You must be a loged user to know your affinity with Frank Booth
Críticas ordenadas por utilidad
Movie added to list
Movie removed from list
An error occurred
Episodio

5,7
3.978
3
21 de mayo de 2025
21 de mayo de 2025
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
En un Londres de un futuro cercano, un excéntrico sospechoso de asesinato —interpretado con histriónica intensidad por Peter Capaldi— es vinculado a un insólito videojuego de los años 90: un simulador de vida poblado por criaturas artificiales, unas formas digitales entrañables, tiernas en su primitivismo poligonal, pero capaces de evolucionar, de aprender, de sufrir. El episodio, titulado Juguetes, arranca como un thriller distópico, disfrazado de interrogatorio, y acaba —aunque nunca queda claro dónde ni cómo— como una confesión existencial desfondada por su propia grandilocuencia.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La propuesta es inquietante: ¿puede alguien perderse tanto dentro de una simulación que acabe confundiendo el mundo con su réplica? ¿Puede uno cometer un crimen en la realidad mientras su conciencia sigue habitando el edén de unos píxeles programados para obedecer y amar? ¿Es moral experimentar con entes sintéticos que sienten? ¿Qué significa sentir, siquiera, en un mundo donde el dolor puede programarse y apagarse con un clic?
Todas estas preguntas están ahí, pero no como nudos que el episodio quiera desenredar, sino como decorado, como atrezzo filosófico para una historia que se limita a recitar sin encarnar. El guion amaga con dilemas morales —la identidad disuelta, la responsabilidad en el espacio virtual, la crueldad anodina del entretenimiento digital— pero nunca entra de verdad en el ring. Se limita a rozarlos, como quien pasa junto a un cadáver tapándose la nariz. Lo que en otros capítulos de la serie era carne viva aquí es pose.
Y, sin embargo, detrás del artificio, asoma una verdad más incómoda: que la realidad virtual no es ya una evasión, sino la continuación de nuestra vida real por otros medios. El protagonista no se refugia en el juego porque haya huido del mundo; lo hace porque ya no hay mundo que valga la pena habitar. Afuera, todo es exigencia, vigilancia, transparencia, rendimiento. Dentro del juego, en cambio, puede ser nadie. O cualquiera. O simplemente, no ser. Y eso, en tiempos donde todo se mide, se juzga y se monetiza, es un alivio teológico.
El juego —ese viejo juguete— se convierte aquí en una especie de sacramento invertido. No promete salvación, pero sí suspensión. No ofrece verdad, pero sí anonimato. El avatar ya no es una máscara: es un útero. Una segunda gestación donde uno puede existir sin consecuencias. Por eso entramos. Por eso no queremos salir.
La culpa, ese resabio moral que tanto daño hacía en la era de los sujetos, queda abolida. No porque hayamos aprendido a ser mejores, sino porque ya no importa. En el juego no hay ley. No hay Otro. Solo un simulacro donde toda experiencia es interfaz, estímulo, algoritmo. Una misa sin altar, una penitencia sin confesión.
Pero Juguetes, en lugar de desarrollar con valentía esta dimensión trágica y al mismo tiempo mística de la vida virtual, se queda en la superficie. Intenta parecer profundo sin arriesgarse a profundizar. Su final, tan abierto como perezoso, pretende invitar a la interpretación, pero en realidad revela una impotencia narrativa: la de no saber qué decir cuando todo ya ha sido dicho, aunque mal entendido.
El mayor problema del episodio no es que no funcione como drama —aunque no lo hace—, ni que no tenga estilo —que lo tiene, pero prestado—, sino que carece de valor moral. No hay riesgo, no hay tesis, no hay herida. Lo que pudo haber sido una interrogación feroz sobre los límites del yo, del juicio y de la culpa, se diluye en una puesta en escena elegante, pero hueca. Como si el propio guionista hubiera preferido esconderse en su avatar.
Y quizá eso sea lo más sincero del capítulo. Que el guion mismo, como su protagonista, se rinde ante la imposibilidad de actuar en lo real. Que lo que se ofrece como crítica al simulacro es, en el fondo, una claudicación estética. Una forma de decir: “Lo intentamos, pero era más fácil jugar.”
