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Mediometraje

6,9
166
7
21 de mayo de 2024
21 de mayo de 2024
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Frente al cine-espectáculo (Megalópolis, Emilia Pérez) y a la provocación estridente (Kinds of kindness, The substance) que han marcado tendencia en la sección oficial durante la primera mitad del certamen “cannoise” aparece el eterno ‹enfant terrible› del cine francés, Leos Carax, para (con cigarro en mano) demostrar que la grandeza del cine no supura únicamente de proyectos megalómanos y estruendosos, ni siquiera de metrajes dilatados y, en no pocas ocasiones, desmedidos. En la más “godardiana” de las tradiciones, en apenas 40 minutos el cineasta francés articula una hermosa reflexión sobre su obra, sobre la memoria y, porqué no, sobre las fugas y ramificaciones de la imagen contemporánea.
Su C’est pas moi, proyecto que servirá para algunos como recordatorio de que el gran cine existe también en formato pequeño, se origina ante la pregunta que le lanza el Centre Pompidou en aras de compendiar una exposición consagrada a su obra (que finalmente nunca tuvo lugar): Qui êtes-vous, Leos Carax? Este interrogante, que bien nos puede retrotraer al Klein de Polly Maggoo, supone el pretexto perfecto para que Carax vuelque todas sus inquietudes existenciales (indisociables, por supuesto, a lo fílmico) en una suerte de homenaje al recientemente desaparecido Godard, pero también a la provocación “magrittiana” que nos viene interpelando desde hace más de un siglo sobre la verdad que se esconde tras las imágenes y las palabras.
Porque no lo olvidemos, bajo la epidermis conceptual e intelectualizada de este ensayo autobiográfico hay toneladas de provocación. Carax convoca aquí figuras como Hitler o Polanski (¡por supuesto que no los metemos en el mismo saco!) y cuestiones como la persecución judía, para interrogarse sobre la propia identidad, sobre los avatares que han ido cimentando su visión del mundo. Su nada disimulada estructura, que desgrana sus recuerdos como hiciera JLG con el cine en Histoire(s) du cinéma, le permite dialogar de forma simultánea las idiosincrasias del cine del pasado (Lubitsch, Murnau, Guy, Epstein, los Lumière) con la cultura popular (el intrépido reportero Tintín) y con las derivas del cine del futuro.
Aquí queríamos llegar, porque en el recorrido por la obra de Carax vemos un creciente interés en las posibilidades expresivas y artísticas del cine digital, que encuentra en Holy Motors el receptáculo sobre el que volcar nuevas aproximaciones a la imagen como el ‹motion capture› o el ‹glitch› (la grieta, la descomposición pixelar de la imagen digital). En C’est pas moi, Carax nos recuerda que el ‹glitch›, el fallo en el sistema, también forma parte de la ecuación. Pero también aprovecha para encenderse un cigarro en casa (como hiciera durante la ovación del público “cannoise” en la presentación del mediometraje) con la cámara térmica activada, mientras sus gatos (cómo no pensar en Marker o Varda) deambulan alrededor, entre bostezos y maullidos.
La reflexión final de Carax sobre la mirada es igualmente hermosa como turbadora: el ser humano pestañea a un ritmo de 15/20 veces por minuto, porque si dejáramos de pestañear se nos secarían los ojos y quedaríamos ciegos. El cineasta francés hace uso de esta información para realizar una analogía con los derroteros de la imagen actual (basada en la hiperestimulación e hipertrofia visual): se mueve ya tan rápida que cada vez nos resulta más difícil pestañear, la imagen actual nos quiere ciegos. Si os acercáis a una de las grandes obras que nos habrá dejado la 77ª edición de Cannes esperad a la escena post-créditos, un emotivo y bellísimo homenaje que conecta a baby Annette con el Lavant de Mauvais sang.
_Escrito para Cine maldito_
Su C’est pas moi, proyecto que servirá para algunos como recordatorio de que el gran cine existe también en formato pequeño, se origina ante la pregunta que le lanza el Centre Pompidou en aras de compendiar una exposición consagrada a su obra (que finalmente nunca tuvo lugar): Qui êtes-vous, Leos Carax? Este interrogante, que bien nos puede retrotraer al Klein de Polly Maggoo, supone el pretexto perfecto para que Carax vuelque todas sus inquietudes existenciales (indisociables, por supuesto, a lo fílmico) en una suerte de homenaje al recientemente desaparecido Godard, pero también a la provocación “magrittiana” que nos viene interpelando desde hace más de un siglo sobre la verdad que se esconde tras las imágenes y las palabras.
