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Críticas 377
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
8
9 de marzo de 2025
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
La gradación. Ese era el título inicial que me vino a la cabeza para el texto. Todo comienza con un tono cutre RTVE convencional: entrevistas asépticas, voces lejanas de otro tiempo, cierto feísmo formal de apariencia no buscada. De pronto, Joaquim Jordà mete la cámara en el acuario de Boccaccio en un plano hipnótico que retrata un mundo de besugos, atunes, protozoos. Y luego los borrachos en la barra, con ese “yo no lo conocía” terminal… y germinal. Ahí comienza la aventura, el ‘encargo’, la íntima epopeya de Daría.

‘El encargo del cazador’ es la construcción de un mito. Jordà modula y dosifica, nos lleva de la mano, hurta y enseña, idea un monstruo. Su no presencia va cargando de sentido y fuerza lo narrado. A través de sus mujeres, sobre todo; de su hija. De testimonios vagos o precisos, de compañeros de timba, de alcoba o de consulta, de algún pasante o paseante ocasional. Anécdotas que inquietan, sucesos terribles contados con sonrisa o cirugía, que calan gota a gota, golpe a golpe, sedimentando en capas de negrura. La información es gradual y sabiamente administrada. Cuando llega el Minotauro, su voz, su canto –el son más que el sentido, pero también el sentido–, la cadencia, el paso, el trueno, el deambular… el rostro, ese aliento detrás de lo grabado... cuando llega, decía, el Minotauro, se nos hiela la sangre. No imagino el viso ni el rugido de Medusa de otro modo.

Junto a Daría Esteva –no habla de ‘su padre’ sólo dice Jacinto, creando una distancia fatalmente ambigua– entramos en el laberinto. Es todo lucidez, humor, oscuridad; la caja negra indescifrable.

No olvidaré el documental. Ni las palabras de Daría –su compasión por el monstruo o criatura–. Ni el cálculo de Quim, Quimet, Joaquim Jordà, que supo urdir este retrato –mitad Teseo, mitad bruto; más bruto que Teseo–, con una deslumbrante Ariadna tirando del hilo hasta encontrarse frente a. Corta.

Y al director ¿no le queda más remedio? que parar.
21 de diciembre de 2024
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
[38:26 – 38:32]

¿Qué cabe en un intervalo de apenas cinco segundos?

Ginnie (Shirley MacLaine), en primer plano, parpadea. Dice: “Yo voy con quien quiero.” Su rostro adopta mil matices. Como escribiera Luis Alberto Sánchez al describir a Macedonio Fernández, “hablaba con pausas de silencio oral y elocuencia de miradas. Las palabras subrayaban a los ojos.” O quizás sea justo lo contrario. O tal vez los ojos subrayen y desmientan a un tiempo las palabras.

Esperanza, candor, alegría, tristeza, seducción, miedo ante las vanas ilusiones… todo lo agrio y dulce que cabe en una vida.

Se suele acusar a los personajes de esta cinta con todo tipo de improperios; como si fueran un saco hipócrita de vicios; se suele perdonar en ellos más el vicio honesto, la franqueza, que el vicio soterrado. Sin embargo, son solo seres grises. Ginnie es, por contraste (y vestuario), el foco de la luz. Pasa de la estridencia colorida al blanco inmaculado, pero es siempre dueña de la luz.

La escena final, tan ponderada por el pastor de la polvorosa, debería estudiarse en las escuelas.

Gracias por el cinematógrafo, gracias por la fotografía en movimiento. Gracias por el primer plano, que detiene el instante; y nos entrega con su abrazo el infinito.
18 de diciembre de 2022
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un violín sin dientes y desaliñado, que nos hace sentir un respeto profundo e infinito por los músicos, que, como diría aquel comentarista deportivo, son jornaleros de la gloria; una expresión feliz y desgastada. Esa apariencia de belleza que no llega a ser del todo suciedad. Licor y música como válvula de escape a ningún sitio.

