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Críticas 1.170
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
6
4 de mayo de 2022
24 de 32 usuarios han encontrado esta crítica útil
Quiero creer —y hasta me atrevería a afirmar— que las texturas de telefilm de sobremesa de que hace gala esta «Fresh» responden a una voluntad paródica que se vuelve palmaria a partir de los demoradísimos créditos iniciales, que transforman una hasta entonces sonrojante comedieta romántica en thriller de mutilaciones, antropofagia y científico loco en deuda con títulos como la inenarrable «El ciempiés humano» («The Human Centipede (First Sequence)», 2009) o la más reciente «Múltiple» («Split» 2016), entre otros.
En efecto, la puesta de largo de Mimi Cave —hasta la fecha había venido dirigiendo cortos y videoclips— mezcla sororidad, síndrome de Estocolmo y un gore para todos los públicos, arriesgado envite del que sale airosa merced, sobre todo, a un peculiar sentido del humor, asimismo combinación improbable de ligereza indie y una causticidad bastante sorprendente habida cuenta de la piel fina que caracteriza a buena parte de nuestros coetáneos, especialmente en los Estados Unidos. Al éxito de la —insisto— atípica propuesta contribuye, y no poco, el trabajo y la insalubre complicidad de la pareja protagonista. El televisivo Sebastian Stan tiene pinta de galán de serie B noventera, lo cual está en perfecta consonancia con la antedicha apuesta estética, telefílmica y caricaturesca. En cuanto a Daisy Edgar-Jones, su aparente fragilidad contrasta con el vigor que logra insuflar al brutalizado personaje, así como un ramillete de matices que no cabría deducir de una lectura apresurada de la sinopsis.
En suma, refrescante debut de una cineasta cuya «zona de confort» —mal que me pese la manida expresión— se antoja algo más amplia que la del común de los directores. Ya sólo por eso vale la pena seguirle la pista. Veremos qué le depara el futuro. De momento, esta «Fresh» la tienen disponible en Disney+, cosa que no hace sino abundar en las juguetonas paradojas que la sustentan.
30 de abril de 2017
22 de 28 usuarios han encontrado esta crítica útil
Divertidísimo terror de serie B, sin pretensiones ni tonterías. “The Void” rinde homenaje a las maravillas cuasi artesanales con que el maestro John Carpenter reinventara el subgénero en los fecundos 80. En concreto vendría a ser el insalubre producto de refundir “Assault on Precinct 13” (Asalto a la comisaría del distrito 13, 1976) —libre remake, a su vez, de “Río Bravo” (ídem, 1959), casi nada— y “The Thing” (La cosa. El enigma de otro mundo, 1982).
No contentos con tales premisas, Jeremy Gillespie y Steve Konstanski, responsables de esta bendita locura, deciden sazonarla, y de manera generosa, con una serie de motivos lovecraftianos que llevan el despiporre hasta más allá de las fronteras del paroxismo. Porque el resultado es una orgía de mocos, tentáculos, evisceraciones, aberraciones anatómicas y cabezas estallando como piñatas. Todo ello bajo la omnicomprensiva coartada del horror cósmico y narrado con indesmayable sentido del rtimo.
El recurso a las prótesis y a los efectos especiales analógicos dotan a “The Void” de un encanto añadido, haciéndola parecer de otra época. De hecho, y como muchas cintas del último cine de terror, la propia historia se ambienta en esa especie de “locus amoenus” en que el boyante negocio de la nostalgia ha convertido los años anteriores a la totalitaria revolución de las telecomunicaciones.
¿Qué importa si el guión presenta unas lagunas más grandes que el mar Caspio? ¿O que haya unos fallos de raccord que ni un corto con colegas filmado en una noche sin mejores cosas que hacer —¿acaso las hay?— y bajo los efectos de una variada gama de sustancias nefandas? Minucias. Un puñado de palomitas, un sonoro sorbo al refresco de litro y a esperar el siguiente regüeldo bizarro. Nada que temer, apenas si tarda unos segundos en producirse. Y así durante 85 gozosos minutos. Qué alegría, qué jolgorio.
