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7,5
26.731
8
28 de febrero de 2010
28 de febrero de 2010
11 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Resulta a veces inexplicable la poca proliferación de intentos en firme de hibridar el género carcelario con el cine de mafias, dos hipertextos aparentemente predestinados a cruzarse una y otra vez. Ese ha sido uno de los principales propósitos de Jacques Audiard en la que es ya su obra maestra, la gran sensación en Cannes con el permiso de La cinta blanca.
Partiendo del procedimiento común en ambos géneros que es la trayectoria iniciática, el director comienza a tejer una intensa trama encerrada en ese microcosmos de relaciones de poder que es el espacio carcelario, muy decisivamente revestido de mestizaje para ir más allá en su dimensión sociológica y antropológica y llevar esas dialécticas de la jerarquía a las disputas étnicas, que devienen más determinantes que nunca.
Aunque para transcender esos rasgos comunes de los hipertextos, resulta especialmente relevante el salto del campo (el espacio cerrado de la prisión) al contracampo (el exterior) y la manera en que este cambio se reserva casi con exclusividad la mayor parte del 3º acto. Al mismo tiempo, existe entre esos dos espacios una relación tesis/praxis, magistralmente medidas en el tiempo de la trama.
La iniciación adquiere un carácter más complejo al tratarse de todo un intrusismo, como es la aceptación y posterior escalada de un 'novato' árabe entre los círculos corsos. Las divergencias étnicas se llevan al plano idiomático y así nos encontramos situaciones de incomunicación que dan mucho juego al desarrollo del drama.
Otro de los puntos fuertes de la narración es la manera en la perfecta complementación entre los dos actores principales: la contención y cautela del debutante Tahar Rahim, toda una revelación, en la recreación del iniciado Malik, “el trepa tranquilo”, choca con la energía, el despotismo y la intimidación que nos produce Niels Arestrup (ya presente en la anterior película de Audiard) en la piel del capo de los corsos, versión maligna y peligrosa de la figura del mentor.
Pero la auténtica guinda, el rasgo distintivo que pone a este película por encima de muchas otras, es esa dimensión mística, que acompaña al protagonista suministrada en la justa cantidad. Desde el fantasma de su primer acto de iniciación, causa de tormentos y falta de sueño, hasta la providencia que lo acompaña en momentos clave, de corte casi divino pero cuya ejecución desde el subconsciente evitan el indeseable deus ex-machina. Así, una peculiar religiosidad impregna con latencia el relato, dándole un título inmejorable.
Partiendo del procedimiento común en ambos géneros que es la trayectoria iniciática, el director comienza a tejer una intensa trama encerrada en ese microcosmos de relaciones de poder que es el espacio carcelario, muy decisivamente revestido de mestizaje para ir más allá en su dimensión sociológica y antropológica y llevar esas dialécticas de la jerarquía a las disputas étnicas, que devienen más determinantes que nunca.
Aunque para transcender esos rasgos comunes de los hipertextos, resulta especialmente relevante el salto del campo (el espacio cerrado de la prisión) al contracampo (el exterior) y la manera en que este cambio se reserva casi con exclusividad la mayor parte del 3º acto. Al mismo tiempo, existe entre esos dos espacios una relación tesis/praxis, magistralmente medidas en el tiempo de la trama.
La iniciación adquiere un carácter más complejo al tratarse de todo un intrusismo, como es la aceptación y posterior escalada de un 'novato' árabe entre los círculos corsos. Las divergencias étnicas se llevan al plano idiomático y así nos encontramos situaciones de incomunicación que dan mucho juego al desarrollo del drama.
Otro de los puntos fuertes de la narración es la manera en la perfecta complementación entre los dos actores principales: la contención y cautela del debutante Tahar Rahim, toda una revelación, en la recreación del iniciado Malik, “el trepa tranquilo”, choca con la energía, el despotismo y la intimidación que nos produce Niels Arestrup (ya presente en la anterior película de Audiard) en la piel del capo de los corsos, versión maligna y peligrosa de la figura del mentor.
Pero la auténtica guinda, el rasgo distintivo que pone a este película por encima de muchas otras, es esa dimensión mística, que acompaña al protagonista suministrada en la justa cantidad. Desde el fantasma de su primer acto de iniciación, causa de tormentos y falta de sueño, hasta la providencia que lo acompaña en momentos clave, de corte casi divino pero cuya ejecución desde el subconsciente evitan el indeseable deus ex-machina. Así, una peculiar religiosidad impregna con latencia el relato, dándole un título inmejorable.