Béla Tarr –algunos años antes de esculpir su propia voz– ofrece planos cortos e invasivos. Claustrofobia. El título original ‘Szabadgyalog’ podría referirse a un sanatorio –no he conseguido averiguarlo navegando por la red–. El azul de las pupilas es casi el único asidero de color. Azul es a menudo la sonrisa desdentada del protagonista, que va perdiendo o extravía su cantar.

La calidez que se desprende de esas notas no afinadas es alimento incomparable. Pocas veces me han llegado de ese modo unos acordes callejeros, tabernarios, tan distintos de la acústica-confort.

Advierto con tristeza tarkovskiana que la apisonadora acabará con el violín.

===

Quisiera rescatar un plano extraordinario, quizás mil veces visto –o no del todo.

Al concluir el funeral por el amigo fallecido, mientras se baja el ataúd al agujero, la cámara se abre al horizonte. Pasa un tren cuyo sonido nos lo había anticipado. Se intuye en la locomotora al maquinista. En el resto de vagones no hay un alma. O puede que esa alma que buscamos –tan gris y llena de aberturas– sea el propio tren.

“Yo canto su elegancia con palabras que gimen / y recuerdo una brisa triste por los olivos.”, escribió en su día García Lorca.

“...porque te has muerto para siempre.”
5 de agosto de 2020
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Shiro Kido es uno de esos productores a la americana, imponente y enérgico; aterrizó en la Shochiku en 1924 y trabajó con algunos de los más grandes directores japoneses. Se le considera una figura controvertida y contrastada. Cuenta la leyenda que Mikio Naruse nunca fue santo de su devoción; de él llegó a decir que el estudio no necesitaba un segundo Ozu –una copia menor, ha de entenderse–. Por lo demás, le consideraba un director monótono, falto de contrastes y excesivamente pesimista.

Al parecer sólo ‘¡Ánimo, hombre!’ suscitó su admiración.

En su visión del cine debía primar el optimismo, la alternancia de penas y alegrías, el respeto por la autoridad y el orden y, por qué no, la apertura a los procedimientos formales de ultramar.

Mikio Naruse trabajó quince años para la Shochiku. Realizó para ellos una veintena larga de películas. Más adelante se fue a la P.C.L. (Photo Chemical Laboratory), antecesora de la Toho. Es posible que la marcha de Naruse se debiera a su falta de empatía con los planteamientos de su jefe, también es plausible una razón más simple: quería hacer sonoro y, en aquella época, la P.C.L. se fundó para especializarse en ese tipo de tecnología.

Sospecha Jean Narboni, en su monografía sobre el director para Cahiers du Cinéma, que en ‘¡Ánimo, hombre!’ hay un conflicto entre Naruse y su patrón. Me complace pensar que está en lo cierto; el cotilleo puede añadir sal al caldo creativo.

Estamos ante un corto tragicómico que recuerda, en su temática, a la posterior ‘He nacido, pero...’, de Yasujiro Ozu. El padre, Okabe, un muy modesto agente de seguros, ha de humillarse para subsistir.

Sin embargo, pese a las dentelladas de humor, el tono de Naruse es más oscuro.

En la zona ‘spoiler’ quisiera analizar por qué, desde mi punto de vista, el director se lleva el gato al agua frente al productor.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Jean Narboni ve en el final un forzado happy end impuesto por la productora. Es posible… si existiera realmente un happy end.

El corto, hasta más allá de su mitad, es de espíritu ligero, con destellos amargos y una sensación de plenitud feliz en el rodaje de las escenas con los niños. El punto de inflexión tonal se sitúa en la proporción áurea de la cinta, en la secuencia en la que el padre, cambiando mezquinamente de actitud, reprende a su hijo por pegar al churumbel de una familia adinerada. A partir de ahí el relato se ennegrece.

