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Críticas ordenadas por utilidad
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6
2 de diciembre de 2024
2 de diciembre de 2024
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Francis Lawrence, quien ya había trabajado con Jennifer Lawrence en la saga Los juegos del hambre, ofrece en Gorrión rojo una obra que pretende renovar el género del cine de espías con un thriller de atmósfera absorbente y tono sombrío. Basada en la novela de Jason Matthews, la película se adentra en los oscuros rincones de la manipulación, la traición y el deseo de supervivencia. Pero, como suele suceder con los ejercicios que ambicionan demasiado, el resultado es una mezcla de aciertos narrativos y tropiezos estéticos que dejan un sabor complejo en el espectador.
La trama, un complejo juego de espionaje ambientado en la Rusia contemporánea, se despliega con giros de guion intrigantes que mantienen la atención pegada a la pantalla. Dominika Egorova (Jennifer Lawrence), una bailarina convertida a la fuerza en espía tras una lesión devastadora, encuentra en su deseo de venganza el motor que guía cada paso de su tortuosa transformación. Este es uno de los méritos principales del filme: su capacidad para vapulear las convenciones genéricas y desafiar constantemente las expectativas del espectador. El resultado es un visionado perturbador, que logra incomodar tanto como fascinar.
No obstante, la película tropieza al manejar sus elementos más provocativos. El uso del sexo y la violencia, más que potenciar la narrativa, parece concebido con un propósito torpe y grotesco. Las escenas de desnudez y las representaciones de tortura no solo resultan innecesariamente explícitas, sino que en ocasiones rozan el morbo gratuito. La insistencia del director en mostrarnos a Jennifer Lawrence en situaciones de vulnerabilidad física se percibe como un intento deliberado, incluso insistente, de instrumentalizar su cuerpo, alejando al espectador de la inmersión emocional que la historia requiere.
Además, Gorrión rojo se enfrenta a un problema de ritmo. Con un metraje que supera las dos horas, algunas secuencias se sienten alargadas en exceso, recreándose en detalles que aportan poco al desarrollo de los personajes o de la trama. La solemnidad con la que Francis Lawrence aborda ciertos momentos resulta contraproducente, privando a la película de una ligereza que habría favorecido su digestión. Esta seriedad excesiva se convierte en un lastre que sofoca los momentos de brillantez ocasional, haciéndolos parecer casi fortuitos.
No obstante, sería injusto negar los méritos de la película. Las actuaciones principales son creíbles y convincentes, con Jennifer Lawrence encarnando a Dominika con una intensidad que evita que el personaje se diluya en el guion. Junto a ella, Joel Edgerton, como el agente de la CIA Nate Nash, aporta un contrapunto adecuado, aunque algo convencional. La dirección de fotografía, por su parte, logra encapsular el tono sombrío de la narrativa, ofreciendo imágenes de una belleza cruda y a menudo perturbadora que refuerzan el peso emocional del relato.
Desde una perspectiva más ideológica, la película deja entrever un intento de corrección de rumbo feminista, una suerte de subversión de los tropos del cine de espionaje clásico. A pesar de los fallos en su tratamiento del cuerpo femenino, el personaje de Dominika representa una lucha por recuperar el control sobre su vida y su destino en un mundo que intenta despojarla de ambos. Este matiz, aunque insuficientemente desarrollado, dota al filme de una dimensión que trasciende la superficie del entretenimiento.
En última instancia, Gorrión rojo se posiciona como un thriller que oscila entre lo provocador y lo solemne, con momentos de genuina brillantez narrativa empañados por decisiones creativas cuestionables. Siendo lo que es la vida, uno sueña con la venganza, y Francis Lawrence nos recuerda que ese sueño, aunque seductor, puede ser tan desconcertante como la realidad misma.
La trama, un complejo juego de espionaje ambientado en la Rusia contemporánea, se despliega con giros de guion intrigantes que mantienen la atención pegada a la pantalla. Dominika Egorova (Jennifer Lawrence), una bailarina convertida a la fuerza en espía tras una lesión devastadora, encuentra en su deseo de venganza el motor que guía cada paso de su tortuosa transformación. Este es uno de los méritos principales del filme: su capacidad para vapulear las convenciones genéricas y desafiar constantemente las expectativas del espectador. El resultado es un visionado perturbador, que logra incomodar tanto como fascinar.
