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Críticas 33
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
7
20 de septiembre de 2019
2 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
James Gray siempre cargó con el sambenito de reaccionario por parte de lo que podríamos llamar, en plan cursi, la crítica más progresista. Esta naturaleza conservadora es meridiana en obras como La noche es nuestra, donde yace la idea de que Gray prefiere la seguridad del hogar a las aventuras que ofrece el exterior. Sin embargo, uno también podía tener la impresión de que allí todo estaba codificado por la cultura semita. Así, por ejemplo, un film tan dual (desde el mismo título) como Two Lovers ofrecía la posibilidad de ser leído meramente como el trabajo de un tradicionalista o como el de un autor dispuesto a narrarnos con brío un cuento moral vertebrado por la Torá.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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Todo cambió cuando el director presentó Z. La ciudad perdida. Allí persistían el valor de la tradición y las relaciones paternofiliales, pero la pesada marca cultural/religiosa había sido desplazada por un sentido de la aventura conradiano. La odisea masculina tomó los mandos en la carrera del responsable de Little Odessa para llevarlo a la selva amazónica y, más tarde, al espacio exterior.

Un cambio de rumbo que no ha mermado, por desgracia, la condición reaccionaria del cineasta. Su ideología, que no vehiculaba en apariencia la epopeya de los personajes que buscaban el Dorado en su anterior producción, se manifiesta con fuerza en Ad Astra. Y es lógico: nos encontramos ante un film que tiene a la evolución como gran protagonista. Lo que nos lleva a preguntarnos qué pinta alguien así en un relato de ciencia ficción, el género cuya meta es imaginar nuestro destino.

Porque James Gray no acepta los cambios derivados del progreso como algo inherente a nuestro ser. No quiere pensar, ni por un momento, hacia dónde nos lleva el cambio. Acaso porque sabe que el futuro de la humanidad es la post-humanidad, y en la dicotomía (otra más en la obra del autor) que encierra nuestro destino (desaparecer o evolucionar), prefiere la extinción de la especie.

También puedes leer la crítica en https://hombreblandengue.wordpress.com/2019/09/17/una-injusta-mirada-reaccionaria/
5 de enero de 2018 1 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Uno podría pensar que se trata de un film destinado a estrellarse como ‘cine para niños’ en su bonita mezcla de sonido y color con silencio y blanco y negro a la busca de nuestras lagrimitas. Sin embargo, estamos frente a un ejercicio de una inteligencia y un talento asombrosos en el que Haynes consigue llevarse el citado recurso al terreno de quien mejor ha sabido leer la expresividad en los encadenados del cine de Douglas Sirk. Así, por ejemplo, el paso enorme que puede haber entre un viaje en bus y el vuelo de una hoja deviene en rima consonante a través de un montaje que hace de la coordinación sirkiana en las transiciones su bandera.
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Una edición que siempre respeta la susodicha distancia temporal y estética entre las dos historias, lo que ayuda a confeccionar un espacio para el misterio ya que, como aquel cruce de miradas de Carol, es el espectador el que debe rellenar la acción con aquello que lleve dentro. De este modo, un servidor tuvo la impresión de que Haynes le hablaba desde sus imágenes de la pasión cinéfila que, como todas, se vive en silencio, pues su naturaleza es el infinito. ¿Cómo hablar de lo que has sentido viendo una película? En la expresión última del alma somos tan mudos como la chica de Wonderstruck. Y, como ella, tan solo nos queda conectar con quien se emocione de la misma manera. Conectar desde la mirada, como Carol y Therese. Buscar con ella a quien nos mire de la forma en que lo hace una niña a su madre desde los bellísimos primeros planos que Haynes/Lachman le regalan. Es el rostro de quien grita sin poder gritar y llora sin poder llorar. La más apasionante identificación con un personaje que este crítico haya tenido en el pasado 2017.

Crítica completa: http://www.eldestiladorcultural.es/cine/critica/wonderstruck-el-museo-de-las-maravillas-todd-haynes/
20 de noviembre de 2019
2 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Año 2010. Mientras España se desangraba por culpa de la crisis económica provocada por la avaricia inherente al sistema capitalista, Iniesta metía el gol que ‘nos hacía campeones del mundo’. Pocas chorradas tuvimos que escuchar entonces. Del ‘ese balón lo hemos empujado todos los españoles con el corazón’ al ‘soy español, ¿a qué quieres que te gane?’, las pamplinas patrioteras se sucedieron para sumergir a la nación en un duermevela absurdo que nada tenía que ver con las dificultades que más tarde se manifestarían, a nivel social y territorial, con enorme y triste intensidad.