Todas estas preguntas están ahí, pero no como nudos que el episodio quiera desenredar, sino como decorado, como atrezzo filosófico para una historia que se limita a recitar sin encarnar. El guion amaga con dilemas morales —la identidad disuelta, la responsabilidad en el espacio virtual, la crueldad anodina del entretenimiento digital— pero nunca entra de verdad en el ring. Se limita a rozarlos, como quien pasa junto a un cadáver tapándose la nariz. Lo que en otros capítulos de la serie era carne viva aquí es pose.
Y, sin embargo, detrás del artificio, asoma una verdad más incómoda: que la realidad virtual no es ya una evasión, sino la continuación de nuestra vida real por otros medios. El protagonista no se refugia en el juego porque haya huido del mundo; lo hace porque ya no hay mundo que valga la pena habitar. Afuera, todo es exigencia, vigilancia, transparencia, rendimiento. Dentro del juego, en cambio, puede ser nadie. O cualquiera. O simplemente, no ser. Y eso, en tiempos donde todo se mide, se juzga y se monetiza, es un alivio teológico.
El juego —ese viejo juguete— se convierte aquí en una especie de sacramento invertido. No promete salvación, pero sí suspensión. No ofrece verdad, pero sí anonimato. El avatar ya no es una máscara: es un útero. Una segunda gestación donde uno puede existir sin consecuencias. Por eso entramos. Por eso no queremos salir.
La culpa, ese resabio moral que tanto daño hacía en la era de los sujetos, queda abolida. No porque hayamos aprendido a ser mejores, sino porque ya no importa. En el juego no hay ley. No hay Otro. Solo un simulacro donde toda experiencia es interfaz, estímulo, algoritmo. Una misa sin altar, una penitencia sin confesión.
Pero Juguetes, en lugar de desarrollar con valentía esta dimensión trágica y al mismo tiempo mística de la vida virtual, se queda en la superficie. Intenta parecer profundo sin arriesgarse a profundizar. Su final, tan abierto como perezoso, pretende invitar a la interpretación, pero en realidad revela una impotencia narrativa: la de no saber qué decir cuando todo ya ha sido dicho, aunque mal entendido.
El mayor problema del episodio no es que no funcione como drama —aunque no lo hace—, ni que no tenga estilo —que lo tiene, pero prestado—, sino que carece de valor moral. No hay riesgo, no hay tesis, no hay herida. Lo que pudo haber sido una interrogación feroz sobre los límites del yo, del juicio y de la culpa, se diluye en una puesta en escena elegante, pero hueca. Como si el propio guionista hubiera preferido esconderse en su avatar.
Y quizá eso sea lo más sincero del capítulo. Que el guion mismo, como su protagonista, se rinde ante la imposibilidad de actuar en lo real. Que lo que se ofrece como crítica al simulacro es, en el fondo, una claudicación estética. Una forma de decir: “Lo intentamos, pero era más fácil jugar.”

6,6
16.807
6
5 de mayo de 2025
5 de mayo de 2025
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay películas que, como un espejismo en mitad del páramo, nos interpelan no tanto por lo que narran, sino por el modo en que eluden hacerlo, por las omisiones que siembran en su discurrir narrativo. Un día perfecto, la última incursión fílmica de Fernando León de Aranoa, se inscribe precisamente en esa estirpe de obras que renuncian a la cómoda categorización genérica para orbitar, cual satélite errante, en la ambigua constelación donde confluyen el drama sin solemnidad, la comedia sin estridencia, el mensaje sin proclama.
Que León de Aranoa haya elegido la guerra de los Balcanes como telón de fondo —en una época en que las conflagraciones del presente asaltan a diario los noticiarios, desbordando la retina y la conciencia del espectador— podría parecer, en su apariencia más superficial, una decisión extemporánea, un desvío anacrónico del foco. Mas el propio cineasta, con una convicción casi testamentaria, nos recuerda que las guerras, todas las guerras, comparten una misma lepra moral: la primera baja en el campo de batalla no es el soldado ni el inocente, sino el sentido común, que se desvanece como un espejismo a la primera detonación. La ubicación en los Balcanes es, pues, más una vivencia autobiográfica que una anécdota contextual; una geografía de la memoria más que un mapa de actualidad.
