de ayuda y justicia que ni la ciudadanía ni el sistema respaldaban.
Las acciones y sentimientos de los perseguidos por el senador McCarthy, la estancia, resistencia y oposición a la caza de brujas es con lo que Zinnemann construye a su protagonista en una parábola con la Edad Dorada de Hollywood, además, empleando para ello tres de los ejes temáticos por excelencia de esta etapa cinematográfica. La búsqueda de la verdad, tema que uno de los más populares acusados de comunismo, el impecable Joseph ‘Joe’ L. Mankiewicz llevó a la perfección con títulos como Eva al desnudo (1950). El sentido del deber, muy recurrente en el wéstern, y altamente extendido por dos iconos como John Ford y John Wayne, ambos en manifiesto desacuerdo con la ‘débil’ concepción del sheriff que plantea Zinnemann antónima al héroe fuerte y solitario de Centauros del desierto (1956) o La diligencia (1939). Por último, el sentido de la justicia que, independientemente del examen ético y moral al que es sometido el protagonista, este prevalece por encima de todo lo demás al ser el recurso resolutivo en el que Zinnemann deposita más importancia y peso, ya que es por el cual se rige el argumento del filme dándole al protagonista una causa justa para quedarse, incluso recién casado y jubilado, en el pueblo de Hadleyville ante la amenaza en ciernes, aludiendo a la empatía de la ciudadanía que es, metafóricamente, la misma del espectador. Esta forma de tratar el sentido de la justicia en el wéstern sería repetido por el último director clásico, la leyenda californiana Clint Eastwood en la inevitable Sin perdón (1992) a través de un personaje similar en construcción y profundidad que Harry Kane; William Munny.
Zinnemann presenta un dominio absoluto del tiempo real, eludiendo elementos cinematográficos que ordenen la narración para configurar, desde el planteamiento, una tensión creciente e insoportable que abrasa el rostro del personaje de Cooper como el mismo sol de Hadleyville, desde la que prepara la atmósfera óptima de cara al desenlace intensificando los sentimientos que Kane tiene engrilletados en el alma, derivados de los tres ejes temáticos, y que arrastra por las arenas del wéstern en su desesperada e incansable búsqueda de ayuda. En su batida, el tiempo sigue corriendo, algo de lo que Zinnemann no quiere que nos olvidemos. Por eso, el director intercala en puntos críticos de la narración planos detalle de relojes y vías de tren, perfectamente sincronizados para anunciarnos la esquela macabra de Kane, y perfectamente compenetrados con los primeros planos de Gary Cooper en la que su ansiedad, preocupación y soledad se contagia a cada gota de sudor resbalando por sus sienes.
Mientras se acerca la hora señalada, numerosos secundarios entran en escena no solo para elevar, con muchísima naturalidad, la atmósfera, sino también para terminar de definir la personalidad del protagonista. Probablemente, las dos mujeres del filme sean las más importantes en este sentido. Por un lado, Amy Kane (Grace Kelly), el símbolo de una nueva vida para Will; dulce e inmaculada vistiendo de blanco, una alegoría a la buena vida y la paz que, simbólicamente, son prometidas a Will desde el matrimonio con el que se abre la película, posibilitando la serena sepultura de la violencia que manchaba su vida cuando todavía brillaba en su pecho la estrella del sheriff.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Por otro lado, Helen Ramírez (Katy Jurado), el símbolo de la vida pasada de Will; fuerte y temperamental vistiendo de negro, una alegoría a la mala vida de la que Will trata de desprenderse. El contrapunto de ambas mujeres y su relación con Will insinúan de forma espléndida y sutil la redención a la que aspira el protagonista, y cómo esta, en el último momento de su vida, parece escabullirse entre sus dedos impotentes, incrementando la desolación y pesimismo con los que Zinnemann no cesa la tortura.
