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Críticas ordenadas por utilidad
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4
18 de enero de 2021
18 de enero de 2021
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
El slasher, ese subgénero que a base de explotación indiscriminada pudo aguantar durante décadas, resistiéndose a una muerte anunciada. Sagas como La matanza de Texas, Pesadilla en Elm Street o Viernes 13 se aferraron a la cartelera hasta su decadencia, una decadencia que se extiende hasta nuestros días con sucedáneos como Butchers. Una película que aprovecha todas las partes de ese viejo cerdo que, después de muchos años, sigue revolcándose en los mismos arquetipos y clichés para ser engullido por nostálgicos sedientos de carne, vísceras y sangre que esperan el retorno de los reyes del terror. Pero esa etapa jamás volverá, por mucho que Adrian Langley o Carles Jofre se empeñen es resucitar a Leatherface y su psicótica familia con revisiones cutres de la obra del 1974. Esta pequeña producción canadiense nos vuelve a contar la misma historia de paletos desequilibrados a la caza de adolescentes, agregando pequeños toques de Km 666: Desvío al infierno (Rob Schmidt, 2003) que es casi suficiente para hacer pasar un buen (o mal) rato a los amantes de este género.
No aporta ninguna idea nueva, el simbolismo que emplea es insustancial y pueril y seguramente te olvides de ella a la semana del visionado, pero, en el buen hacer de la dirección y, sobretodo, de la iluminación, ambas descaradas imitaciones de la cinta de Hooper al igual que el argumento, está la fórmula necesaria para hacer que funcione con la ligereza idónea para disfrutar del recorrido. Cuatro trozos de carne con la inteligencia justa para no cagarse encima a la espera de ser salvajemente asesinados por unos rednecks de la América profunda es toda la historia que compone esta pieza de hillbilly horror que tampoco duda en sacar de la tumba el legendario personaje de Michael Berryman en Las colinas tienen ojos (Wes Craven, 1977).
Este copia y pega segmentado en capítulos, con nombres tan poéticos como ‘El principio del fin’ y demás verborrea ausente de creatividad, da paso a la película con un preludio cuyo aporte argumental es nulo, y la prematura puesta en escena de los antagonistas estropea uno de los recursos más indispensables para todo slasher: la presentación del mal a través de la sugerencia, al implacable acecho de sus víctimas. El jugueteo soberbio del psicópata antes de la acción que provoca la impotencia y el miedo de sus scream queens queda vedado y, aunque se intente arreglar a través de la figura de Oswald Watson, del que Michael Swatton da la mejor interpretación mientras referencia El fotógrafo del pánico (Michael Powell, 1960), el daño ya está hecho y, por ende, esos momentos de tensión premonitorias de la desgracia son extirpados por el propio guion de Langley y Weissenberger. Absurdamente desacertado.
De todas formas, la acción sucede a buen ritmo y, aunque el gore es muy pobre, Langley es capaz de crear alguna que otra escena perturbadora. Ese intento de atmósfera insalubre y tórrida, una vez más, emulando a La matanza de Texas, tampoco llega a ser por la pulcritud de la escenografía y, menos aún, por la claridad con la que el director filma los interiores, más propia de telefilm que de producción serie B. Las moscas y el óxido no son suficientes para tal recreación. Técnicamente está bien, y no digo que no sea entretenida, única aspiración que parece tener, pero su nula contribución a la misma historia de siempre hace de Butchers otra de tantas que pasarán sin pena ni gloria. (4.5).
No aporta ninguna idea nueva, el simbolismo que emplea es insustancial y pueril y seguramente te olvides de ella a la semana del visionado, pero, en el buen hacer de la dirección y, sobretodo, de la iluminación, ambas descaradas imitaciones de la cinta de Hooper al igual que el argumento, está la fórmula necesaria para hacer que funcione con la ligereza idónea para disfrutar del recorrido. Cuatro trozos de carne con la inteligencia justa para no cagarse encima a la espera de ser salvajemente asesinados por unos rednecks de la América profunda es toda la historia que compone esta pieza de hillbilly horror que tampoco duda en sacar de la tumba el legendario personaje de Michael Berryman en Las colinas tienen ojos (Wes Craven, 1977).
Este copia y pega segmentado en capítulos, con nombres tan poéticos como ‘El principio del fin’ y demás verborrea ausente de creatividad, da paso a la película con un preludio cuyo aporte argumental es nulo, y la prematura puesta en escena de los antagonistas estropea uno de los recursos más indispensables para todo slasher: la presentación del mal a través de la sugerencia, al implacable acecho de sus víctimas. El jugueteo soberbio del psicópata antes de la acción que provoca la impotencia y el miedo de sus scream queens queda vedado y, aunque se intente arreglar a través de la figura de Oswald Watson, del que Michael Swatton da la mejor interpretación mientras referencia El fotógrafo del pánico (Michael Powell, 1960), el daño ya está hecho y, por ende, esos momentos de tensión premonitorias de la desgracia son extirpados por el propio guion de Langley y Weissenberger. Absurdamente desacertado.