Rodada en inglés, armada con los nombres relucientes de Benicio del Toro y Tim Robbins, y basada libremente en la novela de Paula Farias, Un día perfecto se articula como una road movie insólita, una odisea burocrática donde la épica es sustituida por el trámite, donde los héroes son cooperantes lidiando con el grotesco y prosaico empeño de extraer un cadáver de un pozo contaminado. Lo que en otras manos hubiera sido metáfora sobrecargada o sainete histriónico, en las suyas se convierte en un relato contenido hasta la extenuación, una película que parece mirar su propio conflicto desde la linde, temerosa de adentrarse en el lodazal de la conmiseración.
Porque si algo caracteriza esta cinta es su esquiva templanza: está bien contada, sí, pero le falta ese fulgor que incendia el alma; huye del maniqueísmo con una elegancia casi académica, pero acaso por ello se torna fría, distante, ajena. Tiene a su alcance escenas, detalles, resquicios por donde podría infiltrarse la emoción más lacerante, y sin embargo rehúye esos caminos con la obstinación de quien teme caer en la trampa del sentimentalismo. Es, en definitiva, una película honrada, honrada hasta las últimas consecuencias, pero que no alcanza a ser brillante; como un buen artesano que lima con esmero su pieza sin atreverse a abrazar la imperfección sublime del genio.
Ni drama ni comedia; ni acción ni parábola. Esta película es, ante todo, una tierra de nadie, un territorio donde los géneros se confunden y neutralizan, donde la indefinición opera a la vez como virtud y como rémora. Hay momentos en que su austeridad narrativa deviene despojamiento fecundo, dejándonos ante la desnudez misma de la condición humana; y hay otros en que, víctima de su propia cautela, la película se contrae, se repliega sobre sí misma, como si su pudor la empujara a no alzar demasiado la voz. Y, sin embargo —y esto es lo más revelador—, al final el resultado persiste en la memoria con una suerte de gravedad sigilosa, como un murmullo que resiste al olvido, como una verdad tibia pero irrevocable.
Quizá porque Un día perfecto nos habla, en última instancia, de esa intemperie moral donde el heroísmo no es otra cosa que un acto obstinado de sentido común, y donde el absurdo, más que una nota de humor, es la atmósfera misma que envuelve a quienes intentan reparar las grietas del mundo con las manos desnudas.
Que León de Aranoa haya elegido la guerra de los Balcanes como telón de fondo —en una época en que las conflagraciones del presente asaltan a diario los noticiarios, desbordando la retina y la conciencia del espectador— podría parecer, en su apariencia más superficial, una decisión extemporánea, un desvío anacrónico del foco. Mas el propio cineasta, con una convicción casi testamentaria, nos recuerda que las guerras, todas las guerras, comparten una misma lepra moral: la primera baja en el campo de batalla no es el soldado ni el inocente, sino el sentido común, que se desvanece como un espejismo a la primera detonación. La ubicación en los Balcanes es, pues, más una vivencia autobiográfica que una anécdota contextual; una geografía de la memoria más que un mapa de actualidad.
Rodada en inglés, armada con los nombres relucientes de Benicio del Toro y Tim Robbins, y basada libremente en la novela de Paula Farias, Un día perfecto se articula como una road movie insólita, una odisea burocrática donde la épica es sustituida por el trámite, donde los héroes son cooperantes lidiando con el grotesco y prosaico empeño de extraer un cadáver de un pozo contaminado. Lo que en otras manos hubiera sido metáfora sobrecargada o sainete histriónico, en las suyas se convierte en un relato contenido hasta la extenuación, una película que parece mirar su propio conflicto desde la linde, temerosa de adentrarse en el lodazal de la conmiseración.
Porque si algo caracteriza esta cinta es su esquiva templanza: está bien contada, sí, pero le falta ese fulgor que incendia el alma; huye del maniqueísmo con una elegancia casi académica, pero acaso por ello se torna fría, distante, ajena. Tiene a su alcance escenas, detalles, resquicios por donde podría infiltrarse la emoción más lacerante, y sin embargo rehúye esos caminos con la obstinación de quien teme caer en la trampa del sentimentalismo. Es, en definitiva, una película honrada, honrada hasta las últimas consecuencias, pero que no alcanza a ser brillante; como un buen artesano que lima con esmero su pieza sin atreverse a abrazar la imperfección sublime del genio.