Porque no lo olvidemos, bajo la epidermis conceptual e intelectualizada de este ensayo autobiográfico hay toneladas de provocación. Carax convoca aquí figuras como Hitler o Polanski (¡por supuesto que no los metemos en el mismo saco!) y cuestiones como la persecución judía, para interrogarse sobre la propia identidad, sobre los avatares que han ido cimentando su visión del mundo. Su nada disimulada estructura, que desgrana sus recuerdos como hiciera JLG con el cine en Histoire(s) du cinéma, le permite dialogar de forma simultánea las idiosincrasias del cine del pasado (Lubitsch, Murnau, Guy, Epstein, los Lumière) con la cultura popular (el intrépido reportero Tintín) y con las derivas del cine del futuro.
Aquí queríamos llegar, porque en el recorrido por la obra de Carax vemos un creciente interés en las posibilidades expresivas y artísticas del cine digital, que encuentra en Holy Motors el receptáculo sobre el que volcar nuevas aproximaciones a la imagen como el ‹motion capture› o el ‹glitch› (la grieta, la descomposición pixelar de la imagen digital). En C’est pas moi, Carax nos recuerda que el ‹glitch›, el fallo en el sistema, también forma parte de la ecuación. Pero también aprovecha para encenderse un cigarro en casa (como hiciera durante la ovación del público “cannoise” en la presentación del mediometraje) con la cámara térmica activada, mientras sus gatos (cómo no pensar en Marker o Varda) deambulan alrededor, entre bostezos y maullidos.
La reflexión final de Carax sobre la mirada es igualmente hermosa como turbadora: el ser humano pestañea a un ritmo de 15/20 veces por minuto, porque si dejáramos de pestañear se nos secarían los ojos y quedaríamos ciegos. El cineasta francés hace uso de esta información para realizar una analogía con los derroteros de la imagen actual (basada en la hiperestimulación e hipertrofia visual): se mueve ya tan rápida que cada vez nos resulta más difícil pestañear, la imagen actual nos quiere ciegos. Si os acercáis a una de las grandes obras que nos habrá dejado la 77ª edición de Cannes esperad a la escena post-créditos, un emotivo y bellísimo homenaje que conecta a baby Annette con el Lavant de Mauvais sang.
_Escrito para Cine maldito_

6,5
540
9
23 de mayo de 2024
23 de mayo de 2024
12 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
La obra de Miguel Gomes, desde su debut fílmico con el cortometraje Entretanto (1999) hasta su último y ambicioso proyecto Grand Tour (2024), supone un corpus inmejorable para realizar una síntesis del estado de forma del cine portugués contemporáneo, al tiempo que hace patente sus principales características (lean a Horacio Muñoz e Iván Villarmea para profundizar en ellas): el juego entre géneros, el espacio liminal entre el documental y la ficción, el proceso de revisión histórica o la estética de la distancia, singularidades presentes todas ellas en el último e hipnótico trabajo de Gomes.
No es ningún secreto para quien se haya acercado al cine del portugués que su uso de estructuras fragmentadas y su inquietud para dinamitar las dimensiones clásicas del espacio-tiempo le sirven de pretexto para representar un imaginario único y originalísimo de la sociedad portuguesa, ya sea a través de la tradición popular (Aquel querido mes de agosto), de su pasado colonial (Tabu) o de un presente empobrecido y desencantado donde, sin embargo, siempre hay espacio para el realismo mágico y para la esperanza (trilogía Las mil y una noches sobre la Europa deprimida).