Mientras Okabe logra colocar la póliza, su hijo es arrollado (en elipsis narrativa) por el tren. Irónicamente, las pólizas que vende son seguros de vida para niños.

La última escena, en el hospital, es una pequeña joya cinematográfica:

Tinieblas / Figuras fantasmales / El chico con los ojos cerrados en el lecho / Primer plano de la madre enjugándose una lágrima / El gesto apesadumbrado del médico / Su reloj / El péndulo / El grifo que gotea / La cámara que sigue el deambular en sombra de la madre / El médico en la cabecera del enfermo / De nuevo el gotear del grifo, esta vez con panorámica de arriba abajo…

Todo sugiere que el niño ha de morir.

Volvemos a los pasos de la madre / El grifo / Una mosca muerta en el agua de la pila / La madre que se gira y llega el padre…

El médico le dice que aún es pronto para saber a qué atenerse; el crío se disculpa (esas podrían ser sus últimas palabras), aunque no hubiera motivo justo para ello.

Observad cómo salen de cuadro los actores, cómo juega la fotografía al claroscuro, el diálogo entre escalas, la dialéctica precisa entre el movimiento y la fijeza de la cámara, las mieles del montaje.

La enfermera y el médico, en una franja de luz transversal y ultraterrena, componen una pintura tenebrista.

[De pronto, un plano exterior fantasmagórico de viento, arbustos y ropa tendida –que me hizo oír, con violenta sinestesia, el lied ‘Der Erlkönig’ de Schubert, sobre texto de Goethe.]

Y vuelta al lecho, en lo que podríamos llamar un travelling de sombras que se acerca a la criatura mientras se añaden, sobreimpresas, imágenes de aviones.

Así queda expresada la muerte del chaval.

Y, entonces, el niño se despierta. La oscuridad del rostro impide ver si dice algo al recibir el aeroplano de juguete.

Con una panorámica que va del hijo hasta los padres y un plano del viento en los arbustos –sin rastro de horizonte– se cierra la película.

El despertar del niño es, intuye Narboni, imposición de Shiro Kido. Quizás lo sea, quizás sea esa su manera de exigir el optimismo que, según su concepción, el cine debería contagiar. No obstante, un breve despertar podría ser sólo el preludio de la muerte (recordemos a Andrei en ‘Guerra y paz’ y a tantos otros moribundos memorables).

En cualquier caso, el tono de la escena, el rostro del niño oscurecido casi por completo y el plano último de los arbustos azotados por el viento, demuestran que no siempre gana la partida el productor.
19 de mayo de 2008
29 de 50 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el principio, fue la Escalera de Jacob, por la que los ángeles llegaban a la tierra. El dios de nuestros padres aún vivía entre nosotros y el sueño era su don.

Despertamos. Dejamos de mirar al infinito.

Quisimos renacer. Miguel Ángel, Leonardo y Diego de Siloe se propusieron reabrir ese pasaje. Así lo afirman la escalera de la biblioteca Laurenciana, la de doble hélice del castillo de Chambord y la escalera dorada de la catedral de Burgos. El libro, la iglesia y la corona, en busca del camino al otro lado.

Maurits Cornelis Escher, como Welles, trazó escaleras imposibles.

===

Érase una vez una escalera, oscura y arrogante. La luz no conseguía entrar en ella. Vivió momentos de boato y vaguería, desprecio y esplendor. Sus inquilinos (parásitos de Sèvres) necesitaban recorrerla para respirar. Subían y bajaban, como unos ángeles caídos. Nadie que fuera ajeno a la hermandad podía doblegarla. El nombre era su fuerza.

===

Han levantado en su lugar un edificio de oficinas. Ángulos rectos, espacios luminosos y un ascensor que comunica, diligente, sus más de treinta plantas. Quien lo toma (y todos lo hacen) siente una leve desazón en el estómago. Nada grave. Al fin y al cabo, no es más que un apellido.
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