Ni drama ni comedia; ni acción ni parábola. Esta película es, ante todo, una tierra de nadie, un territorio donde los géneros se confunden y neutralizan, donde la indefinición opera a la vez como virtud y como rémora. Hay momentos en que su austeridad narrativa deviene despojamiento fecundo, dejándonos ante la desnudez misma de la condición humana; y hay otros en que, víctima de su propia cautela, la película se contrae, se repliega sobre sí misma, como si su pudor la empujara a no alzar demasiado la voz. Y, sin embargo —y esto es lo más revelador—, al final el resultado persiste en la memoria con una suerte de gravedad sigilosa, como un murmullo que resiste al olvido, como una verdad tibia pero irrevocable.
Quizá porque Un día perfecto nos habla, en última instancia, de esa intemperie moral donde el heroísmo no es otra cosa que un acto obstinado de sentido común, y donde el absurdo, más que una nota de humor, es la atmósfera misma que envuelve a quienes intentan reparar las grietas del mundo con las manos desnudas.

4,8
6.245
4
5 de mayo de 2025
5 de mayo de 2025
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
No deja de resultar paradójico —y acaso inevitable— que 15:17 Tren a París, la enésima singladura cinematográfica de Clint Eastwood, sea a un tiempo un homenaje y un lastre, un canto a la heroicidad y una prueba de paciencia; como si, en su empeño por rendir tributo, el cineasta hubiera acabado sepultando la historia bajo la losa de su propia reverencia. Porque la película, con sus apenas 90 minutos de metraje, podría —y debería— haber prescindido sin remordimiento de una hora entera, tal es la profusión de escenas insustanciales, tan desprovistas de nervio como de necesidad, que la engordan hasta tornarla morosa, dilatada, pesadamente anodina.
Sabemos —y sería pueril fingir sorpresa— que a estas alturas de su carrera Clint Eastwood se mueve no ya con libertad, sino con la insolencia del patriarca que prescinde de toda cortapisa, guiado solo por los latidos de su credo personal. Y su credo, hoy por hoy, no podría ser más diáfano: le interesan los hombres americanos —nótese la precisión: hombres, no meros varones—, esos ciudadanos de musculatura ética y fervor patriótico que, abrazados al dios de su dificultosa infancia y al fusil de su madurez, no vacilan ante la llamada del deber. Por eso no extraña que Eastwood se sintiera magnetizado por la peripecia real de Spencer Stone, Alek Skarlatos y Anthony Sadler, tres jóvenes estadounidenses que, en aquel infausto agosto de 2015, conjuraron la amenaza de un atentado yihadista a bordo de un tren Thalys camino de París.
Sabemos —y sería pueril fingir sorpresa— que a estas alturas de su carrera Clint Eastwood se mueve no ya con libertad, sino con la insolencia del patriarca que prescinde de toda cortapisa, guiado solo por los latidos de su credo personal. Y su credo, hoy por hoy, no podría ser más diáfano: le interesan los hombres americanos —nótese la precisión: hombres, no meros varones—, esos ciudadanos de musculatura ética y fervor patriótico que, abrazados al dios de su dificultosa infancia y al fusil de su madurez, no vacilan ante la llamada del deber. Por eso no extraña que Eastwood se sintiera magnetizado por la peripecia real de Spencer Stone, Alek Skarlatos y Anthony Sadler, tres jóvenes estadounidenses que, en aquel infausto agosto de 2015, conjuraron la amenaza de un atentado yihadista a bordo de un tren Thalys camino de París.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Eastwood reconstruye aquel instante con una crudeza vigorosa, de una intensidad casi epifánica. Pero —y aquí reside la fisura medular— lo que a Eastwood le interesa no es tanto el acontecimiento en sí cuanto el tedioso preámbulo vital que condujo a esos tres hombres hasta su cita con la Historia. Y esa elección narrativa, que podría haber albergado un pozo de resonancias existenciales, acaba revelándose como una apuesta estéril: porque las vidas de estos héroes, tal y como son retratadas en pantalla, se despliegan sin relieve, sin conflicto, sin espesor dramático. Eastwood, en un alarde de temeridad —o de fe ciega—, decidió que los propios protagonistas reales se interpretaran a sí mismos, confiando acaso en que la autenticidad supliese las carencias actorales. Craso error: la cámara, implacable, exhibe su torpeza, su rigidez, su incapacidad para insuflar alma a los diálogos; y, por si fuera poco, el guion parece rehuir cualquier tentación de interrogante o ambigüedad, limitándose a glosar, sin matices ni sombras, las hazañas de tres muchachos piadosos, amantes de las armas y rendidos ante el altar de la bandera.
