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Críticas 329
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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19 de diciembre de 2020 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Texas, siglo XXI, dos hermanos forajidos y dos sheriffs en su busca y captura. David Mackenzie dibuja este clásico moderno, este neo wéstern social al más puro estilo visual de Ford o Hawks donde dos hombres, acorralados por la amenaza bancaria que desafía no solo la libertad, sino la identidad de la sociedad americana arrebatando mediante cheques, fondos de inversión e hipotecas inversas el sentimiento del que se jacta la Tierra de la Libertad, deciden regresar al esplendor de la América salvaje, robando, como sus antepasados hicieron, para poder augurar un futuro próspero. Con una incisiva crítica a la expropiación de bienes, Mackenzie narra una aventura donde dos hermanos cabalgan juntos rumbo hacia la justicia, la reivindicación de derechos y, en resumen, hacia la felicidad usurpada por los esclavos de Adam Smith. Una imperdible historia donde el director escocés graba el ocaso del Salvaje Oeste, su último día, a caballo entre el compromiso social y un sentimiento tan imperioso como humano de cambio del sistema para poder alcanzar la igualdad.

La América devorándose insaciable a sí misma en un círculo vicioso marcado por la codicia de los hombres es la columna vertebral de Comanchería que, como su nombre indica, se remonta a la época donde comanches y demás nativos americanos fueron víctimas del capital, del dinero inclemente que mueve a los hombres hacia la autodestrucción, situación que por naturaleza se ha extendido como una sombra furtiva hacia nuestros días. Y esa es la misma suerte que corren los estadounidenses, pero, esta vez, no son cowboys extorsionando indios y arrebatándoles todo lo que tienen, esta vez es el mismo hombre blanco el que, manteniendo ese ánimo de caciquismo, le rebana la cabellera a una sociedad empobrecida en favor de unos pocos ricos, de unos pocos terratenientes que encuentran en las entidades bancarias su El Álamo personal para perpetuar la injusticia. Y Mackenzie encuentra en Texas, el último estigma del Salvaje Oeste, el mejor sitio para realizar una denuncia llena de rabia y, sobretodo, impotencia, encarnada encarnizadamente por dos hombres que representan la fatiga y el pesimismo de la sociedad en vista de la situación actual y, más ampliamente, del funesto futuro que nos depara a todos.

Estos dos hombres, Toby Howard y Tanner Howard, interpretados excepcionalmente por Chris Pine y Ben Foster, escoltan esta historia a lomos de caballos de metal y en comparsa de Marcus Hamilton y Alberto Parker, Jeff Bridges en uno de esos papeles que tan bien le sientan y Gil Birmingham respectivamente, personajes construidos en torno al arquetipo clásico de todo wéstern que se precie solo que, aquí, Mackenzie no deja hueco a la pobre lectura de buenos y malos en constante lucha. El director es consciente de que, en este drama social, es impensable dirigir el dedo señalador hacia hombres cuyo único objetivo es la prosperidad, los primeros por inconformismo y los segundos por conformismo respecto al sistema. La acusación, sentenciada por el mismo, va directa como una bala hacia la estructura económica que nos da la posibilidad de subsistir, pero con muchos y despóticos intereses a largo plazo, como tan bien queda representado a través de la figura invisible de la madre de los dos hermanos, engullida por estas circunstancias, y que detona como dinamita tanto el argumento como el mensaje recordando ipso facto a Los cuatro hijos de Katie Elder (Henry Hathaway, 1965).
La emblemática Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969) da sustento al carácter de buddy film que adquiere Comanchería, con una mínima presentación de protagonista y coprotagonista que se revela golpe a golpe marcando también el inmejorable sentido del ritmo que consigue Mackenzie, pausando cuando es estrictamente necesario para la profundización en el trasfondo de los personajes. Cuatro atracos que sirven como introducción, planteamiento, desarrollo y desenlace vistos desde ambas líneas narrativas simultáneas, las de Toby y Marcus, ambas compenetrándose a la perfección para brindar el mensaje desde los puntos de vista de estos dos personajes apoyados en los excelentes secundarios; Tanner y Alberto. Unos secundarios que no cesan de reforzar el círculo vicioso del que hablaba antes, remitiendo una y otra vez a los tiempos donde cowboys y nativos americanos luchaban incansables por la supervivencia.