Miniserie

7,9
23.069
7
14 de noviembre de 2020
14 de noviembre de 2020
14 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Antes de nada dejo ya bien descubiertas las cartas encima de la mesa: no me he leído el libro de Fernando Aramburu, por lo que no voy a entrar en el cansino y estéril debate de comparar original y adaptación. He venido aquí a hablar de la serie y a ella me voy a ceñir. Asimismo, parto de la convicción de que el cine y las series pueden y deben ser testigos de su tiempo y también redentores del mismo, por su gran potencial de catarsis colectiva y su rápida y fuerte penetración en el imaginario popular.
Dicho esto, enseguida queda meridianamente claro que esta miniserie no asume una posición equidistante en relación al conflicto vasco, en absoluto (una vez más, el facherío le ha dado una publicidad gratuita incalculable a todo lo que pretende borrar del mapa). Pero tampoco pretende ofrecer una crónica exhaustiva sobre el terrorismo de ETA, sus orígenes, sus mandamases, su estructura, ni siquiera su gasolina cognitiva en detalle. No se adentra en los despachos (oficiales o clandestinos) donde se planeaba la tragedia y se trazaba la lucha contra la misma, con mayor o menor acierto, sino que baja directamente a las trincheras donde se ponía en práctica y sus secuelas más terribles e inmediatas.
Patria es un relato de lo particular, de las calles, de una cotidianidad asfixiante, de dos familias y sus vínculos de amistad destrozados para siempre por una deriva criminal a ninguna parte. Es una historia sobre el dolor, la violencia, la cobardía y la 'omertá', pero también sobre el arrepentimiento, el perdón y la redención. Sí que es cierto que el retrato del "sector proetarra" (Joxe Mari como ejecutor y carne de cañón y Miren como "guardiana" de la llama en la intimidad del hogar… y de la iglesia) resulta demasiado maniqueo para un producto que se supone serio, revistiendo a ambos personajes de una visceralidad sin concesiones, incluso de arranques de homofobia (implícita o explícita). Pero, como ya he recalcado, la miniserie no pretende mostrarnos un cuadro completo, en toda su complejidad, sino una de tantas historias trágicas enmarcadas en el mismo, poniendo el foco en las consecuencias y no en las causas.
Hasta me atrevería a decir que lo que hace a Patria más interesante que otros acercamientos a esta misma cuestión desde la ficción es precisamente su capacidad para ampliar el relato y llevarlo por otros derroteros temáticos, que, sin desligarse del tronco argumental principal, se desarrollan con bastante autonomía. La historia de Arantxa y su lucha contra la cárcel de su propio cuerpo, la redención particular de Nerea con su propio pasado, tras haber vivido durante años al margen de todo lo que le tocó, o incluso la trama de Gorka, escueta pero sincera ventana a la realidad LGTBI, hacen de Patria algo más que una miniserie sobre el terrorismo de ETA, pues quizás versa más sobre el dolor más que sobre cualquier otra cosa. El dolor entendido de manera compleja, desde sus múltiples caras posibles, como la del remordimiento, que tiene su máximo exponente en el bueno de Joxian ("¡Yo lloro por quien me sale de los cojones!").
Desde el aspecto más puramente narrativo, sus principales claves son, por un lado, su coralidad, pues del carácter céntrico inicial de Bittori y Miren se transita a un protagonismo rotativo de los demás personajes principales, posibilitando esa variedad temática antes mencionada. Y, sobre todo, en una alternancia del tiempo del relato, mostrándonos la evolución de esos mismos personajes y la mella que el conflicto ha hecho en ellos. Esta última baza encuentra su gran aliado en el sobresaliente trabajo de maquillaje y peluquería, que nos hace totalmente creíble ver a los mismos actores (de un nivel excelente) interpretando a los mismos personajes en edades distintas, con más de dos décadas de diferencia. Si le encuentro un pero es por determinadas soluciones de puesta en escena muy poco logradas, en particular esos monólogos interiores "camuflados" de Miren y Bittori.
El perdón y la redención son conceptos demasiado importantes y complejos como para pretender reducirlos a simples gestos. Pero en ese abrazo final no puedo sino ver un halo de esperanza, de un espíritu de entendimiento y empatía del que en este mundo, y en este país en particular, estamos muy necesitados.
Dicho esto, enseguida queda meridianamente claro que esta miniserie no asume una posición equidistante en relación al conflicto vasco, en absoluto (una vez más, el facherío le ha dado una publicidad gratuita incalculable a todo lo que pretende borrar del mapa). Pero tampoco pretende ofrecer una crónica exhaustiva sobre el terrorismo de ETA, sus orígenes, sus mandamases, su estructura, ni siquiera su gasolina cognitiva en detalle. No se adentra en los despachos (oficiales o clandestinos) donde se planeaba la tragedia y se trazaba la lucha contra la misma, con mayor o menor acierto, sino que baja directamente a las trincheras donde se ponía en práctica y sus secuelas más terribles e inmediatas.