De todas formas, la acción sucede a buen ritmo y, aunque el gore es muy pobre, Langley es capaz de crear alguna que otra escena perturbadora. Ese intento de atmósfera insalubre y tórrida, una vez más, emulando a La matanza de Texas, tampoco llega a ser por la pulcritud de la escenografía y, menos aún, por la claridad con la que el director filma los interiores, más propia de telefilm que de producción serie B. Las moscas y el óxido no son suficientes para tal recreación. Técnicamente está bien, y no digo que no sea entretenida, única aspiración que parece tener, pero su nula contribución a la misma historia de siempre hace de Butchers otra de tantas que pasarán sin pena ni gloria. (4.5).
11 de noviembre de 2020
11 de noviembre de 2020
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
En plena década de los ochenta y tras la irrupción del terror de Cronenberg, el cine de género experimenta el cambio de la Nueva Carne con títulos como La cosa (El enigma de otro mundo) (John Carpenter, 1982), La mosca (David Cronenberg, 1984) o la película que nos ocupa: C.H.U.D. – Criaturas Humanoides Ululantes Demoníacas (Douglas Cheek, 1984). El horror es parásito de su huésped, el cuerpo humano, recreando el concepto del infierno sobre la Tierra mediante la pérdida de la identidad, la humanidad y la racionalidad que nos define como individuos. Con C.H.U.D., el director estadounidense revisiona el engendro de John W. Campbell en un entorno urbanita cuyo contexto social le sirve, como a sus coetáneos, para denunciar los círculos políticos indiferentemente de sus colores a los que importan más los números que los ciudadanos. Douglas Cheek mezcla cuerpos de seguridad del estado, periodismo y política en una historia de monstruos subterráneos y monstruos trajeados que funciona como estupenda reivindicación del cuidado medioambiental.
Cheek nos transporta al centro neurálgico de Nueva York, a Manhattan, para denunciar la alarmante situación de engaño y manipulación mediática nacida en el seno del poder institucional, deudora de facturas a la ciudadanía y el medio ambiente que hoy en día nosotros seguimos pagando. Con la factura serie B, que recuerda a los clásicos de la Troma o la película que dio a conocer a Sam Raimi (Posesión infernal, 1979), Cheek es capaz de encontrar la claustrofobia y retransmitirla al espectador con escenografías cerradas y oscuras en las que la tensa atmósfera, subordinada al carácter detectivesco (periodístico, más bien) del argumento, hace el resto del trabajo para el editor y productor de Claustrofobia (Harlan Schneider, 2011). Y esta representación, recordemos, en una ciudad como Manhattan, es posible gracias a sus suburbios donde el director desarrolla la historia, historia que dignifica a las personas menos pudientes mientras expone la bajeza moral y corruptela de los que, egoístamente, gobiernan sobre ellas.
El enfado de Cheek late en una crítica social construida por pura ciencia-ficción, capaz de sembrar la duda preguntándose los verdaderos intereses tras un acto gubernamental o político, evidenciando, también, que el padecimiento de ese oscuro trasfondo lo cargan los estratos sociales más bajos (en este caso, los vagabundos) en pancista beneficio de los más altos. Esta idea fue renovada por Jordan Peele en la notable Nosotros (2019), película que también referencia el clásico de Cheek de manera explícita. Con este entramado, el director corta las alas a un periodismo para la ciudadanía, acusando tanto a políticos como a la policía, encubridora y seguidora de órdenes, haciendo de la rebeldía un acto heroico a contracorriente que encumbra personajes como el Capitán Bosch (Christopher Curry) o el reportero Murphy (J. C. Quinn) gracias a la oposición a la imposición de la autoridad, aunque este segundo a medias, incluso lastrando la narración involuntariamente, por la nula importancia que posee respecto al argumento. Con el supuesto de terror científico-ficticio que Cheek conforma, el estadounidense emprende una búsqueda de la verdad, comprometida y real, encausándose contra el mal que aqueja el planeta Tierra: la contaminación.