El resultado es, por ende, un film que deviene tedioso hasta lo soporífero: ochenta minutos de trivialidades, de estampas banales, de escaramuzas narrativas sin profundidad psicológica ni tensión dramática, coronados por un puñado de minutos finales donde la pericia de Eastwood resplandece al fin, rodando la secuencia del ataque con una destreza incontestable. Pero el precio pagado —una travesía fílmica casi desértica para llegar a ese oasis de acción— resulta desmesurado, una exacción de paciencia a la que el espectador, exhausto, se somete con resignación.
Aún más: 15:17 Tren a París se revela, bajo su pátina de crónica heroica, como un ejercicio de propaganda casi institucional, donde cada encuadre, cada línea de diálogo, cada gesto parece orquestado al servicio de un ideario inequívoco: el amor a la patria, la sacralidad de la misión, el deber de alistarse, ya sea en el ejército o en el relato nacional. Es cierto que la historia contiene, en bruto, un potencial conmovedor, pero su manipulación tan diáfanamente proselitista acaba desvirtuando toda emoción legítima, hasta convertirla en una exaltación casi publicitaria que indigna más que conmueve.
El resultado es, por ende, un film que deviene tedioso hasta lo soporífero: ochenta minutos de trivialidades, de estampas banales, de escaramuzas narrativas sin profundidad psicológica ni tensión dramática, coronados por un puñado de minutos finales donde la pericia de Eastwood resplandece al fin, rodando la secuencia del ataque con una destreza incontestable. Pero el precio pagado —una travesía fílmica casi desértica para llegar a ese oasis de acción— resulta desmesurado, una exacción de paciencia a la que el espectador, exhausto, se somete con resignación.
Aún más: 15:17 Tren a París se revela, bajo su pátina de crónica heroica, como un ejercicio de propaganda casi institucional, donde cada encuadre, cada línea de diálogo, cada gesto parece orquestado al servicio de un ideario inequívoco: el amor a la patria, la sacralidad de la misión, el deber de alistarse, ya sea en el ejército o en el relato nacional. Es cierto que la historia contiene, en bruto, un potencial conmovedor, pero su manipulación tan diáfanamente proselitista acaba desvirtuando toda emoción legítima, hasta convertirla en una exaltación casi publicitaria que indigna más que conmueve.
4
6 de abril de 2025
6 de abril de 2025
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
No he podido dejar de reírme. Es extremadamente mala. Todo la trama y el guion están construidas de una forma tan ridícula como exageramente melodramática y incoherente.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
"Medusa" es la perfecta tragicomedia de mal guion que parece haber reunido, en un solo culebrón, todos los clichés que uno temía ver en una serie. Desde el principio se percibe la amnesia transitoria –ese recurso clásico y gastado que pretende ser intrigante–, mientras unos vídeos programados van desvelando, casi por arte de magia barata, un pasado oscuro que, en vez de iluminar la trama, nos deja con más preguntas que respuestas. Todo ello a manos de un asesino, un mayordomo moderno retorcido, que parece sacado de una mala parodia de misterio.
La evolución dramática de la gran mayoría de los personajes de la serie es tan inverosímil que nada se construye de forma coherente. Nuestra protagonista, Bárbara, es un capricho de la narrativa, decide denunciar a su marido Esteban, destruir su propia empresa y, enamorarse en un episodio del Detective Danger, a pesar de haberle jurado amor a su marido Esteban y repitiendo que lo mejor de su vida es la ausente y desangelada Maya.