Sorprendentemente, en Grand Tour coexiste el Miguel Gomes del resto de su filmografía, desde el más irónico hasta el más sesudo, desde el más inocente hasta el más experimental. El pretendido hilo conductor del film no puede ser más mínimo: un conjunto de fugas y acercamientos en 1918 en el continente asiático entre Edward, funcionario del imperio británico, y su prometida desde hace 7 años Molly, que nos hará viajar por los hipnóticos y enigmáticos paisajes de Birmania, China, Japón, Filipinas o Vietnam. Como avanzamos, la sutil “línea argumental” del film es solo un pretexto para filmar un complejo entramado etnográfico que invoca con igual entusiasmo al Marker de Sin sol (Sans soleil) como al Murnau de Tabu (y ya más teóricamente a las reflexiones sobre la representación sesgada y reduccionista de Oriente de Edward Said). Quizá lo más bello de la naturaleza brumosa y docuficcional de Grand Tour es que permite confirmar también aquella fantástica descripción de Serge Daney sobre los cineastas portugueses: «artesanos maniáticos e hipercultivados, que se dan el lujo de hacer el cine más lento del mundo sin dejar nunca de revivir el pasado extraño y glorioso de Portugal con la intensidad de arqueólogos enamorados».
Ese es Gomes, un arqueólogo enamorado del tiempo y los espacios, que se imbrican aquí sin relación de continuidad, creando un magma de localizaciones y épocas que no por deslavazado deja de tener coherencia con el aparato formal de la película. Así las cosas, tenemos a un hombre que traspasa fronteras escapando de una mujer (¿no les recuerda en estructura, tono y punto de partida a la novela Un viaje a la India de otro portugués agitador apellidado Tavares?), pero también mucho más: babuinos relajándose en aguas termales, pandas observando desde lo más alto de los árboles, anacronismos físicos y sonoros, motoristas a cámara lenta, jugadores de ‹mahjong›, cantantes empedernidos… y marionetas, figura reiterativa en el film y símbolo seminal y elemental del arte de contar historias. No es casual que veamos a los titiriteros manipular las marionetas, pues Gomes, siempre interesado en la dimensión metatextual del cine, se reserva un gesto similar para dar por terminada la función y para recordarnos que, por muy confuso, desafiante o triste que sea el mundo de Grand Tour, no es más que una ficción.
_Escrito para Cinemaldito.com_
No es ningún secreto para quien se haya acercado al cine del portugués que su uso de estructuras fragmentadas y su inquietud para dinamitar las dimensiones clásicas del espacio-tiempo le sirven de pretexto para representar un imaginario único y originalísimo de la sociedad portuguesa, ya sea a través de la tradición popular (Aquel querido mes de agosto), de su pasado colonial (Tabu) o de un presente empobrecido y desencantado donde, sin embargo, siempre hay espacio para el realismo mágico y para la esperanza (trilogía Las mil y una noches sobre la Europa deprimida).
Sorprendentemente, en Grand Tour coexiste el Miguel Gomes del resto de su filmografía, desde el más irónico hasta el más sesudo, desde el más inocente hasta el más experimental. El pretendido hilo conductor del film no puede ser más mínimo: un conjunto de fugas y acercamientos en 1918 en el continente asiático entre Edward, funcionario del imperio británico, y su prometida desde hace 7 años Molly, que nos hará viajar por los hipnóticos y enigmáticos paisajes de Birmania, China, Japón, Filipinas o Vietnam. Como avanzamos, la sutil “línea argumental” del film es solo un pretexto para filmar un complejo entramado etnográfico que invoca con igual entusiasmo al Marker de Sin sol (Sans soleil) como al Murnau de Tabu (y ya más teóricamente a las reflexiones sobre la representación sesgada y reduccionista de Oriente de Edward Said). Quizá lo más bello de la naturaleza brumosa y docuficcional de Grand Tour es que permite confirmar también aquella fantástica descripción de Serge Daney sobre los cineastas portugueses: «artesanos maniáticos e hipercultivados, que se dan el lujo de hacer el cine más lento del mundo sin dejar nunca de revivir el pasado extraño y glorioso de Portugal con la intensidad de arqueólogos enamorados».
Ese es Gomes, un arqueólogo enamorado del tiempo y los espacios, que se imbrican aquí sin relación de continuidad, creando un magma de localizaciones y épocas que no por deslavazado deja de tener coherencia con el aparato formal de la película. Así las cosas, tenemos a un hombre que traspasa fronteras escapando de una mujer (¿no les recuerda en estructura, tono y punto de partida a la novela Un viaje a la India de otro portugués agitador apellidado Tavares?), pero también mucho más: babuinos relajándose en aguas termales, pandas observando desde lo más alto de los árboles, anacronismos físicos y sonoros, motoristas a cámara lenta, jugadores de ‹mahjong›, cantantes empedernidos… y marionetas, figura reiterativa en el film y símbolo seminal y elemental del arte de contar historias. No es casual que veamos a los titiriteros manipular las marionetas, pues Gomes, siempre interesado en la dimensión metatextual del cine, se reserva un gesto similar para dar por terminada la función y para recordarnos que, por muy confuso, desafiante o triste que sea el mundo de Grand Tour, no es más que una ficción.