La Nueva Carne coquetea con el concepto de quién es el verdadero monstruo, de ¿Quién anda ahí? de forma vaga, pero suficiente para que el mensaje de Cheek llegue fácilmente al espectador. Para ello, el director se vale de una narración de historias cruzadas que favorece enormemente el ritmo, evitando las garras de la repetición a la que estaba condenándose en el planteamiento y procurando una presentación y desarrollo para cada uno de los tres personajes principales que, aunque no sean alardes de ingenio, son capaces de arrastrarnos por ese inicio de thriller directos hacia el terror donde las criaturas se confunden con las personas por el factor común de la ausencia de humanidad, siendo Wilson (George N. Martin) el pendón de la idea. Se aprecia una identificación del director en la figura de El Reverendo A. J. Shepherd (Daniel Stern), antihéroe que termina eclipsando a sus compañeros protagonistas por ser el más notorio portavoz de lo que Cheek trata de decirnos, siendo también el que más humanidad emite por su concienciación social. El personaje de Israel, interpretado por Jaime Ordóñez en El bar (Álex de la Iglesia, 2017) recuerda a una mezcla de El Reverendo y otro vagabundo, Val (Graham Beckel), en los que podría haber encontrado inspiración el bilbaíno.
A la contra, la gran cantidad de personajes que intenta tratar el guion de los mismos Christopher Curry, Daniel Stern y Parnell Hall es contraproducente tanto para el argumento como para los personajes importantes, desviando la atención de la trama principal como el caso de Lauren Daniels (Kim Greist) o las subtramas de los vagabundos en las cloacas de Manhattan que únicamente aportan cotas mínimas de ambientación a la historia. De todas maneras, no molestan especialmente en parte por las excelentes interpretaciones de todo el elenco, del cual remarco al propio Daniel Stern, corazón de la película, y a George N. Martin en esa representación humanamente monstruosa. Los efectos especiales, de muy bajo presupuesto, consiguen sacar lo mejor de sí mismos gracias a las posibilidades que les ofrece la escenografía de la que hablaba antes, fundida con pequeños toques de efectismo gore que no son explotados de una forma del todo adecuada para lo que el guion promete en un principio.
Cheek nos transporta al centro neurálgico de Nueva York, a Manhattan, para denunciar la alarmante situación de engaño y manipulación mediática nacida en el seno del poder institucional, deudora de facturas a la ciudadanía y el medio ambiente que hoy en día nosotros seguimos pagando. Con la factura serie B, que recuerda a los clásicos de la Troma o la película que dio a conocer a Sam Raimi (Posesión infernal, 1979), Cheek es capaz de encontrar la claustrofobia y retransmitirla al espectador con escenografías cerradas y oscuras en las que la tensa atmósfera, subordinada al carácter detectivesco (periodístico, más bien) del argumento, hace el resto del trabajo para el editor y productor de Claustrofobia (Harlan Schneider, 2011). Y esta representación, recordemos, en una ciudad como Manhattan, es posible gracias a sus suburbios donde el director desarrolla la historia, historia que dignifica a las personas menos pudientes mientras expone la bajeza moral y corruptela de los que, egoístamente, gobiernan sobre ellas.
El enfado de Cheek late en una crítica social construida por pura ciencia-ficción, capaz de sembrar la duda preguntándose los verdaderos intereses tras un acto gubernamental o político, evidenciando, también, que el padecimiento de ese oscuro trasfondo lo cargan los estratos sociales más bajos (en este caso, los vagabundos) en pancista beneficio de los más altos. Esta idea fue renovada por Jordan Peele en la notable Nosotros (2019), película que también referencia el clásico de Cheek de manera explícita. Con este entramado, el director corta las alas a un periodismo para la ciudadanía, acusando tanto a políticos como a la policía, encubridora y seguidora de órdenes, haciendo de la rebeldía un acto heroico a contracorriente que encumbra personajes como el Capitán Bosch (Christopher Curry) o el reportero Murphy (J. C. Quinn) gracias a la oposición a la imposición de la autoridad, aunque este segundo a medias, incluso lastrando la narración involuntariamente, por la nula importancia que posee respecto al argumento. Con el supuesto de terror científico-ficticio que Cheek conforma, el estadounidense emprende una búsqueda de la verdad, comprometida y real, encausándose contra el mal que aqueja el planeta Tierra: la contaminación.
La Nueva Carne coquetea con el concepto de quién es el verdadero monstruo, de ¿Quién anda ahí? de forma vaga, pero suficiente para que el mensaje de Cheek llegue fácilmente al espectador. Para ello, el director se vale de una narración de historias cruzadas que favorece enormemente el ritmo, evitando las garras de la repetición a la que estaba condenándose en el planteamiento y procurando una presentación y desarrollo para cada uno de los tres personajes principales que, aunque no sean alardes de ingenio, son capaces de arrastrarnos por ese inicio de thriller directos hacia el terror donde las criaturas se confunden con las personas por el factor común de la ausencia de humanidad, siendo Wilson (George N. Martin) el pendón de la idea. Se aprecia una identificación del director en la figura de El Reverendo A. J. Shepherd (Daniel Stern), antihéroe que termina eclipsando a sus compañeros protagonistas por ser el más notorio portavoz de lo que Cheek trata de decirnos, siendo también el que más humanidad emite por su concienciación social. El personaje de Israel, interpretado por Jaime Ordóñez en El bar (Álex de la Iglesia, 2017) recuerda a una mezcla de El Reverendo y otro vagabundo, Val (Graham Beckel), en los que podría haber encontrado inspiración el bilbaíno.