Patria es un relato de lo particular, de las calles, de una cotidianidad asfixiante, de dos familias y sus vínculos de amistad destrozados para siempre por una deriva criminal a ninguna parte. Es una historia sobre el dolor, la violencia, la cobardía y la 'omertá', pero también sobre el arrepentimiento, el perdón y la redención. Sí que es cierto que el retrato del "sector proetarra" (Joxe Mari como ejecutor y carne de cañón y Miren como "guardiana" de la llama en la intimidad del hogar… y de la iglesia) resulta demasiado maniqueo para un producto que se supone serio, revistiendo a ambos personajes de una visceralidad sin concesiones, incluso de arranques de homofobia (implícita o explícita). Pero, como ya he recalcado, la miniserie no pretende mostrarnos un cuadro completo, en toda su complejidad, sino una de tantas historias trágicas enmarcadas en el mismo, poniendo el foco en las consecuencias y no en las causas.
Hasta me atrevería a decir que lo que hace a Patria más interesante que otros acercamientos a esta misma cuestión desde la ficción es precisamente su capacidad para ampliar el relato y llevarlo por otros derroteros temáticos, que, sin desligarse del tronco argumental principal, se desarrollan con bastante autonomía. La historia de Arantxa y su lucha contra la cárcel de su propio cuerpo, la redención particular de Nerea con su propio pasado, tras haber vivido durante años al margen de todo lo que le tocó, o incluso la trama de Gorka, escueta pero sincera ventana a la realidad LGTBI, hacen de Patria algo más que una miniserie sobre el terrorismo de ETA, pues quizás versa más sobre el dolor más que sobre cualquier otra cosa. El dolor entendido de manera compleja, desde sus múltiples caras posibles, como la del remordimiento, que tiene su máximo exponente en el bueno de Joxian ("¡Yo lloro por quien me sale de los cojones!").
Desde el aspecto más puramente narrativo, sus principales claves son, por un lado, su coralidad, pues del carácter céntrico inicial de Bittori y Miren se transita a un protagonismo rotativo de los demás personajes principales, posibilitando esa variedad temática antes mencionada. Y, sobre todo, en una alternancia del tiempo del relato, mostrándonos la evolución de esos mismos personajes y la mella que el conflicto ha hecho en ellos. Esta última baza encuentra su gran aliado en el sobresaliente trabajo de maquillaje y peluquería, que nos hace totalmente creíble ver a los mismos actores (de un nivel excelente) interpretando a los mismos personajes en edades distintas, con más de dos décadas de diferencia. Si le encuentro un pero es por determinadas soluciones de puesta en escena muy poco logradas, en particular esos monólogos interiores "camuflados" de Miren y Bittori.
El perdón y la redención son conceptos demasiado importantes y complejos como para pretender reducirlos a simples gestos. Pero en ese abrazo final no puedo sino ver un halo de esperanza, de un espíritu de entendimiento y empatía del que en este mundo, y en este país en particular, estamos muy necesitados.

5,6
2.166
5
3 de noviembre de 2014
3 de noviembre de 2014
8 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
El escenario sociopolítico derivado del cese definitivo de la violencia de ETA abre la veda para que el cine, especialmente el español, por el rol que se le supone, salde deudas historiográficas con el pasado reciente en cuanto a dicho conflicto. El momento ha llegado con el acercamiento a uno de los episodios más negros de nuestra historia reciente, el cual huye, por un lado, del innecesario y maniqueo avivamiento del conflicto a través de un posicionamiento sesgado, así como del llamamiento a la reconciliación a través del olvido, al más puro estilo de la tan caduca y cuestionada Cultura de la Transición.
Lamentablemente, el clima de corrección discursiva extrema y de alargada sombra de la censura a posteriori que imperan en la praxis legal y policial española desde la eclosión de la rebeldía ciudadana, además de la tutela institucional de la obra, impiden un óptimo desarrollo de un discurso que, en buena parte, recae en los peores tópicos de los telefilms judiciales de sobremesa que copan las parrillas generalistas. Y lo peor es que, ni siquiera dentro de esas limitaciones le consiguen sacar todo el jugo al material del que disponen. Las verdaderas reflexiones por encima de la elección de bandos, de la ideal más que material barrera entre el bien y el mal, del imperio del buen hacer y las buenas prácticas deontológicas en el ejercicio policial o judicial, se quedan, lamentablemente, en lo anecdótico, como pequeños destellos de un relato a medio camino de todo.