Y para esta tortura, Zinnemann tiene un plano histórico que lo representa de manera gráfica. Un gran plano general picado, o plano grúa, se alza sobre el sufrido rostro de Kane, alejándose cada vez más hasta enseñarnos un Hadleyville completamente fantasma, con lo que queda del hombre y del sheriff en medio, buscando con la mirada algo que sabe no va a encontrar. La angustia, desolación e impotencia alcanzan sus picos más altos solo unos segundos antes de la catástrofe, golpeándonos con la misma esencia de la soledad, con el éxtasis de la propia película, con el sufrimiento completo del hombre solo ante el peligro, abandonado por el amor, abandonado por la ley, abandonado por todo. Una escena realmente inolvidable por su cruda poesía. Bajo la batuta de Dimitri Tiomkin, ganador del Óscar por méritos obvios a mejor banda sonora, se apuntalan, como maderos viejos, los sentimientos que consumen a Cooper en su búsqueda, embelleciéndolos con un agrio gusto de desesperanza que decoran el inmisericorde Salvaje Oeste con el que Zinnemann nos muestra la tierra, fértil de leyes, por la que sus compañeros de profesión deambulaban en la década de los cincuenta.
Gary Cooper está absolutamente brillante en el que sería uno de los papeles de su vida. Todo lo que el director pretende decir lo hace a través de sus labios, de sus ojos, incluso desde su modo de caminar. La gran carga psicológica que soporta su personaje hasta la extenuación es llevada con una plausible elegancia y serenidad sin perder, en ningún momento, el intenso dramatismo excelentemente cubierto por un uso del blanco y negro correctísimo. Otra grandísima interpretación es dada por esa belleza salvaje con la que Katy Jurado domina cada escena; su carisma y su presencia son explotados al máximo tanto por Zinnemann como por Tiomkin con primeros planos donde la iluminación realza la seguridad tanto de la actriz como de su personaje, y los motivos españoles con los que el compositor adorna su porte elevan, más si cabe, la orgullosa personalidad de una mujer mexicana en el Salvaje Oeste. Sin embargo, la interpretación de la Princesa de Mónaco la considero extremadamente pobre, transmitiendo prácticamente por inercia los intereses de su personaje. La inexpresividad y pasividad de Kelly a duras penas mantienen el dramatismo romántico con el que Zinnemann trata de destrozar aún más a su pobre protagonista. A nivel personal, creo que Kim Novak habría hecho auténticas maravillas con el personaje de Kelly. En el resto del reparto podemos ver a un jovencísimo Lee Van Cleef, secundario de lujo muy habitual en el género, a Lloyd Bridges, padre de Jeff Bridges, o al mítico actor de la Hammer Lon Chaney Jr., todos impecables en sus pequeños aportes.
Uno de los wésterns más emblemáticos de la historia del cine que será recordado de aquí a la eternidad por su complejidad y profundidad, por su excelencia tanto en forma como en contenido y cuya mayor proeza es saltarse todas las normas del wéstern clásico, romper los esquemas del sistema, para afinar un agudísimo tiro hacia Hollywood y hacia una comunidad incapacitada por el egoísmo que condenó a muchos artistas a estar, como Cooper, solos ante el peligro.
Y para esta tortura, Zinnemann tiene un plano histórico que lo representa de manera gráfica. Un gran plano general picado, o plano grúa, se alza sobre el sufrido rostro de Kane, alejándose cada vez más hasta enseñarnos un Hadleyville completamente fantasma, con lo que queda del hombre y del sheriff en medio, buscando con la mirada algo que sabe no va a encontrar. La angustia, desolación e impotencia alcanzan sus picos más altos solo unos segundos antes de la catástrofe, golpeándonos con la misma esencia de la soledad, con el éxtasis de la propia película, con el sufrimiento completo del hombre solo ante el peligro, abandonado por el amor, abandonado por la ley, abandonado por todo. Una escena realmente inolvidable por su cruda poesía. Bajo la batuta de Dimitri Tiomkin, ganador del Óscar por méritos obvios a mejor banda sonora, se apuntalan, como maderos viejos, los sentimientos que consumen a Cooper en su búsqueda, embelleciéndolos con un agrio gusto de desesperanza que decoran el inmisericorde Salvaje Oeste con el que Zinnemann nos muestra la tierra, fértil de leyes, por la que sus compañeros de profesión deambulaban en la década de los cincuenta.
