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Críticas ordenadas por utilidad
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6,4
23.518
7
8 de octubre de 2020
8 de octubre de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
‘Entonces me convencí (…), de que solo posee poder aquel que se inclina para recogerlo’ decía Dostoyevski en su obra Crimen y castigo (1866), de la que Irrational Man hace su adaptación libre y su protagonista, Abe Lucas (Joaquin Phoenix), alcohólico y depresivo catedrático de Filosofía, decide inclinarse para recoger el poder: un poder para cambiar el mundo, su mundo. Woody Allen vuelve a escoger sus temas favoritos para expresarlos en un tono de angustia permanente, de desesperación y de impotencia, catalizado por su irracionalmente razonable protagonista y sus circunstancias con el amor y la existencia, ideas de las que rara vez Allen se desprende. Mientras Abe imparte clases, extraviado respecto a la sociedad y su ‘yo’, dos mujeres aparecen como antídoto para su dolor; una, compañera profesora, un alma libre y pasional harta de la cotidianidad, otra, alumna, llena de consuelo y esperanza, entusiasmada por aprender sobre la vida. El amor y la tragedia existencialista se entremezclan en una de las películas más serenas de Allen, que abandona el humor y la sátira para encarcelarse entre los fríos barrotes de amargura forjados por Fiódor Dostoyevski.
Woody Allen vuelve a plasmar sus tormentos en la pantalla tratándolos con una visión lúgubre y pesimista, alejándose del ácido humor presente en su filmografía para utilizar pequeñas dosis que se cuentan en segundos de comedia negra que tan bien casa con la estética y tono de la película, así como con la pieza angular de esta: Abe, el Rodión personal del director. La fascinación por Dostoyevski no es algo novedoso, ya que ya llevó la misma obra del ruso varias veces a los cines con una de sus mejores películas: Delitos y faltas (1989), mostrando la beligerante lucha entre el bien y el mal, entre lo moral y lo inmoral, separados por una delgada línea de filosofía trazada por de Beauvoir, Kierkegaard o Sartre por la que Allen, Abe y Rodión caminan tambaleantes. Allen pone énfasis en esto desde el minuto uno de la película, con el solitario Abe en el coche, güisqui en mano, recitando para sí a Kant, filósofo que consideraba a los anteriormente citados como asistemáticos por su oposición a los principios racionales universalmente válidos. A pesar de que toda la película está enfocada hacia la corriente de pensamiento, el director sabe desprenderse de ella cuando quiere para darnos una historia más cercana, más íntima, brindada por unos personajes femeninos opuestos, complejos en su elaboración, solo como Allen sabe hacerlo para adentrarse en el vesánico amor a tres bandas de su triángulo de pasión animal.
La forma para presentarnos al personaje de Phoenix guarda todos los paralelismos con el cliché de artista frustrado: carismático, inteligente, hábil con las mujeres y la pluma, describiendo a la perfección el bloqueo artístico que tanto Allen como sus compañeros de profesión habrán experimentado o experimentarán, siendo acosados por esa necesidad de cambiar el mundo a través de su arte, fallidos, impotentes, y arrastrados por la necesidad de realizar algo. A través del bloqueo de Abe, Allen describe los tres pasos de Kierkegaard; el individualismo moral, la constante construcción personal mostrada a través de las anécdotas del protagonista, su concienciación con la humanidad. Al no ser retribuida como se pensaba, se da paso a la segunda etapa, la idea permanente de angustia con la que se comienza el filme y se extiende hasta el segundo arco, representada a través de la exasperación, pesimismo y tendencias autodestructivas de Abe frente a la sociedad, presentando un continuo rechazo a la vida y las personas, ejemplificado con las primeras tomas de contacto entre él y Rita (Parker Posey) y Jill (Emma Stone). Superado esto, la última etapa, el subjetivismo moral, es lo que renace al personaje de Phoenix ayudando a que lo inmoral, finalmente, triunfe sobre lo moral, desprendiéndose de todo razonamiento lógico para tomarse la ética por su mano, bajo sus normas sobre la vida y la muerte, sobre lo que está bien y lo que está mal, regalándose a sí mismo la posibilidad de conseguir lo que su existencia demandaba: cambiar el mundo, realizando el crimen perfecto. Con estas tres pautas dadas por el filósofo danés, Woody Allen construye una historia de evolución artística que otro danés perfeccionaría tres años más tarde: Lars von Trier con La casa de Jack.
Los personajes femeninos cultivan la pasión en Abe, dándonos un singular romance a tres bandas que brilla por el ingenio clásico del director judío; mientras Rita tiende las herramientas a Abe, Jill le enseña cómo usarlas. La sublime compenetración entre ambos caracteres y sus relaciones con el protagonista terminan por cincelar la construcción de Abe y su abandono de la razón para dejarse llevar por la locura, por el crimen de pretensiones poéticas y redentoras que matan el humanismo y por las que recibe su poético castigo. El sentido de la vida es el que nosotros mismos queremos darla, y eso es algo que Allen nos enseña con su personalidad agorera y falta de esperanza por la crueldad extendida como una sombra sobre la humanidad, preguntándose si nuestra salvación es el crimen que ejecuta Abe o el castigo que consuma tras dar la espalda al género humano.
Probablemente la película más alejada del estilo del cineasta de Brooklyn, pero no por ello menos lograda, ofreciendo una atmósfera de tensión sin precedentes, incómoda, propia del thriller, en la que nos emborrachamos con el güisqui añejo de Malta de desesperanza y derrotismo, de liberación de las paredes del entendimiento y abrazo de la absurda paradoja existencialista que tanto preocupa a este brillante y pesimista cineasta. (7.5).
Woody Allen vuelve a plasmar sus tormentos en la pantalla tratándolos con una visión lúgubre y pesimista, alejándose del ácido humor presente en su filmografía para utilizar pequeñas dosis que se cuentan en segundos de comedia negra que tan bien casa con la estética y tono de la película, así como con la pieza angular de esta: Abe, el Rodión personal del director. La fascinación por Dostoyevski no es algo novedoso, ya que ya llevó la misma obra del ruso varias veces a los cines con una de sus mejores películas: Delitos y faltas (1989), mostrando la beligerante lucha entre el bien y el mal, entre lo moral y lo inmoral, separados por una delgada línea de filosofía trazada por de Beauvoir, Kierkegaard o Sartre por la que Allen, Abe y Rodión caminan tambaleantes. Allen pone énfasis en esto desde el minuto uno de la película, con el solitario Abe en el coche, güisqui en mano, recitando para sí a Kant, filósofo que consideraba a los anteriormente citados como asistemáticos por su oposición a los principios racionales universalmente válidos. A pesar de que toda la película está enfocada hacia la corriente de pensamiento, el director sabe desprenderse de ella cuando quiere para darnos una historia más cercana, más íntima, brindada por unos personajes femeninos opuestos, complejos en su elaboración, solo como Allen sabe hacerlo para adentrarse en el vesánico amor a tres bandas de su triángulo de pasión animal.
