You must be a loged user to know your affinity with Baxter
Críticas ordenadas por utilidad
Movie added to list
Movie removed from list
An error occurred

7,8
22.937
9
8 de enero de 2008
8 de enero de 2008
16 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Adolfo Aristarain firmó con esta película un antes y un después del cine argentino. Posiblemente una de las películas más bellas del último cuarto del siglo pasado y que, por desgracia, pocos espectadores alcanzaron a verla y a disfrutarla en la medida que esta joya merece. Un film que roza el discurso político y social con una sutileza y una frescura sin límites, en donde todos los elementos que la componen parecen ponerse de acuerdo para la poética exaltación de la libertad, la tolerancia, la cooperación social, la amistad y el amor entre seres humanos auténticos, experimentados pero sabios; honrados y utópicos idealistas, pero racionales hasta el extremo en sus opiniones y comportamientos, siempre con el punto de mira puesto en la denuncia del abuso por parte de aquellos que ostentan el poder, en el convencimiento de la fuerza que conlleva la unión corporativa, aunque tan sólo se trate de una ínfima reivindicación provinciana de una pequeña localidad argentina en la región de San Luis.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
El film posee la forma de flash-back enmarcado en su principio y en su fin por la presencia y voz en off del adolescente diez años después del periodo en el que se desarrolla la narración. Un lugar en el mundo resulta inevitablemente una película clave en la magra cinematografía argentina de la última década. Ante todo, el film de Aristarain, propone una reflexión seria acerca del tiempo que sigue a una derrota, la derrota de todos: el tiempo de las dictaduras militares, en este caso de la de Argentina. ¿En qué debe consistir la lucha cuando las armas de otros idealistas ya han demostrado su falibilidad? ¿Qué hacer desde nuestro ínfimo reducto ante las nuevas y coloreadas tiranías que nos rodean en silencio? ¿Cabe hacer algo? Un lugar en el mundo conserva intacta la virtud de formular estas y muchas otras preguntas que hoy en día, a más de quince años de su producción, nos siguen acechando. Se trata de un film que debería estar vigente y debería revisarse cada cierto tiempo en horas de máxima audiencia. Si esto no es así será a causa de algún extraño malentendido o de una corta visión de los programadores de televisión.
Hay un rasgo en la película que sobresale: la simplicidad. Pocos elementos y bien dispuestos parecería ser la consigna de Aristarain. De nada sirve la ostentación cuando de lo que se trata es de pensar el postoperatorio de un país, de un pueblo, de una familia. ¿Cómo salir adelante cuando todavía queda por llegar lo obvio?. La narración es clara, límpida en su forma; a la vez que densa y difícil en su contenido. La secuencia de la comida de la familia, el geólogo y la monja, coronada con actuaciones convincentes, forma parte de los grandes momentos del cine argentino. El silencio que se establece entre los personajes en el instante posterior a la revelación del pasado, estalla en sus significaciones. Es un silencio que nos apunta, nos indaga, nos escarba, nos enmudece.
Hay un rasgo en la película que sobresale: la simplicidad. Pocos elementos y bien dispuestos parecería ser la consigna de Aristarain. De nada sirve la ostentación cuando de lo que se trata es de pensar el postoperatorio de un país, de un pueblo, de una familia. ¿Cómo salir adelante cuando todavía queda por llegar lo obvio?. La narración es clara, límpida en su forma; a la vez que densa y difícil en su contenido. La secuencia de la comida de la familia, el geólogo y la monja, coronada con actuaciones convincentes, forma parte de los grandes momentos del cine argentino. El silencio que se establece entre los personajes en el instante posterior a la revelación del pasado, estalla en sus significaciones. Es un silencio que nos apunta, nos indaga, nos escarba, nos enmudece.