No obstante, la película tropieza al manejar sus elementos más provocativos. El uso del sexo y la violencia, más que potenciar la narrativa, parece concebido con un propósito torpe y grotesco. Las escenas de desnudez y las representaciones de tortura no solo resultan innecesariamente explícitas, sino que en ocasiones rozan el morbo gratuito. La insistencia del director en mostrarnos a Jennifer Lawrence en situaciones de vulnerabilidad física se percibe como un intento deliberado, incluso insistente, de instrumentalizar su cuerpo, alejando al espectador de la inmersión emocional que la historia requiere.
Además, Gorrión rojo se enfrenta a un problema de ritmo. Con un metraje que supera las dos horas, algunas secuencias se sienten alargadas en exceso, recreándose en detalles que aportan poco al desarrollo de los personajes o de la trama. La solemnidad con la que Francis Lawrence aborda ciertos momentos resulta contraproducente, privando a la película de una ligereza que habría favorecido su digestión. Esta seriedad excesiva se convierte en un lastre que sofoca los momentos de brillantez ocasional, haciéndolos parecer casi fortuitos.
No obstante, sería injusto negar los méritos de la película. Las actuaciones principales son creíbles y convincentes, con Jennifer Lawrence encarnando a Dominika con una intensidad que evita que el personaje se diluya en el guion. Junto a ella, Joel Edgerton, como el agente de la CIA Nate Nash, aporta un contrapunto adecuado, aunque algo convencional. La dirección de fotografía, por su parte, logra encapsular el tono sombrío de la narrativa, ofreciendo imágenes de una belleza cruda y a menudo perturbadora que refuerzan el peso emocional del relato.
Desde una perspectiva más ideológica, la película deja entrever un intento de corrección de rumbo feminista, una suerte de subversión de los tropos del cine de espionaje clásico. A pesar de los fallos en su tratamiento del cuerpo femenino, el personaje de Dominika representa una lucha por recuperar el control sobre su vida y su destino en un mundo que intenta despojarla de ambos. Este matiz, aunque insuficientemente desarrollado, dota al filme de una dimensión que trasciende la superficie del entretenimiento.
En última instancia, Gorrión rojo se posiciona como un thriller que oscila entre lo provocador y lo solemne, con momentos de genuina brillantez narrativa empañados por decisiones creativas cuestionables. Siendo lo que es la vida, uno sueña con la venganza, y Francis Lawrence nos recuerda que ese sueño, aunque seductor, puede ser tan desconcertante como la realidad misma.
8
16 de abril de 2024
16 de abril de 2024
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una extraordinaria experiencia, gentileza del gran Scorsese, un western crepuscular con narrativa profunda, densa y sosegada que habla sin tapujos de los recónditos orígenes de los Estados Unidos de América, a través de un drama familiar y un thriller policial que se aborda a través del genocidio silencioso que causaron los colonos contra la endémica población Osage en el estado de Oklahoma.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Nada se puede añadir o recriminar a esta obra, que a nivel narrativo resulta admirablemente entendible. Aunque es un relato que no siempre es lo que parece, básicamente porqué sus protagonistas, como suele ocurrir en la filmografía de Scorsese se erigen como antihéroes que actúan con cinismo y brutalidad para lograr sus intereses espurios. Además dota la construcción emocional de los protagonistas siempre como muy ambivalente, no hay buenos en el lejano oeste, solo gente que busca prosperar en la vida a costa de los demás. La dinámica emocional que se establece entre ellos es desconcertante, pensando especialmente en Ernest (Di Caprio) y Mollie (Gladstone), que juegan al amor, al descubrimiento personal y al complacer civilizatorio de formas difícilmente encasillables, y esto es positivo porque otorga complejidad a la história.
Este es el relato crepuscular, la época en qué el salvaje oeste se termina, para dar paso a un estado Federal garantista que quiere asegurarse de corregir y doblegar a los criminales. A este sentido, el film no solo se desenvuelve como una denuncia al individualismo atroz más allá de las leyes y hasta el límite que imponen ellas sino también como el origen del Estado Americano como proyecto y sus horizontes de combate, la paz a cambio del petróleo. Aquellos ecos del destino manifiesto, como rezaba ministro John Cotton: "Ninguna nación tiene el derecho de expulsar a otra, si no es por un designio especial del cielo como el que tuvieron los israelitas, a menos que los nativos obraran injustamente con ella. En este caso tendrán derecho a librar, legalmente, una guerra con ellos y a someterlos."