Como si de un cuadro de Catlin o Remington se tratara, Mackenzie no para de describir el viaje de los hermanos Howard como un wéstern crepuscular en el que podemos observar los últimos resquicios culturales e identitarios de América, los terminantes cowboys e indios que luchan contra un sistema que los condena a la extinción. La secuencia en el que un grupo de cowboys huyen de las llamas, sin sitio a donde ir, o Alberto, un mexicano comanche convertido en sheriff, son reveladoras para constatar este aspecto. La fotografía oscurecida de Giles Nuttgens acompaña el pesimismo generalizado, o, más bien, la realidad socio-política que atenta directamente contra la vida y contra el futuro, ayudando también a la reconstrucción de Texas como un enorme pueblo fantasma que se niega a desaparecer frente al ‘progreso’, obcecado en aguantar la esencia americana contra el último envite de los nuevos cowboys que ahora llevan traje y corbata. La concatenación de referencias, hiladas de forma magistral y perfectamente adaptadas a la contemporaneidad impactan por su impresionante y crucial uso en el argumento, especialmente en su último arco, donde podemos ver a Tanner bajándose de su carruaje, de su coche, para enfrentarse a sus perseguidores como una suerte de John Wayne en La diligencia (John Ford, 1939) usando exactamente la misma composición y plano de ¾, así como la escaramuza posterior en los riscos basada enteramente en Winchester 73 (Anthony Mann, 1950).
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spoiler:
No tengo dudas de que Comanchería es, tranquilamente, uno de los mejores neo wéstern jamás filmados que representa como ninguno la época más icónica de la corta historia americana sin si quiera exhibirla, a ritmo del icónico Nick Cave y Warren Ellis que orquestan el largo viaje de los hermanos Howard por las asoladas llanuras texanas que, en cierto modo, todavía conservan, en forma de polvo, el alma de todos aquellos indios y vaqueros que lucharon por una causa perdida.
12 de diciembre de 2020 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Amor y muerte, la muerte del amor, el amor por la muerte. Cualquiera de las combinaciones entre estos dos conceptos, estandartes del director de Brooklyn, le sirven para sumergirse en cualquier tipo de historia siempre y cuando sean las responsables de tejer los hilos del destino. Scoop no es la excepción, en la que se vale de todo lo anterior para construir una película de suspense con la ácida comedia romántica que siempre ha caracterizado a Woody Allen donde se ensalza pasionalmente la noble profesión del periodismo a partir de una espectacular Scarlett Johansson haciendo de musa para el judío mientras se intenta resolver un misterioso caso de asesinatos en serie. Todo ello ejecutado de forma armoniosa y natural en la narración, haciendo que todos los géneros se compenetren a la perfección sin perder ni un ápice del sentido detectivesco que promete y, por supuesto, que da con honores.

La tanatofobia de Allen, dada a conocer desde sus inicios en el cine, experimenta un pequeño cambio de aires con Scoop. En esta ocasión, el director, aprovechando su uso como elemento ampliamente cómico, no es solo capaz de mirarla cara a cara, sino que no duda en cuestionarla satíricamente e incluso aceptarla con un optimismo poco común en él, reduciendo la imponente presencia de la Parca a escenas humorísticas que minimizan la importancia dada por él mismo en el resto de sus obras. Estas escenas son situadas sabiamente tanto en el planteamiento que introduce a los personajes como en el desenlace resolutivo, creando una metáfora del ciclo de la vida sufragado por el ‘non omnis moriar’ que perfeccionaría quince años después con Rifkin’s Festival. La película comienza fuerte con la escena del entierro de Joe Strombel (Ian McShane), afamado periodista que llevaba a cabo la investigación del asesino serial y que no es más que la excusa para perpetuar dicho tópico latino y, de paso, dar los recursos necesarios a los protagonistas para hilar la trama de investigación, enlazando también con el ciclo vital que tanto preocupa a Allen. Este, atormentado, vuelve en su forma espectral, burlando a la Muerte (mientras el director se burla de ella), renaciendo para dar la misión de terminar el caso a la joven periodista Sondra Pransky (dándole vida, haciendo que nazca) y expresar su necesidad de sobrevivir a la muerte a través de sus logros en vida, constituyendo el planteamiento y esa primera etapa de la vida.