7,1
103.490
9
23 de enero de 2008
23 de enero de 2008
19 de 28 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lost in translation se desarrolla en Tokio, una ciudad inmensa, artificialmente luminosa, ruidosa, acelerada, ajena, en donde los neones escupen brillos hirientes día y noche, tornasol y arco iris químico; donde gigantescos monolitos acristalados proyectan desfiles de modas, iconos publicitarios del primer mundo protagonizados por estrellas del cine, del deporte o de la televisión. Una ciudad en la que entra Bill Murray adormecido en un taxi multicolor llevando consigo un crónico aburrimiento existencial. Una semana en otra ciudad para un profesional del cine sin oficio, atraído, casi prostituido, por una oferta difícil de rechazar. Halagos, besos, elogios, risas de artificio en mitad de ninguna parte; anfitriones diez centímetros más bajitos con ansias de gustar, practicantes de una cultura que no entiende, que no comparte, que le hastía, que no intenta comprender para el poco tiempo que pasará entre ellos, ausente de sus pretensiones y costumbres.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Desde el principio fascina la mirada cínica de Murray ante ese mundo desconocido y desorbitado, arquetipo de habitante de la polis curado de espanto. Poco después, él y Scarlett Johansson se encuentran. Tenía que pasar. Ella comienza la senda del desencanto, mientras que él ya la ha recorrido en más de una ocasión. Ella todavía cree en el amor, él asume la infidelidad como un accidente en una noche con demasiadas lagunas. Ella quiere escuchar que todavía hay esperanza. Él sabe que no, pero echa mano de mentiras piadosas. Ella comienza a sospechar que no eligió al hombre adecuado. Él sabe que la elección es indiferente, que pasado un tiempo nada colma. Desean amar tanto como los abandonados protagonistas de In the mood for love, la emocionante película de Won Kar Wai; quieren pensar que han encontrado un alma gemela. Añoran. Sufren. Desprecian. Ignoran. Se conocen desde hace tiempo y nunca se han saludado. Unas horas después duermen juntos, pero nada hay que reprocharse a la mañana siguiente.
Pesimismo controlado, contención, mesura y profundidad de sentimientos para contar una historia de personajes que muchas veces necesitan pocas palabras para transmitir lo que llevan dentro, que se bastan con las miradas, con un gesto, con una sonrisa desde lo lejos, algo a lo que ayuda una espléndida banda sonora –elemento que cobra protagonismo desde el inicio– y una cuidada fotografía; ambas logran ese equilibrio entre tradición y modernidad que está en el alma del mismo Tokio.
Resulta paradójico que en una película en la que se habla tan poco, todo tenga tanto que decir. Ese es el reto que se marca la directora: lograr que todos los objetos hablen, desde el más pequeño (el vaso de güisqui relleno de té) al más grande (el propio escenario de la ciudad). Sofía persigue la intensidad de ese significado en cada escena como si de ella dependiera el éxito de la historia. Con tan pocos recursos, la directora sólo tiene la salida de cargar cada elemento de sentido y construir dos personajes que son capaces de moverse sin artificios. Sofia logra ambas cosas con una naturalidad que convierte toda la película en una lección de cómo contar una historia con un par de personajes en un entorno “hostil”. No es que necesite pocos elementos, es que quita aquellos que no añaden nada a la historia para que pueda mantenerse ese tono particular.
El resultado es que Sofía Coppola ha dado grandes muestras de exquisitez y de sentido artístico. En un tiempo en el que el cine parece depender como nunca del diálogo como medio de expresión, ella busca constantemente la imagen, el silencio y las miradas cómplices para recrear una de las historias de amistad, amor y ternura más fascinantes y hermosas de los últimos tiempos.
Pesimismo controlado, contención, mesura y profundidad de sentimientos para contar una historia de personajes que muchas veces necesitan pocas palabras para transmitir lo que llevan dentro, que se bastan con las miradas, con un gesto, con una sonrisa desde lo lejos, algo a lo que ayuda una espléndida banda sonora –elemento que cobra protagonismo desde el inicio– y una cuidada fotografía; ambas logran ese equilibrio entre tradición y modernidad que está en el alma del mismo Tokio.
Resulta paradójico que en una película en la que se habla tan poco, todo tenga tanto que decir. Ese es el reto que se marca la directora: lograr que todos los objetos hablen, desde el más pequeño (el vaso de güisqui relleno de té) al más grande (el propio escenario de la ciudad). Sofía persigue la intensidad de ese significado en cada escena como si de ella dependiera el éxito de la historia. Con tan pocos recursos, la directora sólo tiene la salida de cargar cada elemento de sentido y construir dos personajes que son capaces de moverse sin artificios. Sofia logra ambas cosas con una naturalidad que convierte toda la película en una lección de cómo contar una historia con un par de personajes en un entorno “hostil”. No es que necesite pocos elementos, es que quita aquellos que no añaden nada a la historia para que pueda mantenerse ese tono particular.