Este es el relato crepuscular, la época en qué el salvaje oeste se termina, para dar paso a un estado Federal garantista que quiere asegurarse de corregir y doblegar a los criminales. A este sentido, el film no solo se desenvuelve como una denuncia al individualismo atroz más allá de las leyes y hasta el límite que imponen ellas sino también como el origen del Estado Americano como proyecto y sus horizontes de combate, la paz a cambio del petróleo. Aquellos ecos del destino manifiesto, como rezaba ministro John Cotton: "Ninguna nación tiene el derecho de expulsar a otra, si no es por un designio especial del cielo como el que tuvieron los israelitas, a menos que los nativos obraran injustamente con ella. En este caso tendrán derecho a librar, legalmente, una guerra con ellos y a someterlos."

6,9
3.316
7
11 de junio de 2025
11 de junio de 2025
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desde hace décadas, el cine de guerra camina por la cuerda floja del lenguaje: dice que denuncia, pero embellece; finge ser testigo, pero construye mitos. Y por ello, aunque proclamemos de forma casi ritual que “la guerra es un infierno”, seguimos observándola como si algo en ella —en su mecánica, en su caos, en su misterio— nos resultara perversamente atractivo. Esta es la paradoja que late en el centro de Warfare, la película abrasiva, documentalista, y sin embargo inquietantemente envolvente, que Alex Garland y Ray Mendoza han parido como una crónica fiel —demasiado fiel, tal vez— de un episodio real en la guerra de Irak.
Basada en la vivencia del propio Mendoza —soldado atrapado con su escuadrón en un edificio de Ramadi asediado por Al Qaeda—, Warfare no se permite licencias narrativas. No hay flashbacks edulcorados, ni arengas, ni redención, ni tan siquiera la mínima concesión al drama individual que tan útil resulta para ordenar el horror. Y sin embargo, todo eso —curiosamente— la hace aún más cinematográfica. Porque al eliminar las estructuras reconocibles del relato bélico, al despojarlo de música emocional, de catarsis, de prólogos y epílogos, consigue lo que muy pocas han intentado: mostrarnos una guerra no como idea, sino como condición.
Basada en la vivencia del propio Mendoza —soldado atrapado con su escuadrón en un edificio de Ramadi asediado por Al Qaeda—, Warfare no se permite licencias narrativas. No hay flashbacks edulcorados, ni arengas, ni redención, ni tan siquiera la mínima concesión al drama individual que tan útil resulta para ordenar el horror. Y sin embargo, todo eso —curiosamente— la hace aún más cinematográfica. Porque al eliminar las estructuras reconocibles del relato bélico, al despojarlo de música emocional, de catarsis, de prólogos y epílogos, consigue lo que muy pocas han intentado: mostrarnos una guerra no como idea, sino como condición.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Y no obstante, sería ingenuo pensar que la película logra escapar de su propia naturaleza. A pesar de su aspereza, de su aspaviento de neutralidad periodística, Warfare no deja de ser un artefacto narrativo. Un fragmento ordenado del caos. Un eco controlado del estruendo. Aunque parezca negarse a toda interpretación, su sola existencia como objeto estético ya implica una: la de convertir un hecho brutal, real, absurdo, en una experiencia que podemos consumir. Y ahí emerge la sospecha, difícil de sofocar, de que hay algo de romanticismo inevitable en todo esto. No un romanticismo cursi o patriótico, sino uno más perverso y elemental: el de haber convertido la guerra —de nuevo— en algo con sentido.
Porque lo que vemos en pantalla es tan aterrador como impresionante. La cámara no corta: respira con los soldados. El sonido no acompaña: acosa. El montaje no explica: nos empuja al mismo estado de confusión febril que sienten los protagonistas. Pero al final, cuando la película concluye y nos devuelve al mundo, lo que queda es una pregunta latente, venenosa: ¿qué liberan exactamente estos hombres? ¿Por qué pelean? ¿Por qué mueren? ¿Qué hacen un puñado de estadounidenses, tan jóvenes como inermes ante el sinsentido, encerrados en una ciudad ya extinta, combatiendo enemigos que ni siquiera vemos? ¿Qué lógica puede articular esto más allá del absurdo?
Y esa es, tal vez, la mayor virtud y la mayor trampa de Warfare: que en su fidelidad al hecho bruto, al acontecimiento sin tesis, nos deja solos ante el vértigo. Hay quien dirá que eso es honestidad. Hay quien sospechará que eso es coartada. Porque si bien la cinta renuncia a emitir juicio, si bien no se ensucia con moralejas ni con discursos, tampoco los impide. Los espectadores más dispuestos a glorificar el uniforme encontrarán en ella una épica deshidratada, sin adornos pero real. Los más escépticos, sin embargo, leerán en esa misma desnudez una crítica muda al sinsentido de toda empresa militar contemporánea.
