Este Potsy Ponciroli sorprende con un western muy a la antigua, con buen sabor y bien dotado de medios, dentro de su estilo recogido y modesto. También, bien planteado argumentalmente, aunque bastante desmesurado en su desarrollo y su conclusión. Es posible que ser un pistolero legendario te haga ser un tipo duro y temible hasta bien entrada la madurez, pero no un superhéroe Marvel, y este western peca de las típicas exageraciones del género de acción en cuanto a las cualidades que concede a los protagonistas. Cuando un personaje pierde su dimensión humana, pierde con ello también el halo heroico de que se pretenda dotarle, pues un dios no es más que un dios y nada hay heroico en él. Tampoco el personaje del herido recogido por el granjero resulta muy convincente. Sigue intentándolo, Ponciroli, que, con más rigor en el guion, harás muy buenos westerns.

Anthony DiBlasi situa en una comisaría en vías de cierre una historia de fantasmas que, pese a unos inicios algo prometedores y una puesta en escena nada torpe, se convierte pronto en una especie de túnel de parque de atracciones en Halloween, con un todo-vale de apariciones fantasmales. Juliana Harkavy interpreta a una agente de policía en su primer servicio, que debe cumplir el último turno de vigilancia en la comisaría de una pequeña localidad cuando ya todo el mundo y casi todo el material han sido trasladados al nuevo local. Harkavy comienza a recibir llamadas de auxilio de una mujer (¡cuando la línea está desviada a la nueva sede!) y a ver gente que resulta no existir o estar muerta hace tiempo. Todo resulta estar relacionado con el suicidio por ahorcamiento en uno de los calabozos de los miembros de una secta satánica que no solo mataron al agente de policía que era el padre de Harkavy sino que vienen a llevarla a ella.

Me resulta difícil entender qué pudo buscar Kubrick en este relato del freudiano vienés Arthur Schnitzler, que tanto parece perder al sacarlo de la época en que fue escrito. Tal vez una mera base literaria de prestigio, con cierto toque de extravagancia incluido, que le permitía aprovechar su estatus de director divinizado (divinizado hasta cierto punto con razón, puesto que algunas de sus obras son magníficas) y rodar en las mismísimas barbas del puritano Hollywood, si bien con productora británica, una película de autor a la europea, con mucho desnudo y mucha obsesión sexual no siempre bien justificada. Lo cierto es que su prestigio no le valió para librarse de cargar con un actor tan flojo pero con tanto caché en ese momento como Tom Cruise, tal vez guapo pero con menos carga erótica que una patada en la barriga, quien además deja a la mucho más competente Kidman un mero papel de comparsa que resulta bastante injusto. Más allá del preciosismo fotográfico, de la exquisitez escénica y de los cuerpos desnudos de barbies que parecen salidos de la misma fábrica de muñecas de goma, la historia que queda plasmada en el film, pese a su pretensión escandalizadora, no es más que la de una fidelidad matrimonial, mantenida a pesar de crisis internas y de suculentas ofertas externas para su quebrantamiento. Todo ello en un itinerario nocturno en el Nueva York más lujoso y superficial, jalonado por una larga serie de arbolitos de navidad.

Asentada sobre el socorrido tema del sacrificio sublime de un malo por facilitar la vida de los buenos, la película avanza a fuerza de saltos chapuceros y detalles narrativos muy poco consistentes. No obstante, en el último cuarto de hora la narración parece llegar al punto que les apetecía a los creadores y todo empieza a fluir a la perfección, de manera que se consigue un final tan contundente como se buscaba. La protagonista es Ruth Chatterton (actriz poco conocida hoy en día, aunque resulta que es descendiente nada menos que del mítico poeta adolescente del romanticismo inglés Thomas Chatterton), que interpreta el papel de una madre soltera en el San Francisco de inicios del siglo veinte (iba a casarse con su novio pero el tipo tiene la ocurrencia de morirse en el terremoto de la ciudad). Ante su falta de recursos, la mujer cede el niño a una familia pudiente y sale adelante convirtiéndose en madama de un negocio de prostitución y otros asuntos ilegales. El hijo prospera como jurista y se convierte en el fiscal del distrito que tiene que enfrentarse a la que, sin él saberlo, es su madre. La película viene a confirmar que el viejo Hollywood, para cumplir el papel ideológico que debía asumir, no podía ni sabía perdonar los pecados que se recreaba en retratar y que los pecadores de sus películas podían redimirse únicamente en el terreno moral, haciendo el bien a alguien pero renunciando por completo a su propio bien e incluso a su vida.

Sería un curioso juego de cinefilia comparada intentar determinar por qué razones la versión de 1915 de esta misma historia, dirigida por Cecil B. De Mille, es una de las mejores películas de este director (muy rentable y querido por las productoras y la taquilla pero generalmente de poco o ningún interés para el cinéfilo) y en cambio, este remake sonoro, pese a su completa fidelidad al texto, resulta bobo e insoportable desde el primer al último minuto. Da la sensación de que la peculiaridad expresividad del cine mudo tiene algo que ver en el misterio. Aquí resulta totalmente convencional y vano lo que en la otra versión era sabrosamente ceremonioso y enternecedor. Aquí es previsible rutina lo que en la otra era como un ritual festivo o religioso que no por sabido resulta menos emocionante.