Así pues, Lasa y Zabala (evitemos la posible confusión que pueda genera el título original, en euskera) presenta una de cal y una de arena, dos caras bien diferenciadas en cuanto a su valor fílmico. Por un lado, la buena, donde la expresión puramente audiovisual eclipsa al lenguaje verbal en una brillante operación de redención estética y representativa del cine con su función social y política. Por el otro, la mediocre, y desafortunadamente mayoritaria, una sucesión de lugares comunes y códigos vacíos, en lo que se puede intuir como el resultado, consecuencia inevitable, de una cobardía argumental fruto de la insalvable coyuntura.
CARA A: EL TERROR DE INTXAURRONDO
Si bien decía Goya que "el sueño de la razón produce monstruos" (cita con la que Stephen King abría El resplandor), no existe un retrato más eficaz del horror que el relato de las mayores barbaries que ha cometido el hombre contra el hombre en el pura realidad. Esto parece haberlo asimilado a la perfección el director, que nos hace sentir en nuestra propia carne las horripilantes torturas que sufrieron por entonces aquellos jóvenes, incluso a quienes pudiesen llegar a pensar en algún momento que se lo merecían. Poder convertir finalmente en imágenes ese templo del terror que fue durante tanto tiempo el cuartel de Intxaurrondo no era un menester nada sencillo.
Han tenido que pasar muchos asesinatos, muchas malas decisiones políticas y judiciales, para poderse llegarse a este escenario, donde las cuentas con el pasado en el terreno de la representación pudiesen ser saldadas. Haberle puesto cara al sufrimiento de dos individuos que, a su vez, formaban parte de un colectivo especializado en la creación de sufrimiento ajeno, dos individuos que, hasta entonces, no conocíamos más que como caras en unas fotos convertidas en iconos del independentismo vasco o como huesos en una fosa,… todo ello no habría sido posible de ninguna manera hace veinte años, con el caso acaparando las agendas mediáticas. Ni tampoco hace diez, con ETA alargando su agonizante sinsentido.
Solo ahora, con ese infame anacronismo enterrado para siempre, sin necesidad de cal viva, se puede llegar a esos mínimos necesarios de reconciliación en los que hasta el más escéptico con la redención y el perdón puede admitir, sin miedo, que el bando de los "buenos" había ido demasiado lejos.
CARA B: LA FIESTA DE LOS MANIQUÍES
La reducción conceptual del brazo ejecutor del terrorismo de Estado a la psicopatía y enfermedad de los guardias civiles implicados, o a un retrato plano y pueril de la maldad en la figura de Rodríguez Galindo, le restan mucha mordiente a un argumento eminentemente político, y en cierta manera, le quitan hierro a un asunto cuyo verdadero epicentro, hacia donde deberían recaer las decididas denuncias, se encuentra en las altas esferas.
Galindo sea posiblemente un personaje bastante siniestro per se como para que tener que someterlo a semejante simplificación, cual villano de Disney. Las posibilidades de haber creado una encarnación de la infamia con tantos matices se han ido al cubo de la basura. La podredumbre del sistema y de las cloacas del Estado como elemento central del conflicto quedan reemplazadas en consecuencia, por la determinación individual, a pequeña escala, de un grupo de taraos que, para mayor desgracia colectiva, han acabado formando parte de aquellos que están ahí, se supone, para protegernos.
Por supuesto, ninguna referencia, ni siquiera implícita, al "señor X". El eslabón intermedio, Rafael Vera, aparece únicamente mencionado, muy por encima. Quizás para compensarlo, el guión cae en el exceso de añadir más muertes a una realidad ya suficientemente plagada de ellas. En definitiva, la cobardía (pues si Berlanga pudo colar un clamor ante la pena de muerte en plena dictadura, bien se podía sugerir aquí, de manera sutil, la implicación de los peces gordos del Estado) acaba convirtiéndose un severo lastre al resultado final de un ejercicio, que, todo sea dicho, supone un necesario atrevimiento, pero no basta.
La conclusión es que, nunca sabremos si por no querer o por no poder, el film se ha quedado muy a medio camino de todo lo que podía y debía dar. Ahora bien, cabe preguntarse si esto es consecuencia de la censura no escrita que aún existe en nuestros días, o simplemente un efecto frontal de la inevitable tutela institucional de una industria incapaz de emanciparse de las subvenciones y, por ende, del arraigo de la misma.
Lamentablemente, el clima de corrección discursiva extrema y de alargada sombra de la censura a posteriori que imperan en la praxis legal y policial española desde la eclosión de la rebeldía ciudadana, además de la tutela institucional de la obra, impiden un óptimo desarrollo de un discurso que, en buena parte, recae en los peores tópicos de los telefilms judiciales de sobremesa que copan las parrillas generalistas. Y lo peor es que, ni siquiera dentro de esas limitaciones le consiguen sacar todo el jugo al material del que disponen. Las verdaderas reflexiones por encima de la elección de bandos, de la ideal más que material barrera entre el bien y el mal, del imperio del buen hacer y las buenas prácticas deontológicas en el ejercicio policial o judicial, se quedan, lamentablemente, en lo anecdótico, como pequeños destellos de un relato a medio camino de todo.