Y es ahí, precisamente ahí, donde Warfare encuentra su ambigüedad más fértil. No porque busque la equidistancia, sino porque sabe que, si quiere provocar una reacción verdadera, debe resistirse al juicio fácil. La película no es propaganda, pero podría parecerlo. No es crítica, pero podría serlo. No nos dice qué pensar, pero deja las vísceras lo bastante expuestas como para que el pensamiento, al rozarlas, duela.
Su tratamiento del escuadrón —con nombres, sí, pero sin construcción dramática clásica— convierte a los personajes en algo más simbólico que psicológico: son funciones, movimientos, cuerpos en tensión. Y en esa decisión de no definirlos a través de discursos ni de destinos personales hay una apuesta arriesgada pero lúcida: mostrarlos no como héroes ni víctimas, sino como engranajes. Casi como sombras atrapadas en una maquinaria que nadie —ni ellos, ni nosotros— entiende del todo.
Hay, pues, en Warfare, una suerte de sorda desesperación que escapa al relato histórico. Porque si bien todo lo que se narra ocurrió, la forma en que ocurre —y el modo en que nos es entregado— sugiere una conclusión siniestra: que ni siquiera los hechos reales bastan para comprender el fenómeno de la guerra. Que incluso cuando creemos estar viendo la verdad, lo que se impone es la opacidad. Un ruido sin origen. Una violencia sin autor. Un sacrificio sin sentido.
Y quizás eso sea lo más valioso de esta película: no su crudeza técnica, ni su virtuosismo sensorial, ni siquiera su fidelidad a los hechos. Lo más valioso es esa herida abierta que deja en el pensamiento. Esa impresión de que, más allá de toda ideología, de todo mapa, de toda retórica de la soberanía o la seguridad nacional, la guerra es y será —siempre— un diálogo truncado entre hombres que matan y hombres que mueren sin saber por qué. Una colisión entre la llamada humana y el silencio indiferente del mundo.
Porque lo que vemos en pantalla es tan aterrador como impresionante. La cámara no corta: respira con los soldados. El sonido no acompaña: acosa. El montaje no explica: nos empuja al mismo estado de confusión febril que sienten los protagonistas. Pero al final, cuando la película concluye y nos devuelve al mundo, lo que queda es una pregunta latente, venenosa: ¿qué liberan exactamente estos hombres? ¿Por qué pelean? ¿Por qué mueren? ¿Qué hacen un puñado de estadounidenses, tan jóvenes como inermes ante el sinsentido, encerrados en una ciudad ya extinta, combatiendo enemigos que ni siquiera vemos? ¿Qué lógica puede articular esto más allá del absurdo?
Y esa es, tal vez, la mayor virtud y la mayor trampa de Warfare: que en su fidelidad al hecho bruto, al acontecimiento sin tesis, nos deja solos ante el vértigo. Hay quien dirá que eso es honestidad. Hay quien sospechará que eso es coartada. Porque si bien la cinta renuncia a emitir juicio, si bien no se ensucia con moralejas ni con discursos, tampoco los impide. Los espectadores más dispuestos a glorificar el uniforme encontrarán en ella una épica deshidratada, sin adornos pero real. Los más escépticos, sin embargo, leerán en esa misma desnudez una crítica muda al sinsentido de toda empresa militar contemporánea.
Y es ahí, precisamente ahí, donde Warfare encuentra su ambigüedad más fértil. No porque busque la equidistancia, sino porque sabe que, si quiere provocar una reacción verdadera, debe resistirse al juicio fácil. La película no es propaganda, pero podría parecerlo. No es crítica, pero podría serlo. No nos dice qué pensar, pero deja las vísceras lo bastante expuestas como para que el pensamiento, al rozarlas, duela.
Su tratamiento del escuadrón —con nombres, sí, pero sin construcción dramática clásica— convierte a los personajes en algo más simbólico que psicológico: son funciones, movimientos, cuerpos en tensión. Y en esa decisión de no definirlos a través de discursos ni de destinos personales hay una apuesta arriesgada pero lúcida: mostrarlos no como héroes ni víctimas, sino como engranajes. Casi como sombras atrapadas en una maquinaria que nadie —ni ellos, ni nosotros— entiende del todo.
