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Críticas 1.170
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
6
18 de agosto de 2019
15 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Insólito film francés, realizado durante uno de los períodos más controvertidos de la historia del país vecino: el régimen de Vichy.
La carrera de su director, Maurice Tourneur, merece asimismo capítulo aparte. El padre del célebre Jacques Tourneur fue un pionero que paladeó las mieles del éxito en Estados Unidos. No obstante, igual que tantísimos otros, quedó arrumbado por el tsunami del sonoro. De regreso en Francia, se adaptó bien al nuevo formato y siguió dirigiendo hasta quedar impedido en un accidente de tráfico. Acabó sus días como traductor de novelas de detectives
“La mano del diablo” parece querer escapar de cualquier categoría al uso, empezando por el propio subgénero. Habitualmente catalogada como cinta de terror, la etiqueta pronto se le queda pequeña a la inclasificable miscelánea de melodrama bizarro y comedia mefistofélica que constituye esta reelaboración, en clave bastante surrealista, del mito de Fausto.
Rodada con evidente economía de recursos, Tourneur los aprovecha hasta el último céntimo, manifestando un admirable “savoir faire”, muy propio, por otra parte, de aquellos maravillosos visionarios, santos locos que dieran a luz el séptimo arte. El resultado es una obra dignísima y sin complejos; antes al contrario, orgullosa de su aire expresionista y hechuras casi artesanales
Es posible que “La mano del diablo” no dé excesivo miedo al espectador actual, encallecido de cinismo; pero tampoco cabe duda del encanto algo ingenuo, definitivamente de otro tiempo, que dimana la propuesta. Además, que la encarnación del príncipe de las tinieblas sea un viejecito de aspecto entrañable –aunque ciertamente travieso– supone un hallazgo de valor incalculable.
29 de marzo de 2020
71 de 128 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cada día que pasa aumenta mi convencimiento de que el voluntarioso eslogan que rezaba aquello de “La Edad de Oro de la TV” ha degenerado en tumefacta “Burbuja de las Series”. Porque de un tiempo a esta parte se suceden los novelones en torno a asuntos cuyos interés, necesidad y oportunidad darían, si acaso, para un tweet, y eso siendo generosos. Sobran los ejemplos —insisto— y uno ciertamente conspicuo lo encontramos en esta “Unorthodox”.
Inspirada en una historia real, desconozco qué porcentaje de ficción le habrán sumado sus responsables para hacerla más atractiva. En todo caso, preside su argumento una inverosimilitud difícil de digerir, cuya causa cabe situar en la desproporción existente entre premisas y consecuencias. Me explico: su protagonista escapa de un matrimonio infeliz como quien huye de la Stasi, cuando lo más sencillo, y lógico, hubiera sido hablarlo con su marido —que no parece ningún monstruo maltratador, si acaso un empollón con tirabuzones—, acudir a terapia de pareja o, en última instancia, interponer una demanda de divorcio. Porque, con todas las prevenciones a que inviten los ultramontanos preceptos del jasidismo, Esther Shapiro no vive en Yemen, o en Afganistán, sino en Nueva York, epicentro económico y cultural y capital “de facto” de los Estados Unidos, cuna y patria de los derechos individuales. Mis dificultades para empatizar con ella se agravan cuando, en otra pirueta argumental de muy dudoso gusto, solicita una beca destinada a jóvenes talentos procedentes de regiones conflictivas, como —esta vez sí— Yemen o Afganistán, para a continuación pegarse la gran vida Erasmus a costa de sus nuevos amigos, tan cosmopolitas todos que diríanse recién salidos de una campaña de Benetton.
La miniserie —al menos es corta, eso sí cabe reconocérselo a sus perpetradoras— tampoco encuentra el tono adecuado a lo que cuenta. Porque la solemnidad de las presuntas motivaciones de la heroína, así como la —también supuesta— trascendencia de sus actos suelen verse invadidas y, por ende, invalidadas por momentos de una comicidad me figuro que involuntaria pero definitivamente hilarante, con ese dúo de humoristas ultraortodoxos en que acaban convertidos sus dos perseguidores. Los personajes de Yanky y Moishe se hacen acreedores de un “spin-off” del género bufo, cosa con la que seguramente no contaba nadie en “Unorthodox”.