_Escrito para Cinemaldito.com_
MediometrajeMiniserieAnimación

6,2
2.384
Animación
2
12 de enero de 2010
12 de enero de 2010
21 de 35 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tim, tú si que tienes seguidores fieles macho; puedes estar seguro que el día en que grabes un contrapicado de un individuo echando un zurullo en la taza de un váter ahí estaran todos tus fans, exponiendo en sus críticas su ferviente admiración hacia un mundo tan personal, en dónde podemos ver la alienación de la mierda, la soledad de las tazas de váter y la melancolía que desprenden los rollos de papel. Porque de no ser así, explícame tú si puedes, como haciendo tal aborto en el mundo de la animación consigues que la nota media sea de un 6.5.
Antes que nada te diré que intento ser objetivo con todos sus trabajos y puedes estar seguro que lo soy. Desde luego no te admiro como el que más, pero sé apreciar cuándo has hecho un buen film ('Eduardo Manostijeras' o'Ed Wood') o cuándo has querido pasarte de raya con la mediocridad ('El planeta de los simios' siempre te remordirá la conciencia, espero). Pasaré a comentar el porqué de mi nota, para que no os enfadéis, fanboys:
Capítulo 1: 'La chica mirona'
Nos encontramos por primera vez al intento de ser despótico y sin alma, con personalidad propia y gracioso hasta las muelas cuál sargento Hartman (un personaje bastante idiota) que nos empezará a introducir en todos los capítulos la absurda historia que Stainboy protagonizará. La cuestión es que debe ir a la casa dónde nadie se atreve a entrar porque allí mora la chica mirona, una chica que no para de mirarse en el espejo y en caso de ver a alguien, no para de mirarlo tampoco. Bueno, finalmente le cae a la chica mirona una lámpara encima y vemos como no quedan más que sus intestinos, llenando de sangre la casa. Una genialidad desde luego, aunque servidor no consiga captarla.
Capítulo 2: 'El chico tóxico'
Otra vez el poli malote encomendándole una misión a Stanboy, se ve que un leproso social que gusta de beberse los mataratas y matacaracoles intoxicando al vecindario debe ser eliminado. Acaba con él con un ambientador de coche. El perro del intoxicador prueba un bocado de su ex-amo y palma al instante. Fin del segundo capítulo.
Antes que nada te diré que intento ser objetivo con todos sus trabajos y puedes estar seguro que lo soy. Desde luego no te admiro como el que más, pero sé apreciar cuándo has hecho un buen film ('Eduardo Manostijeras' o'Ed Wood') o cuándo has querido pasarte de raya con la mediocridad ('El planeta de los simios' siempre te remordirá la conciencia, espero). Pasaré a comentar el porqué de mi nota, para que no os enfadéis, fanboys:
Capítulo 1: 'La chica mirona'
Nos encontramos por primera vez al intento de ser despótico y sin alma, con personalidad propia y gracioso hasta las muelas cuál sargento Hartman (un personaje bastante idiota) que nos empezará a introducir en todos los capítulos la absurda historia que Stainboy protagonizará. La cuestión es que debe ir a la casa dónde nadie se atreve a entrar porque allí mora la chica mirona, una chica que no para de mirarse en el espejo y en caso de ver a alguien, no para de mirarlo tampoco. Bueno, finalmente le cae a la chica mirona una lámpara encima y vemos como no quedan más que sus intestinos, llenando de sangre la casa. Una genialidad desde luego, aunque servidor no consiga captarla.
Capítulo 2: 'El chico tóxico'
Otra vez el poli malote encomendándole una misión a Stanboy, se ve que un leproso social que gusta de beberse los mataratas y matacaracoles intoxicando al vecindario debe ser eliminado. Acaba con él con un ambientador de coche. El perro del intoxicador prueba un bocado de su ex-amo y palma al instante. Fin del segundo capítulo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Capítulo 3: 'Cabeza de bola de bolos'
Lo mismo de siempre. Esta vez se trata de un callejón sin salida en que un Darth Vader con cabeza de bolo cuenta su fracasada y melancólica historia a Stainboy para ulteriormente intentar matarlo de un bolazo. Cómo no, fracasa y su cabeza se rompe al dar contra un contenedor de basura, dónde se ve que dormía un payaso o un vagabundo, porque se ven sus piernas y mana la sangre que da gusto. Qué grande eres y qué ingenio tienes, Tim.