Hay, pues, en Warfare, una suerte de sorda desesperación que escapa al relato histórico. Porque si bien todo lo que se narra ocurrió, la forma en que ocurre —y el modo en que nos es entregado— sugiere una conclusión siniestra: que ni siquiera los hechos reales bastan para comprender el fenómeno de la guerra. Que incluso cuando creemos estar viendo la verdad, lo que se impone es la opacidad. Un ruido sin origen. Una violencia sin autor. Un sacrificio sin sentido.
Y quizás eso sea lo más valioso de esta película: no su crudeza técnica, ni su virtuosismo sensorial, ni siquiera su fidelidad a los hechos. Lo más valioso es esa herida abierta que deja en el pensamiento. Esa impresión de que, más allá de toda ideología, de todo mapa, de toda retórica de la soberanía o la seguridad nacional, la guerra es y será —siempre— un diálogo truncado entre hombres que matan y hombres que mueren sin saber por qué. Una colisión entre la llamada humana y el silencio indiferente del mundo.

6,1
3.131
6
10 de junio de 2025
10 de junio de 2025
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay películas que, como esos truenos sin tormenta, ensordecen sin empapar. Skin, dirigida por Guy Nattiv, aspira a la categoría de fábula reveladora, a ese Olimpo de relatos que pretenden zarandear la conciencia del espectador con el ademán rutilante de la verdad escamada; pero su gesto queda en eso, en un aspaviento impostado, en un furor prefabricado, en un desgarro medido por el compás de una dramaturgia que —lejos de sangrar— supura afectación. Lo único realmente sólido que sostiene esta obra es el ancla del “basado en hechos reales”, esa muletilla con la que el cine contemporáneo pretende legitimar su superficialidad, como si bastase el dato verídico para suplir la hondura moral y la complejidad narrativa.
Skin es, digámoslo ya, una película que se desangra en su epidermis, apropiadamente titulada, pues no rasga jamás el pellejo de lo anecdótico para ahondar en la médula de lo trágico. Su protagonista, el exskinhead Bryon Widner —interpretado con oficio pero sin vértigo por Jamie Bell—, no es retratado como un alma corroída por la ideología, sino como un mártir sin dogma, como un cuerpo doliente más que como una conciencia errada. Esta elección dramática, deliberadamente edulcorada, convierte a Widner en una especie de víctima inercial del odio, alguien que cayó por accidente y que basta un gesto afectuoso para redimir. Así, el filme se convierte en un panfleto de redención prefabricada, en una estampita laica para consumo de bienpensantes.
Skin es, digámoslo ya, una película que se desangra en su epidermis, apropiadamente titulada, pues no rasga jamás el pellejo de lo anecdótico para ahondar en la médula de lo trágico. Su protagonista, el exskinhead Bryon Widner —interpretado con oficio pero sin vértigo por Jamie Bell—, no es retratado como un alma corroída por la ideología, sino como un mártir sin dogma, como un cuerpo doliente más que como una conciencia errada. Esta elección dramática, deliberadamente edulcorada, convierte a Widner en una especie de víctima inercial del odio, alguien que cayó por accidente y que basta un gesto afectuoso para redimir. Así, el filme se convierte en un panfleto de redención prefabricada, en una estampita laica para consumo de bienpensantes.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Timothy S. Brown, agudo diseccionador del fenómeno skinhead, nos advierte que no se puede comprender esta subcultura sin atender a la "política del cuerpo": el tatuaje como manifiesto, el cráneo rapado como grito estético, la marcha tribal como liturgia de pertenencia. En este sentido, Skin acierta en su imaginería visual: la piel tatuada de Bryon es una cárcel simbólica, una armadura de signos bélicos que lo condena incluso después del arrepentimiento. Pero el acierto iconográfico naufraga en la reiteración: planos ralentizados del láser desgarrando la carne, la música de Vivaldi sobre la agonía del rayo, la contemplación casi erótica del dolor, todo ello convertido en liturgia vacía, en estética del sufrimiento sin una verdadera ascesis espiritual. La película convierte el borrado de los tatuajes en espectáculo, cuando debía ser alegoría de un conflicto interno más hondo y contradictorio.