La forma para presentarnos al personaje de Phoenix guarda todos los paralelismos con el cliché de artista frustrado: carismático, inteligente, hábil con las mujeres y la pluma, describiendo a la perfección el bloqueo artístico que tanto Allen como sus compañeros de profesión habrán experimentado o experimentarán, siendo acosados por esa necesidad de cambiar el mundo a través de su arte, fallidos, impotentes, y arrastrados por la necesidad de realizar algo. A través del bloqueo de Abe, Allen describe los tres pasos de Kierkegaard; el individualismo moral, la constante construcción personal mostrada a través de las anécdotas del protagonista, su concienciación con la humanidad. Al no ser retribuida como se pensaba, se da paso a la segunda etapa, la idea permanente de angustia con la que se comienza el filme y se extiende hasta el segundo arco, representada a través de la exasperación, pesimismo y tendencias autodestructivas de Abe frente a la sociedad, presentando un continuo rechazo a la vida y las personas, ejemplificado con las primeras tomas de contacto entre él y Rita (Parker Posey) y Jill (Emma Stone). Superado esto, la última etapa, el subjetivismo moral, es lo que renace al personaje de Phoenix ayudando a que lo inmoral, finalmente, triunfe sobre lo moral, desprendiéndose de todo razonamiento lógico para tomarse la ética por su mano, bajo sus normas sobre la vida y la muerte, sobre lo que está bien y lo que está mal, regalándose a sí mismo la posibilidad de conseguir lo que su existencia demandaba: cambiar el mundo, realizando el crimen perfecto. Con estas tres pautas dadas por el filósofo danés, Woody Allen construye una historia de evolución artística que otro danés perfeccionaría tres años más tarde: Lars von Trier con La casa de Jack.
Los personajes femeninos cultivan la pasión en Abe, dándonos un singular romance a tres bandas que brilla por el ingenio clásico del director judío; mientras Rita tiende las herramientas a Abe, Jill le enseña cómo usarlas. La sublime compenetración entre ambos caracteres y sus relaciones con el protagonista terminan por cincelar la construcción de Abe y su abandono de la razón para dejarse llevar por la locura, por el crimen de pretensiones poéticas y redentoras que matan el humanismo y por las que recibe su poético castigo. El sentido de la vida es el que nosotros mismos queremos darla, y eso es algo que Allen nos enseña con su personalidad agorera y falta de esperanza por la crueldad extendida como una sombra sobre la humanidad, preguntándose si nuestra salvación es el crimen que ejecuta Abe o el castigo que consuma tras dar la espalda al género humano.
Probablemente la película más alejada del estilo del cineasta de Brooklyn, pero no por ello menos lograda, ofreciendo una atmósfera de tensión sin precedentes, incómoda, propia del thriller, en la que nos emborrachamos con el güisqui añejo de Malta de desesperanza y derrotismo, de liberación de las paredes del entendimiento y abrazo de la absurda paradoja existencialista que tanto preocupa a este brillante y pesimista cineasta. (7.5).

6,4
24.677
7
6 de octubre de 2020
6 de octubre de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
‘Y no estar loco’ decía Antonio Machín, porque es de amores compartidos de los que nos quiere ensimismar Woody Allen en esta triste tragicomedia ambientada en la sociedad hollywoodiense de los años treinta, durante la edad de oro del cine americano. El conflicto entre lo que soñamos y lo que vivimos, de dudas, posibilidades y sueños, de hablar a esa persona que ves por la calle y que, por algún motivo, has sentido una conexión especial. De pensar qué hubiera pasado y de por qué no pasó. De la quimera lúcida de la felicidad que podría haber sido, o que no. Sin duda, Allen es experto en tratar un fantasioso mundo de finales felices que absorbe al espectador apelando a lo común de los sentimientos que representa, con la gran gama de sabores que compone la vida, una vida que no es más que una comedia escrita por un cómico sádico. Café Society nos narra la vida de ese joven que, lleno de sueños, busca hueco y futuro en una sociedad glamurosa de pomposidad, brillante en falsedad, a la que siempre se aspira. Como no cabe de otra manera, los sueños de un mancebo Allen se escenifican en ese joven, en Bobby (Jesse Eisenberg), que para accidentalmente en la pasión del director: el cine. Pero en su dosis de realidad, los designios del destino lo postran ante la poderosa diosa Afrodita, ante el loco amor que siembra la manzana de la discordia, y que se esparce entre sus personajes en un embrollo de amorío que, como el más puro sentimiento humano, es absolutamente irracional.
Nadie mejor para tratar esta época del cine que un veterano director, judío, al que la industria ha amamantado durante más de medio siglo desde su ópera prima ¿Qué tal, Pussycat? (¿Qué tal, gatita?) en 1965, y de la que tan bien conoce sus excesos y virtudes. Allen pinta una sociedad indulgente, hipócrita y falsa con colores bonitos y vivaces, tal y como Hollywood nos quiere que los veamos. Pero, lejos de la realidad y del sueño inoculado por la impecable industria norteamericana, el director consigue que nos sintamos a gusto en el engaño, entre sonrisas falsas y tratos de favores, descubriéndonos una atmósfera dulcemente incómoda en la que tomamos asiento y, como ellos, sonreímos. Pero, como he dicho, Allen no se queda a medias tintas. Cuando nos sumerge en indecente glamur y venenoso champán, él nos enseña rostros amables, sonrisas cercanas y francas, sentimientos primordiales que tanto ellos como nosotros, que estamos alejados de esa realidad anestesiada de sueños, tenemos en común. Estos matices los atrapa en los personajes de Eisenberg, de Phil (Steve Carrell) e incluso de Vonnie (Kristen Stewart), donde, gracias a la larga partida que juegan apostándose el amor, podemos observar la fantasía que todos soñamos despiertos.
Como experto en relaciones, Allen teje el hilo rojo del destino, haciendo líneas nítidas y difusas que enredan a sus personajes en un complot de ensoñación hollywoodiense que contagia de vitalidad e invita irrevocablemente a idealizar el futuro desde el presente a través de la pasión de sus delicados personajes, que son atrapados en la red roja hilada por Allen, y que de ellos y sus decisiones dependerá el salir o no. El director de Brooklyn divide su película en dos grandes arcos, comenzando con la aspiración y sueño de Bobby, de Allen, y de todos nosotros, preparando el pasto para que la manzana de Eris crezca, convirtiéndose en el árbol de Judas (Cercis siliquastrum) y que se ramifica en lo que arrastra el amor; conflictos no resueltos, duelos no hechos y secretos no dichos, tres conceptos que perturban la idealización amorosa entre las relaciones de Bobby y Vonnie, Vonnie y Phil, Phil y Karen (Sheryl Lee) y Bobby y Veronica (Blake Lively).