El resultado es que Sofía Coppola ha dado grandes muestras de exquisitez y de sentido artístico. En un tiempo en el que el cine parece depender como nunca del diálogo como medio de expresión, ella busca constantemente la imagen, el silencio y las miradas cómplices para recrear una de las historias de amistad, amor y ternura más fascinantes y hermosas de los últimos tiempos.

7,7
13.498
9
11 de marzo de 2008
11 de marzo de 2008
10 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la rica filmografía del chino Zhang Yimou se percibe un inmenso talento para narrar historias sencillas de una manera casi literaria, tanto del pasado como del presente, como así lo demostró en la preciosa trilogía formada por Sorgo rojo, La linterna roja y Ju Dou, o la muy personal Ni uno menos. En todas ellas, Zhang Yimou traslada al espectador la sensación de que cada nueva película que aborda es consecuencia de su experiencia y de sus percepciones personales sobre el mundo. En su estilo se mezclan un progresivo dominio de la abstracción, de la concisión, de la síntesis narrativa. Parece poseer un talento especial para reflejar en su cine acciones fuera del tiempo, ajenas en muchas ocasiones al determinado momento histórico en el que fluye la narración por su singular naturaleza intemporal, y disfruta al hacernos cómplices de su visión de las cosas y de las circunstancias que dan vida a los personajes de sus obras.
En El camino a casa nuevamente percibimos la delicada y formal sencillez de plantearnos un historia de amor en la China de mediados del siglo XX, pero combinada con una intención paralela de penetrar en una nueva dimensión cinematográfica a través de la intensidad y preciosismo de sus imágenes, la sinceridad y limpieza de la mirada de sus protagonistas y la calidez de una narración extemporánea que rebosa verosimilitud. Todo un viaje al conocimiento del séptimo arte en un ejercicio conciso, brillante, colorista, majestuoso, en ocasiones de una sensibilidad visual embriagadora. Todo cuanto llega a los ojos y al corazón de este artista queda grabado en sus películas, su impulsiva forma de transmitir sus emociones y sus opiniones sobre el mundo desde cualquier ángulo y en cualquier época; pero al mismo tiempo toda experiencia, suya o ajena, es reconocida por Yimou como un ancestral recuerdo heredado y guardado en la zona oscura de la conciencia de donde emergen los olvidos.
En El camino a casa nuevamente percibimos la delicada y formal sencillez de plantearnos un historia de amor en la China de mediados del siglo XX, pero combinada con una intención paralela de penetrar en una nueva dimensión cinematográfica a través de la intensidad y preciosismo de sus imágenes, la sinceridad y limpieza de la mirada de sus protagonistas y la calidez de una narración extemporánea que rebosa verosimilitud. Todo un viaje al conocimiento del séptimo arte en un ejercicio conciso, brillante, colorista, majestuoso, en ocasiones de una sensibilidad visual embriagadora. Todo cuanto llega a los ojos y al corazón de este artista queda grabado en sus películas, su impulsiva forma de transmitir sus emociones y sus opiniones sobre el mundo desde cualquier ángulo y en cualquier época; pero al mismo tiempo toda experiencia, suya o ajena, es reconocida por Yimou como un ancestral recuerdo heredado y guardado en la zona oscura de la conciencia de donde emergen los olvidos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
El director nos brinda un relato de amor de absoluta pureza y generosidad con un nostálgico sentido autobiográfico: la historia de amor de sus propios padres. Una historia de tradición, pasión encubierta e inocencia, concebida al amparo de un tiempo de paz relativa en la China de los Cincuenta, dividida en dos momentos y dos estéticas diferentes: la muerte y funerales del padre tras cuarenta años de matrimonio con la protagonista de la película (en un lujoso y matizado blanco y negro) y el sentido recuerdo por parte de su único hijo de los inicios de su relación en preciosas imágenes coloristas; un hombre de éxito en la China del Tercer Milenio ahora ya demasiado alejado en el tiempo y en el seguimiento de las tradiciones de la cultura ancestral, como para entender los motivos de su anciana madre por cumplir a rajatabla las costumbres y ritos pasados, sutiles dictados de su todavía enamorado corazón y ritualizada mente.