A esto le sigue un elaborado desarrollo que cumple con plenitud la etapa de madurez de una persona, en este caso de una protagonista totalmente perdida que también crece profesionalmente y que encuentra en la propia figura de Woody Allen, llamado aquí Splendini, Sid Waterman o Sr. Spence, una especie de mentor que la guía hacia la adultez tratando que no caiga en las trampas de la vida, trampas que el judío siempre gusta expresar con la amargura del amor. Siguiendo esta estructura, Allen se asegura de que conozcamos el tercer acto, el desenlace, la muerte, desde un punto muy temprano de la película por la familiaridad con la que ha tratado tanto el concepto como la metáfora del círculo biológico con la que marca el ritmo, eso sí, con el humor del que se jacta para que una persona alcance la felicidad en el transcurso del viaje sin solapar los demás géneros que trata.

El reparto, consolidado casi exclusivamente por tres actores, no podría haber resultado mejor. La complicidad entre Scarlett Johansson y Hugh Jackman consigue que, por momentos, me olvide de todo lo demás, haciendo que el peligroso amor descrito por Allen se abra paso y se imponga por encima del temor a la muerte al son de Chaikovski y Strauss en esa idealización de las campiñas británicas. Pero ahí es cuando entra Woody Allen, tirando una jarra de agua fría sobre la protagonista y sobre nosotros para ubicarnos en el mundo real, en la trama donde un asesino en serie sigue libre y nuestra misión es descubrirlo.

Scoop funciona como un divertidísimo catálogo de todo el repertorio de Woody Allen en el que se parodia el género del suspense, con sus habituales críticas (aquí, teledirigidas como torpedos hacia la aristocracia) que mantiene la tónica de hilarantes enredos y gags con los que el genio de Brooklyn recicla sus trucos al servicio de un espectáculo imperdible para los que nos dejamos enredar por la magia de su cine.
6 de noviembre de 2020 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Película consolidada como uno de los primeros clásicos del director neoyorquino en la que todavía estaba formando su particular estilo donde, gracias a la misma película y a sus continuas referencias, compiten Charles Chaplin, Groucho Marx y Peter Sellers en el concurso del absurdo y la incoherencia arbitrado por Woody Allen con el fin de reírse (y que nos riamos con y de él) de todos los espectros políticos que trasciende incluso hasta la actualidad, y en esa actualidad de 1971 donde dictaduras, golpes de estado y manipulación mediática estaban a la orden del día en la escena latinoamericana, desde Hugo Banzer en Bolivia hasta Fidel Castro en Cuba. Por ello, Allen escoge de forma intencionada el estado de San Marcos, símbolo de libertad al independizarse de Venezuela en 1812 para construir una sátira social llena de gags, slapstick y, sobretodo, muchas ganas de protesta. Fielding Mellish (Woody Allen) es el responsable de probar inventos en una compañía. Este, obsesionado con el sexo, es visitado por una joven universitaria, Nancy (Louise Lasser), promotora a favor de la liberación de San Marcos del General Emilio M. Vargas (Carlos Montalbán) y que despierta su apetito amoroso y carnal. Persiguiendo el amor, Fielding viaja a San Marcos, donde se alza presidente.

Un Allen todavía falto de experiencia e inmaduro, pero no por ello menos ingenioso, comienza a fijarse en sus tutores cinematográficos para la realización de una película a modo de sketches donde se retrata a sí mismo, así como sus obsesiones, de una forma más directa y enmascarada de un humor banal basado enteramente en la comedia visual. Secuencias donde el absurdo campa a sus anchas se suceden en una trama política encargada de construir un ecosistema cohabitado por los diferentes animales ideológicos presentes en Norteamérica y Sudamérica, donde el más grande se come al más pequeño, mientras que el más pequeño lucha para ser el más grande y comerse al más pequeño. Una simbiosis imposible para Allen por el ansia de poder y la hipocresía gubernamental, dos de los temas fundamentales del filme.