George Marshall, desde Spirit of ’69, nos recuerda que el auténtico espíritu skinhead era mestizo, híbrido, musicalmente negro, y culturalmente mestizado: ska, reggae, orgullo obrero y cerveza de pub, no cruz gamada ni odio racial. Pero Nattiv —como tantos otros que confunden al skinhead con el naziskin— perpetúa la amputación cultural. El protagonista de Skin ya no escucha música, no baila, no vibra. Es un cascarón sin alma ni ritmo. La herencia mestiza ha sido sustituida por un folk marcial, por tambores de guerra y banderas nórdicas, por la caricatura de una identidad que alguna vez tuvo carne y ahora sólo exhibe tatuajes. La película, en lugar de restituir esa genealogía compleja, la ignora: se contenta con repetir los estereotipos de la radicalización como carencia afectiva, como resultado de infancias rotas o soledades descompensadas. El odio, parece decir Nattiv, es una cuestión de falta de amor. Qué piadoso, y qué simplón.
Y sin embargo, hay algo valioso, casi trágico, en lo que Skin insinúa sin saberlo: que el cuerpo puede ser territorio de expiación, que cada sesión láser es una forma de penitencia laica, que borrar la piel es un acto de rebeldía tan visceral como lo fue tatuársela. Pero esta línea dramática no se desarrolla con la hondura que merece. Nattiv no se atreve a mostrar las verdaderas aristas del arrepentimiento: la culpa irreparable, el rechazo social incluso después del cambio, la fragilidad del converso, la amenaza constante del pasado que no se deja enterrar.
El problema fundamental de Skin es que banaliza lo terrible. En lugar de indagar qué distingue a un neonazi de otro joven igualmente desarraigado que no elige el odio, opta por psicologismos facilones: una infancia traumática, una novia comprensiva, un mentor amable. No hay preguntas difíciles, no hay exploración de las consecuencias. El filme predica al coro de conversos, como si nos dijera, con solemnidad cursi: “El racismo es malo”. Gracias por la novedad.
En definitiva, Skin es una película con una piel atractiva, pero sin nervio; con dolor simulado, pero sin tragedia; con estética tatuada, pero sin alma cultural. Quiso ser manifiesto y quedó en póster.
Como advertía George Marshall, el verdadero skinhead era ritmo, orgullo, comunidad. Bryon Widner, en esta versión cinematográfica, es apenas un mártir decorado que no encuentra redención sino en la piedad televisiva. Y eso, en tiempos de fascismos rejuvenecidos y odios en alza, no es arte: es cosmética.
George Marshall, desde Spirit of ’69, nos recuerda que el auténtico espíritu skinhead era mestizo, híbrido, musicalmente negro, y culturalmente mestizado: ska, reggae, orgullo obrero y cerveza de pub, no cruz gamada ni odio racial. Pero Nattiv —como tantos otros que confunden al skinhead con el naziskin— perpetúa la amputación cultural. El protagonista de Skin ya no escucha música, no baila, no vibra. Es un cascarón sin alma ni ritmo. La herencia mestiza ha sido sustituida por un folk marcial, por tambores de guerra y banderas nórdicas, por la caricatura de una identidad que alguna vez tuvo carne y ahora sólo exhibe tatuajes. La película, en lugar de restituir esa genealogía compleja, la ignora: se contenta con repetir los estereotipos de la radicalización como carencia afectiva, como resultado de infancias rotas o soledades descompensadas. El odio, parece decir Nattiv, es una cuestión de falta de amor. Qué piadoso, y qué simplón.
Y sin embargo, hay algo valioso, casi trágico, en lo que Skin insinúa sin saberlo: que el cuerpo puede ser territorio de expiación, que cada sesión láser es una forma de penitencia laica, que borrar la piel es un acto de rebeldía tan visceral como lo fue tatuársela. Pero esta línea dramática no se desarrolla con la hondura que merece. Nattiv no se atreve a mostrar las verdaderas aristas del arrepentimiento: la culpa irreparable, el rechazo social incluso después del cambio, la fragilidad del converso, la amenaza constante del pasado que no se deja enterrar.
El problema fundamental de Skin es que banaliza lo terrible. En lugar de indagar qué distingue a un neonazi de otro joven igualmente desarraigado que no elige el odio, opta por psicologismos facilones: una infancia traumática, una novia comprensiva, un mentor amable. No hay preguntas difíciles, no hay exploración de las consecuencias. El filme predica al coro de conversos, como si nos dijera, con solemnidad cursi: “El racismo es malo”. Gracias por la novedad.
En definitiva, Skin es una película con una piel atractiva, pero sin nervio; con dolor simulado, pero sin tragedia; con estética tatuada, pero sin alma cultural. Quiso ser manifiesto y quedó en póster.