A la contra, la gran cantidad de personajes que intenta tratar el guion de los mismos Christopher Curry, Daniel Stern y Parnell Hall es contraproducente tanto para el argumento como para los personajes importantes, desviando la atención de la trama principal como el caso de Lauren Daniels (Kim Greist) o las subtramas de los vagabundos en las cloacas de Manhattan que únicamente aportan cotas mínimas de ambientación a la historia. De todas maneras, no molestan especialmente en parte por las excelentes interpretaciones de todo el elenco, del cual remarco al propio Daniel Stern, corazón de la película, y a George N. Martin en esa representación humanamente monstruosa. Los efectos especiales, de muy bajo presupuesto, consiguen sacar lo mejor de sí mismos gracias a las posibilidades que les ofrece la escenografía de la que hablaba antes, fundida con pequeños toques de efectismo gore que no son explotados de una forma del todo adecuada para lo que el guion promete en un principio.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Una pieza de culto injustamente desprestigiada, muy opacada por las obras maestras del estilo que vieron la luz a principios de década, pero a la que muchos directores actuales deben una fijación especial. Douglas Cheek elude los grandes circuitos comerciales para ser el vocero de dos males que nos perjudican desde las sombras como criaturas subterráneas: la polución y la política. Dos monstruos que se dan de la mano para hacer realidad una pesadilla más real que cualquier efecto especial de Hollywood. (6.5).

2,6
120
2
1 de septiembre de 2020
1 de septiembre de 2020
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me apetecía ver una película de dudosa calidad, y esto lo ha superado con creces. West of Hell es un wéstern sobrenatural cuyo mayor (y único) atractivo es el protagonismo del legendario actor Tony Todd. Todo lo demás es un desastre supino, una concatenación de absurdos para tratar de decir algo que, tras mucho tartamudeo, no significa nada. Una verdadera pena que la combinación del terror con el wéstern sea tan mal dada en el cine desde la espectacular Bone Tomahawk (S. Craig Zahler, 2015), yendo a ciegas en ambos géneros explorando superficialmente la enorme gama de matices que ofrecen. El anodino argumento escrito por Yousef Abu-Taleb consiste en un grupo de personas variopintas que guardan un oscuro pasado y, por ello, el destino los conduce al tren de Satanás con destino al infierno pretendiendo enmendar, así, sus pecados. Con una historia similar pero mucho más elaborada podemos encontrar, sin salir de España, la mítica Pánico en el Transiberiano (Eugenio Martín, 1972), que consigue mediante el hurgamiento en los misteriosos pasados de los personajes un dibujo de redención y yerro que West of Hell está a millas de, si quiera, aproximarse.
Las formas que tiene Michael Steves, director novicio, para tratar el racismo histórico es patético. Casi parece el regañamiento que se le hace a un niño cuando hace algo mal, poniendo ejemplos hiperbólicos para que este vea lo mal que se ha comportado. Me explico: Steves elabora el hilo conductor a raíz de los pasados de los protagonistas, especialmente el de Jericho Whitfield (Tony Todd), antiguo esclavo de un cruel señor. Esto lo une a los pasados de los demás (exceptuando el del sacerdote, quizás el más interesante y que comentaré después) dibujando el distanciamiento social entre blancos y negros característico de la época, pero, a raíz de ello y de iniciar el reconocimiento de los pasados, el director crea escenas retrospectivas totalmente exageradas y fortuitas para enseñarnos a nosotros, como espectadores, lo malo que fue el esclavismo en el s. XIX. Gracias Steves porque si no, jamás me habría dado cuenta. Con el personaje de Jeryl Prescott (Desdémona Lark) consigue rizar el rizo y elevar su burdo ejemplo hasta unos niveles absurdos.