Para hablar de esto, nosotros, el pueblo, tenemos asistencia obligatoria. Allen emplea la sociedad como refractor de la tiranía política en la que la televisión cumple un papel primordial. A través del morbo mediático en informativos, Allen altera la realidad de la sociedad, durmiéndonos con el somnífero del engaño y la hipocresía en beneficio del poder. ‘Pan y circo’ para la ignorante sociedad, dice Allen incluyéndose a sí mismo entre esa ignorancia. Por ello, no es extraño que la película dé comienzo con una maravillosa secuencia donde observamos la ejecución del presidente de San Marcos en directo vía televisión, en un tono de reality show hilarante y jubiloso donde la información se pierde entre aplausos y entusiasmo de un ignorante público, de unos ignorantes espectadores.

Antes de la película en sí, la introducción y presentación de su personaje y móvil se antoja como un melodrama entre él mismo y Nancy, sirviéndole al neoyorquino para una descripción de sí mismo ante las cámaras, como suele hacer, como un fracasado derrotista. El existencialismo se aborda durante todo este preludio desde la perspectiva del amor de un filósofo muy influyente en el director: Søren Kierkegaard. Tanto para Kierkegaard como para Allen, el amor es una revolución y, cuanto más profunda esa revolución, de manera más perfecta desaparecerá la diferencia entre mío y tuyo, y tanto más perfecto será el amor. Las diferencias ideológicas (y otras) entre Fielding y Nancy deniegan el amor que necesita Fielding, por lo que se hace partícipe de una revolución contra la dictadura del Gral. M. Vargas, buscando, aunque tanto el personaje como nosotros nos lleguemos a olvidar, el amor.

El sexo y la psicología ayudan a completar el perfil que nos quiere enseñar bajo la mirada de Sigmund Freud, revelando los estigmas de Woody Allen como su cobardía o sus problemas con las mujeres y el sexo, reafirmando su lastimosa condición de fracasado. Allen se enorgullece de ser judío, pero eso no le impide criticar con sarna la misma religión e instituciones, como la increíble secuencia del anuncio de tabaco y, también, para descubrir tímidamente el miedo que le tiene a la muerte.

El judío se desahoga con sus diálogos para que nos riamos con el cántico de protestas que vocifera hacia el poder, pero que cargan gran desasosiego y preocupación en el director. A pesar de la irregularidad de la película, Allen sabe mantener el ritmo incrustando los sketches más brillantes estratégicamente en cada estancia de Fielding, a caballo entre Nueva York y San Marcos, estructurando también la película en tres actos donde cada uno tiene catarsis y desenlace propios. La mirada de Allen al de los siglos veinte y treinta, mirada con cierta nostalgia, lo conduce a mezclar los maravillosos disparates de los hermanos Marx en los diálogos con la expresión de Buster Keaton o Charles Chaplin al estilo vodevil, imitándolos a su particular manera donde no siempre funciona. Escenas como el regreso de Fielding a Nueva York o la de la escalera están extraídas directamente de dos símbolos cinematográficos de esas décadas; Una noche en la ópera (Sam Wood, 1935) y El acorazado Potemkin (Sergei M. Eisenstein, 1925).

El pensamiento del neoyorquino acerca del poder queda clara en una cinta que, lejos de ser más sesuda que sus proyectos venideros, comprime su personalidad y, sobretodo, un prematuro estilo de temáticas muy usuales en su filmografía que ayudan a adentrarnos en la mente de un genio atormentado, en la república bananera que él preside acobardado. (6.5).
20 de octubre de 2020 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Encontré al diablo (I Saw the Devil) es un aguijón de marfil, afilado, doloroso y de un material tan lujoso como poco común dentro del subgénero de venganza. Kim Jee-woon sigue caminando por ese estilo occidental encabritado, dando una visión más dura y siniestra sobre los recurrentes temas del thriller, como ya hizo con Dos hermanas (2003), que recuerda a El sexto sentido (M. Night Shyamalan, 1999) o la que nos atiene hoy, que también recuerda inevitablemente a una mítica película occidental: Se7en (David Fincher, 1995). La trama enfrenta a un sádico homicida y violador, una horda de maldad en un solo hombre, Jang Kyung-chul (Choi Min Sik), contra un entregado detective, Kim Soo-hyeon (Lee Byung Hun), cuya mujer es brutalmente asesinada en busca de la venganza y la paz mental que muchos creemos que nos puede entregar un concepto sustraído de uno de los peores pecados capitales: la ira. Este thriller policiaco conquistado por el salvajismo va más allá de las expectativas de cualquier espectador, clavándose como los incisivos de un perro rabioso en nuestra humanidad.