Así pues, Lasa y Zabala (evitemos la posible confusión que pueda genera el título original, en euskera) presenta una de cal y una de arena, dos caras bien diferenciadas en cuanto a su valor fílmico. Por un lado, la buena, donde la expresión puramente audiovisual eclipsa al lenguaje verbal en una brillante operación de redención estética y representativa del cine con su función social y política. Por el otro, la mediocre, y desafortunadamente mayoritaria, una sucesión de lugares comunes y códigos vacíos, en lo que se puede intuir como el resultado, consecuencia inevitable, de una cobardía argumental fruto de la insalvable coyuntura.
CARA A: EL TERROR DE INTXAURRONDO
Si bien decía Goya que "el sueño de la razón produce monstruos" (cita con la que Stephen King abría El resplandor), no existe un retrato más eficaz del horror que el relato de las mayores barbaries que ha cometido el hombre contra el hombre en el pura realidad. Esto parece haberlo asimilado a la perfección el director, que nos hace sentir en nuestra propia carne las horripilantes torturas que sufrieron por entonces aquellos jóvenes, incluso a quienes pudiesen llegar a pensar en algún momento que se lo merecían. Poder convertir finalmente en imágenes ese templo del terror que fue durante tanto tiempo el cuartel de Intxaurrondo no era un menester nada sencillo.
Han tenido que pasar muchos asesinatos, muchas malas decisiones políticas y judiciales, para poderse llegarse a este escenario, donde las cuentas con el pasado en el terreno de la representación pudiesen ser saldadas. Haberle puesto cara al sufrimiento de dos individuos que, a su vez, formaban parte de un colectivo especializado en la creación de sufrimiento ajeno, dos individuos que, hasta entonces, no conocíamos más que como caras en unas fotos convertidas en iconos del independentismo vasco o como huesos en una fosa,… todo ello no habría sido posible de ninguna manera hace veinte años, con el caso acaparando las agendas mediáticas. Ni tampoco hace diez, con ETA alargando su agonizante sinsentido.
Solo ahora, con ese infame anacronismo enterrado para siempre, sin necesidad de cal viva, se puede llegar a esos mínimos necesarios de reconciliación en los que hasta el más escéptico con la redención y el perdón puede admitir, sin miedo, que el bando de los "buenos" había ido demasiado lejos.
CARA B: LA FIESTA DE LOS MANIQUÍES
La reducción conceptual del brazo ejecutor del terrorismo de Estado a la psicopatía y enfermedad de los guardias civiles implicados, o a un retrato plano y pueril de la maldad en la figura de Rodríguez Galindo, le restan mucha mordiente a un argumento eminentemente político, y en cierta manera, le quitan hierro a un asunto cuyo verdadero epicentro, hacia donde deberían recaer las decididas denuncias, se encuentra en las altas esferas.
Galindo sea posiblemente un personaje bastante siniestro per se como para que tener que someterlo a semejante simplificación, cual villano de Disney. Las posibilidades de haber creado una encarnación de la infamia con tantos matices se han ido al cubo de la basura. La podredumbre del sistema y de las cloacas del Estado como elemento central del conflicto quedan reemplazadas en consecuencia, por la determinación individual, a pequeña escala, de un grupo de taraos que, para mayor desgracia colectiva, han acabado formando parte de aquellos que están ahí, se supone, para protegernos.
Por supuesto, ninguna referencia, ni siquiera implícita, al "señor X". El eslabón intermedio, Rafael Vera, aparece únicamente mencionado, muy por encima. Quizás para compensarlo, el guión cae en el exceso de añadir más muertes a una realidad ya suficientemente plagada de ellas. En definitiva, la cobardía (pues si Berlanga pudo colar un clamor ante la pena de muerte en plena dictadura, bien se podía sugerir aquí, de manera sutil, la implicación de los peces gordos del Estado) acaba convirtiéndose un severo lastre al resultado final de un ejercicio, que, todo sea dicho, supone un necesario atrevimiento, pero no basta.
La conclusión es que, nunca sabremos si por no querer o por no poder, el film se ha quedado muy a medio camino de todo lo que podía y debía dar. Ahora bien, cabe preguntarse si esto es consecuencia de la censura no escrita que aún existe en nuestros días, o simplemente un efecto frontal de la inevitable tutela institucional de una industria incapaz de emanciparse de las subvenciones y, por ende, del arraigo de la misma.