Como advertía George Marshall, el verdadero skinhead era ritmo, orgullo, comunidad. Bryon Widner, en esta versión cinematográfica, es apenas un mártir decorado que no encuentra redención sino en la piedad televisiva. Y eso, en tiempos de fascismos rejuvenecidos y odios en alza, no es arte: es cosmética.
Episodio

7,2
6.082
7
7 de junio de 2025
7 de junio de 2025
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay episodios de Black Mirror que, como reflejos de un azogue maligno, nos devuelven no el rostro que creemos tener, sino aquel que hemos aprendido a ocultar incluso de nosotros mismos. De entre la última hornada de esta serie, sumida ya desde hace un tiempo en un proceso de espectacularización que bordea la caricatura, “Gente corriente” resplandece —o, más bien, se ennegrece— con una intensidad que podríamos calificar de provocativa: no sólo por la sordidez de su planteamiento, que escarba con un escalpelo lubricado en ácido en las entrañas del yo moderno, sino por la forma en que, sin necesidad de alharacas ni histrionismos distópicos, se adentra en el verdadero horror: el de ser observados, consumidos y reciclados como parte de una dramaturgia sin autor, donde el sufrimiento es contenido premium.
Este episodio, escrito por Ally Pankiw, es, sin duda, el que mejor conserva la esencia de Black Mirror en su estado prístino, cuando todavía Charlie Brooker susurraba en los oídos del espectador como un demonio ilustrado. Aquí la crítica a la tecnología no es una alegoría pueril ni un alarde de efectismo visual, sino un lento y metódico proceso de inmersión en el lodazal moral que habita bajo nuestras rutinas más anodinas. En un contexto donde todo es contenido y todo está en venta, Gente corriente se permite la obscenidad de preguntarnos:
Este episodio, escrito por Ally Pankiw, es, sin duda, el que mejor conserva la esencia de Black Mirror en su estado prístino, cuando todavía Charlie Brooker susurraba en los oídos del espectador como un demonio ilustrado. Aquí la crítica a la tecnología no es una alegoría pueril ni un alarde de efectismo visual, sino un lento y metódico proceso de inmersión en el lodazal moral que habita bajo nuestras rutinas más anodinas. En un contexto donde todo es contenido y todo está en venta, Gente corriente se permite la obscenidad de preguntarnos:
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
¿Qué harías tú si pudieras revivir a un ser querido, a cambio de tu alma, troceada en suscripciones mensuales y spots publicitarios?
La premisa es pornográficamente cruel, porque nos confronta con la explotación última: no ya del cuerpo, sino de la memoria, de la nostalgia, de ese dolor que creemos privado e intransferible, convertido en espectáculo para terceros que pagan por suscribirse a nuestro duelo. Hay una escena —demasiado precisa para ser casual— en la que el protagonista se ve obligado a prostituir su conciencia con tal de seguir pagando el “alquiler emocional” de su difunta esposa. Y es ahí donde el episodio revela su mayor filo: no en la pirotecnia de su argumento, sino en la normalización de lo monstruoso bajo las formas sedosas de la interfaz amigable y la monetización constante.
Sí, es cierto que el desarrollo del episodio puede parecer previsible, como una de esas caídas anunciadas en la tragedia clásica. Pero eso no lo hace menos devastador. Al contrario: el espectador participa del hundimiento, no como observador distante, sino como cómplice. Sabemos que todo acabará mal, pero no podemos apartar la mirada. Porque en esa ruina programada hay algo que nos interpela con una familiaridad insoportable: todos hemos vendido un trozo de nuestra intimidad por un retuit, todos hemos sentido la adicción de vernos reflejados en la pantalla como si fuese un espejo narcisista donde los algoritmos nos devuelven una imagen editada de nuestras miserias.
El episodio plantea, con una lucidez escalofriante, la cuestión de la resurrección tecnológica: ¿y si pudieras tener de nuevo a tu esposa, a tu hija, a tu madre… pero a costa de hacer de su recuerdo un producto configurable, publicitario, susceptible de upgrades y likes? ¿Cuánto pagarías? ¿Y cuánto estarías dispuesto a dejarte quitar para mantenerla?