Capítulo 4: 'El chico robot'
Esta vez se trata de acabar con un robot que gasta energía con sus apagones de luz (el pobre poli no podrá ver "Polizontes en pezones"). Llega a su casa y es un maligno robot que fulmina a las ratas con su sola mirada, eso si, está enchufado a la electricidad y acaba autodestruyéndose a si mismo al intentar acabar con Stainboy. Muy original.
Capítulo 5: 'La chica cerilla'
Una cerilla la está liando parda en las gasolineras, por lo que sólo Stainboy puede acabar con ella y dejar al mundo huérfano de tan vil e inmisericorde criatura. Una femme fatale hecha cerilla, nunca lo habría podido imaginar. Acaba destruyéndose a si misma al explotar la gasolinera dónde había prendido fuego.
Capítulo 6: 'El nacimiento del chico mancha'
Sin duda alguna, el mejor de los cortos de ésta mediocre miniserie. Esta vez Stainboy no tiene ningun trabajillo por lo que vuelve a casa. Decide echar una cabezadita y vemos cuándo su madre rompe "aguas", sus padres no pueden seguir manteniéndolo por el obvio gasto millonario que supone comprar paquetes a un chico mancha, por lo que lo llevan a un hogar de acogida para casos anormales. Allí se encuentra a la crême de la crême en cuanto a seres deformes, aunque ninguno rezuma una gran originalidad, ah no, espera, que son de Tim Burton. Stainboy despierta ante los gritos del intento de sargento Hartman, apaga la tele y con ello nuestro sufrimiento para siempre.
En definitiva, una mediocre miniseria firmada por Tim Burton que me ha hecho aprender una cosa: los cortos pueden hacerse muuuuuy largos.
Lo mismo de siempre. Esta vez se trata de un callejón sin salida en que un Darth Vader con cabeza de bolo cuenta su fracasada y melancólica historia a Stainboy para ulteriormente intentar matarlo de un bolazo. Cómo no, fracasa y su cabeza se rompe al dar contra un contenedor de basura, dónde se ve que dormía un payaso o un vagabundo, porque se ven sus piernas y mana la sangre que da gusto. Qué grande eres y qué ingenio tienes, Tim.
Capítulo 4: 'El chico robot'
Esta vez se trata de acabar con un robot que gasta energía con sus apagones de luz (el pobre poli no podrá ver "Polizontes en pezones"). Llega a su casa y es un maligno robot que fulmina a las ratas con su sola mirada, eso si, está enchufado a la electricidad y acaba autodestruyéndose a si mismo al intentar acabar con Stainboy. Muy original.
Capítulo 5: 'La chica cerilla'
Una cerilla la está liando parda en las gasolineras, por lo que sólo Stainboy puede acabar con ella y dejar al mundo huérfano de tan vil e inmisericorde criatura. Una femme fatale hecha cerilla, nunca lo habría podido imaginar. Acaba destruyéndose a si misma al explotar la gasolinera dónde había prendido fuego.
Capítulo 6: 'El nacimiento del chico mancha'
Sin duda alguna, el mejor de los cortos de ésta mediocre miniserie. Esta vez Stainboy no tiene ningun trabajillo por lo que vuelve a casa. Decide echar una cabezadita y vemos cuándo su madre rompe "aguas", sus padres no pueden seguir manteniéndolo por el obvio gasto millonario que supone comprar paquetes a un chico mancha, por lo que lo llevan a un hogar de acogida para casos anormales. Allí se encuentra a la crême de la crême en cuanto a seres deformes, aunque ninguno rezuma una gran originalidad, ah no, espera, que son de Tim Burton. Stainboy despierta ante los gritos del intento de sargento Hartman, apaga la tele y con ello nuestro sufrimiento para siempre.
En definitiva, una mediocre miniseria firmada por Tim Burton que me ha hecho aprender una cosa: los cortos pueden hacerse muuuuuy largos.