En fin, sólo desde los parámetros de cierto feminismo cerril, y encima entreverado de antisemitismo, alcanzo a entender el entusiasmo crítico que ha concitado esta historia. Ale, ya pueden crucificarme, que yo pongo los clavos.
4
16 de septiembre de 2018
30 de 46 usuarios han encontrado esta crítica útil
El ficticio pueblo de Castle Rock, en el estado de Maine, tiene la tasa de mortalidad del norte de Siria. Sin embargo, ello no reviste gravedad suficiente como para que el FBI o, después, cuando la cosa se pone cruda de verdad, la Guardia Nacional se pasen siquiera a preguntar. Asimismo, llega un punto en que todo se antoja tan incomprensible y aleatorio que ha de recurrirse al subterfugio de los universos paralelos, otrora sugerente hipótesis y hoy perejil de todas las salsas, como en su día la reducción de Pedro Ximénez o la cebolla caramelizada.
El del multiverso pródigo en cadáveres es un burladero para guionistas con poca imaginación —haberte dedicado a otra cosa, haberte hecho funcionario— y relacionado, me temo, con mi convicción de que Stephen King brilla en las distancias cortas y no tanto en el gran fondo. En efecto, sin tratarse de una historia de su puño y letra, esta “Castle Rock” está ambientada en escenarios y atravesada de motivos típicos del prolífico novelista, compartiendo sus mismas virtudes y defectos, entre los que se cuentan sus dificultades para resolver las historias que se alargan más de la cuenta. Por eso la serie marcha de maravilla, induciendo la malsana inquietud que era de prever, hasta su ecuador. A partir de entonces y a la vista del callejón sin salida en el que se ha ido adentrando su argumento, se opta por una acumulación de fiambres y explicaciones al buen tuntún culminada en dos últimos episodios para los que el epíteto “delirantes” resulta en exceso benévolo. John Carpenter, en hora y media y con la décima parte de presupuesto, hubiera hecho algo bastante más interesante. Si no queremos hilar tan fino, una miniserie de tres capítulos y aquí paz y después gloria. Pero no contentos con las cotas de sinsentido alcanzadas, sus perpetradores han renovado por una segunda temporada, confirmación de que la de las series es otra burbuja que tarde o temprano habrá de explotar.
Bill Skarsgård, pese a haberse limpiado a conciencia el maquillaje del pérfido payaso Pennywise, tiene un aire tal de psicópata adolescente que nada le cuesta componer esa especie de anticristo taciturno al que todos, con muy buen criterio, quieren meter entre rejas. Melanie Lynskey entrega una solvente promotora inmobiliaria hasta las cejas de tranquilizantes. La veterana Sissy Spacek también parece más colocada que una mula de Tijuana, cuando lo que pretendía recrear era una enferma de alzheimer. Tampoco ofrece grandes prestaciones el protagonista, un André Holland con perpetuo rictus de querer estar en cualquier otra parte o de que algo en el set huele a chucrut. En cuanto a Scott Glenn, me ha hecho mucha gracia que la vejez haya convertido a su personaje, un educadísimo y pulquérrimo sheriff de los que rescatan gatitos atrapados en las copas de los árboles, en un “redneck” de Kentucky al que sólo le falta mascar tabaco y escupirlo de canto. El porqué de tamaña mutación sí daría para una temporada más, un “spin-off” incluso, y no la retahíla de disparates con que probablemente se engordará la que está por llegar.
7 de mayo de 2017
26 de 38 usuarios han encontrado esta crítica útil
Salvando las distancias, “Get Out” vendría a suponer lo que “The Witch” (La bruja, 2015) hace un año por estas mismas fechas; esto es, una grata sorpresa y excelentes noticias para un tipo de cine hundido en el cieno por cerca ya de dos décadas de títulos mayoritariamente infumables.
Nos encontramos aquí ante una amalgama feliz de motivos y referencias, especialmente en sus dos primeros actos, durante los que se transita de la denuncia social al thriller con ribetes de terror psicológico, todo ello salpimentado con sabrosas dosis de “blaxploitation” descaradamente autoparódica.