Gary Cooper está absolutamente brillante en el que sería uno de los papeles de su vida. Todo lo que el director pretende decir lo hace a través de sus labios, de sus ojos, incluso desde su modo de caminar. La gran carga psicológica que soporta su personaje hasta la extenuación es llevada con una plausible elegancia y serenidad sin perder, en ningún momento, el intenso dramatismo excelentemente cubierto por un uso del blanco y negro correctísimo. Otra grandísima interpretación es dada por esa belleza salvaje con la que Katy Jurado domina cada escena; su carisma y su presencia son explotados al máximo tanto por Zinnemann como por Tiomkin con primeros planos donde la iluminación realza la seguridad tanto de la actriz como de su personaje, y los motivos españoles con los que el compositor adorna su porte elevan, más si cabe, la orgullosa personalidad de una mujer mexicana en el Salvaje Oeste. Sin embargo, la interpretación de la Princesa de Mónaco la considero extremadamente pobre, transmitiendo prácticamente por inercia los intereses de su personaje. La inexpresividad y pasividad de Kelly a duras penas mantienen el dramatismo romántico con el que Zinnemann trata de destrozar aún más a su pobre protagonista. A nivel personal, creo que Kim Novak habría hecho auténticas maravillas con el personaje de Kelly. En el resto del reparto podemos ver a un jovencísimo Lee Van Cleef, secundario de lujo muy habitual en el género, a Lloyd Bridges, padre de Jeff Bridges, o al mítico actor de la Hammer Lon Chaney Jr., todos impecables en sus pequeños aportes.
Uno de los wésterns más emblemáticos de la historia del cine que será recordado de aquí a la eternidad por su complejidad y profundidad, por su excelencia tanto en forma como en contenido y cuya mayor proeza es saltarse todas las normas del wéstern clásico, romper los esquemas del sistema, para afinar un agudísimo tiro hacia Hollywood y hacia una comunidad incapacitada por el egoísmo que condenó a muchos artistas a estar, como Cooper, solos ante el peligro.
24 de febrero de 2021
24 de febrero de 2021
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
1954. Dos hitos universales nacían, a la par, de las increíbles mentes de dos amigos y genios japoneses que aterrorizaron a todas las productoras nacionales por el enorme presupuesto que requerían. Los siete samuráis y Godzilla. Japón bajo el terror del monstruo veían la luz, arrasando económicamente a la legendaria productora Tōhō y erigiéndose, en plena Edad de Oro del Cine Japonés, como dos auténticos monstruos cinematográficos unidos por la amistad de sus creadores, Akira Kurosawa e Ishirô Honda respectivamente, rompiendo mares y océanos para abrirse paso hasta Occidente y convertirse en las ineludibles obras que todos conocemos. Mientras, Motoyoshi Oda, también compañero de oficio de Honda y Kurosawa en Tōhō, se frotaba las manos ante la posibilidad de explotar el fenómeno cinematográfico que aterrorizó el Imperio del Sol Naciente. Y llegó en forma de secuela con Godzilla contraataca (El rey de los monstruos) tan solo un año después, con más acción, más destrucción, y más monstruos, sustituyendo la profundidad de su predecesora por la exaltación de Japón y de sus héroes en una exhibición cultural y militar del pensamiento japonés, y de todos los compañeros de Oda que se vieron involucrados en la segunda guerra sino-japonesa (1937 – 1945).