El surcoreano, oriundo del Seúl donde se desarrolla esta pesadilla, muestra unas nociones únicas sobre los géneros cinematográficos, uniendo desde la yuxtaposición adversa de dos personajes las ideas con las que suele vertebrar sus películas, una búsqueda de la razón donde la respuesta únicamente la posee el espectador. Desde Dos hermanas, donde el juego entre la realidad y la fantasía se entremezclaba con un thriller sobrenatural a raíz de la protagonista y su madre hasta Encontré al diablo, Kim Jee-woon hace de juez imparcial en el relato, donde la moralidad y el pathos son las únicas pruebas para entender a sus personajes, entender el conflicto y, finalmente, reflexionar sobre la naturaleza humana. Aunque en ambas películas el director muestre cierto desencanto con la raza humana, llevando los pecados y perversiones al extremo a través de una puritana visión acerca de la contienda del bien y el mal y, por supuesto, del carácter subsidiario e intrínseco en ambas, el surcoreano lo expresa con una naturalidad que hiela la sangre, dando un enfoque personal (dentro de la comercialidad de su cine) a las historias que Hollywood ya nos ha contado mil veces. Por esta razón, Jee-woon desnuda los personajes más importantes en cámara, desde el ‘bueno’ hasta el ‘malo’, donde lo raro, lo único, es la conexión espiritual entre ambos que produce los impactantes lances a raíz de las líneas narrativas en paralelo que emplea para enseñar el alma de los personajes, dentro de la cotidianidad exclusiva de esa alma, su día a día, ya que en lo cotidiano reside la esencia de una persona. Mientras uno mata, otro lo busca. Ambos, dentro de lo que hacen por costumbre. El terror gráfico es una faceta que el director explota para dramatizar, dar más poder, a las esencias de los personajes que no necesitan explicación porque no la tienen. Dos sentimientos primitivos que coquetean entre ellos, que se necesitan mutuamente para existir, luchan y se reconcilian hasta encontrar el equilibrio y que todos nosotros poseemos, en mayor o menor medida.

Probablemente, el ritmo sea el aspecto que más sobresalta de la película, y que más la encumbra. Directo, frenético y sin titubeos como un cruel navajazo, Jee-woon alterna las líneas paralelas de sus dos hombres, Kyung-chul y Soo-hyeon, en un tira y afloja que juega con los conceptos de presa y depredador, saltando como si nada entre los géneros mientras maquina la atmósfera densa y horripilante. Ese mundo personal en el que se mueven los dos personajes y es ajeno prácticamente a la realidad mientras son movidos por el egoísmo y la ira de la victoria a cualquier precio, de la guerra espiritual que mantienen, del bien contra el mal, de dos fuerzas que ignoran incluso su naturaleza con tal de ganar, igualándose en el transcurso del belicismo, necesitándose, complementándose e, incluso, entendiéndose. Esto se refleja en el trato que da Jee-woon a ambos, nunca como personas, sino como esas dos ideas llevadas al pie del cañón, desde la construcción hasta el desarrollo psicológico casi nulo que experimentan, reafirmando la naturaleza de la humanidad que ha querido plasmar que se remonta hasta la misma creación del hombre. El director representa gráficamente este tema mediante una escena a priori insustancial en la que podemos observar a dos perros que luchan violentamente por un pedazo de carne humana en una jaula. Los dos perros rabiosos son, obviamente, los protagonistas, iguales entre ellos, en lucha perpetua por la carne humana, el egoísmo que les mueve a despedazar esa representación de la humanidad para satisfacer sus intereses personales. Que, hablando de perros rabiosos, la presencia de otro clásico asiático, El perro rabioso (Akira Kurosawa, 1949), tutela toda la película.

