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Críticas 21
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
7
9 de febrero de 2025 Sé el primero en valorar esta crítica
Entre este «A Different Man» y «Chained for Life» (2018), ambas dirigidas por Aaron Schimberg, se establece un diálogo sustancial. Hay entre ellas una relación de causa y efecto que las vertebra. Si algo caracteriza «A Different Man» es su capacidad de sorpresa. Su imprevisibilidad. Acostumbrados al cine-receta, asomarse a un filme tan peculiar, tan ajeno a las leyes del mercado, tan declaradamente bizarro, levanta extrañamiento y eso, lo que desarma, siempre (nos) atrapa.

Bastaría con citar algunos nombres propios del cine reciente para acotar la cartografía sobre la que se desplaza este «hombre diferente». David Lynch, David Cronenberg, Spike Jonze, Shinya Tsukamoto y Jonathan Glazer se sientan en su misma mesa. Dicho de otro modo, el universo de Schimberg no carece de precedentes ni de referentes, pero todos ellos desembocan de manera más o menos indisimulada en Kafka.

Por si no estuviera claro, en el último tramo de «A Different Man», a su desnortado protagonista cuya metamorfosis ha sido inversa, de tener un aspecto monstruoso ha pasado a una normalidad física que no le provee de una tranquilidad psicológica, le cae un insecto en el café. Ese subrayado, al estilo del Polanski que todavía soñaba en polaco, nos recuerda que lo real habita más allá de aquello que acepta y complace a nuestra mirada.

En la novela de Kafka, el aspecto concreto de la transformación de Joseph K no era relevante, sino su aparente «anormalidad. Esa es la cuestión que ocupa a Aaron Schimberg que en «Chained for Life»» se ocupaba de ella. En aquel título también protagonizado por Adam Pearson, un hombre con neurofibromatosis, como es el caso del citado actor, y una mujer ciega vivían una hermosa historia de amor hasta que ella recuperaba la vista y no podía aceptar el aspecto de su amante. Esa no aceptación late en el punto de partida de «A Different Man». La otredad, el universo de «Freaks» (1932) de Tod Browning, la teratología adornan la línea de salida. Pero si esa es la materia prima, lo que se construye con ella apunta a otro lado, a la representación de lo diferente, a la perversión de reemplazar lo real por el maquillaje y la máscara. Schimberg se sirve del metalenguaje para interpelar a la audiencia y no duda en recordar que la deformidad física de Adam Pearson no cercena su capacidad de ser feliz mientras que la belleza de Sebastian Stan, no le alcanza para ser querido. Es decir, un cuento al revés y un revés a los prejuicios.
18 de enero de 2025 Sé el primero en valorar esta crítica
Cuando el equipo de marketing de «¡Gloria!» decidió comparar la arrebatada soflama feminista de Margherita Vicario con el relato de la Cenicienta, parecía hacernos creer que estamos ante un recurrente cuento de hadas. Y, aunque hay cierta dosis de mistificación y manierismo en la puesta en escena de este filme, con brotes de irrealidad y aires de fantasía, este alegato feminista apunta insistentemente a denunciar las represivas y misóginas actitudes de nuestro pasado sustentada sobre una base histórica y real.

Aquí, en «¡Gloria!», no hay príncipes ni calabazas. La redención de las «damas» no llega envuelta en la magia de hechiceras buenas, hermosos herederos y hermanastras feas, sino que se toma al asalto, por mujeres condenadas a la servidumbre. En la acción primigenia de este relato late una bella historia y una buena intención. Su coguionista y directora, Margherita Vicario, (Roma, 1988) actriz y cantautora, debuta como realizadora con un texto en el que proyecta su beligerancia feminista pertrechada en su dominio musical. Sabe qué quiere contar y escoge hacerlo sobre los rieles de un pentagrama.

Lo que cuenta, la marginación y humillación de las mujeres en la Venecia del final del XVIII y comienzos del XIX, no admite dudas. El cómo, con su abrazo postrero a un delirio contemporáneo, un pastiche musical anacrónico ante la mirada iracunda del papa Pìo VII, resulta chirriante. Ubicada en la Europa de los revolucionarios franceses, cuya principal mujer protagonista fue la cabeza cortada de Maria Antonieta, Vicario se sirve de rastros históricos. Estamos en el crepúsculo del barroco, ese estilo que, al decir de Nietzsche, «surge cada vez que muere un gran arte». Se reconoce barroco ese tiempo de cambio hecho de furor irracional, femenino y dionisíaco y al que Vicario desea ilustrar a partir de la existencia de las orquestas femeninas que se impulsaron en los orfanatos y órdenes religiosas de aquella época.