Aquí, el aparato técnico no es sólo una herramienta: es una forma de desvelamiento, no de la verdad, sino de su manipulación. Se muestra el mundo como reserva utilizable, como repertorio de mercancías emocionales, donde incluso los vínculos más sagrados pueden convertirse en contenido viral. Y cuando el protagonista, en su desesperación, se somete a los actos más abyectos (que el espectador observa entre el horror y el morbo), el episodio no se regodea tanto en el escándalo como en la crítica velada al sistema que ha hecho de la ignominia un performance espectacular. No se trata de lo que hace, sino de que ya no puede hacer otra cosa si quiere mantener el simulacro.
El drama aquí es profundo, casi insoportable por momentos, y alterna con pasajes de humor sórdido, pequeños paréntesis de diversión que no alivian, sino que profundizan la tragedia, como si cada sonrisa fuese una burla cósmica hacia la esperanza. Hay un momento —no diremos cuál— en que el espectador comprende que lo que ha estado viendo no es una ficción, sino una confesión colectiva: somos todos Joan, y todos hemos permitido que nos violen el alma a cambio de unas migajas de presencia digital.
El final, lejos de ser catártico, deja un poso viscoso, una náusea moral que no se sacude fácilmente. Porque Gente corriente no busca redención ni ofrece moralejas. Lo que deja es un mal cuerpo, un estremecimiento que no proviene del miedo, sino de la identificación. Y esa, en los tiempos que corren, es la forma más insidiosa y necesaria de construir una crítica.
La premisa es pornográficamente cruel, porque nos confronta con la explotación última: no ya del cuerpo, sino de la memoria, de la nostalgia, de ese dolor que creemos privado e intransferible, convertido en espectáculo para terceros que pagan por suscribirse a nuestro duelo. Hay una escena —demasiado precisa para ser casual— en la que el protagonista se ve obligado a prostituir su conciencia con tal de seguir pagando el “alquiler emocional” de su difunta esposa. Y es ahí donde el episodio revela su mayor filo: no en la pirotecnia de su argumento, sino en la normalización de lo monstruoso bajo las formas sedosas de la interfaz amigable y la monetización constante.
Sí, es cierto que el desarrollo del episodio puede parecer previsible, como una de esas caídas anunciadas en la tragedia clásica. Pero eso no lo hace menos devastador. Al contrario: el espectador participa del hundimiento, no como observador distante, sino como cómplice. Sabemos que todo acabará mal, pero no podemos apartar la mirada. Porque en esa ruina programada hay algo que nos interpela con una familiaridad insoportable: todos hemos vendido un trozo de nuestra intimidad por un retuit, todos hemos sentido la adicción de vernos reflejados en la pantalla como si fuese un espejo narcisista donde los algoritmos nos devuelven una imagen editada de nuestras miserias.
El episodio plantea, con una lucidez escalofriante, la cuestión de la resurrección tecnológica: ¿y si pudieras tener de nuevo a tu esposa, a tu hija, a tu madre… pero a costa de hacer de su recuerdo un producto configurable, publicitario, susceptible de upgrades y likes? ¿Cuánto pagarías? ¿Y cuánto estarías dispuesto a dejarte quitar para mantenerla?
Aquí, el aparato técnico no es sólo una herramienta: es una forma de desvelamiento, no de la verdad, sino de su manipulación. Se muestra el mundo como reserva utilizable, como repertorio de mercancías emocionales, donde incluso los vínculos más sagrados pueden convertirse en contenido viral. Y cuando el protagonista, en su desesperación, se somete a los actos más abyectos (que el espectador observa entre el horror y el morbo), el episodio no se regodea tanto en el escándalo como en la crítica velada al sistema que ha hecho de la ignominia un performance espectacular. No se trata de lo que hace, sino de que ya no puede hacer otra cosa si quiere mantener el simulacro.
El drama aquí es profundo, casi insoportable por momentos, y alterna con pasajes de humor sórdido, pequeños paréntesis de diversión que no alivian, sino que profundizan la tragedia, como si cada sonrisa fuese una burla cósmica hacia la esperanza. Hay un momento —no diremos cuál— en que el espectador comprende que lo que ha estado viendo no es una ficción, sino una confesión colectiva: somos todos Joan, y todos hemos permitido que nos violen el alma a cambio de unas migajas de presencia digital.
El final, lejos de ser catártico, deja un poso viscoso, una náusea moral que no se sacude fácilmente. Porque Gente corriente no busca redención ni ofrece moralejas. Lo que deja es un mal cuerpo, un estremecimiento que no proviene del miedo, sino de la identificación. Y esa, en los tiempos que corren, es la forma más insidiosa y necesaria de construir una crítica.
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