El guion es una pieza que se sale claramente del estilo del director, ya que no ha sido escrito por él, fácilmente visible en la ausencia de cambios de tiempos narrativos, aprovisionado de una linealidad a la que no nos tenía acostumbrados y quizás, por ello, esta sea su película más internacional.
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Realizado por Park Hoon-jung, Jee-woon se vale de ello para la representación del camino al infierno del hombre bueno, paso a paso, mediado por el susurro del diablo. Soo-hyeon y Kyung-chul, el destino de ambos, la tirada de la moneda que, azarosa, vacila antes de caer de canto. La escenografía, lúgubre y oscura, crea el ambiente óptimo para el lanzamiento, dificultando la visión del dudoso resultado, haciéndola testigo junto a nosotros de la sangrienta partida de dos jugadores avocados a la tragedia. Gracias a ella, la brutalidad del relato se eleva, elevando también el efectismo de las escenas explícitas con las que el director busca la representación de los horrores que cobija la naturaleza humana. A través del maquillaje y el vestuario, Jee-woon realza la dura contienda entre el bien y el mal a través del desgaste de sus personajes que apuntala el egoísmo, incluso el desprecio por la creación divina, ya que, lejos de persuadirlos de sus misiones, siguen luchando hasta la extenuación, hasta que solo haya un ganador. Como he dicho antes, ignorando todo lo que no sean ellos mismos y sus móviles, sus esencias primordiales.

El personaje de Choi Min Sik puede ser, perfectamente, una de las más puras representaciones de la psicopatía llevadas al cine. Aunque nunca diga las razones de sus hechos, más allá del profundo odio hacia lo humano, Jee-woon deja ver una personalidad insegura a través de pequeñas escenas en las que se acicala y se perfuma antes de llevar algo a cabo que, unido a las propensas víctimas femeninas a las que viola, deja ver una obsesión por su incapacidad de relacionarse con las mujeres. Con esto como base, también se hace hincapié en su representación animal, desfigurada y monstruosa. Cuando se ve acorralado, aunque sea inintencionadamente, ataca de forma irracional como en esa impecable secuencia en el hospital, generalmente con sujetos masculinos. Una secuencia, delimitada por el encuadre del túnel que tributa al clásico de su compatriota y compañero de profesión Bong Joon-ho en Memories of Murder (Crónica de un asesino en serie) (2003), sirve de punto medio que completa la concepción grotesca de Kyung-chul. Herido tras la batalla, en el cobijo de un túnel húmedo y oscuro, para a descansar. El encuadre nos obliga a observarlo, y gracias al contraste de luz lo divisamos como una silueta negra, como una sombra, sin humanidad. El punto de fuga consta de la ciudad de Seúl, donde podemos ver sus edificios, completamente alejados del personaje, representando metafóricamente ese distanciamiento con la humanidad, incluso marginación respecto a ella. Una vez erguido, los movimientos de Min Sik son ensortijados y retorcidos, pareciendo más propios de una criatura que de una persona, y, a su vez, representando la figura de esa maldad incansable en su lucha contra el bien. Este efectismo que juega tanto con los contrastes está cortado por el expresionismo alemán, referenciando las pesadillas de Murnau o Robertson. Por otro lado, todo esto habría sido imposible sin la perfecta interpretación de Choi Min Sik, haciendo de su asesino alguien a quien odiamos, pero carismático y que invita a la curiosidad, despiadado e incansable.