Por otro lado, la atmósfera, elemento imprescindible en una película de terror, queda anulada desde el planteamiento por la efusiva necesidad de alterar la continuidad natural del argumento en pos de una narración más rápida que llega a ser molesta, algo que repercute en el caótico montaje del propio director y Sean Michael Beyer. Los cortes de imágenes son intermitentes y rápidos (que rompen continuamente el ráccord), creando secuencias confusas por la necedad mantenida con los tiempos llegando un momento en el que el espectador se pregunta cómo se ha desenvuelto la acción, parcialmente ausente por el montaje, para que el conflicto se resuelva de esa manera. Steves debería haber estudiado un poco de sus mayores, prestando atención a la frase que un genio llamado Kurosawa dijo un día: ‘el requisito más importante del montaje es la objetividad…’
Las relaciones entre los personajes no son esclarecedoras del por qué de sus acciones, teniendo la única cabida lógica la mitad de ellos: Desdémona, Jericho y el sacerdote Locke (Yousef Abu-Taleb). El pecado de la primera es la culpa por su carácter pasivo, por no haber sido capaz de salvar a nadie, redimiéndose honestamente y creando un refuerzo psicológico para el personaje de Jericho muy interesante, pero que el director no supo explotar, por las cualidades comunes de ‘mártires’ del esclavismo que poseían retratados desde dos ópticas antónimas. Jericho, sin embargo, muestra su carácter vengativo anteponiéndolo a todo por dolor y tristeza, haciendo de él una metáfora andante del daño que ha provocado el racismo institucional desde tiempos inmemoriales a los estados de la libertad, a los Estados Unidos. Por último, y por gusto personal a pesar de la planicie del personaje, el Padre Locke. Un golpe directo a la iglesia, su hipocresía y su vicio, su crueldad y su nulo apego con Dios, escenificado a través de lujuria y rompimiento con los mandatos del Señor que se repiten como un ciclo al conocer al Diablo. Una esquematización muy básica, pero cumple con creces el cometido.
El antagonista, tan importante en este tipo de relatos fantasmagóricos, se balancea entre lo inútil y lo disparatado. Este pone pruebas a los pecadores (parodiando a Dios y las pruebas que este pone en la vida de todo mortal), pero las pruebas de este antagonista rivalizan en dislate con un ‘Prueba o verdad’ de adolescentes que lejos de intimidar provocan atolondramiento en el espectador. Estas sirven para ‘descubrir’, como si de una novela de Agatha Christie se tratara, quién es el más pecador, y quién puede conseguir la redención mediante cáliz y sufrimiento como si fuera John Kramer. Bastante vergonzoso.
La única interpretación que se merece respetos en la de Toni Todd, las demás parecen competir por ver quién lo hace peor. Y hay una ganadora: Jennifer Laporte como la vulgar niña de papá Annie Hargraves. No me voy a demorar explicando la vergüenza ajena que regala a su paso la señorita Laporte y su tonto personaje. Por otro lado, la música de Misha Segal pretendiendo a Ennio Morricone eleva el nivel de absurda pretensión que consigue la producción de Youabu Productions.
Dicho esto, el dos lo pongo por cortesía de Todd que, sin él, el único atractivo de esta cinta sería comprarla y quemarla en una hoguera para mandarla al infierno del que proviene.
Las formas que tiene Michael Steves, director novicio, para tratar el racismo histórico es patético. Casi parece el regañamiento que se le hace a un niño cuando hace algo mal, poniendo ejemplos hiperbólicos para que este vea lo mal que se ha comportado. Me explico: Steves elabora el hilo conductor a raíz de los pasados de los protagonistas, especialmente el de Jericho Whitfield (Tony Todd), antiguo esclavo de un cruel señor. Esto lo une a los pasados de los demás (exceptuando el del sacerdote, quizás el más interesante y que comentaré después) dibujando el distanciamiento social entre blancos y negros característico de la época, pero, a raíz de ello y de iniciar el reconocimiento de los pasados, el director crea escenas retrospectivas totalmente exageradas y fortuitas para enseñarnos a nosotros, como espectadores, lo malo que fue el esclavismo en el s. XIX. Gracias Steves porque si no, jamás me habría dado cuenta. Con el personaje de Jeryl Prescott (Desdémona Lark) consigue rizar el rizo y elevar su burdo ejemplo hasta unos niveles absurdos.
Por otro lado, la atmósfera, elemento imprescindible en una película de terror, queda anulada desde el planteamiento por la efusiva necesidad de alterar la continuidad natural del argumento en pos de una narración más rápida que llega a ser molesta, algo que repercute en el caótico montaje del propio director y Sean Michael Beyer. Los cortes de imágenes son intermitentes y rápidos (que rompen continuamente el ráccord), creando secuencias confusas por la necedad mantenida con los tiempos llegando un momento en el que el espectador se pregunta cómo se ha desenvuelto la acción, parcialmente ausente por el montaje, para que el conflicto se resuelva de esa manera. Steves debería haber estudiado un poco de sus mayores, prestando atención a la frase que un genio llamado Kurosawa dijo un día: ‘el requisito más importante del montaje es la objetividad…’
Las relaciones entre los personajes no son esclarecedoras del por qué de sus acciones, teniendo la única cabida lógica la mitad de ellos: Desdémona, Jericho y el sacerdote Locke (Yousef Abu-Taleb). El pecado de la primera es la culpa por su carácter pasivo, por no haber sido capaz de salvar a nadie, redimiéndose honestamente y creando un refuerzo psicológico para el personaje de Jericho muy interesante, pero que el director no supo explotar, por las cualidades comunes de ‘mártires’ del esclavismo que poseían retratados desde dos ópticas antónimas. Jericho, sin embargo, muestra su carácter vengativo anteponiéndolo a todo por dolor y tristeza, haciendo de él una metáfora andante del daño que ha provocado el racismo institucional desde tiempos inmemoriales a los estados de la libertad, a los Estados Unidos. Por último, y por gusto personal a pesar de la planicie del personaje, el Padre Locke. Un golpe directo a la iglesia, su hipocresía y su vicio, su crueldad y su nulo apego con Dios, escenificado a través de lujuria y rompimiento con los mandatos del Señor que se repiten como un ciclo al conocer al Diablo. Una esquematización muy básica, pero cumple con creces el cometido.