Pero la incoherencia no se queda ahí. La serie se desborda en personajes caricaturescos: una madre casi ausente (aunque aparece de vez en cuando, sin que nadie se moleste en explorar su trágico trasfondo); un tío pederasta quién nadie nunca denunció, otro socio que, inexplicablemente, se prostituye con mujeres mayores a cambio de favores sin saber muy bien porqué; y un superempresario mandamás, Damián ciego a sus propios excesos, que ni se da cuenta de que lo drogan y que queda con gente en un campo de beisbol para hacer sus pinitos mafiosos. Para colmo, una empresa da un giro empresarial brutal y se dedica a traficar con drogas, psilocibina o setas alucinógenas, de forma elegante y bien empaquedada, con un gran estudio de mercado detrás.
Y como si fuera poco, unos “indias” excesivamente maquilladas y abiertamente lesbianas se infiltran en las mansiones de los ricos con una facilidad desconcertante, mientras operativos policiales de lo más ridículos y un grupo de apoyo que nadie llega a comprender se suman al caos. Cada elemento parece una parodia autoconstruida del melodrama, un collage grotesco que raya en lo absurdo y, a la vez, resulta tremendamente divertido. Va pa esa!
En definitiva, "Medusa" se erige como una especie de "Sharkanado" moderno del culebrón colombiano: un placer culpable para quienes disfrutan de ver cómo se deshacen, a golpes de exageración y torpeza, los fundamentos de una narrativa seria. La serie se deleita en ser tan falso y exagerado que, en cada episodio, entre risas y suspiros, se nos recuerda que a veces lo absurdo es la mejor crítica a un sistema que se rinde ante los clichés y la falta de imaginación.
Si buscas algo que te haga reír de lo desquiciado y lamentable del melodrama sin filtros, "Medusa" es, sin duda, un desastre imperdible.
La evolución dramática de la gran mayoría de los personajes de la serie es tan inverosímil que nada se construye de forma coherente. Nuestra protagonista, Bárbara, es un capricho de la narrativa, decide denunciar a su marido Esteban, destruir su propia empresa y, enamorarse en un episodio del Detective Danger, a pesar de haberle jurado amor a su marido Esteban y repitiendo que lo mejor de su vida es la ausente y desangelada Maya.
Pero la incoherencia no se queda ahí. La serie se desborda en personajes caricaturescos: una madre casi ausente (aunque aparece de vez en cuando, sin que nadie se moleste en explorar su trágico trasfondo); un tío pederasta quién nadie nunca denunció, otro socio que, inexplicablemente, se prostituye con mujeres mayores a cambio de favores sin saber muy bien porqué; y un superempresario mandamás, Damián ciego a sus propios excesos, que ni se da cuenta de que lo drogan y que queda con gente en un campo de beisbol para hacer sus pinitos mafiosos. Para colmo, una empresa da un giro empresarial brutal y se dedica a traficar con drogas, psilocibina o setas alucinógenas, de forma elegante y bien empaquedada, con un gran estudio de mercado detrás.
Y como si fuera poco, unos “indias” excesivamente maquilladas y abiertamente lesbianas se infiltran en las mansiones de los ricos con una facilidad desconcertante, mientras operativos policiales de lo más ridículos y un grupo de apoyo que nadie llega a comprender se suman al caos. Cada elemento parece una parodia autoconstruida del melodrama, un collage grotesco que raya en lo absurdo y, a la vez, resulta tremendamente divertido. Va pa esa!
En definitiva, "Medusa" se erige como una especie de "Sharkanado" moderno del culebrón colombiano: un placer culpable para quienes disfrutan de ver cómo se deshacen, a golpes de exageración y torpeza, los fundamentos de una narrativa seria. La serie se deleita en ser tan falso y exagerado que, en cada episodio, entre risas y suspiros, se nos recuerda que a veces lo absurdo es la mejor crítica a un sistema que se rinde ante los clichés y la falta de imaginación.
Si buscas algo que te haga reír de lo desquiciado y lamentable del melodrama sin filtros, "Medusa" es, sin duda, un desastre imperdible.

7,0
1.498
7
26 de marzo de 2025
26 de marzo de 2025
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Levan Akin, cineasta de raíces georgianas y formación sueca, nos presenta en Crossing una travesía que, a primera vista, se perfila como la búsqueda de una sobrina trans desaparecida. Sin embargo, la película trasciende ese motivo inicial para explorar, con sensibilidad y realismo, la vida de tres personajes cuyas historias se entrelazan en el vibrante y caótico paisaje de Estambul.