En el compendio del sádico cómico Allen, como se autoproclama a través de una de las líneas de Bobby, no puede faltar la sátira social más rimbombante, en esta ocasión, mezclando una subtrama de gánsteres sugerida por el hermano de Bobby, Ben (Corey Stoll) que evoca todos los estereotipos de un género tan aclamado en la edad de oro de Hollywood desde Scarface, el terror del Hampa (Howard Hawks, 1932). Mezclando todos los estereotipos del género en la misma línea temporal de los personajes, Allen consigue perturbar los sueños vívidos de su protagonista con una realidad tan emparejada a esa falsa maquinaria de ilusiones y finales felices de la gran industria americana, desvelando sus conexiones con el mundo criminal, con los suburbios (de ahí que todo el segundo arco tenga tantas semejanzas con la obra de Michael Curtiz, Casablanca, replicando el personaje de Humphrey Bogart con la fastuosa evolución de Bobby) y, también, con la inmigración polaca en Estados Unidos entre los siglos XIX y XX con ese secundario que evoca irremediablemente, en el porche de su casa bebiendo cerveza, al popular personaje de Clint Eastwood en Gran Torino (Clint Eastwood, 2009): Walt Kowalski.
Por otro lado, Allen, como buen (o mal) judío, pone en manifiesto su condición religiosa a través de su protagonista y su familia, criticando sus normas y reglas sin pudor y, por supuesto, poniendo en entredicho tanto a Dios como a la religión cristiana enlazándolo con la condición facinerosa de su secundario Ben, con unos diálogos tan brillantes como cortantes que tratan la religión como un negocio, con unos clientes que se mueven por intereses egoístas y personales como la capacidad de poder reencarnarse o la posibilidad de trascender al Paraíso en forma de alma, ignorando el verdadero móvil de un creyente a pertenecer de manera pura a una religión. Una vez más, mediante estos, a priori, insustanciales diálogos, un neurótico Allen vuelve a mostrar sus crisis existenciales en torno a la Muerte, a qué es lo que nos depara una vez dejemos este mundo.
Nadie mejor para tratar esta época del cine que un veterano director, judío, al que la industria ha amamantado durante más de medio siglo desde su ópera prima ¿Qué tal, Pussycat? (¿Qué tal, gatita?) en 1965, y de la que tan bien conoce sus excesos y virtudes. Allen pinta una sociedad indulgente, hipócrita y falsa con colores bonitos y vivaces, tal y como Hollywood nos quiere que los veamos. Pero, lejos de la realidad y del sueño inoculado por la impecable industria norteamericana, el director consigue que nos sintamos a gusto en el engaño, entre sonrisas falsas y tratos de favores, descubriéndonos una atmósfera dulcemente incómoda en la que tomamos asiento y, como ellos, sonreímos. Pero, como he dicho, Allen no se queda a medias tintas. Cuando nos sumerge en indecente glamur y venenoso champán, él nos enseña rostros amables, sonrisas cercanas y francas, sentimientos primordiales que tanto ellos como nosotros, que estamos alejados de esa realidad anestesiada de sueños, tenemos en común. Estos matices los atrapa en los personajes de Eisenberg, de Phil (Steve Carrell) e incluso de Vonnie (Kristen Stewart), donde, gracias a la larga partida que juegan apostándose el amor, podemos observar la fantasía que todos soñamos despiertos.
Como experto en relaciones, Allen teje el hilo rojo del destino, haciendo líneas nítidas y difusas que enredan a sus personajes en un complot de ensoñación hollywoodiense que contagia de vitalidad e invita irrevocablemente a idealizar el futuro desde el presente a través de la pasión de sus delicados personajes, que son atrapados en la red roja hilada por Allen, y que de ellos y sus decisiones dependerá el salir o no. El director de Brooklyn divide su película en dos grandes arcos, comenzando con la aspiración y sueño de Bobby, de Allen, y de todos nosotros, preparando el pasto para que la manzana de Eris crezca, convirtiéndose en el árbol de Judas (Cercis siliquastrum) y que se ramifica en lo que arrastra el amor; conflictos no resueltos, duelos no hechos y secretos no dichos, tres conceptos que perturban la idealización amorosa entre las relaciones de Bobby y Vonnie, Vonnie y Phil, Phil y Karen (Sheryl Lee) y Bobby y Veronica (Blake Lively).
En el compendio del sádico cómico Allen, como se autoproclama a través de una de las líneas de Bobby, no puede faltar la sátira social más rimbombante, en esta ocasión, mezclando una subtrama de gánsteres sugerida por el hermano de Bobby, Ben (Corey Stoll) que evoca todos los estereotipos de un género tan aclamado en la edad de oro de Hollywood desde Scarface, el terror del Hampa (Howard Hawks, 1932). Mezclando todos los estereotipos del género en la misma línea temporal de los personajes, Allen consigue perturbar los sueños vívidos de su protagonista con una realidad tan emparejada a esa falsa maquinaria de ilusiones y finales felices de la gran industria americana, desvelando sus conexiones con el mundo criminal, con los suburbios (de ahí que todo el segundo arco tenga tantas semejanzas con la obra de Michael Curtiz, Casablanca, replicando el personaje de Humphrey Bogart con la fastuosa evolución de Bobby) y, también, con la inmigración polaca en Estados Unidos entre los siglos XIX y XX con ese secundario que evoca irremediablemente, en el porche de su casa bebiendo cerveza, al popular personaje de Clint Eastwood en Gran Torino (Clint Eastwood, 2009): Walt Kowalski.
Por otro lado, Allen, como buen (o mal) judío, pone en manifiesto su condición religiosa a través de su protagonista y su familia, criticando sus normas y reglas sin pudor y, por supuesto, poniendo en entredicho tanto a Dios como a la religión cristiana enlazándolo con la condición facinerosa de su secundario Ben, con unos diálogos tan brillantes como cortantes que tratan la religión como un negocio, con unos clientes que se mueven por intereses egoístas y personales como la capacidad de poder reencarnarse o la posibilidad de trascender al Paraíso en forma de alma, ignorando el verdadero móvil de un creyente a pertenecer de manera pura a una religión. Una vez más, mediante estos, a priori, insustanciales diálogos, un neurótico Allen vuelve a mostrar sus crisis existenciales en torno a la Muerte, a qué es lo que nos depara una vez dejemos este mundo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La fotografía de Storaro, plagada de esa mezcla de colores apagados y cálidos, consigue trasladarnos a la pomposa atmósfera en la que se mueve Bobby; primero sorprendiéndonos por ese cambio del medio rural (donde la paleta de colores es más apagada que se contrasta con una oscura iluminación) en el que se encuentra Bobby con su familia para trasladarnos a esa decoración casi artificial llena de lujos como es la sociedad cinematográfica, con deslumbrantes y vivaces blancos, naranjas y rojos que sorprenden pero que, al igual que Bobby, conseguimos acostumbrarnos a ese caliente abrigo de fariseísmo y suntuosidad. El aspecto más sobresaliente es la excelente dirección de actores de la que se vale Allen para sacar el máximo partido a esa idealización del amor entre Eisenberg y, en particular, de una Kristen Stewart que se reafirma como una talentosa actriz sabiendo mecerse en la red amorosa tejida por su director.