Un relato elaborado con los ingredientes emocionales y técnicos ya conocidos en sus anteriores películas, como Ju Dou o La linterna roja, aunque en esta ocasión aporta una profundidad y una hermosura únicas, conmovedoras, repleta de instantes apasionados, de primeros planos limpios, de un entorno matizado por los miles de colores de la naturaleza en sus diferentes estaciones, ensalzados por una bellísima fotografía caleidoscópica, con una sublime y sugerente combinación de ocres en las copas de los árboles y los caminos, azules en los cielos de las diferentes horas del día, los suaves verdes estacionales y los intensos tonos cálidos de las prendas de vestir de los personajes; todo un mundo de sensaciones visuales que se funden en la retina del espectador para, una vez más, hacerle cómplice de su mundo interior.
Zhang Yimou traza y cruza tiempos históricos con pasmosa nitidez y soltura; trenza una deliciosa y cautivadora música con silencios de emociones, sentimientos y vivencias experimentadas en cualquier lugar y desde siempre; relata abiertamente la concisa trama de los cuentos sagrados mediante choques de gestos y roces de sucesos envueltos en aires de eterna vigencia, soplos de la percepción de lo inmortal que nos elevan a todos y que nos acerca a esas películas dirigidas por John Ford, Dreyer o Chaplin que rozan lo sublime sin demasiado esfuerzo ornamental, sin artificios histriónicos, sin falsas opulencias, como si bajo ellas estallase un volcán de transparencia, la avalancha de la inmensa sabiduría del artista total. Zhang Yimou es un digno heredero de todos ellos. Su cine ya resulta inmortal.
Un relato elaborado con los ingredientes emocionales y técnicos ya conocidos en sus anteriores películas, como Ju Dou o La linterna roja, aunque en esta ocasión aporta una profundidad y una hermosura únicas, conmovedoras, repleta de instantes apasionados, de primeros planos limpios, de un entorno matizado por los miles de colores de la naturaleza en sus diferentes estaciones, ensalzados por una bellísima fotografía caleidoscópica, con una sublime y sugerente combinación de ocres en las copas de los árboles y los caminos, azules en los cielos de las diferentes horas del día, los suaves verdes estacionales y los intensos tonos cálidos de las prendas de vestir de los personajes; todo un mundo de sensaciones visuales que se funden en la retina del espectador para, una vez más, hacerle cómplice de su mundo interior.
Zhang Yimou traza y cruza tiempos históricos con pasmosa nitidez y soltura; trenza una deliciosa y cautivadora música con silencios de emociones, sentimientos y vivencias experimentadas en cualquier lugar y desde siempre; relata abiertamente la concisa trama de los cuentos sagrados mediante choques de gestos y roces de sucesos envueltos en aires de eterna vigencia, soplos de la percepción de lo inmortal que nos elevan a todos y que nos acerca a esas películas dirigidas por John Ford, Dreyer o Chaplin que rozan lo sublime sin demasiado esfuerzo ornamental, sin artificios histriónicos, sin falsas opulencias, como si bajo ellas estallase un volcán de transparencia, la avalancha de la inmensa sabiduría del artista total. Zhang Yimou es un digno heredero de todos ellos. Su cine ya resulta inmortal.