Crossing es un ejercicio de neorrealismo contemporáneo que invita a reflexionar sobre la identidad, el desplazamiento y la transformación social. Sobre el cambio de mentalidad entre lo tradicional y lo moderno y sobre los valores ineludibles que supone este cambio siendo tan rápido y precipitado. La narrativa se despliega en tres hilos interconectados: la de Lia, una maestra retirada que se obsesiona con encontrar a su sobrina, la del joven Achi, que ve en el viaje la oportunidad de escapar de una existencia monótona, y la de Evrim, una abogada trans que simboliza la lucha y la esperanza en un entorno adverso. Cada uno de estos personajes, con sus conflictos internos y sociales, representa las tensiones generacionales y culturales de sociedades que aún se resisten a aceptar las diversidades de género y las elecciones de vida no convencionales.
Crossing es un ejercicio de neorrealismo contemporáneo que invita a reflexionar sobre la identidad, el desplazamiento y la transformación social. Sobre el cambio de mentalidad entre lo tradicional y lo moderno y sobre los valores ineludibles que supone este cambio siendo tan rápido y precipitado. La narrativa se despliega en tres hilos interconectados: la de Lia, una maestra retirada que se obsesiona con encontrar a su sobrina, la del joven Achi, que ve en el viaje la oportunidad de escapar de una existencia monótona, y la de Evrim, una abogada trans que simboliza la lucha y la esperanza en un entorno adverso. Cada uno de estos personajes, con sus conflictos internos y sociales, representa las tensiones generacionales y culturales de sociedades que aún se resisten a aceptar las diversidades de género y las elecciones de vida no convencionales.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La película, si bien a veces abusa de los encuentros fortuitos, generalmente se desmarca de un mero relato sentimental o una simple crónica de búsqueda; es, en esencia, una observación minuciosa de la realidad urbana. Estambul, más que un escenario, es un reflejo de la globalización mundial: un crisol de culturas, donde la presencia de comunidades marginales, la precariedad de barrios populares y la incesante actividad callejera se convierten en metáforas del incesante intento de encaje y armonización de una sociedad en proceso de transformación de sus valores. La cámara de Fridell se mueve con elegancia, capturando desde largos planos en mano hasta instantes íntimos, que permiten al espectador adentrarse en el “otro lado” de la ciudad, alejado de las posturas idealizadas y turísticas.
Akin se distancia de la narrativa moralista o sermónica, optando por una mirada observacional y empática. En lugar de exponer discursos reivindicativos, la película se centra en la cotidianidad de sus personajes, permitiendo que el relato mismo, con sus desvíos, reencuentros y momentos de sosegada intimidad, hable de la resiliencia y la complejidad humana. Este enfoque le confiere a Crossing una doble lectura: por un lado, es el testimonio de la transformación personal y, por otro, una crítica sutil a un mundo que, a pesar de sus avances, sigue siendo hostil con quienes transgreden normas establecidas.
La intersección de historias –la maestra que se enfrenta a sus propios prejuicios, el joven que busca reconstruir su identidad y la abogada que vive en la intersección de la legalidad y la marginalidad– constituye un reflejo de la sociedad contemporánea. Cada “cruce” (tanto geográfico como existencial) que se da en la película simboliza la posibilidad de transformación, de dejar atrás fantasmas del pasado y de construir nuevos lazos de empatía y solidaridad. Así, Crossing se convierte en un relato profundamente humano, donde la búsqueda de sentido se entrelaza con la necesidad de aceptación y redención en un mundo que se niega a ser estático.
El final abierto de Crossing sugiere que la búsqueda de Lia por Tekla no se detendrá, aunque nunca llegue a encontrarla. Su imaginación del reencuentro con Tekla refleja su necesidad de esperanza y redención. Para Lia, la búsqueda es tanto una misión de amor como una forma de reconciliarse con los errores del pasado. Errores imposibles de corregir porque se han vuelto un fantasma inalcanzable, consumido en un mundo de marginalidad y drogas. Es la consciencia y la culpabilidad de Lia por no haberse abierto al mundo, por no haber aceptado a Tekla ni haber tenido una mente más abierta cuando más lo necesitaba.