El antagonista, tan importante en este tipo de relatos fantasmagóricos, se balancea entre lo inútil y lo disparatado. Este pone pruebas a los pecadores (parodiando a Dios y las pruebas que este pone en la vida de todo mortal), pero las pruebas de este antagonista rivalizan en dislate con un ‘Prueba o verdad’ de adolescentes que lejos de intimidar provocan atolondramiento en el espectador. Estas sirven para ‘descubrir’, como si de una novela de Agatha Christie se tratara, quién es el más pecador, y quién puede conseguir la redención mediante cáliz y sufrimiento como si fuera John Kramer. Bastante vergonzoso.
La única interpretación que se merece respetos en la de Toni Todd, las demás parecen competir por ver quién lo hace peor. Y hay una ganadora: Jennifer Laporte como la vulgar niña de papá Annie Hargraves. No me voy a demorar explicando la vergüenza ajena que regala a su paso la señorita Laporte y su tonto personaje. Por otro lado, la música de Misha Segal pretendiendo a Ennio Morricone eleva el nivel de absurda pretensión que consigue la producción de Youabu Productions.
Dicho esto, el dos lo pongo por cortesía de Todd que, sin él, el único atractivo de esta cinta sería comprarla y quemarla en una hoguera para mandarla al infierno del que proviene.

7,0
273
7
30 de mayo de 2020
30 de mayo de 2020
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Interesante película en la filmografía de Masaki Kobayashi que sirve para indagar en la figura del maestro nipón a partir de una historia que se centra en un barrio de mala reputación en la capital de Japón durante la ocupación americana tras finalizar la Segunda Guerra Mundial, donde un humilde estudiante universitario, Nishida (Fumio Watanabe), el cual se acomoda en una comunidad de vecinos disfuncional, tendrá que lidiar con los intereses del jefe pandillero de la zona, Jo (Tatsuya Nakadai) mediado por un amor que se torna complicado.
Distanciándose completamente de los géneros que lo catapultaron a la fama, el director hace una representación de la infame sociedad japonesa con una sociedad de vecinos cuyos únicos intereses son los propios, denotando un carácter extremadamente egoísta y envidioso sobre sus iguales, con una codicia económica intrínseca en sus personalidades, evitando los pagos y dedicándose a negocios como el proxenetismo y la prostitución. Nuestro protagonista, Nishida, no es otra cosa sino la víctima de un modelo social aplastado por las consecuencias bélicas que asolaron Japón, empobreciendo aún más a los pobres y enriqueciendo aún más a los ricos. Dentro de esa situación, la extorsión de Jo, el cual tiene acobardado a todo el barrio, hará movilizarse al protagonista en pos del amor de una joven, Shizuko (Ineko Arima), humillada y ultrajada por el peligroso matón. El género histórico es el que más precede para describir esta película por la búsqueda del realismo que ejerce su director usando como excusa un romance dramático poco convencional. El director también hace pequeñas incisiones a través de diálogos muy cohibidos sobre la relación entre propietario e inquilino, extrapolándose a capitalismo frente a comunismo o clase obrera, por ello, la búsqueda de realismo del director se basa principalmente en los aspectos económicos, sociales y políticos de un país apagado.
Las interpretaciones del extenso elenco están bastante bien representadas, aunque en ocasiones de manera histriónica por los secundarios, pero solventes en lo que concierne a complementar el personaje de Watanabe y mostrar la ruina personal, narrada en forma de pequeños capítulos durante la trama, de las familias de inquilinos que componen el complejo vecinal. Al actor fetiche de Kobayashi, Tatsuya Nakadai, lo observamos cómodo desempeñando un papel fuera de su zona de confort, haciendo de líder yakuza a la vez que transmite crueldad, egocentrismo, megalomanía y obsesión. Este último sentimiento resulta uno de los aspectos más impactantes de la cinta, ya que desemboca en una relación tóxica entre Jo y Shizuko fundamentada en el chantaje, la sumisión y la vejación por grado de poder, aún ella enamorándose de él en una primera instancia a pesar de todo.