8,1
138.957
10
5 de febrero de 2008
5 de febrero de 2008
10 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ridley Scott se empeñó en llevar a la gran pantalla Blade Runner inmediatamente después de leer la angustiosa obra de Dick, una de las novelas de anticipación más galardonadas del género que describe la perpetua lucha entre la necesidad de vivir y la obligación de morir, de ser libre, de tener voluntad propia, de amar y ser amados, cuando todo lo que rodea a los infelices transgresores lleva el olor de la muerte, del inflexible y calculado destino, de la esclavitud que impone una moralidad social tan cínica como asfixiante. Al director de Alien y Gladiator le cautivó su poder claustrofóbico, la plasmación de la angustia por el espacio vital de una sociedad decadente, la sutil narración de argumentos tan complejos y alarmantes para los ciudadanos de finales del siglo XX como la clonación de seres humanos, la ingeniería genética, la superpoblación, la utilización de hombres y mujeres artificiales con fines comerciales, esclavistas o militares, el control absoluto sobre ellos al fijar en sus genes su “retiro” obligatorio y la rebelión de algunos de ellos buscando su propia identidad y la prolongación de sus vidas
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Blade Runner invoca los géneros tradicionales de la ciencia ficción y el cine negro para narrar una extraordinaria fábula trágicamente romántica. Ridley Scott escenifica una ciudad de Los Ángeles absolutamente agónica, degradada y decadente en el año 2019: un lugar oscuro, de una tristeza crónica, casi lóbrego, gigantesco, asfixiante, hogar de los desheredados, de aquellos que no pueden viajar a otros planetas de promisión (o que prefieren aprovechar el caos reinante en el planeta Tierra para fines más lucrativos); un destino para hallar al magnífico ingeniero de cerebros, al creador de esos seres “físicos” pero sin alma que buscarán en él las respuestas a su precaria existencia, a su fatal y cruel destino. La ciudad californiana del sol se viste con un traje de noche perpetua, de tinieblas, de luces de neón y espectrales sombras, de miles de personas que atestan unas calles empapadas por una lluvia sempiterna; decorados fantásticos más propios del cómic sombrío que enmarcan una visión apocalíptica de un mañana deprimente suavizada por la sugerente, magnética y envolvente música compuesta por Vangelis, cautivadora protagonista de los momentos más delirantes de la película.
En la visión artística de Ridley Scott no caben diatribas emocionales ni concesiones comerciales. No, al menos, en esta película. Su ritmo narrativo es vibrante sin caer en efectismos, sus puestas en escena convincentes, cautivadoras, idealistas; espléndidos primeros planos, cortos, intensos, magnificando un gesto, una sensación, una sonrisa... y extraordinario el trabajo realizado con todos los actores en donde muchos de ellos, como Rutger Hauer, Sean Young o Daryl Hannah, firman las mejores interpretaciones de su carrera profesional.
El final es un canto a la vida, desaparecidas ya las esperanzas de una redención: Roy, el líder “replicante” del grupo de fugitivos, explica al Blade Runner la razón de su angustia existencial en el epílogo de su corta vida: cuestiones relativas a la conservación de recuerdos, de experiencias, a la acumulación de emociones y sentimientos personales que desaparecerán con la muerte planificada y controlada por ingenieros genéticos sin escrúpulos. Deckard observará su desaparición con asombro y complejidad, y comprenderá el punto de vista de la presa y el ansia por aferrarse a un último hálito vital.
En la visión artística de Ridley Scott no caben diatribas emocionales ni concesiones comerciales. No, al menos, en esta película. Su ritmo narrativo es vibrante sin caer en efectismos, sus puestas en escena convincentes, cautivadoras, idealistas; espléndidos primeros planos, cortos, intensos, magnificando un gesto, una sensación, una sonrisa... y extraordinario el trabajo realizado con todos los actores en donde muchos de ellos, como Rutger Hauer, Sean Young o Daryl Hannah, firman las mejores interpretaciones de su carrera profesional.
El final es un canto a la vida, desaparecidas ya las esperanzas de una redención: Roy, el líder “replicante” del grupo de fugitivos, explica al Blade Runner la razón de su angustia existencial en el epílogo de su corta vida: cuestiones relativas a la conservación de recuerdos, de experiencias, a la acumulación de emociones y sentimientos personales que desaparecerán con la muerte planificada y controlada por ingenieros genéticos sin escrúpulos. Deckard observará su desaparición con asombro y complejidad, y comprenderá el punto de vista de la presa y el ansia por aferrarse a un último hálito vital.

7,4
63.011
8
28 de enero de 2008
28 de enero de 2008
10 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los lunes al sol se llevó la concha de plata del Festival de San Sebastián 2002 al contar con el respaldo unánime del sesudo jurado encabezado por Wim Wenders. En muy raras ocasiones sucede algo así en los principales certámenes cinematográficos. Y es que León de Aranoa ha firmado un film inteligente, sensible, desolador, real como si el director hubiera arrancado un pedazo de existencia, quizás de las más duras, para ofrecernos todo un registro de experiencias personales, sin imposturas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Los lunes al sol es una película intimista, corrosiva en sus planteamientos, que habla de sensaciones humanas en momentos de agonía, de personas que ya no pueden entretenerse viendo la televisión sino con el contacto con aquellos que están en su misma situación, allá en donde siempre los han encontrado, en el bar del barrio, en la calle, en el mismo banco de la plaza, o en el ruinoso astillero al que dedicaron varios años de sus vidas, porque su situación es la de parados y su consuelo sólo puede pasar por una espontánea terapia de grupo y unos cuantos tragos de aguardiente.