5 de febrero de 2016
5 de febrero de 2016
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
En Tree of Knowledge, Nils Malmros, director danés discreto y padre de un cine de escasa visibilidad fuera de las fronteras de su país, parece filmar un milagro, haciendo casi tangibles las emociones de unos prepúberes en su tránsito (entre incómodo, maravilloso e inolvidable) hacia la adolescencia.
Malmros nos sitúa en Aarhus, segunda ciudad más grande de Dinamarca, allá por los años 50. Y, como en esa autobiografía mayúscula que es su filmografía (toda ella basada en sucesos que vivió en primera persona), el realizador danés se ocupa de forma sutil, con un estilo casi documental, a relatarnos dos años en la vida de unos adolescentes. Hasta aquí no encontramos nada que parezca suponer que estemos ante un film distinto.
Pero, mágicamente o no, resulta inevitable sumergirnos en esta cálida disección de la adolescencia, tan repleta de errores, temores, indecisiones, pero también de amistad, de primeros amores. Malmros se sirve de una historia coral para, a través de la mirada de varios adolescentes, tejer una trama a partir de detalles: un niño guiñando el ojo en clase, un amor platónico cogido de la mano con otra persona, una sonrisa tímida…
De alguna manera, el director danés cuenta una historia universal con la que es imposible no empatizar y no sentirse representado por muchas de las situaciones que se presentan. Además, anticipando el metarrelato linklateriano, Malmros filmó esta pequeña joya a lo largo de dos años, para realzar el verismo de su historia tanto psicológica como visualmente (se presiente un leve cambio en la fisonomía y cuerpo de los protagonistas).
Pero todo ello, y como buena representante del subgénero ‹coming of age›, Tree of Knowledge se presenta como una pérdida de la inocencia inevitable. En ese proceso indeterminado que es el paso de la infancia a la adolescencia, los cuerpos tanto masculinos como femeninos van tomando forma, nacen diversas voluptuosidades y, con ellas, el despertar sexual y la curiosidad por lo desconocido.
El director danés nos describe el doloroso proceso (más para unos que otros) de ver cómo el mundo cambia a nuestro alrededor y no lo terminamos de comprender: ahí surgen los distanciamientos entre los alumnos, la plena conciencia de los juegos de roles y los clichés a los que estos están sujetos. Y Malmros lo filma a la perfección, con una veracidad y un talento que elevan la película hasta cotas insospechables (más aún si tenemos en cuenta su invisibilidad, incluso entre los cinéfilos que buscan cines más marginales).
No olvidemos mencionar, para concluir, que gran parte del encanto de la película reside en la elección de los carismáticos protagonistas y en la espontaneidad de sus interpretaciones. Es por ello que resulta tremendamente fácil conectar con sus temores, con sus deseos y con su forma de afrontar sucesos para ellos aún desconcertantes y confusos como son el amor, el sexo, la incomunicación o la soledad. Ya sabrán que para nosotros, ya adultos, siguen siendo temas igual de misteriosos e indescifrables.
Malmros nos sitúa en Aarhus, segunda ciudad más grande de Dinamarca, allá por los años 50. Y, como en esa autobiografía mayúscula que es su filmografía (toda ella basada en sucesos que vivió en primera persona), el realizador danés se ocupa de forma sutil, con un estilo casi documental, a relatarnos dos años en la vida de unos adolescentes. Hasta aquí no encontramos nada que parezca suponer que estemos ante un film distinto.
Pero, mágicamente o no, resulta inevitable sumergirnos en esta cálida disección de la adolescencia, tan repleta de errores, temores, indecisiones, pero también de amistad, de primeros amores. Malmros se sirve de una historia coral para, a través de la mirada de varios adolescentes, tejer una trama a partir de detalles: un niño guiñando el ojo en clase, un amor platónico cogido de la mano con otra persona, una sonrisa tímida…
De alguna manera, el director danés cuenta una historia universal con la que es imposible no empatizar y no sentirse representado por muchas de las situaciones que se presentan. Además, anticipando el metarrelato linklateriano, Malmros filmó esta pequeña joya a lo largo de dos años, para realzar el verismo de su historia tanto psicológica como visualmente (se presiente un leve cambio en la fisonomía y cuerpo de los protagonistas).