A pesar de ser muy buena película, se me ha hecho cuesta arriba en principio por un guión lento y por una dirección muy franca en el sentido de que el único interés del director es tratar de representar de la manera más verosímil en entorno a través de planos estáticos y fijos que emplea durante toda la película, y alguna panorámica ascendente para mostrar la pobreza del barrio mediante la fotografía de Yuuharu Atsuta.
Los personajes, incluyendo los principales, experimentan una nula evolución excepto Shizuko, conociendo sus personalidades desde prácticamente el planteamiento, lo cual tampoco ofrece grandes posibilidades de sorprender por ello o por las relaciones que mantienen sus personajes entre sí. Aún cuando la historia peca de ello, Kobayashi mantiene una atmósfera espectacular de tensión creciente entre Nishida y Jo, incluso cuando comparten plano y sus diálogos no desprendes agresividad, que tan bien nos consigue transmitir.
También se puede apreciar cierto carácter autobiográfico por parte del director que reside únicamente en la figura de Nishida, estudiante universitario, ya que, aparte de que él mismo ha vivido esa época, se graduó en 1941, cuatro años antes de terminar la guerra. En la personalidad del protagonista se observa un temple pacifista y tranquilo, al igual que Kobayashi, aparte de que ambos comparten una forma de vestir muy similar. De esta forma, Kobayashi, representado mediante Nishida, explora la condición humana con los integrantes del complejo residencial y su interacción con el protagonista, dando bastante importancia a los soldados americanos, representados como brutos borrachos obscenos, posiblemente debido a la animadversión del director hacia ellos tras haber sido tomado como prisionero por los mismos durante la guerra de Manchuria.
Es un visionado muy lento, pero ese ritmo es necesario para poder mostrar con certeza lo que el director pretende, no obstante, se habría agradecido mucho una dirección más dinámica que no aburriera al espectador, usando recursos más vistosos y propios del cine del maestro. Aún así, es un completo barrido de la sociedad japonesa con los ojos de Kobayashi, y una pieza importante en su trayectoria para conocerlo mejor como director y como persona.
Distanciándose completamente de los géneros que lo catapultaron a la fama, el director hace una representación de la infame sociedad japonesa con una sociedad de vecinos cuyos únicos intereses son los propios, denotando un carácter extremadamente egoísta y envidioso sobre sus iguales, con una codicia económica intrínseca en sus personalidades, evitando los pagos y dedicándose a negocios como el proxenetismo y la prostitución. Nuestro protagonista, Nishida, no es otra cosa sino la víctima de un modelo social aplastado por las consecuencias bélicas que asolaron Japón, empobreciendo aún más a los pobres y enriqueciendo aún más a los ricos. Dentro de esa situación, la extorsión de Jo, el cual tiene acobardado a todo el barrio, hará movilizarse al protagonista en pos del amor de una joven, Shizuko (Ineko Arima), humillada y ultrajada por el peligroso matón. El género histórico es el que más precede para describir esta película por la búsqueda del realismo que ejerce su director usando como excusa un romance dramático poco convencional. El director también hace pequeñas incisiones a través de diálogos muy cohibidos sobre la relación entre propietario e inquilino, extrapolándose a capitalismo frente a comunismo o clase obrera, por ello, la búsqueda de realismo del director se basa principalmente en los aspectos económicos, sociales y políticos de un país apagado.
Las interpretaciones del extenso elenco están bastante bien representadas, aunque en ocasiones de manera histriónica por los secundarios, pero solventes en lo que concierne a complementar el personaje de Watanabe y mostrar la ruina personal, narrada en forma de pequeños capítulos durante la trama, de las familias de inquilinos que componen el complejo vecinal. Al actor fetiche de Kobayashi, Tatsuya Nakadai, lo observamos cómodo desempeñando un papel fuera de su zona de confort, haciendo de líder yakuza a la vez que transmite crueldad, egocentrismo, megalomanía y obsesión. Este último sentimiento resulta uno de los aspectos más impactantes de la cinta, ya que desemboca en una relación tóxica entre Jo y Shizuko fundamentada en el chantaje, la sumisión y la vejación por grado de poder, aún ella enamorándose de él en una primera instancia a pesar de todo.
A pesar de ser muy buena película, se me ha hecho cuesta arriba en principio por un guión lento y por una dirección muy franca en el sentido de que el único interés del director es tratar de representar de la manera más verosímil en entorno a través de planos estáticos y fijos que emplea durante toda la película, y alguna panorámica ascendente para mostrar la pobreza del barrio mediante la fotografía de Yuuharu Atsuta.