A pesar del bajón técnico respecto a su predecesora, Oda consigue anotarse un buen resultado parafraseando los esquemas empleados por Honda e inundándolos de acción y épica en favor de ese ensalzamiento patriótico en el que crea una vítrea aura de costumbrismo capaz de recrear, con facilidad, la mentalidad nipona a través de la gestión del país sobre una catástrofe de estas características basándose en el esfuerzo, la perseverancia y el trabajo. Todo ello condensado en una película puramente comercial que rivaliza con las grandes producciones americanas en cuanto a la construcción del héroe; un hombre que lo da todo por su país, que renuncia a todo por su país, y que tan vigente estaba por la sombra de la Segunda Guerra Mundial a pesar del tratado de paz, del tratado de San Francisco, firmado por ambas potencias, pero al que la tensión por la posesión de la isla de Okinawa no favorecía en absoluto. De hecho, no es casualidad que la película se plantee con uno de nuestros protagonistas, Kôji Kobayashi (Minoru Chiaki), empleado para la Fuerza Aérea de Autodefensa de Japón (casualmente, creada en 1954), yendo a explorar una isla bajo la jurisdicción japonesa ocupada por el monstruo.
Oda sabe lo que quiere su público, y Oda lo ofrece en bandeja de plata. Invita a un viejo amigo de Godzilla a su fiesta de belicismo y destrucción, un inmenso monstruo prehistórico llamado Angilas y cuyo diseño es espectacular, al que sabiamente nos presenta desde el planteamiento para hacer ver a su público las megalómanas dimensiones que augura una lucha sin parangón. Las escenas que comparten plano son sencillamente inmensas, arropadas con sumo cuidado por el diseño de producción de Takeo Kita y Teruaki Abe que presentan suma calidad en la recreación del urbanismo de Tokio a través de las cuidadísimas maquetas que sus criaturas aniquilan. Esta acción es sufragada por una tendencia al frenetismo en ocasiones desconcertante. Las escalas que maneja Oda no son verosímiles en más de una ocasión, así como los movimientos de sus engendros a la hora de combatir, más parecidos al de dos luchadores de lucha libre que al de dos dinosaurios gigantes y a los que el montaje no termina de favorecer del todo.
La profundidad bélica y política de su predecesora está absolutamente marginada en pos de la acción descontrolada, condicionada enteramente por la nula complejidad de sus personajes. De hecho, Kyohei Yamane, personaje de suma actividad e importancia en la obra de Honda, parece ser utilizado exclusivamente como reclamo para la audiencia al estar interpretado, nuevamente, por el legendario actor Takashi Shimura en su mejor década cinematográfica. Los personajes no tienen una personalidad definida, entregados de forma plena al heroísmo del kaijū, y sus relaciones están tan desdibujadas que no tiene mayor interés que un sinuoso aporte dramático que justifique las acciones de los personajes principales, de los que el ya nombrado Kobayashi es la pieza angular de la narración. El implacable leitmotiv que Ifukube diseñó para Godzilla. Japón bajo el terror del monstruo no es alcanzable, ni por mínima casualidad, por la banda sonora con la que Masaru Satô adorna pobremente el fragor de la batalla.
La gran resolución, el punto álgido del desenlace, cuando la batalla debe alcanzar su mayor pico de espectacularidad y tensión es cuando Oda se muestra terriblemente holgazán, destrozando la fantástica puesta en escena que consigue. Literalmente, repite hasta el cansancio las mismas secuencias aéreas una y otra vez en un tortuoso bucle de aviones, misiles y cargas banzai que dejan mucho que desear respecto a lo anteriormente visto en la película. No es posible decir mucho sobre las interpretaciones, ya que sus personajes son tan planos que es imposible hacer mucho con ellos más allá de cumplir con su deber, de los que Minoru Chiaki se lleva todas las condecoraciones posibles. Godzilla contraataca (El rey de los monstruos) es puro entretenimiento, y expande correctamente el universo del icono japonés, pero con un guion más elaborado que continuara explotando los conflictos de su predecesora podría haber logrado un resultado más convincente.