El debut en el largo de ficción de Ladj Ly comienza con una escena que es un reflejo cinematográfico universal de todo aquello. Allí, una enorme fiesta acrisola, bajo los colores de la bandera francesa, las imperfecciones derivadas de la multiculturalidad y las desigualdades sociales del país vecino. Una problemática oculta que sólo es desvelada tras los créditos iniciales, cuando, mediante un brusco corte en el montaje, los bellos Campos Elíseos dan paso a un obviado extrarradio parisino en el proceso de actualización del clásico de Victor Hugo que da nombre al film.
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Stéphane Delorme afirma en Cahiers du Cinéma que Los miserables es ‘la película sobre las afueras que habían estado esperando durante veinte años’, y lo cierto es que este crítico no recuerda una propuesta tan centrada en la banlieue desde El odio. Pero algo se ha operado en todo este tiempo, y es lo primero que llamó la atención del que esto escribe: en mis recuerdos, la música colonizaba las imágenes en blanco y negro de la obra de Mathieu Kassovitz, mientras que aquí apenas hay ritmos.

Así es. En Montfermeil ya no suenan raps. Y las únicas rimas que escuchamos proceden de la boca de un chaval de comportamiento trastornado (acaso por culpa de las palizas recibidas por parte de una policía impune) que asegura que pasa de ‘la mierda del trap’. ¿Debemos entender que el trap ha desplazado al rap como la música de extrarradio? ¿La misma música que sacraliza las horteradas pop de la multimillonaria Rosalía? ¿Puede, entonces, esa pijada definir hoy las estéticas sonoras de los más desfavorecidos como hizo antaño el rap?

Las respuestas en el aire, como los papelillos que vuelan en la celebración de la Copa del Mundo de fútbol, la única fiesta que vemos en un trabajo donde no se entona otro tema más que La Marsellesa, pues, una vez pasada esa intro-contestación al ‘soy francés, ¿a qué quieres que te gane?’, sólo quedan los ruidos procedentes de móviles y drones. Una interesante jugada que remite a la muy superior, e incomprendida, The Bling Ring, de Sofia Coppola.

Pero el del rap no es el único latigillo del metraje. También hay espacio para cuestionar el feminismo a través de una escena en la que unas niñas físicamente superiores a un chaval lo chantajean y atemorizan (¿la violencia es sólo cosa de hombres?), la islamización en la periferia o la multiculturalidad (como cuando el niño protagonista asegura asombrado que en su país de origen no se puede robar).

El problema es que la estructura Training Day (Antoine Fuqua, 2001) del film amplifica la citada cuestión multicultural según convierte al resto de asuntos en meras anécdotas. Parece claro que el director no quiere muchos más embrollos que los que la multiplicación de sensibilidades culturales trae consigo, que no son pocos, por otro lado. Así, los hermanos musulmanes comiéndole el tarro a unos chavales, los gitanos maltratadores de animales (con una escena tachada de inmoral que este crítico, sin embargo, celebra como cine de la crueldad) o las tensiones internas entre guetos de diversa índole racial, certifican de sobra tanto la complejidad de la película como la falta de complacencia en la mirada de Ladj Ly.

El director entiende que el cine es mostrar, y allá va, con las estéticas propias del cine social, a adentrarse donde otros no quieren mirar, acompañado a la vez de nuevos lenguajes, como Instagram o el de los drones. Con estos últimos llega hasta el marco de la acción (una ventana, el plano aéreo de una trifulca callejera), con la cámara en mano se acerca a las personas y con las redes sociales se interna en su intimidad.

De esta manera Los miserables alumbra una problemática relación visibilidad-denuncia que no es más fascinante porque Ladj Ly no propone un diálogo-duelo de estéticas realmente profundo. Le falta pericia (¿qué hubiera hecho ahí Brian de Palma?) y le sobran maniqueísmo (la insistencia en subrayar la mediocridad del poli malo y la nobleza del bueno revela al tercer compañero como el único personaje ambiguo) y espectacularidad en la miseria.

La escena final, que desplaza la cinta hacia el cine de terror, suspende un fatal gesto en el tiempo para equiparar sorprendentemente tres tipos de miradas: una inocente (tornada en cómplice desde la mirilla de una puerta), las de los hombres al servicio del poder y la de un niño zombificado en la violencia que ejerce ese mismo poder.