Los personajes, incluyendo los principales, experimentan una nula evolución excepto Shizuko, conociendo sus personalidades desde prácticamente el planteamiento, lo cual tampoco ofrece grandes posibilidades de sorprender por ello o por las relaciones que mantienen sus personajes entre sí. Aún cuando la historia peca de ello, Kobayashi mantiene una atmósfera espectacular de tensión creciente entre Nishida y Jo, incluso cuando comparten plano y sus diálogos no desprendes agresividad, que tan bien nos consigue transmitir.
También se puede apreciar cierto carácter autobiográfico por parte del director que reside únicamente en la figura de Nishida, estudiante universitario, ya que, aparte de que él mismo ha vivido esa época, se graduó en 1941, cuatro años antes de terminar la guerra. En la personalidad del protagonista se observa un temple pacifista y tranquilo, al igual que Kobayashi, aparte de que ambos comparten una forma de vestir muy similar. De esta forma, Kobayashi, representado mediante Nishida, explora la condición humana con los integrantes del complejo residencial y su interacción con el protagonista, dando bastante importancia a los soldados americanos, representados como brutos borrachos obscenos, posiblemente debido a la animadversión del director hacia ellos tras haber sido tomado como prisionero por los mismos durante la guerra de Manchuria.
Es un visionado muy lento, pero ese ritmo es necesario para poder mostrar con certeza lo que el director pretende, no obstante, se habría agradecido mucho una dirección más dinámica que no aburriera al espectador, usando recursos más vistosos y propios del cine del maestro. Aún así, es un completo barrido de la sociedad japonesa con los ojos de Kobayashi, y una pieza importante en su trayectoria para conocerlo mejor como director y como persona.

5,7
1.322
6
19 de marzo de 2020
19 de marzo de 2020
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
He de decir que me esperaba bastante más de esta obra, siendo la única razón por la que la he visto uno de mis actores favoritos: Toshirō Mifune. La trama comienza con el robo de un tren sabido por toda la nación que es transportador de una mercancía muy importante, incluyendo, los obsequios del embajador de Japón hacia el presidente de Estados Unidos, a través de una alianza de dos bandas de forajidos, una encabezada por El Zurdo (Alain Delon) y otra regida por Link Stuart (Charles Bronson) que, tras traicionar por parte de todos los componentes del hurto a Link y asesinar a uno de los dos samuráis que acompañaban el embajador, Link y el samurái restante, Kuroda Jubie (Toshirō Mifune), se embarcarán por medio de la tradición japonesa del honor, y la tradición del forajido Link del dinero, en una empresa en búsqueda de El Zurdo en tono de venganza. Lo primero que quiero remarcar es la nula necesidad del director (Terence Young) de banalizar e incluso ridiculizar la cultura japonesa y, especialmente, la cultura de los samuráis, a lo largo de toda la película casi mostrando un espíritu asquerosamente patriótico y carente de sentido, todo ello concluido en el desenlace que funciona casi a modo de clemencia por parte del director al comprobar la inmundicia que ha girado en torno a la figura del samurái a lo largo del metraje, cosa que no entiendo el por qué de la prestación de una de las figuras más importantes del cine japonés en una película que muestra algo tan burdo con ese desparpajo. Lo segundo que me gustaría remarcar es la aleatoriedad de filmación que ha estado presente durante toda la cinta; planos y enfoques con muy poco sentido vistos desde un punto de vista cinematográfico, haciendo constantes intentos de conseguir un estilo propio que se queda en planos opacados por los elementos de la escenografía y con un guión que no ayuda en absoluto a engrandecer la capacidad interpretativa de los actores principales, dejándolo todo a irreverentes conversaciones que no aportan mucho al desarrollo del argumento ni a la evolución de los personajes. Lo tercero y último que no me ha gustado es la fotografía que, teniendo tantos escenarios donde rodar en cualquier parte un wéstern con una fotografía acorde a la época y los hechos, el director parece que se ha bajado a la pradera bajo su casa para comenzar a rodar. El virtuosismo que muestran tanto Charles Bronson y Toshirō Mifune en pantalla es realmente digno de admiración pese al disparate de guión que les ofrecen; demuestran que son auténticas bestias escénicas y juntar ambos, con unos registros tan adversarios en la misma película y que funcionen en conjunto, es realmente loable, no así la pésima Ursula Andress (Cristina) que, teniendo un personaje odioso, la interpretación de la actriz lo convierte en repugnante. Esta cinta resulta curiosa desde un punto de vista antropológico al chocar dos culturas tan opuestas en una época histórica tan identificable que, a pesar de no ser nuevo (un ejemplo bastante anterior es El bárbaro y la Geisha de John Huston, 1958), resulta en una aventura realmente entretenida que deja un sabor agridulce en su desenlace que, debo decir, me ha provocado lágrimas, y eso es con lo que me quedo. Muy entretenida aventura, aunque podría haber sido infinitamente mejor y el título de la cinta se debe a un único y sencillo plano (debía decirlo).
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