Cinta evocada por otros directores, llegando a calcar escenas como Lars von Trier y su excepcional La casa de Jack (2018) con la escena del gato, en la que aquí es empleada una tubería, y rodada casi de forma idéntica. Una película única que mejora todo lo anterior visto dentro del género, cruel y con tan poca misericordia que aterra y perturba, que construye el infierno del odio en la Tierra en su invocación de las fuerzas de la naturaleza humana, nominada a la Concha de Oro de su año. Rezuma perversión y, sobretodo, miedo, en una danza macabra donde solo los psicópatas temen a otros psicópatas y en la que la pizca de gore termina redondeando este siniestro y oscuro material. A pesar de la visceralidad, es una película que recomendaría a todo el mundo. (8.5).
17 de octubre de 2020 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hasta la persona más apática, inteligente, pragmática y racional necesita el amor, esa complicidad y compañía humana que nos llena y reconforta a partes iguales, siendo uno de los sentimientos primordiales que puede convertir a la persona más íngrima y pensadora en la más afectiva e irracional por ese deseo melancólico que, como el protagonista, Virgil Oldman (Geoffrey Rush), todos depositamos en el fondo del corazón buscando amar y ser amados; buscando la correspondencia. La mejor oferta tiene la excusa del arte como hilo conductor para un romance dramático donde Virgil conoce a Claire Ibbetson (Sylvia Hoeks), una clienta paciente de agorafobia que permanece encerrada en la habitación de una lujosa villa. La curiosidad y el misterio abren los sentimientos de Virgil que, poco a poco, se verá irremediablemente atraído por la mujer fuera del cuadro, la pieza que le falta en su colección para alcanzar la plenitud personal. Giuseppe Tornatore hurga en las cámaras mentales de su protagonista para transmitir la soledad y vacío emocional, exponiendo todos los trazos de Virgil como si fuera un cuadro tenebrista: lleno de obscuridad, aunque con pequeños contrastes violentos de iluminación, pinceladas de amor ciego y esperanza, aquello que nos hace sentir vivos.

Giuseppe Tornatore es un especialista, un malabarista del amor y el desamor, de la triste nostalgia y del te querré por siempre, que sitúa en un contexto de adoración hacia la figura femenina y hacia uno de los siete artes como marcas estilísticas que definen la sensibilidad del director siciliano y rasgos de su personalidad que, irremediablemente, atrapa en sus personajes masculinos. Desde el surgir de la gran belleza con El nacimiento de Venus de Botticelli hasta el ciego amor de Los amantes de René Magritte, pasando por El cumpleaños de Marc Chagall o Los bebedores de absenta de Edgar Degas, Tornatore pinta su autorretrato con la personalidad que consolidó su carrera desde Cinema Paradiso (1988).