En este sentido, Crossing no solo habla de la exclusión, sino de la incapacidad de adaptación a un cambio de valores que, aunque inevitable, se vive como una fractura personal y social. La modernidad irrumpe de forma acelerada y muchas veces brutal, dejando a los personajes en una encrucijada donde deben decidir si se aferran a estructuras del pasado o se abren a nuevas realidades, aunque estas sean incómodas o dolorosas. La película sugiere que, más allá de la individualidad de sus protagonistas, esta lucha interna refleja un conflicto universal: el choque entre lo viejo y lo nuevo, entre el deber ser y la libertad de elección. Y como la culpabilidad de no aceptar una realidad concreta tiene consecuencias devastadoras.
Por ello, Crossing se convierte en una obra profundamente humana que explora el impacto del amor, la pérdida y la identidad en nuestras vidas. Aunque no ofrece soluciones definitivas, muestra cómo los lazos formados en la adversidad pueden dar sentido y propósito. El viaje de Lia y Achi es un recordatorio de que, aunque no podamos encontrar lo que buscamos, el camino y las personas que conocemos en el proceso deben ser igual de significativos. La película nos interpela sobre nuestra capacidad de aceptar el cambio y la transformación no solo en los demás, sino en nosotros mismos.
Akin se distancia de la narrativa moralista o sermónica, optando por una mirada observacional y empática. En lugar de exponer discursos reivindicativos, la película se centra en la cotidianidad de sus personajes, permitiendo que el relato mismo, con sus desvíos, reencuentros y momentos de sosegada intimidad, hable de la resiliencia y la complejidad humana. Este enfoque le confiere a Crossing una doble lectura: por un lado, es el testimonio de la transformación personal y, por otro, una crítica sutil a un mundo que, a pesar de sus avances, sigue siendo hostil con quienes transgreden normas establecidas.
La intersección de historias –la maestra que se enfrenta a sus propios prejuicios, el joven que busca reconstruir su identidad y la abogada que vive en la intersección de la legalidad y la marginalidad– constituye un reflejo de la sociedad contemporánea. Cada “cruce” (tanto geográfico como existencial) que se da en la película simboliza la posibilidad de transformación, de dejar atrás fantasmas del pasado y de construir nuevos lazos de empatía y solidaridad. Así, Crossing se convierte en un relato profundamente humano, donde la búsqueda de sentido se entrelaza con la necesidad de aceptación y redención en un mundo que se niega a ser estático.
El final abierto de Crossing sugiere que la búsqueda de Lia por Tekla no se detendrá, aunque nunca llegue a encontrarla. Su imaginación del reencuentro con Tekla refleja su necesidad de esperanza y redención. Para Lia, la búsqueda es tanto una misión de amor como una forma de reconciliarse con los errores del pasado. Errores imposibles de corregir porque se han vuelto un fantasma inalcanzable, consumido en un mundo de marginalidad y drogas. Es la consciencia y la culpabilidad de Lia por no haberse abierto al mundo, por no haber aceptado a Tekla ni haber tenido una mente más abierta cuando más lo necesitaba.
En este sentido, Crossing no solo habla de la exclusión, sino de la incapacidad de adaptación a un cambio de valores que, aunque inevitable, se vive como una fractura personal y social. La modernidad irrumpe de forma acelerada y muchas veces brutal, dejando a los personajes en una encrucijada donde deben decidir si se aferran a estructuras del pasado o se abren a nuevas realidades, aunque estas sean incómodas o dolorosas. La película sugiere que, más allá de la individualidad de sus protagonistas, esta lucha interna refleja un conflicto universal: el choque entre lo viejo y lo nuevo, entre el deber ser y la libertad de elección. Y como la culpabilidad de no aceptar una realidad concreta tiene consecuencias devastadoras.
Por ello, Crossing se convierte en una obra profundamente humana que explora el impacto del amor, la pérdida y la identidad en nuestras vidas. Aunque no ofrece soluciones definitivas, muestra cómo los lazos formados en la adversidad pueden dar sentido y propósito. El viaje de Lia y Achi es un recordatorio de que, aunque no podamos encontrar lo que buscamos, el camino y las personas que conocemos en el proceso deben ser igual de significativos. La película nos interpela sobre nuestra capacidad de aceptar el cambio y la transformación no solo en los demás, sino en nosotros mismos.
Más sobre Frank Booth
Cancelar
Limpiar
Aplicar
Filters & Sorts
You can change filter options and sorts from here