Efectivamente, la película parece en su arranque la versión que un aprendiz de Hitchcock, aventajado y con muy mala uva, hubiese rodado de la icónica “Guess Who´s Coming to Dinner” (Adivina quién viene esta noche, 1967) o la más reciente —y mucho menos interesante— “Meet the Parents” (Los padres de ella, 2000). Las situaciones forzadas y los silencios incómodos inherentes al trance de conocer a la familia política se encadenan en un “crescendo” de tensión, como una olla puesta al fuego y dejada a su albur, que acaba generando una atmósfera irrespirable en cada uno de cuyos fotogramas se masca la tragedia.
La escalofriante escena de la hipnosis constituye la puerta de entrada a un tramo, el de la fiesta de cuarteados “WASP”, donde el surrealismo triunfante hubiera hecho las delicias de un Buñuel, con quien no cuesta entroncar el cáustico retrato que hace “Get Out” de las perfidias burguesas. Tampoco se abandonan los guiños hitchcockianos: el teleobjetivo de la cámara fotográfica como intermediario entre la acción y el espectador remite poderosamente a “Rear Window” (La ventana indiscreta, 1954). Incluso a “Blow-Up” (Blow-Up. Deseo de una mañana de verano, 1966), de Antonioni.
Acabado el bizarro “happening” y llegados al momento decisivo, a Jordan Peele se le plantea una disyuntiva en absoluto fácil de cara a cerrar la historia: encauzarla de regreso al melodrama racial a que apuntaba el planteamiento, lo que hubiera dotado a la película de una estructura circular, por ende ortodoxa, y de una impronta más seria; o bien ahondar en la insania que preside el nudo llevándolo a un desenlace en esa misma línea, con el correspondiente riesgo de desmadre. Como nunca se ha escrito nada de los cobardes, opta por lo segundo, con un despiporre de serie B —baño de sangre, científico loco y lobotomías incluidos— rabiosamente divertido. Culmina el doble salto mortal sin red con un último esguince argumental digno de la más chocarrera telecomedia afroamericana. A ver quién da más.
22 de octubre de 2023
20 de 26 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si les recomiendo esta «Cosecha oscura» como una mezcla loquísima y petarda de «Grease» (ídem, 1978), la saga «Jeepers Creepers» (ídem, 2001, 2003, 2017 y 2022, respectivamente) y la franquicia «The Purge» (ídem, 2013-2021; de momento), seguramente levanten la ceja con justificada suspicacia. Y, sin embargo, el insólito cóctel funciona.
En efecto, salvando ciertas lagunas argumentales —por otra parte en absoluto inhabituales en el subgénero—, «Cosecha oscura» constituye un divertimento rabiosamente entretenido, con su puntito de comedia «teen», gore para todos los públicos, retro-distopía, nocturnidad, alevosía y un géiser de sangre que nos retrotrae a un icono generacional de la talla de «Pesadilla en Elm Street» («A Nightmare on Elm Street», 1984). Perfecta, vaya, para las fechas pre-Halloween en que andamos.
Jalonan la irregular filmografía de David Slade títulos tan sugestivos como «30 días de oscuridad» («30 Days of Night», 2007) y la turbadora «Hard Candy» (ídem, 2005), así como su participación en «Black Mirror» (ídem, 2011-Actualidad), si bien en algunos de sus episodios menos logrados. Aquí entrega un alegato en favor de la serie B, resucitada en tanto fondo de armario para las plataformas de contenidos y en numerosas ocasiones —ésta lo es— bastante más interesante que sus buques insignia. Pero que las escasas pretensiones de sus responsables no nos lleven a engaño: los valores de producción resultan impecables. Incluso la combinación de efectos digitales y prótesis de látex que se adivina en el monstruo se deja ver sin sonrojo.
En cuanto a su joven reparto, Casey Likes quiere parecerse a Johnny Depp, pero —no sé si por suerte o por desgracia, para él, su carrera futura y para el común de los espectadores— a quien recuerda es al implosivo Casey Affleck. En cualquier caso, a su malote de buen corazón le roba todos y cada uno de los planos compartidos una Emyri Crutchfield de indescifrable nombre de pila y refulgente sonrisa a la que conviene seguir la pista de cerca.
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