Con el toque de suspense que acoge en sus últimas producciones, el italiano funde el dramatismo más actual, de esa epidemia que asola nuestra contemporánea sociedad, la soledad, con un romance sacado de los grandes literatos y pintores románticos que busca la evocación de los sentimientos a través de hechos traumáticos. Tornatore comienza su película componiendo la personalidad de un hombre solitario, de un hombre que es un caminante sobre un mar de nubes como la obra de Friedrich, con la que guarda estrecha relación para dibujar su personaje en tono de presentación. En primer lugar, el vestuario de Geoffrey Rush es similar al representado en la pintura del alemán, apagado y frío, hasta ostentado un bastón (etimológicamente, Virgil significa literalmente ‘que lleva un bastón’) como apoyo en cierto momento de la película, representando la debilidad detrás del hombre en un contexto de soledad permanente que también describe El caminante sobre el mar de nubes (1818), y también de un hombre envejecido que ha dejado pasar el amor, envejeciendo antes de tiempo (Oldman, su apellido, es literalmente ‘hombre viejo’), y que mira ese paisaje vacuo que lo rodea. Por otro lado, Claire, la otra parte de la historia, es representada de una forma antónima aun compartiendo con Virgil el sentimiento solitario. Claire se descubre como el nacimiento del amor (Afrodita, Venus) de entre el mar, o el mar de nubes, que aísla al protagonista en su melancolía, y que consigue conectar las naturalezas de Virgil y Claire a través de una misma condición pero diferente concepción sobre la vida; Virgil, el caminante, ha subido a la montaña, con su bastón en mano, por iniciativa propia, buscando una soledad elegida. Por el otro, Claire nace en soledad, inamovible por la agorafobia que posee, con la única compañía de las estaciones y de su concha, la villa en la que permanece reclusa. Con esta poética presentación, el siciliano se mantiene en los temas presentes en su filmografía enfrentando la naturaleza y valores que definen a Virgil, el Romanticismo (1770) y a Claire, el Renacimiento (1300), con el amor idílico y melancólico que tienen en común ambas corrientes pictóricas. Desde estas presentaciones, Tornatore enfoca la película hacia donde él quiere: hacia el amor y el vacío.
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El relato evoluciona del clasicismo hacia la modernidad, hacia la soledad que comentaba antes y que se ha convertido en una enfermedad de nuestro siglo. Esto lo representa con Los amantes (1928), de Magritte, donde dos desconocidos tapados por un velo húmedo se besan, procesando el amor ciego aun con la soledad de no saber quién es la otra persona. La asfixia del amor como necesidad, algo que Magritte presenta con los trapos húmedos haciendo alusión al suicidio de su madre en un río, dejando el vacío en el joven artista y que Tornatore adapta con sus personajes; Virgil y Claire, cuyos pasados tienen en común la ausencia paterna. También se evoca esa ensoñación por el amor, ese estado flotante en el que permanece un enamorado, como bien representa Marc Chagall en El cumpleaños (1915) con un momento de felicidad íntimo, la entrada de Virgil a la habitación de Claire. Una simple cita del propio Chagall sirve para entender el personaje de Rush: ‘abría la ventana y junto con Bella (Claire) entraba en mi cuadro azul de cielo, amor y flores. Vestida toda de blanco o de negro aparece desde hace ya tiempo en mis cuadros, como guía de mi arte’. El cuadro de Virgil, esa villa solitaria donde vive su Bella, una visión de mujer que personifica las damas de los cuadros que admira, añora y colecciona, a la que regala, casualmente, dos vestidos; uno blanco y otro negro y que funciona como guía del arte que nunca ha entendido: el amor. Por último, Los bebedores de absenta (1876) de Edgar Degas da la pincelada definitiva sobre el óleo de Tornatore. En la obra impresionista, se pueden observar un hombre y una mujer, sentados en la misma mesa de un bar, colmados de alcohol y sin interaccionar, pertenecientes ambos a la burguesía. Igual que Claire y Virgil, acaudalados integrantes de la gran sociedad, están sentados en la misma mesa, en la relación cliente-tasador que mantienen, embriagados de soledad y sin relacionarse más allá de los negocios. El tono íntimo, casi confidencial, mantenido por ambos personajes, marginados en sus propias tristezas, en la mesa de la esquina (como se representa gráficamente en la escena final, con un toque aún más dramático), crea el marco necesario para colocar a Claire y Virgil en la historia de dos flores marchitas, encontradas para florecer juntas, para germinar la una en la otra.

En segundo plano, Tornatore utiliza el autómata de Vaucanson para complementar el personaje de Virgil. Una misteriosa maquinaria del s. XVIII que trata de recomponer, pieza a pieza, hasta estar completa, y que también une a los dos protagonistas de este romance. No es extraño que el director utilice planos donde Virgil aparece más próximo a la cámara, dejando en el fondo la evolución de la construcción del autómata, mostrándose ambas progresiones parejas con el denominador común de la ausencia de la pieza que forma el todo; en el autómata, la falta de engranajes, en Virgil, la falta de amor. El vistazo de Tornatore al alma a través de su pasión se cubre de un velo mojado de vacío que Geoffrey Rush sabe llevar durante las dos horas de metraje, manteniendo un semblante tan frío que hiela la sangre cuando es Virgil, pero también una expresión de ilusión esperanzadora cuando es Virgil y Claire, recreando el último esfuerzo de un hombre cansado y viejo que añora algo que no ha conocido: el amor. Ello se funde con la preciosa música de la leyenda Ennio Morricone, habitual colaborador del siciliano, que salpica de increíble belleza la lucha que mantienen sus personajes contra ellos mismos en un intento desesperado por ser felices, con violentos violines que dramatizan las inquitas secuencias como la frenética búsqueda de Virgil de su felicidad, de Claire, en la villa. Tornatore nos sirve en un lujoso menú el sentimiento que todos debemos experimentar al menos una vez en la vida, esa sensación que, aunque sea falsa, está marcada de una felicidad placentera mientras dure, ya que ‘siempre hay algo auténtico en una falsificación.'
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