En términos generales, Café Society es una cinta que consigue involucrarnos con la condición de sus personajes, con sus ilusiones y sueños, en un mundo edulcorado por la magia de los insalubres focos sin perder ni un ápice de humanidad que nos convida a base de las carantoñas de la gran industria, pero sin engañarnos, mostrándose auténtica y valerosa. Otra gran obra de un gran director que ama el amor y ama el cine. (7.5).
En términos generales, Café Society es una cinta que consigue involucrarnos con la condición de sus personajes, con sus ilusiones y sueños, en un mundo edulcorado por la magia de los insalubres focos sin perder ni un ápice de humanidad que nos convida a base de las carantoñas de la gran industria, pero sin engañarnos, mostrándose auténtica y valerosa. Otra gran obra de un gran director que ama el amor y ama el cine. (7.5).
3 de octubre de 2020
3 de octubre de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Peyton Reed hace una exhibición del vuelo nupcial de las hormigas con Ant-Man y la Avispa, sacando del hormiguero a su reina, su hormiga más importante, Scott Lang (Paul Rudd), para combatir una amenaza a dos bandas cuyo epicentro es esa efímera danza aérea entre las hormigas, sostenida por un gran elenco de secundarios. La secuela de Ant-Man (Peyton Reed, 2015) se sitúa entre los hechos de Capitán América: Civil War (hermanos Russo, 2016) y Vengadores: Infinity War (hermanos Russo, 2018), centrándose en la historia independiente del eminente doctor Henry Pym (Michael Douglas) y su laboriosa investigación cuántica y molecular para hacer que su reina, Avispa (Michelle Pfeiffer), vuelva a la colonia. Una película de superhéroes que sigue las pautas pseudocientíficas de su predecesora, diferenciándola del resto de películas del Universo Cinematográfico de Marvel, donde la divertida dirección de Reed hace de este un ameno argumento donde el carisma de Rudd, la profesionalidad de Douglas hijo y el estilo caricaturesco de Reed hacen un fantástico preludio, funcionando de manera casi independiente dentro del universo, a las secuelas posteriores.
La filmografía de Reed está plagada de comedias románticas, factor a tener en cuenta aunque se haya despegado drásticamente de esas producciones desde su inclusión en Marvel. Desde Viviendo con mi ex (2006) hasta Abajo el amor (2003), el director de Carolina del Norte muestra un apego cómico, derivado de la serie B, que coloca con suma naturalidad y simpatía en las relaciones de personajes que, a priori, nada tienen que ver con este género. Esto, en parte, se debe al encanto que desprende su actor principal, Paul Rudd, en torno al cual construye todas las relaciones interpersonales entre sus personajes, desde Scott y Hope Pym (Evangeline Lilly) y Henry y Avispa, relaciones que ya llevaba cociendo desde la obra original y que depura y concluye antes de la gran catarsis, antes de los hechos de Vengadores: Infinity War. A pesar de la ausencia de épica a la que nos acostumbra Marvel, el dicharachero guion de Andrew Barrer, Chris McKenna, Erik Sommers Gabriel Ferrari y el mismo Paul Rudd sobre ciencia y física consigue enganchar sin antojarse demasiado enrevesado gracias a unos diálogos directos, en ocasiones elocuentes, del que se desprenden las feromonas del amor que mueven a sus personajes como si fueran instintos. Esto tiene un peaje; la ausencia de acción frenética propia de superhéroes más allá de fantasiosas carreras de coches o secuencias de pelea a lo Jason Statham y, sobretodo, que el antagonista tenga tanta una carencia de interés y personalidad tan elevadas que se delimite a un segundo plano, a un plano insignificante cuya función es reforzar el amor entre sus personajes principales. Y es una pena porque si debo destacar a alguien del reparto, es precisamente a Hannah John-Kamen interpretando la antagonista con un compromiso y expresión plausibles.
El norcarolino sabe hacer una síntesis de géneros, desde esas reminiscencias a la serie B que no duda honrar con apariciones explícitas, como esa esas escenas donde se pueden ver clásicos proyectados como La invasión de los ultracuerpos (Philip Kaufman, 1978) o Them! (Gordon Douglas, 1954), que mezcla el componente de aventura hacia lo desconocido, la acción propia del género principal al que pertenece, aunque se evoque casi ausente y desfasada, el humor más absurdo del slapstick (representado por Luis, personaje animado por Michael Peña) que se alterna con una comicidad más aguda en los diálogos, propensos a crear el ambiente íntimo entre sus personajes para que se desarrolle el romance. El argumento está basado en una trama principal, la de Scott, Henry y Hope, que hilan las otras dos subtramas que convergen en el mismo tiempo fílmico y que Reed cocina hasta la gran catarsis del desenlace, la cual está lejos de ser tan excitante como se leía en la receta. Por un lado, la de Sonny Burch (Walton Goggins) y, por otro, la de Fantasma (Hannah John-Kamen), son tan superficiales que únicamente se limitan a ser complementos obligatorios para situar la amenaza, el peligro y, por ende, la acción, en las fantasías científicas de nuestros protagonistas. Ni si quiera funcionan como condicionantes del ritmo, creando una lectura plana y predecible del relato de la que ni si quiera un personaje tan interesante como el doctor Foster, aparición estelar del mítico Laurence Fishburne, consigue dar el necesario empujón al drama, pudiéndose haber explotado con creces la rivalidad entre Foster y Pym en pos de una tensión argumental que Ant-Man y la Avispa necesitaba.
Como cabe de esperar, los efectos especiales son muy bonitos y están muy conseguidos, incluso sabiendo mantener esa esencia serie B que respira Reed, sobretodo en el diseño de las hormigas. Esto no choca visualmente con el espacio cuántico que tanto se explota, y que no dudan en mostrarnos, pero estando muy lejos de poder apoyar estrictamente al argumento. En numerosas secuencias se subraya en demasía los aspectos pseudocientíficos que dan justificación a los hechos y al móvil de sus personajes, como las conversaciones entre Henry y Hope o las apariciones de Foster, pero, una vez llegados a esa fantasía molecular, se olvidan de darnos las posibilidades y reglas lógicas de algo tan importante en el argumento, ofreciendo un desenlace extremadamente meloso y un deus ex machina radicado en el personaje de Pfeiffer de dudosa conveniencia.
La filmografía de Reed está plagada de comedias románticas, factor a tener en cuenta aunque se haya despegado drásticamente de esas producciones desde su inclusión en Marvel. Desde Viviendo con mi ex (2006) hasta Abajo el amor (2003), el director de Carolina del Norte muestra un apego cómico, derivado de la serie B, que coloca con suma naturalidad y simpatía en las relaciones de personajes que, a priori, nada tienen que ver con este género. Esto, en parte, se debe al encanto que desprende su actor principal, Paul Rudd, en torno al cual construye todas las relaciones interpersonales entre sus personajes, desde Scott y Hope Pym (Evangeline Lilly) y Henry y Avispa, relaciones que ya llevaba cociendo desde la obra original y que depura y concluye antes de la gran catarsis, antes de los hechos de Vengadores: Infinity War. A pesar de la ausencia de épica a la que nos acostumbra Marvel, el dicharachero guion de Andrew Barrer, Chris McKenna, Erik Sommers Gabriel Ferrari y el mismo Paul Rudd sobre ciencia y física consigue enganchar sin antojarse demasiado enrevesado gracias a unos diálogos directos, en ocasiones elocuentes, del que se desprenden las feromonas del amor que mueven a sus personajes como si fueran instintos. Esto tiene un peaje; la ausencia de acción frenética propia de superhéroes más allá de fantasiosas carreras de coches o secuencias de pelea a lo Jason Statham y, sobretodo, que el antagonista tenga tanta una carencia de interés y personalidad tan elevadas que se delimite a un segundo plano, a un plano insignificante cuya función es reforzar el amor entre sus personajes principales. Y es una pena porque si debo destacar a alguien del reparto, es precisamente a Hannah John-Kamen interpretando la antagonista con un compromiso y expresión plausibles.