6
7 de octubre de 2023
7 de octubre de 2023
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cada vez que un cineasta de avanzada edad presenta una nueva película, los posibles signos de cansancio o repetitividad en el tramo final de su carrera pasan a un segundo plano ante la posibilidad de que esa nueva película, por un motivo u otro, pueda ser la última. Si encima ese cineasta es nada más y nada menos que Woody Allen, genio incontestable (y, personalmente, uno de mis autores favoritos de siempre), no hay excusa que valga para no disfrutar de su ultimísimo estreno en cuanto se tenga la posibilidad.
En su primera película de habla no inglesa -en su adorada Francia, como no podría ser de otro modo-, el neoyorquino reitera una fórmula que, en esencia, no ha dejado de practicar en toda su carrera: plagiarse a sí mismo, volver a tramas maestras, núcleos temáticos y mecanismos narrativos que ya ha explorado -con éxito- en otras ocasiones, para ofrecerlos una vez más lo mismo… pero que siempre aporta, siempre consigue, por lo menos, atraer nuestra atención. El director parte de su género más transitado, la comedia de enredos, para hibridarlo con la intriga, en la línea de lo que ya hizo en Delitos y Faltas y en el reverso oscuro de esta, la excelente Match Point, pero todo ello sin salir del clima general de comedia de Misterio Asesinato en Manhattan o Scoop. ¡Si hasta es capaz darle una vuelta de tuerca interesante al tan manido lugar común de la relación complicada entre maridos y suegras!
Al mismo tiempo, al igual que en Match Point y, en menor medida, Scoop, la suerte, la casualidad, los golpes de fortuna son el elemento pivotal de la película, tanto en lo puramente narrativo, funcional, como en lo significativo: desde su catalizador, un encuentro casual y fortuito, en su primerísima escena -de nuevo, el genio de Brooklyn no pierde el tiempo en miramientos ni en preliminares prescindibles, como tiene que ser-, hasta su desenlace final. La suerte, además, explorada en toda su dimensión, tanto en su vertiente positiva -un encuentro, en una gran urbe como París, de dos personas entre las que hubo hace muchos años una tensión romántica no resuelta-, como en la negativa, la oscura -la posibilidad de que un criminal se vaya de rositas… o no-. Todo ello decorado con elucubraciones literarias, muy oportunas, surgidas del propio presente del relato.
La película tarda un acto y buena parte del segundo -básicamente, lo que tarda en transitar al thriller- en desprenderse de ese aroma no a rancio, pero sí a repetitivo, de "película mil veces vista", incluso, por momentos, de telefilm de sobremesa -algo a lo que contribuye, desde nuestro punto de vista localista, un reparto poco conocido fuera de Francia-. Eso sí, cuando se libera de ese velo, sin necesidad de pirotecnia ni grandilocuencia visual o sonora alguna, se empieza a notar que no se trata de un film dirigido por cualquiera. Si bien se suele destacar a Allen más como guionista o como director de actores antes que en otros aspectos de la realización, a partir del giro a la intriga se empiezan a notar sus grandes virtudes detrás de la cámara y en la sala de montaje, pues sin recurrir a aspavientos logra crear una atmósfera de tensión creciente y progresiva… pero, al mismo tiempo, sin abandonar esa estética general de comedia ligera que domina el metraje de principio a fin. Un fenómeno del buen hacer, del oficio cinematográfico en su esencia más básica.
Realmente la suerte es nuestra, del público, de poder seguir disfrutando cada poco de las películas de uno de los mejores cineastas de la historia, a sus casi 90 años, y que siempre suponga una experiencia agradable, positiva. De que nunca se canse de hacer lo que mejor sabe y lo que lleva décadas gustando a millones de espectadores en todo el mundo. De que haya siempre algún productor entusiasta en el mundo dispuesto a hacer realidad algún nuevo proyecto. Y encima, de poder ver su nueva película de turno en ciudades pequeñas, donde la oferta de exhibición cinematográfica convencional camina sobre una fina cuerda a decenas de metros de altura, y con suerte en versión original. Insisto, muchas veces damos esto por sentado y no nos percatamos de lo afortunados que somos y de que quizás, en un futuro no demasiado lejano, esto deje de ocurrir.
En su primera película de habla no inglesa -en su adorada Francia, como no podría ser de otro modo-, el neoyorquino reitera una fórmula que, en esencia, no ha dejado de practicar en toda su carrera: plagiarse a sí mismo, volver a tramas maestras, núcleos temáticos y mecanismos narrativos que ya ha explorado -con éxito- en otras ocasiones, para ofrecerlos una vez más lo mismo… pero que siempre aporta, siempre consigue, por lo menos, atraer nuestra atención. El director parte de su género más transitado, la comedia de enredos, para hibridarlo con la intriga, en la línea de lo que ya hizo en Delitos y Faltas y en el reverso oscuro de esta, la excelente Match Point, pero todo ello sin salir del clima general de comedia de Misterio Asesinato en Manhattan o Scoop. ¡Si hasta es capaz darle una vuelta de tuerca interesante al tan manido lugar común de la relación complicada entre maridos y suegras!