También puedes leer en: https://hombreblandengue.wordpress.com/2019/11/20/visibilidad-y-denuncia/
18 de enero de 2018 0 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Quizás el referente más cercano a la obra de Robin Campillo sea La clase, de Laurent Cantet. Como aquella, privilegia la palabra, la necesidad de entendimiento y el diálogo. Pero aquí no se trata de preguntarse cómo afrontar un problema del presente, pues la cinta nos transporta a comienzos de los 90, sino de hablar de la relevancia de una lucha por lo que de verdad cuenta: la vida.
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En este sentido se le puede reprochar al director una incuestionable complacencia con la promiscuidad, dejando el terreno de los afectos al descubierto. Acaso el universo homosexual sea así al venir del ostracismo. Quizás la película busque igualmente disponer en imágenes, y de manera honesta, una cierta idiosincrasia de los márgenes, ya que la principal diferencia entre los personajes del film y el lobby de las carrozas gays de la Noche de Reyes radica en el desprecio hasta la indigencia que sufren los primeros.

Leer la crítica completa en: http://www.eldestiladorcultural.es/cine/critica/120-pulsaciones-por-minuto-robin-campillo/
1 de septiembre de 2019
7 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
8 años. Ése es el tiempo que ha necesitado el nuevo Hollywood para convertir a Cliff Booth en una vieja gloria según la jipi Pussycat. 8 años en los que el antiguo Hollywood, encarnado por Bruce Dern, ha olvidado a sus hijos. ‘No te recuerdo, pero me ha conmovido tu visita… Te has acordado de mí. Ahora me vuelvo a dormir’, le dice el anciano a Brad Pitt en una frase que parece glosar la naturaleza de este film tan parecido a una ensoñación.
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Porque en lo último del director de Reservoir Dogs el comienzo del fin se sitúa 8 años atrás. Es el tiempo que ha necesitado la izquierda política para someter a Occidente a su perversa ideología bien subvencionada por el sistema capitalista. Una perversión que aquí tiene el rostro de un Charles Manson revelado como el contraplano terrible de la inocente mirada de Sharon Tate, el eco perpetuo de un flashback atravesado por una censura feminista que desprecia la presunción de inocencia y la interferencia provocada por la antena que sólo un machirulo puede arreglar.

En 8 años hemos pasado de cuestionar lo tradicional a sacarlo de la ecuación, porque admirar la traditio (lo que nos explica, pues es lo que nos es entregado desde el pasado) es de polla-vieja. En ese espacio de tiempo, Hollywood, auténtico nido de la hipocresía izquierdista, ha arrasado con el antiguo orden para imponer otro de obligada asunción para todo aquel que realmente desee un mundo mejor. Por eso el Rancho Spahn ya no es un sitio para hombres, sino para niñatas feministas que han trocado los tiros por abracitos cargados de sororidad y las cabalgadas por patéticos paseos dirigidos por una horda de odiadores con disfraz de pacifistas.

‘¡Spahn no es el ciego. Tú eres el ciego!’, le grita Pussycat a Cliff Booth justo antes de que la jauría de bobas empiece a chillar. El absurdo berrido es perfectamente reconocible para cualquiera que haya oído las proclamas feministas de moda. Es el territorio de la Pussy Generation, la infantiloide generación así bautizada por el actor de Spaguetti Westerns más famosos del mundo. Aquel que le dio la Palma de Oro a Quentin Tarantino hace ya 25 años. Un Clint Eastwood que parece haber dejado en Cliff Booth mucho más que una derivación del acrónimo de su nombre.

Este Rancho Spahn está gobernado por una perversión que convierte en clones a todas esas niñatas… y niñatos. Porque aquí también hay espacio para los aliados feministas, tan seguros de sí mismos en el rancho como asustados en la casa de Rick Dalton. ‘Soy el diablo y estoy aquí para hacer las cosas del diablo’, le dice con voz temblorosa Tex Watson a Cliff Booth en el asalto final. La frase, que ha pasado tristemente a la posteridad, es aquí motivo de burla. ‘No, ese no era tu nombre… era algo más chorra… algo como… Dex…’, le espeta Brad Pitt al acongojado asesino. En ese momento Tex le apunta con su arma y Cliff, en un acto reflejo, hace lo propio con su dedo para configurar uno de los planos más elocuentes de este film de naturaleza especular: los criminales-pacifistas-feministas que vienen a acabar con los actores que enseñan a matar porque, según Pussycat, ‘asesinan a gente en sus estúpidos shows de televisión mientras otros mueren cada día en Vietnam’, viven inmersos en una realidad paralela.

También la puedes leer en: https://hombreblandengue.wordpress.com/2019/08/31/feminismo-tarantinita/
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