El norcarolino sabe hacer una síntesis de géneros, desde esas reminiscencias a la serie B que no duda honrar con apariciones explícitas, como esa esas escenas donde se pueden ver clásicos proyectados como La invasión de los ultracuerpos (Philip Kaufman, 1978) o Them! (Gordon Douglas, 1954), que mezcla el componente de aventura hacia lo desconocido, la acción propia del género principal al que pertenece, aunque se evoque casi ausente y desfasada, el humor más absurdo del slapstick (representado por Luis, personaje animado por Michael Peña) que se alterna con una comicidad más aguda en los diálogos, propensos a crear el ambiente íntimo entre sus personajes para que se desarrolle el romance. El argumento está basado en una trama principal, la de Scott, Henry y Hope, que hilan las otras dos subtramas que convergen en el mismo tiempo fílmico y que Reed cocina hasta la gran catarsis del desenlace, la cual está lejos de ser tan excitante como se leía en la receta. Por un lado, la de Sonny Burch (Walton Goggins) y, por otro, la de Fantasma (Hannah John-Kamen), son tan superficiales que únicamente se limitan a ser complementos obligatorios para situar la amenaza, el peligro y, por ende, la acción, en las fantasías científicas de nuestros protagonistas. Ni si quiera funcionan como condicionantes del ritmo, creando una lectura plana y predecible del relato de la que ni si quiera un personaje tan interesante como el doctor Foster, aparición estelar del mítico Laurence Fishburne, consigue dar el necesario empujón al drama, pudiéndose haber explotado con creces la rivalidad entre Foster y Pym en pos de una tensión argumental que Ant-Man y la Avispa necesitaba.
Como cabe de esperar, los efectos especiales son muy bonitos y están muy conseguidos, incluso sabiendo mantener esa esencia serie B que respira Reed, sobretodo en el diseño de las hormigas. Esto no choca visualmente con el espacio cuántico que tanto se explota, y que no dudan en mostrarnos, pero estando muy lejos de poder apoyar estrictamente al argumento. En numerosas secuencias se subraya en demasía los aspectos pseudocientíficos que dan justificación a los hechos y al móvil de sus personajes, como las conversaciones entre Henry y Hope o las apariciones de Foster, pero, una vez llegados a esa fantasía molecular, se olvidan de darnos las posibilidades y reglas lógicas de algo tan importante en el argumento, ofreciendo un desenlace extremadamente meloso y un deus ex machina radicado en el personaje de Pfeiffer de dudosa conveniencia.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Con todo, es una experiencia divertida que se trata de distanciar tímidamente de sus compañeras de Marvel pero que se acaba estancando en sus errores más flagrantes. Aun así y estando muy lejos de Ant-Man, Ant-Man y la Avispa me sigue ofreciendo, en menor medida, lo que vengo a buscar a una película del estudio estadounidense, con romances atractivos y mucho humor sello de la compañía, expresado en mayor medida por un Michael Douglas con más protagonismo y presencia al que ayuda tanto los personajes en su noble cometido como los actores en su interpretación del doctor Pym. Un ant-ológico gal-ant-eo alejado del ant-ojo de heroísmo al que Marvel nos tiene aconson-ant-ados desde 2008.
7
27 de septiembre de 2020
27 de septiembre de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
La figura materna es indispensable en la vida de toda persona, algo que Henry Hathaway utiliza para hacer un wéstern familiar de caciquismo, familia y, sobretodo, de cómo una madre es capaz de mover los cimientos de la tierra por el bienestar de sus hijos. Esta es la historia de John (John Wayne), Tom (Dean Martin), Matt (Earl Holliman) y Bud (Michael Anderson Jr.), Los cuatro hijos de Katie Elder que, tras su muerte, darán inicio a una investigación para saber qué pasó con los terrenos que por ley pertenecían a la difunta y, por herencia, a ellos. Con aspiraciones al wéstern crepuscular, Hathaway no se deja embaucar por la nueva ola cinematográfica en el género traída por Eastwood, Leone o Peckinpah, dándonos un wéstern básico, clásico y conciso donde la justicia y la maternidad son el plato que cocina un limitado director con miedo de ir a la aventura. El apego que me ha demostrado Hathaway en sus wésterns por desarrollar toda la acción en coloridos e idílicos pueblos como Alaska, tierra de oro (1960) es una limitación contraproducente ya que, cuando se atreve a salir de ellos, olvidándose del ritmo pausado de los clásicos, es capaz de brindar auténticas obras como Valor de ley (1969).
El director de Sacramento realizó gran número de películas, mostrando un espectro polivalente sin sellos de autoría y caracterizadas por argumentos y personajes simples de fácil asimilación entre el público general donde el género que más explotó fue el wéstern. Gracias a sus dotes de realizador incansable sumado a la cuidada y pulcra estética que adquieren sus filmes, Hathaway adquirió cierto renombre en Hollywood, aunque siempre a la sombra de grandes autores como Fritz Lang, Howard Hawks o John Ford. Pero no por ello se debe tener en menor estima al sacramentés, ya que en cuestiones narrativas es capaz de plantar cara a los tres citados, sabiendo en todo momento cuándo introducir la tensión, proporcionándonos imágenes de increíble belleza simultáneamente, como es el entierro de Katie. En él nos permite observar la figura del hijo mayor, John, desde la lejanía, situada en un risco, con un gran plano general donde la naturaleza empequeñece la gran silueta de Wayne (haciéndolo pequeño ante lo natural, la muerte, la pérdida de su madre), mostrándolo distante por la gran tirada (y liberándolo de la hipocresía de sus hermanos, ya que ninguno tenía relación con Katie), y permitiéndonos ver un dibujo psicológico del personaje de Wayne; precavido (ya que permanece alejado de la muchedumbre para evitar problemas) e imponente.