Pero todo ello, y como buena representante del subgénero ‹coming of age›, Tree of Knowledge se presenta como una pérdida de la inocencia inevitable. En ese proceso indeterminado que es el paso de la infancia a la adolescencia, los cuerpos tanto masculinos como femeninos van tomando forma, nacen diversas voluptuosidades y, con ellas, el despertar sexual y la curiosidad por lo desconocido.
El director danés nos describe el doloroso proceso (más para unos que otros) de ver cómo el mundo cambia a nuestro alrededor y no lo terminamos de comprender: ahí surgen los distanciamientos entre los alumnos, la plena conciencia de los juegos de roles y los clichés a los que estos están sujetos. Y Malmros lo filma a la perfección, con una veracidad y un talento que elevan la película hasta cotas insospechables (más aún si tenemos en cuenta su invisibilidad, incluso entre los cinéfilos que buscan cines más marginales).
No olvidemos mencionar, para concluir, que gran parte del encanto de la película reside en la elección de los carismáticos protagonistas y en la espontaneidad de sus interpretaciones. Es por ello que resulta tremendamente fácil conectar con sus temores, con sus deseos y con su forma de afrontar sucesos para ellos aún desconcertantes y confusos como son el amor, el sexo, la incomunicación o la soledad. Ya sabrán que para nosotros, ya adultos, siguen siendo temas igual de misteriosos e indescifrables.
7
15 de febrero de 2018
15 de febrero de 2018
8 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
El primer largometraje documental de Margarida Cordeiro y António Reis —recordemos que dos años antes habían realizado el mediometraje Jaime— tiende a inscribirse en el movimiento del Novo Cinema portugués —no confundir con el Cinema Novo brasileño—, una corriente cinematográfica que militaba en los márgenes, tanto por sus modestos instrumentos de producción como por la ruptura narrativa que suponía con el establishment fílmico del país. En ese sentido, después del visionado de Trás-os-montes nos quedamos con la sensación que el filme de estos dos intelectuales portugueses pretende ir más allá de las etiquetas, y es que podemos percibirlo como un cine con vocación pura de desplazarse hasta las fronteras, tanto narrativas como territoriales —no por casualidad, la acción, si es que esta existe, se sitúa en el punto geográfico más alejado de Lisboa, capital portuguesa.
Hay que entender esta docuficción etnográfica en el contexto determinado postrevolucionario en que se llevó a cabo: Portugal acababa de liberarse de la dictadura europea más longeva del siglo XX —el Estado Novo— gracias al levantamiento militar de la Revolución de los Claveles. El progreso de la industria había provocado que la población que habitaba en zonas rurales se viera forzada a emigrar a zonas urbanas, aparentemente más ricas y con más oportunidades. Para construir su filme, sin embargo, Cordeiro y Reis emprenden el viaje en la dirección contraria. No les interesa captar las turbulencias político-sociales que se vivían en las urbes, sino representar su incidencia en el medio rural. A grandes rasgos, más que una oda a la naturaleza —que también—, la obra de Cordeiro y Reis se nos antoja como una elegía de un pueblo que desaparece, en ese tema central que entronca Trás-os-Montes: la fuga, la pérdida, la anulación.
Las lecturas que pueden obtenerse del visionado de un film tan complejo y anárquico —narrativamente hablando— son diversas y numerosas y, sin embargo, no siempre resulta fácil descifrarlas. A lo largo del metraje, quizá sin que seamos conscientes, el tiempo viene y va, se entrelaza, se aleja y se fusiona. El tiempo mítico y el tiempo presente se imbrican en el relato. Aparentemente la posición de observadores que detentan Cordeiro y Reis fluye en el tiempo presente, sin que ello sea obstáculo para introducir, en pequeñas proporciones, dosis de momentos pasados —el folclore, las vestimentas, los rituales— y anticipándose a períodos futuros —sorprendente la escena en que unos niños charlan con unos señores mayores que resultan ser su descendencia de varias generaciones. Así, en Trás-os-Montes lo cotidiano deviene sobrenatural, posición dónde los autores asumen autoconscientemente un papel que va más allá del simple espectador.