Nada más comenzar, «¡Gloria!» estalla en una vibrante coreografía llena de ritmo, música y belleza. Sus mejores logros se dan en esos instantes en los que Teresa, su protagonista, percibe la música a partir de los ruidos y sonidos cotidianos. Tal vigor no volverá a darse, pero su relato resulta atractivo y demoledor. Lástima de su conclusión anacrónica e hiperbólica empeñada en que la Vicario compositora arruine a la interesante directora que durante muchos minutos parece.
Tardes de soledad
Documental
España2024
6,2
1.423
Documental, Intervenciones de: Andrés Roca Rey
7
18 de marzo de 2025 0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando se anunció que «Tardes de soledad» iría al SSIFF empezó el run-run de la controversia. Eso, el escándalo y la polémica es algo que, con suma maestría, controla el actual equipo del Zinemaldi. En aquellos días de septiembre de 2024, se acuñó desde el festival un mantra al que los partidarios del filme de Albert Serra se aferran con tanta insistencia como la que pone el propio Serra para dejarles en evidencia. Se dijo -y se sigue diciendo- que «Tardes de soledad», ante el tema taurino y su legitimidad, no se pronuncia. No se sabe -afirman los correligionarios de Serra – si el director se muestra partidario de la fiesta nacional o no. Con ello parece sugerirse que «Tardes de soledad» existe como algo inmune, como una mirada sagrada carente de ideología. Hoy sabemos que «sí toma parte». De momento, el Premio Nacional de Tauromaquia a Albert Serra por «Tardes de soledad», compartido ex-aquo con la Real Unión de Criadores de Toros de Lidia (RUCTL) , y sus frecuentes declaraciones de que cada vez encuentra más poesía en una corrida, deja las cosas muy claras. ¿Creen que le premiarán los animalistas?

Lo primero que sorprende en el último filme del autor de «Honor de cavallería» (2006) se sustancia en el enorme andamiaje de su manipulación. Hay tal grado de sofisticación y artificio en estas imágenes, hay tanto manierismo y adulteración, tanto hurto y tanta elipsis, que Serra, con su habitual insolencia, no duda en afirmar que es «el mejor montador del mundo». Nunca he sabido medir esas cuestiones de «lo mejor» aplicadas a la creación artística, pero no cabe duda de que Serra se ha convertido en un editor de refinada maestría. En esas ocho veces que vemos entrar a Roca Rey, estoque en mano y boca abierta, para atravesar a una bestia con la lengua fuera, se impone una única ley: la fascinación por la imagen y el masajeo del sonido, un manierismo autocomplaciente y ciertamente perverso ensimismado ante la violencia del rito taurino.

La culpa de que hoy se siga llamando fiesta nacional a algo tan angustioso por quienes llevan la bandera en la muñeca, la tienen, como de casi todo, los Borbones. Fueron ellos, al prohibir, por bárbara costumbre, matanzas como las de los toros de Tordesillas, quienes forzaron que los aristócratas, «señoritos a caballo», dejaran su lugar a los pobres a pie para que, con muleta en mano, se ofreciesen a la carnicería con el beneplácito del pueblo. Pueblo de miseria y hambre. En esta fiesta siempre el hambre, siempre la pobreza, sobrevuelan como moscas que absorben la sangre de tanto animal sacrificado. Sin abismarse en la antropología basta recordar que el tardofranquismo aleccionaba lo taurino con aquello de: «más cornadas da el hambre».

Por eso defrauda en «Tardes de soledad» que su pretendida crudeza solo pueda afectar a quienes nunca hayan pisado una plaza como la de la ciudad que sedujo a Hemingway, la de «The sun also rises», una glorieta de poca gloria que al año solo se llena ocho veces, como los ocho toros que en esta película mata Andrés Roca Rey. En su feria del toro se cuentan muchas tardes de pena. Y es que son muchos más los días de malas faenas que concluyen en agonías interminables, en feas sangrías.