Hathaway sabe moldear con gracilidad sus guiones, y con este de Allan Weiss, Harry Essex y William H. Wright, basándose en la novela de Talbot Jennings, no tiene inconveniente en introducir una trama de crimen e investigación que usa elementos del cine negro, algo familiar para él, que envuelve a sus personajes, que permiten tensar el argumento con cada paso y, más importante, comienza y concluye las construcciones de sus personajes principales con precisión gracias al resquicio espiritual que deja su madre en forma de pilar central de la película: la justicia y la maternidad. A pesar de que no llegamos a ver a Katie en ningún momento, el director nos da todo lo que debemos saber para, a través de ella, sentir cierta empatía hacia sus personajes aunque de estos los únicos realmente importantes son los mayores: John y Tom. Con ellos y un nimio contexto del más pequeño, Bud, Hathaway da a su película un aire conmovedor por la influencia de Katie, de una madre que desea y quiere, aunque estos se hayan desapegado de ella, a sus hijos, cuidando de ellos incluso desde ultratumba, tejiendo los hilos para que tengan el camino más recto posible. Esto se resume en la escena donde, por designios de un deus ex machina instaurado por ella misma, un comerciante de caballos ofrece a los hijos de la fallecida un trabajo que inicialmente era para ella, y que los salva del cruel destino que le auguraba el cacique del pueblo, Morgan Hastings (James Gregory), y de la injusticia imperante en la América de finales del s. XIX. El contexto histórico se explicita constantemente y desde el comienzo; desde ese inicio, con los tres hermanos esperando el ferrocarril (medio aparecido en la segunda mitad del s. XIX) hasta el vestuario, más modernizado.
Cuando el de Sacramento rueda en espacios abiertos, con esa preciosa fotografía de Lucien Ballard de fondo, tiene una potencia natural arrolladora sabiendo transmitir el espíritu salvaje del Oeste Americano, con secuencias magistrales como la primera aparición de Wayne como héroe americano, esa caravana de caballos llevada por los cuatro hermanos o uno de los tiroteos que, aun fallando en la acción, no pierde el impacto. Cuando el argumento se desarrolla en el pueblo, en Clearwater, va a paso lento coqueteando con ese estilo lleno de baja iluminación, claroscuros y callejones, violentando el tono familiar para aproximarse a películas como El Dorado (Howard Hawks, 1966), donde se da pie a las ínfulas patrióticas y justicieras de las que John Ford se aprovechó tanto en películas como El hombre que mató a Liberty Balance (1968).
La única interpretación conseguida es la del Duque, lo que ya tiene mérito poco después de haber sobrevivido una lucha contra el cáncer. Los demás están por estar, especialmente Holliman y Anderson Jr., siendo Dean Martin el único que ofrece al personaje de Wayne un tono de camaradería simpática que ameniza esta aventura familiar. Como en todo wéstern, siempre hay un romance en segundo plano que no importa a nadie, esta vez desempeñado por Mary Gordon que, como los otros dos, sin más. Es una buena película, dirigida con mucha belleza, y un canto a conseguir algo en esta vida, en estas tierras que solo nosotros podemos recorrer por el camino recto o por el camino torcido, por el camino justo o por el camino injusto, por el camino que le gustaría a nuestra madre o por el que no le gustaría. (6.5).
El director de Sacramento realizó gran número de películas, mostrando un espectro polivalente sin sellos de autoría y caracterizadas por argumentos y personajes simples de fácil asimilación entre el público general donde el género que más explotó fue el wéstern. Gracias a sus dotes de realizador incansable sumado a la cuidada y pulcra estética que adquieren sus filmes, Hathaway adquirió cierto renombre en Hollywood, aunque siempre a la sombra de grandes autores como Fritz Lang, Howard Hawks o John Ford. Pero no por ello se debe tener en menor estima al sacramentés, ya que en cuestiones narrativas es capaz de plantar cara a los tres citados, sabiendo en todo momento cuándo introducir la tensión, proporcionándonos imágenes de increíble belleza simultáneamente, como es el entierro de Katie. En él nos permite observar la figura del hijo mayor, John, desde la lejanía, situada en un risco, con un gran plano general donde la naturaleza empequeñece la gran silueta de Wayne (haciéndolo pequeño ante lo natural, la muerte, la pérdida de su madre), mostrándolo distante por la gran tirada (y liberándolo de la hipocresía de sus hermanos, ya que ninguno tenía relación con Katie), y permitiéndonos ver un dibujo psicológico del personaje de Wayne; precavido (ya que permanece alejado de la muchedumbre para evitar problemas) e imponente.
Hathaway sabe moldear con gracilidad sus guiones, y con este de Allan Weiss, Harry Essex y William H. Wright, basándose en la novela de Talbot Jennings, no tiene inconveniente en introducir una trama de crimen e investigación que usa elementos del cine negro, algo familiar para él, que envuelve a sus personajes, que permiten tensar el argumento con cada paso y, más importante, comienza y concluye las construcciones de sus personajes principales con precisión gracias al resquicio espiritual que deja su madre en forma de pilar central de la película: la justicia y la maternidad. A pesar de que no llegamos a ver a Katie en ningún momento, el director nos da todo lo que debemos saber para, a través de ella, sentir cierta empatía hacia sus personajes aunque de estos los únicos realmente importantes son los mayores: John y Tom. Con ellos y un nimio contexto del más pequeño, Bud, Hathaway da a su película un aire conmovedor por la influencia de Katie, de una madre que desea y quiere, aunque estos se hayan desapegado de ella, a sus hijos, cuidando de ellos incluso desde ultratumba, tejiendo los hilos para que tengan el camino más recto posible. Esto se resume en la escena donde, por designios de un deus ex machina instaurado por ella misma, un comerciante de caballos ofrece a los hijos de la fallecida un trabajo que inicialmente era para ella, y que los salva del cruel destino que le auguraba el cacique del pueblo, Morgan Hastings (James Gregory), y de la injusticia imperante en la América de finales del s. XIX. El contexto histórico se explicita constantemente y desde el comienzo; desde ese inicio, con los tres hermanos esperando el ferrocarril (medio aparecido en la segunda mitad del s. XIX) hasta el vestuario, más modernizado.
Cuando el de Sacramento rueda en espacios abiertos, con esa preciosa fotografía de Lucien Ballard de fondo, tiene una potencia natural arrolladora sabiendo transmitir el espíritu salvaje del Oeste Americano, con secuencias magistrales como la primera aparición de Wayne como héroe americano, esa caravana de caballos llevada por los cuatro hermanos o uno de los tiroteos que, aun fallando en la acción, no pierde el impacto. Cuando el argumento se desarrolla en el pueblo, en Clearwater, va a paso lento coqueteando con ese estilo lleno de baja iluminación, claroscuros y callejones, violentando el tono familiar para aproximarse a películas como El Dorado (Howard Hawks, 1966), donde se da pie a las ínfulas patrióticas y justicieras de las que John Ford se aprovechó tanto en películas como El hombre que mató a Liberty Balance (1968).
La única interpretación conseguida es la del Duque, lo que ya tiene mérito poco después de haber sobrevivido una lucha contra el cáncer. Los demás están por estar, especialmente Holliman y Anderson Jr., siendo Dean Martin el único que ofrece al personaje de Wayne un tono de camaradería simpática que ameniza esta aventura familiar. Como en todo wéstern, siempre hay un romance en segundo plano que no importa a nadie, esta vez desempeñado por Mary Gordon que, como los otros dos, sin más. Es una buena película, dirigida con mucha belleza, y un canto a conseguir algo en esta vida, en estas tierras que solo nosotros podemos recorrer por el camino recto o por el camino torcido, por el camino justo o por el camino injusto, por el camino que le gustaría a nuestra madre o por el que no le gustaría. (6.5).