Al mismo tiempo, al igual que en Match Point y, en menor medida, Scoop, la suerte, la casualidad, los golpes de fortuna son el elemento pivotal de la película, tanto en lo puramente narrativo, funcional, como en lo significativo: desde su catalizador, un encuentro casual y fortuito, en su primerísima escena -de nuevo, el genio de Brooklyn no pierde el tiempo en miramientos ni en preliminares prescindibles, como tiene que ser-, hasta su desenlace final. La suerte, además, explorada en toda su dimensión, tanto en su vertiente positiva -un encuentro, en una gran urbe como París, de dos personas entre las que hubo hace muchos años una tensión romántica no resuelta-, como en la negativa, la oscura -la posibilidad de que un criminal se vaya de rositas… o no-. Todo ello decorado con elucubraciones literarias, muy oportunas, surgidas del propio presente del relato.
La película tarda un acto y buena parte del segundo -básicamente, lo que tarda en transitar al thriller- en desprenderse de ese aroma no a rancio, pero sí a repetitivo, de "película mil veces vista", incluso, por momentos, de telefilm de sobremesa -algo a lo que contribuye, desde nuestro punto de vista localista, un reparto poco conocido fuera de Francia-. Eso sí, cuando se libera de ese velo, sin necesidad de pirotecnia ni grandilocuencia visual o sonora alguna, se empieza a notar que no se trata de un film dirigido por cualquiera. Si bien se suele destacar a Allen más como guionista o como director de actores antes que en otros aspectos de la realización, a partir del giro a la intriga se empiezan a notar sus grandes virtudes detrás de la cámara y en la sala de montaje, pues sin recurrir a aspavientos logra crear una atmósfera de tensión creciente y progresiva… pero, al mismo tiempo, sin abandonar esa estética general de comedia ligera que domina el metraje de principio a fin. Un fenómeno del buen hacer, del oficio cinematográfico en su esencia más básica.
Realmente la suerte es nuestra, del público, de poder seguir disfrutando cada poco de las películas de uno de los mejores cineastas de la historia, a sus casi 90 años, y que siempre suponga una experiencia agradable, positiva. De que nunca se canse de hacer lo que mejor sabe y lo que lleva décadas gustando a millones de espectadores en todo el mundo. De que haya siempre algún productor entusiasta en el mundo dispuesto a hacer realidad algún nuevo proyecto. Y encima, de poder ver su nueva película de turno en ciudades pequeñas, donde la oferta de exhibición cinematográfica convencional camina sobre una fina cuerda a decenas de metros de altura, y con suerte en versión original. Insisto, muchas veces damos esto por sentado y no nos percatamos de lo afortunados que somos y de que quizás, en un futuro no demasiado lejano, esto deje de ocurrir.
Documental

6,0
1.036
6
19 de agosto de 2020
19 de agosto de 2020
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Quizás esté demasiado reciente la sensacional miniserie El Último Baile como para esperar que el próximo documental sobre deportistas se centre en los grandes genios o conjuntos de la disciplina de turno. Pero no, cada conquista de la gloria deja atrás un sinfín de derrotas, de fracasos, de decepciones, de "lo que pudo haber sido", todo eso que la historia y el imaginario colectivo olvidan rápidamente. Y este nuevo producto de Netflix se centra en el futbolista francés Nicolas Anelka, uno de tantos deportistas rebosantes de talento cuyo legado final se sitúa muy por debajo de todo el potencial que prometían.
Ahora bien, Anelka el Incomprendido, pese a lo engañoso de su título, no trata, en última instancia, de un mero lavado de cara, centrado en la faceta puramente deportiva, sino que se adentra en toda la dimensión mediática, social y hasta política que rodea a este espectáculo de masas. Pese a sus evidentes intentos por relativizar las malas decisiones y pésima actitud que llevó al delantero a estar siempre por debajo de lo que se esperaba de él, el documental lanza su dardo final, afilado y certero, a una prensa deportiva asquerosamente sensacionalista y las manipulaciones que pusieron el último clavo en la tumba de su carrera.