Aquí no hay noticia de ello, aquí se impone la mirada absorta de Serra y su devoción por Roca Rey. Se diría que hay un siniestro parecido físico entre el torero y Serra. Desde ese espejo cabría asumir su selección narcisista de «grandes tardes» con un par de momentos eléctricos que nos recuerdan el peligro que «el minotauro» conlleva. Pero el resultado se antoja pobre, repetitivo, caprichoso. El Serra cineasta ha sido engullido por el editor, el malabarista se come al artista. Para reforzar su entrega, dice Serra que halla más deleite, más imaginación, en las crónicas de Joaquín Vidal que en las críticas de Boyero. Trampa metonímica que olvida que una cosa es lo real y otra, la literatura.

Pese a ello «Tardes de soledad» puede y debe impactar por su capacidad para reflejar la contradicción humana. Un juego simbólico que Freud desveló como la lucha eterna entre la pulsión letal y el principio del placer. Ese saber de la fugacidad. Ese estrabismo entre masculinidad y afectación. Por ello, lo más inolvidable de esta enorme farsa nace de contemplar la feminidad de Andrés Roca Rey mientras le visten. Ese misterio entre víctima y victimario, esa exaltación del peligro de muerte, se sabe enemiga de la razón. Pero el cirujano que radiografió a don Quijote con una bofetada de realidad no se persona en este coliseo para descifrar ese enigma de sangre y arena. Entre verdad y mitología, Serra, en la sala de montaje, fabula.
9 de febrero de 2025 0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
En 1996, Nick Cave presentó un álbum vertebral para su trayectoria, «Murder Ballads». Era su noveno disco de estudio con The Bad Seeds y todo en él giraba en torno a relatos grotescos sobre crímenes pasionales. En ellos se abunda en asesinatos horrendos cantados con una seductora y engañosa dulzura. Como «Where the Wild Roses Grow», la magnética balada que Cave canta a dúo con Kylie Minogue, «Alouette gentille alouette», la cancioncilla infantil que (re)suena en este filme, habita en el interior del volcán helado de esta película, una macabra distorsión entre lo que sugiere la forma y lo que encierra la letra.

Sin duda, Adam Elliot, australiano como Nick Cave, mientras escribía el guión de «Memorias de un caracol» tarareó los temas de «Murder Ballads». Con la convicción de que «Death Is Not The End», el tema final del emblemático trabajo de Cave, Elliot descarna la brutalidad de los cuentos de hadas. Bucea en ese fondo de horror real que nos aguarda en el universo del relato infantil. Luego, cuando culminó su filme, Elliot invitó al propio Cave como gesto de complicidad, para que prestara su voz a una de sus criaturas de alambre y arcilla, una de esas que tanta fascinación y empatía provocan dentro de esta inclasificable obra animada.

Como con «Bambi» y con tantas y tantas fábulas, todo en «Memorias de un caracol» se despliega a partir de la muerte durante el parto, de una madre. La orfandad, en este caso, de dos hermanos gemelos, Gilbert y Grace, se constituye en el núcleo de una dura evidencia: la vida muerde, duele y mancha. De este modo, desde el mismo instante de su alumbramiento, los dos hermanos afrontan el peso insoportable del vacío de una madre fallecida durante el parto que les vio nacer. Esa paradójica y temible constatación condiciona estas memorias dedicadas a un animal, el caracol, que como se nos recuerda, jamás puede permitirse ir hacia atrás.

Gilbert sueña con ser artista callejero, digiere su frustración con querencias pirómanas y lee lecturas inquietantes como «El guardián entre el centeno» y «El señor de las moscas». Grace, su hermana y quien hace la función de la narradora de esta crónica burlesca, posee un reparado labio leporino con el que desgrana la revelación de todos sus recuerdos a un caracol, llamado Sylvia en honor a la escritora favorita de su también fallecido padre, Sylvia Plath (1932-1963).

Por si no se recuerda, Plath, cuya biografía se llevó al cine por Christine Jeffs, en 2003, bajo el título de «Sylvia», encarnada por Gwyneth Paltrow, pasa por ser una de las escritoras y poetisas más singulares y relevantes del siglo XX. Aquejada por lo que hoy se reconoce como un trastorno afectivo bipolar, su existencia fue un tobogán trágico que conoció más espinas que rosas como acontece con la protagonista de este filme que proyecta su quiebra interna coleccionando caracoles, esos moluscos gasterópodos cuyo simbolismo descansa en tres cualidades: la paciencia, la resiliencia y el progreso constante. Y eso es lo que se verbaliza en la película, ¿hacia atrás?, nunca; ni para coger impulso.