8,3
6.367
10
23 de septiembre de 2020
23 de septiembre de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
El intendente Sansho es una de las obras más recordadas del genio nipón Kenji Mizoguchi, y no es para menos. El cine del maestro se ha caracterizado, desde sus inicios en el cine mudo, por un carácter socio-político que se sitúa a la vera de los más desfavorecidos, dándoles la voz que arrastró hasta el final de su trayectoria cinematográfica. Sansho Dayu, título original de la película, concentra todos los temas de injusticia social de los que el director hace un espléndido alarde de poesía basándose en la obra folclórica de Rintarō Mori, más conocido como Mori Ōgai, un célebre novelista y general del Ejército Imperial Japonés, entre otras ocupaciones, que, al igual que Kenji Mizoguchi, defendió la libertad hasta el fin de sus días. La cinta narra el periplo de Zushiô (Masahiko Katô, Yoshiaki Hanayagi), un joven hijo de un alcalde regional que se vio sometido ante la crueldad de la esclavitud, junto su hermana y su madre, tras el destierro por principios de su padre, cuyas nobles proclamas acerca de la igualdad y la libertad constituyen el inmaculado espíritu ético que tanto Mizoguchi como Ōgai querían transmitir a través de su propia historia.
Componiendo la triste balada de este drama con la sabiduría propia de su carrera y edad (56 años), este prolífico director, considerado de los más influyentes del siglo pasado, hace temblar la maqueada historia de su país natal, donde siempre se escuchan relatos de heroicos emperadores y nobles samuráis, cambiando el registro para narrar la crueldad y condescendencia propia de la jerarquía social a la que estos títulos pertenecían y el Infierno que cosechaban en sus tierras para los menos pudientes. Con su estilo único, Mizoguchi consigue engalanarnos con el gran drama de un héroe que hizo libre al pueblo como un Espartaco japonés en la incansable búsqueda de su madre, saboreando el martirio padecido por los suyos, masticándolo con dificultad como miso para, finalmente, conseguir la esencia curativa del alimento perfumando, con ella, a los maltratados campesinos asediados por la tiranía del esclavismo. Todo esto dotado de una elegancia clásica designada por la elaboración minuciosa del director que, como en Cuentos de la luna pálida (1953), transmite la gracia del kabuki con el liviano hilo del amor y la esperanza al igual que en Los amantes crucificados (1954) mientras pasea con delicadeza por La calle de la vergüenza (1956) para hacer una contundente crítica no solo de la antigua era Meiji, sino de esa actualidad del 1954 y, por desgracia, de los tiempos actuales, donde el obsoleto sistema jerárquico sigue presente.
Qué fácil le suponía a Mizoguchi narrar historias como fábulas, adelantándose a sus coetáneos como Kurosawa u Ozu en la adaptación y narración de sus obras, incluso traduciendo, como es el caso, los cuentos inconclusos del novelista similares a la tradición oral, inundados de espiritualidad y simbolismo, para acercarse al crudo realismo histórico de la época, pero sin perder ni un ápice de la detallada moraleja con la que Ōgai hacía su reivindicación. Escenas como la entrega material del Buda de padre a hijo, como amuleto, han sido parafraseadas en innumerables historias, asentadas en la cultura popular e incluso homenajeada en el popular anime Akame ga Kill! (Tomoki Kobayashi, 2010). Este elemento simboliza la esperanza, móvil del protagonista y salvavidas, que esperan transmitir los autores. Una esperanza por la igualdad, por sustituir el egoísmo por piedad, por ser libres. El japonés, de nuevo, hace hincapié en la prostitución, definiéndola paralelamente como ‘mano de obra esclava’, condenando la trata de blancas para posicionarse a favor de las prostitutas que, en su total libertad, puedan ejercer el oficio si quieren, como ya nos contó en Mizoguchi en su última película.
Siguiendo el camino de Zushiô y su hermana Anju (Keiko Enami, Kyôko Kagawa) el director nos presentará, y nos dará el gusto de conocer, a una de las eminencias feudales que poblaban Japón: Sanshô Dayû (Eitarô Shindô). La encarnación del abuso, la codicia y la desigualdad es mostrada como un anciano rico y esclavista que vertebra la película. Se traza un estado de sentimientos cíclico en el personaje de Zushiô que marca los tramos del filme; en primer lugar, un joven Zushiô es portador de la esperanza y amor al prójimo que su padre le quedó como herencia. A raíz de su estrechamiento con la desesperación y el dolor por mediación de Sansho, Zushiô pierde la inocencia, abandonando todos los sentimientos iniciales, desprendiéndolos junto al Buda del que se deshace, a la herencia de su padre. Mizoguchi ahonda en este tramo, el nudo, hostigándonos con el tortuoso ambiente que crea en el campo de trabajo y acorralándonos en esa desesperanza, en la injusticia social, que padecen los esclavos. Por último, el protagonista, al que con el nudo Mizoguchi rompe y vuelve a montar en la recuperación del Buda por mediación del sacrificio de Anju, concluye la evolución del personaje retornando a la pureza espiritual de su padre, el cual también se sacrificó, al planteamiento que convive con el desenlace en cuanto al sentimiento primordial del amor, la bondad y el sacrificio. El director hace renacer espiritualmente la noble figura paterna, reencarnándose en su hijo para transmitir la filosofía budista y humanista de sí mismo y del autor. Todo tiene un ritmo fluido, impropio de las películas de sus coetáneos Kurosawa u Ozu, sabiendo jugar con las líneas argumentales paralelas y los tiempos narrativos, estrictamente atado a la prosa de los guionistas Yahiro Fuji y Yoshikata Yoda que angustian y conmueven con los diálogos y silencios del protagonista. Casi pareciera que nuestra estancia en ese campo hubiera sido de diez años, viendo crecer a Zushiô en un entorno que lo destroza emocionalmente, y nosotros creciendo con él.
Componiendo la triste balada de este drama con la sabiduría propia de su carrera y edad (56 años), este prolífico director, considerado de los más influyentes del siglo pasado, hace temblar la maqueada historia de su país natal, donde siempre se escuchan relatos de heroicos emperadores y nobles samuráis, cambiando el registro para narrar la crueldad y condescendencia propia de la jerarquía social a la que estos títulos pertenecían y el Infierno que cosechaban en sus tierras para los menos pudientes. Con su estilo único, Mizoguchi consigue engalanarnos con el gran drama de un héroe que hizo libre al pueblo como un Espartaco japonés en la incansable búsqueda de su madre, saboreando el martirio padecido por los suyos, masticándolo con dificultad como miso para, finalmente, conseguir la esencia curativa del alimento perfumando, con ella, a los maltratados campesinos asediados por la tiranía del esclavismo. Todo esto dotado de una elegancia clásica designada por la elaboración minuciosa del director que, como en Cuentos de la luna pálida (1953), transmite la gracia del kabuki con el liviano hilo del amor y la esperanza al igual que en Los amantes crucificados (1954) mientras pasea con delicadeza por La calle de la vergüenza (1956) para hacer una contundente crítica no solo de la antigua era Meiji, sino de esa actualidad del 1954 y, por desgracia, de los tiempos actuales, donde el obsoleto sistema jerárquico sigue presente.