A modo de escueta tesis, el documental emplea buena parte de su metraje en definir la construcción del mito de un jugador veleta y problemático (lo que en buena parte fue) para luego, en su tercer acto, introducir la premisa central e inmediatamente las conclusiones. Una portada torticera y difamatoria del diario L’Équipe, basada en unas palabras inventadas (desmentidas incluso por la parte presuntamente insultada, el seleccionador Raymond Domenech, aunque varios años después y con el daño ya hecho) bastó para distraer la atención del lamentable papel de la selección francesa en el Mundial de Sudáfrica de 2010 (eliminada a las primeras de cambio) y centrarlo en la rebeldía de Anelka, su expulsión de la concentración (avalada incluso por el presidente Sarkozy) y el consecuente amotinamiento del resto de jugadores.
El fútbol de selecciones se reviste inevitablemente de orgullo nacional y desde ese momento, máxime en un país tan chovinista, se convierte en una cuestión de Estado. Francia se aproximaba a un nuevo fracaso en una cita mundialista, quedando ya lejanos sus mejores años, y desde la prensa necesitaban un chivo expiatorio para dirigir la mirada hacia otro lado. La fama de Anelka como cabeza loca (que el propio jugador se ganó a pulso, pero los medios contribuyeron a amplificar) y su predecible reincidencia se lo sirvieron en bandeja, pues no había "diana" más fácil ni más creíble ante la mirada del gran público. Y aun así, tuvieron que recurrir a la mentira, a la invención para cumplir su objetivo. La Justicia miró para otro lado. Era la antesala de la era de las 'fake news' que a día de hoy ya se nos han ido por completo de las manos.
No, Anelka no llegó a ser el jugador excelente que aspiraba a ser, muy por debajo de otros delanteros de su generación como Henry o Drogba (que aparecen en el documental) y muchos otros. En cambio, se convirtió en un 'journeyman' de libro, habiendo militado, a nivel profesional, hasta en doce equipos distintos, hasta en siete países. Pero supo disfrutar allá donde fue, vivió y vive cómodamente haciendo lo que le gusta, siendo un padre y esposo feliz. Al menos no fueron capaces de hundirlo a nivel personal y eso es algo que, a día de hoy, parece hasta motivo de celebración.
Ahora bien, Anelka el Incomprendido, pese a lo engañoso de su título, no trata, en última instancia, de un mero lavado de cara, centrado en la faceta puramente deportiva, sino que se adentra en toda la dimensión mediática, social y hasta política que rodea a este espectáculo de masas. Pese a sus evidentes intentos por relativizar las malas decisiones y pésima actitud que llevó al delantero a estar siempre por debajo de lo que se esperaba de él, el documental lanza su dardo final, afilado y certero, a una prensa deportiva asquerosamente sensacionalista y las manipulaciones que pusieron el último clavo en la tumba de su carrera.
A modo de escueta tesis, el documental emplea buena parte de su metraje en definir la construcción del mito de un jugador veleta y problemático (lo que en buena parte fue) para luego, en su tercer acto, introducir la premisa central e inmediatamente las conclusiones. Una portada torticera y difamatoria del diario L’Équipe, basada en unas palabras inventadas (desmentidas incluso por la parte presuntamente insultada, el seleccionador Raymond Domenech, aunque varios años después y con el daño ya hecho) bastó para distraer la atención del lamentable papel de la selección francesa en el Mundial de Sudáfrica de 2010 (eliminada a las primeras de cambio) y centrarlo en la rebeldía de Anelka, su expulsión de la concentración (avalada incluso por el presidente Sarkozy) y el consecuente amotinamiento del resto de jugadores.
El fútbol de selecciones se reviste inevitablemente de orgullo nacional y desde ese momento, máxime en un país tan chovinista, se convierte en una cuestión de Estado. Francia se aproximaba a un nuevo fracaso en una cita mundialista, quedando ya lejanos sus mejores años, y desde la prensa necesitaban un chivo expiatorio para dirigir la mirada hacia otro lado. La fama de Anelka como cabeza loca (que el propio jugador se ganó a pulso, pero los medios contribuyeron a amplificar) y su predecible reincidencia se lo sirvieron en bandeja, pues no había "diana" más fácil ni más creíble ante la mirada del gran público. Y aun así, tuvieron que recurrir a la mentira, a la invención para cumplir su objetivo. La Justicia miró para otro lado. Era la antesala de la era de las 'fake news' que a día de hoy ya se nos han ido por completo de las manos.
No, Anelka no llegó a ser el jugador excelente que aspiraba a ser, muy por debajo de otros delanteros de su generación como Henry o Drogba (que aparecen en el documental) y muchos otros. En cambio, se convirtió en un 'journeyman' de libro, habiendo militado, a nivel profesional, hasta en doce equipos distintos, hasta en siete países. Pero supo disfrutar allá donde fue, vivió y vive cómodamente haciendo lo que le gusta, siendo un padre y esposo feliz. Al menos no fueron capaces de hundirlo a nivel personal y eso es algo que, a día de hoy, parece hasta motivo de celebración.
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