Pero volvamos a la autora de la denominada «poesía confesional», Sylvia Plath. Grace, la ¿desdichada? protagonista de esta obra estremecedora y, sin embargo, positiva, como Plath, nos regala sus confesiones atravesadas por un lirismo desgarrador y estrambótico. Su rememoranza pertenece a la gruta, al origen, a la ley de una vida cruel y sin embargo esperanzadora. En consecuencia, sus confidencias rebosan desgracias, lo contrario que su nombre preludia, Grace. Son notas de infortunio y resistencia regaladas a un diario donde personas fanáticas hasta la malignidad y la estulticia cohabitan con gentes estrafalarias hasta la conmiseración pura. Cada nueva etapa, cada capítulo, supone un nuevo desplumamiento a la condición humana. En ese vía crucis para inmolar a la humanidad, aparecen personajes impagables como Pinki, victorias pírricas, situaciones patéticas y un humor imbatible. Desde la fisura desgarradora de la separación de los dos hermanos gemelos, Adam Elliot, un cineasta que trabaja con paciencia infinita, de escasa producción pero de valor inestimable, riega su filme con multitud de señales, con pequeños guiños y grandes resiliencias. Y como el caracol que da título a su historia, al final de ese trayecto, queda algo: la indeleble huella de quien recorre la vida sin importunar nada ni a nadie, sin seguir el camino trazado, sin ambición desmedida.
18 de marzo de 2025
2 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Bong Joon-ho ha resuelto su reto bajo pabellón americano tras «Parásitos» (2019) engendrando un filme que lleva su ADN inscrito en el pixel. Al contrario que otros profesionales deslumbrados por Hollywood, el coreano, autor de obras como «The Host» (2006) y «Memories of murder» (2003), ni ha traicionado a su público, ni se traiciona. Eso significa que en «Mickey 17» no se renuncia a un sentido del humor cáustico, grotesco y a una beligerancia crítica contra el poder de los poderosos. Por eso, en la distopía de un mundo fuera de este mundo, su «Desafío total», su «Dune» hecho «Totoro», nos enfrenta a una galería de personajes torpes, entrañables y patéticos que aquí aparecen como un compendio de toda su filmografía. El narrador que cree en los antihéroes con «olor a metro», vuelve en esta incursión futurista a hablar de los aromas personales y del hedor de quienes, bañados en oro, perdieron su humanidad.

Por encima de todo, su adaptación de la novela de Edward Ashton se ha convertido en un fundido enciclopédico moldeado para denunciar la estulticia del poder y la insania de tanta ambición neoliberal. En algún modo, «Mickey 17» ejerce como una réplica a «El gran dictador» con el que Chaplin no dudó en arremeter contra Hitler en un tiempo en el que en EE.UU. -no se olvide nunca esto-, se le miraba con alivio y complicidad.

El tiempo ha cambiado y el dictador al que esta película caricaturiza aparece como un sujeto tóxico, como un imbécil multimillonario que se parece mucho a Elon Musk. Como los tontos con gorra y sin remordimiento sueña con moldear el mundo a su antojo, aunque eso signifique para millones de personas la muerte y la ruina. Bajo ese axioma, con un Robert Pattinson contagiado de sorna coreana y con un Mark Ruffalo imbatible en su máscara al estilo Musk, Bong Joon-ho se ratifica en su fe en la pareja, en su militancia contra el abuso del poder y en su querencia para ensamblar risa con tragedia.

Desprovista de solemnidad, «Mickey 17», como «Blade Runner» con los replicantes, consagra una nueva tipología: la de los prescindibles; eterna carne de cañón aportada por los «miserables» que, en este caso, se utilizan para morir sabiendo que una impresora volverá a reimprimirlos conservando su memoria. Así, su relato se detiene en la versión decimoséptima, séptima en la novela, de un «prescindible» que dará lugar a una doble versión disparatada de un libertador en una sociedad domesticada. Menos rompedora que «Parásitos», «Mickey 17» no desmerece del hacer de un Bong Joon-ho cuyos dislates lo convierten en un imprescindible necesario, en un martillo de imbéciles en la hora más confusa.
Juan Zapater
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