Qué fácil le suponía a Mizoguchi narrar historias como fábulas, adelantándose a sus coetáneos como Kurosawa u Ozu en la adaptación y narración de sus obras, incluso traduciendo, como es el caso, los cuentos inconclusos del novelista similares a la tradición oral, inundados de espiritualidad y simbolismo, para acercarse al crudo realismo histórico de la época, pero sin perder ni un ápice de la detallada moraleja con la que Ōgai hacía su reivindicación. Escenas como la entrega material del Buda de padre a hijo, como amuleto, han sido parafraseadas en innumerables historias, asentadas en la cultura popular e incluso homenajeada en el popular anime Akame ga Kill! (Tomoki Kobayashi, 2010). Este elemento simboliza la esperanza, móvil del protagonista y salvavidas, que esperan transmitir los autores. Una esperanza por la igualdad, por sustituir el egoísmo por piedad, por ser libres. El japonés, de nuevo, hace hincapié en la prostitución, definiéndola paralelamente como ‘mano de obra esclava’, condenando la trata de blancas para posicionarse a favor de las prostitutas que, en su total libertad, puedan ejercer el oficio si quieren, como ya nos contó en Mizoguchi en su última película.
Siguiendo el camino de Zushiô y su hermana Anju (Keiko Enami, Kyôko Kagawa) el director nos presentará, y nos dará el gusto de conocer, a una de las eminencias feudales que poblaban Japón: Sanshô Dayû (Eitarô Shindô). La encarnación del abuso, la codicia y la desigualdad es mostrada como un anciano rico y esclavista que vertebra la película. Se traza un estado de sentimientos cíclico en el personaje de Zushiô que marca los tramos del filme; en primer lugar, un joven Zushiô es portador de la esperanza y amor al prójimo que su padre le quedó como herencia. A raíz de su estrechamiento con la desesperación y el dolor por mediación de Sansho, Zushiô pierde la inocencia, abandonando todos los sentimientos iniciales, desprendiéndolos junto al Buda del que se deshace, a la herencia de su padre. Mizoguchi ahonda en este tramo, el nudo, hostigándonos con el tortuoso ambiente que crea en el campo de trabajo y acorralándonos en esa desesperanza, en la injusticia social, que padecen los esclavos. Por último, el protagonista, al que con el nudo Mizoguchi rompe y vuelve a montar en la recuperación del Buda por mediación del sacrificio de Anju, concluye la evolución del personaje retornando a la pureza espiritual de su padre, el cual también se sacrificó, al planteamiento que convive con el desenlace en cuanto al sentimiento primordial del amor, la bondad y el sacrificio. El director hace renacer espiritualmente la noble figura paterna, reencarnándose en su hijo para transmitir la filosofía budista y humanista de sí mismo y del autor. Todo tiene un ritmo fluido, impropio de las películas de sus coetáneos Kurosawa u Ozu, sabiendo jugar con las líneas argumentales paralelas y los tiempos narrativos, estrictamente atado a la prosa de los guionistas Yahiro Fuji y Yoshikata Yoda que angustian y conmueven con los diálogos y silencios del protagonista. Casi pareciera que nuestra estancia en ese campo hubiera sido de diez años, viendo crecer a Zushiô en un entorno que lo destroza emocionalmente, y nosotros creciendo con él.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
El nipón amante de los trávelins los renuncia, haciendo de esta, en cuanto al estilo, una rara avis en la filmografía del maestro. Mediante las panorámicas horizontales de reconocimiento, delicadas y lentas como hojas de otoño, Mizoguchi busca ilustrar la frustración y pesadumbre de sus personajes situándolos en un contexto social, apelando a las emociones positivas del espectador frente al cercano encuentro que experimentamos con el sufrimiento, con Anju y Zushiô en ese peregrinaje de reivindicación. Inolvidables las secuencias de castigo, donde Mizoguchi deshumaniza completamente a Sansho en ese latifundio imperial, en ese infierno. Como es habitual, Mizoguchi saca su don a relucir en la filmación de interiores, como ya descubrimos en Cuentos de la luna pálida, dominando la profundidad de campo para descomponer los planos en segmentos donde se aprecian, de forma clara, las posiciones de superioridad de sus personajes respecto al espectro político. Una genialidad la pequeña secuencia en la que Zushiô vuelve a visitar a Sansho.
Con el agua, el director simboliza mediante la iconografía del budismo la renovación, el ciclo emocional con el que Mizoguchi estructura el filme, definido por la religión como ‘hidratando la madera según el ciclo de generación’, y el sacrificio, anegando el corazón de sus personajes en su ciclo espiritual. El japonés busca, también, plasmar la naturalidad con la preciosa escenografía desde la puesta en escena, valiéndose de una iluminación y fotografía espléndida que representa espacios tan bellos e idílicos, que, aun rodeados de un aura tétrica, nos hacen ver la mejor cara de la vida, pero cómo dentro de esa vida se puede reproducir una plaga tan dañina como el odio y la resignación, como es el intendente Sansho y su propiedad.
El veterano cineasta nos brinda una de las obras más dulcemente dolorosas, filmada con la misma esperanza de sus personajes, de los personajes de Ōgai, que descubren una realidad atroz pero que, aun así, no abandonan la ilusión. Una película inmortal que ganó el León de Plata a mejor director y que le valió el reconocimiento a Mizoguchi en occidente de la mano de precursores de la nouvelle vague como Jacques Rivette o Jean-Luc Godard. Y también un hueco entre las mejores películas de la historia.
Con el agua, el director simboliza mediante la iconografía del budismo la renovación, el ciclo emocional con el que Mizoguchi estructura el filme, definido por la religión como ‘hidratando la madera según el ciclo de generación’, y el sacrificio, anegando el corazón de sus personajes en su ciclo espiritual. El japonés busca, también, plasmar la naturalidad con la preciosa escenografía desde la puesta en escena, valiéndose de una iluminación y fotografía espléndida que representa espacios tan bellos e idílicos, que, aun rodeados de un aura tétrica, nos hacen ver la mejor cara de la vida, pero cómo dentro de esa vida se puede reproducir una plaga tan dañina como el odio y la resignación, como es el intendente Sansho y su propiedad.
El veterano cineasta nos brinda una de las obras más dulcemente dolorosas, filmada con la misma esperanza de sus personajes, de los personajes de Ōgai, que descubren una realidad atroz pero que, aun así, no abandonan la ilusión. Una película inmortal que ganó el León de Plata a mejor director y que le valió el reconocimiento a Mizoguchi en occidente de la mano de precursores de la nouvelle vague como Jacques Rivette o Jean-Luc Godard. Y también un hueco entre las mejores películas de la historia.
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