Fernando León de Aranoa juega con la comedia y el drama y los mezcla en un cóctel en donde se juntan escenas magistrales de alto nivel humorístico —toda la escena de Santa (Javier Bardem) en su papel de niñera ocasional— con otras en donde el drama existencial y sentimental lleva a los personajes a tomar crueles decisiones desde su desesperanza más absoluta; desde su soledad, su miseria y su derrota. La armonía que consigue el director con esta tragicomedia es perfecta, hilvanando casi sin notarse la acción y los silencios, los diálogos y los en ocasiones desoladores primeros planos, desplazando conscientemente el hilo argumental hacia diferentes regiones emocionales mucho más impactantes, trasladando al espectador —casi sin sugerirlo explícitamente— los deseos, los sueños y las obsesiones de los personajes. Al director le resulta innecesario explicar o argumentar los sentimientos y las angustias de las esposas de algunos de estos parados irremediables —signifiquemos la excelente interpretación de Nieves de Medina, con esos ojos tristes, casi siempre a punto de llorar, su semblante desesperanzado, su ímpetu en tomar una decisión rota por el cariño y la pena, pero que tarde o temprano deberá tomar por su propia salud física y mental, aunque eso no lo veamos— ni tampoco necesita detallar los pensamientos del excelente actor Celso Bugallo cuando antes de la entrevista de trabajo comienza a excretar un sudor teñido de negro —nostálgico recuerdo al dramático final de Muerte en Venecia: la misma desesperación de los protagonistas, aunque por muy distintas causas. Fernando León no recurre en tan dramáticas circunstancias al facilón discurso reivindicativo: deja que las imágenes fluyan por la sala e impacten en el corazón del espectador como saetas mudas cargadas de sugerencias; en suma, trabaja con los gestos y miradas de los actores y los hace cómplices de su tesis, transmitiendo en su globalidad los infinitos claroscuros de la vida.
Fernando León de Aranoa juega con la comedia y el drama y los mezcla en un cóctel en donde se juntan escenas magistrales de alto nivel humorístico —toda la escena de Santa (Javier Bardem) en su papel de niñera ocasional— con otras en donde el drama existencial y sentimental lleva a los personajes a tomar crueles decisiones desde su desesperanza más absoluta; desde su soledad, su miseria y su derrota. La armonía que consigue el director con esta tragicomedia es perfecta, hilvanando casi sin notarse la acción y los silencios, los diálogos y los en ocasiones desoladores primeros planos, desplazando conscientemente el hilo argumental hacia diferentes regiones emocionales mucho más impactantes, trasladando al espectador —casi sin sugerirlo explícitamente— los deseos, los sueños y las obsesiones de los personajes. Al director le resulta innecesario explicar o argumentar los sentimientos y las angustias de las esposas de algunos de estos parados irremediables —signifiquemos la excelente interpretación de Nieves de Medina, con esos ojos tristes, casi siempre a punto de llorar, su semblante desesperanzado, su ímpetu en tomar una decisión rota por el cariño y la pena, pero que tarde o temprano deberá tomar por su propia salud física y mental, aunque eso no lo veamos— ni tampoco necesita detallar los pensamientos del excelente actor Celso Bugallo cuando antes de la entrevista de trabajo comienza a excretar un sudor teñido de negro —nostálgico recuerdo al dramático final de Muerte en Venecia: la misma desesperación de los protagonistas, aunque por muy distintas causas. Fernando León no recurre en tan dramáticas circunstancias al facilón discurso reivindicativo: deja que las imágenes fluyan por la sala e impacten en el corazón del espectador como saetas mudas cargadas de sugerencias; en suma, trabaja con los gestos y miradas de los actores y los hace cómplices de su tesis, transmitiendo en su globalidad los infinitos claroscuros de la vida.
Más sobre Baxter
Cancelar
Limpiar
Aplicar
Filters & Sorts
You can change filter options and sorts from here