Así, se establece una dialéctica particular en el estudio que nos proyectan Cordeiro y Reis. Su obra se construye a través de la oposición: entre el observador y el observado, entre la realidad y la imaginación, entre lo político y lo íntimo, entre el nacimiento y la muerte. A lo largo del metraje somos espectadores de una forma de vida secular, que encuentra en sus raíces la clásica lucha entre el ser humano y la naturaleza, lo que no es óbice para la presencia de la magia en determinados momentos del relato. Vemos también la pobreza contra la que luchan constantemente los habitantes trasmontanos, convertida en problemática social, lo que no les impide, sin embargo, relacionarse íntimamente con sus congéneres y establecer vínculos personales, humanos.
Decíamos que la temática central de la película es la fuga, la lenta pero inexorable desaparición de un pueblo, de una cultura. Los trasmontanos se resisten, y es aquí donde presenciamos cómo Cordeiro y Reis construyen su representación del medio rural —el paisaje, las costumbres, sus gentes— como un guardián de la tradición. Sin embargo, ni el más hermético y lejano de los reductos es capaz de resistir los embates del mundo moderno y revolucionario. Las fábricas y las minas están vacías, abandonadas. El último plano con el humo de un tren que se marcha nos sugiere la idea que esta pequeña localidad, Trás-os-montes, se desvanece.
Reseñada en www.cinemaldito.com
@CineMaldito
Hay que entender esta docuficción etnográfica en el contexto determinado postrevolucionario en que se llevó a cabo: Portugal acababa de liberarse de la dictadura europea más longeva del siglo XX —el Estado Novo— gracias al levantamiento militar de la Revolución de los Claveles. El progreso de la industria había provocado que la población que habitaba en zonas rurales se viera forzada a emigrar a zonas urbanas, aparentemente más ricas y con más oportunidades. Para construir su filme, sin embargo, Cordeiro y Reis emprenden el viaje en la dirección contraria. No les interesa captar las turbulencias político-sociales que se vivían en las urbes, sino representar su incidencia en el medio rural. A grandes rasgos, más que una oda a la naturaleza —que también—, la obra de Cordeiro y Reis se nos antoja como una elegía de un pueblo que desaparece, en ese tema central que entronca Trás-os-Montes: la fuga, la pérdida, la anulación.
Las lecturas que pueden obtenerse del visionado de un film tan complejo y anárquico —narrativamente hablando— son diversas y numerosas y, sin embargo, no siempre resulta fácil descifrarlas. A lo largo del metraje, quizá sin que seamos conscientes, el tiempo viene y va, se entrelaza, se aleja y se fusiona. El tiempo mítico y el tiempo presente se imbrican en el relato. Aparentemente la posición de observadores que detentan Cordeiro y Reis fluye en el tiempo presente, sin que ello sea obstáculo para introducir, en pequeñas proporciones, dosis de momentos pasados —el folclore, las vestimentas, los rituales— y anticipándose a períodos futuros —sorprendente la escena en que unos niños charlan con unos señores mayores que resultan ser su descendencia de varias generaciones. Así, en Trás-os-Montes lo cotidiano deviene sobrenatural, posición dónde los autores asumen autoconscientemente un papel que va más allá del simple espectador.
Así, se establece una dialéctica particular en el estudio que nos proyectan Cordeiro y Reis. Su obra se construye a través de la oposición: entre el observador y el observado, entre la realidad y la imaginación, entre lo político y lo íntimo, entre el nacimiento y la muerte. A lo largo del metraje somos espectadores de una forma de vida secular, que encuentra en sus raíces la clásica lucha entre el ser humano y la naturaleza, lo que no es óbice para la presencia de la magia en determinados momentos del relato. Vemos también la pobreza contra la que luchan constantemente los habitantes trasmontanos, convertida en problemática social, lo que no les impide, sin embargo, relacionarse íntimamente con sus congéneres y establecer vínculos personales, humanos.
Decíamos que la temática central de la película es la fuga, la lenta pero inexorable desaparición de un pueblo, de una cultura. Los trasmontanos se resisten, y es aquí donde presenciamos cómo Cordeiro y Reis construyen su representación del medio rural —el paisaje, las costumbres, sus gentes— como un guardián de la tradición. Sin embargo, ni el más hermético y lejano de los reductos es capaz de resistir los embates del mundo moderno y revolucionario. Las fábricas y las minas están vacías, abandonadas. El último plano con el humo de un tren que se marcha nos sugiere la idea que esta pequeña localidad, Trás-os-montes, se desvanece.
Reseñada en www.cinemaldito.com
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