A pesar del bajón técnico respecto a su predecesora, Oda consigue anotarse un buen resultado parafraseando los esquemas empleados por Honda e inundándolos de acción y épica en favor de ese ensalzamiento patriótico en el que crea una vítrea aura de costumbrismo capaz de recrear, con facilidad, la mentalidad nipona a través de la gestión del país sobre una catástrofe de estas características basándose en el esfuerzo, la perseverancia y el trabajo. Todo ello condensado en una película puramente comercial que rivaliza con las grandes producciones americanas en cuanto a la construcción del héroe; un hombre que lo da todo por su país, que renuncia a todo por su país, y que tan vigente estaba por la sombra de la Segunda Guerra Mundial a pesar del tratado de paz, del tratado de San Francisco, firmado por ambas potencias, pero al que la tensión por la posesión de la isla de Okinawa no favorecía en absoluto. De hecho, no es casualidad que la película se plantee con uno de nuestros protagonistas, Kôji Kobayashi (Minoru Chiaki), empleado para la Fuerza Aérea de Autodefensa de Japón (casualmente, creada en 1954), yendo a explorar una isla bajo la jurisdicción japonesa ocupada por el monstruo.
Oda sabe lo que quiere su público, y Oda lo ofrece en bandeja de plata. Invita a un viejo amigo de Godzilla a su fiesta de belicismo y destrucción, un inmenso monstruo prehistórico llamado Angilas y cuyo diseño es espectacular, al que sabiamente nos presenta desde el planteamiento para hacer ver a su público las megalómanas dimensiones que augura una lucha sin parangón. Las escenas que comparten plano son sencillamente inmensas, arropadas con sumo cuidado por el diseño de producción de Takeo Kita y Teruaki Abe que presentan suma calidad en la recreación del urbanismo de Tokio a través de las cuidadísimas maquetas que sus criaturas aniquilan. Esta acción es sufragada por una tendencia al frenetismo en ocasiones desconcertante. Las escalas que maneja Oda no son verosímiles en más de una ocasión, así como los movimientos de sus engendros a la hora de combatir, más parecidos al de dos luchadores de lucha libre que al de dos dinosaurios gigantes y a los que el montaje no termina de favorecer del todo.
La profundidad bélica y política de su predecesora está absolutamente marginada en pos de la acción descontrolada, condicionada enteramente por la nula complejidad de sus personajes. De hecho, Kyohei Yamane, personaje de suma actividad e importancia en la obra de Honda, parece ser utilizado exclusivamente como reclamo para la audiencia al estar interpretado, nuevamente, por el legendario actor Takashi Shimura en su mejor década cinematográfica. Los personajes no tienen una personalidad definida, entregados de forma plena al heroísmo del kaijū, y sus relaciones están tan desdibujadas que no tiene mayor interés que un sinuoso aporte dramático que justifique las acciones de los personajes principales, de los que el ya nombrado Kobayashi es la pieza angular de la narración. El implacable leitmotiv que Ifukube diseñó para Godzilla. Japón bajo el terror del monstruo no es alcanzable, ni por mínima casualidad, por la banda sonora con la que Masaru Satô adorna pobremente el fragor de la batalla.
La gran resolución, el punto álgido del desenlace, cuando la batalla debe alcanzar su mayor pico de espectacularidad y tensión es cuando Oda se muestra terriblemente holgazán, destrozando la fantástica puesta en escena que consigue. Literalmente, repite hasta el cansancio las mismas secuencias aéreas una y otra vez en un tortuoso bucle de aviones, misiles y cargas banzai que dejan mucho que desear respecto a lo anteriormente visto en la película. No es posible decir mucho sobre las interpretaciones, ya que sus personajes son tan planos que es imposible hacer mucho con ellos más allá de cumplir con su deber, de los que Minoru Chiaki se lleva todas las condecoraciones posibles. Godzilla contraataca (El rey de los monstruos) es puro entretenimiento, y expande correctamente el universo del icono japonés, pero con un guion más elaborado que continuara explotando los conflictos de su predecesora podría haber logrado un resultado más convincente.
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