19 de mayo de 2015
17 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sonará a tópico, pero se ha acabado “Mad Men” y nos hemos quedado un poco huérfanos. Porque, totalmente de acuerdo con Enric González, de El País, “Mad Men es de lo mejor que ha ocurrido en televisión estos últimos años”.
Siendo, como es, una serie larga ―en antena desde 2007; siete temporadas, ocho si tomamos en cuenta la división de la última en dos―, apenas si sufre tramos de decaimiento, haciendo gala de una regularidad inhabitual en productos de tan prolongada exposición.
Sin ambages, “Mad Men” es una joya irrepetible, a todos los niveles. Buena parte de culpa ―bendita culpa, por cierto― recae en Matthew Weiner, el valiente ―o loco, y no quería ser juego de palabras― demiurgo al que agradecerle su maravillosa osadía, y en una nómina de guionistas cuyo mérito, una vez más coincido con Enric González, es enorme, dadas las circunstancias argumentales ―no hay en “Mad Men” crímenes por resolver, ni luchas encarnizadas por el poder (no en sus más altas esferas, al menos)― y fílmicas ―la acción brilla por su ausencia y las imágenes (preciosas) se suceden con cadencia morosa en largos planos secuencia que parecen no conducir a ningún sitio―. Y, sin embargo, la serie no da una puntada sin hilo; capaz, insisto, de mantener un vivísimo interés a lo largo de sus siete ―ocho― temporadas, y deparar sorpresa tras sorpresa incluso al espectador más cínico.
Ambientada en la triunfante, segura de sí y, por qué no decirlo ―aunque en su día no se tuviese ni un atisbo de dicha percepción―, machista sociedad norteamericana de los sesenta, su trama está atravesada por una serie de hechos históricos ―entre otros, el asesinato de Kennedy, la Guerra de Vietnam, el “Watergate” y la revolución sexual, esta última de importancia capital en el devenir de la serie y, sobre todo, el de sus personajes femeninos.
“Mad Men” es profundamente amoral ―que no inmoral, mal que pese a tanto censor cotidiano―, y ahí radica buena parte de su atractivo, dados tiempos tan biempensantes ―sofocantes, añadiría― como los que corren. “Old Nick” Maquiavelo parece encontrarse a la cabeza del cotarro, en fecundísima colaboración con el citado Weiner. Así, la vida ―igual que los negocios y, concretamente, el de la publicidad― es contemplada como una especie de “arte de lo posible” por medio de la cual remover, sortear o convertir en oportunidad de negocio cualquier obstáculo con que topemos. No cabe más moraleja. No la hay, por tanto. Cosa que se agradece sobremanera.
El diseño de producción es, sencillamente, un prodigio de verosimilitud ―casi puedes sentir los sillones de escay pegándose a los muslos de las sufridas secretarias―. Muchos diálogos, por su parte, resultan antológicos. Pero si hay algo que destaca especialmente en “Mad Men” y que, de hecho, ha entrado para siempre en el imaginario colectivo, es su inolvidable galería de personajes. Porque, pese a todo lo dicho, probablemente sea ésa la seña de identidad de la serie. La complejidad psicológica de los mismos resulta inaudita, hasta tal punto que no hay ninguno que no sea razonablemente susceptible de un “spin-off” ―recemos, por otra parte, para que tal aberración no sea llevada a término; aunque, habida cuenta del buen gusto de sus responsables, no creo que haya nada que temer al respecto―. El elenco de completos desconocidos en que se encarna ha acabado convertido en un florido ramillete de iconos, a cual más inconfundible. Así, la apabullante pelirroja Joan Harris-Christina Hendricks evoluciona desde su rol de Marilyn Monroe de la televisión moderna hasta el de respetable ―y respetada― empresaria de éxito. Peter Campbell-Vincent Kartheiser es el arribista despreciable al que, sin embargo, y como muy bien apunta Elvira Lindo, no puede ―aunque de manera bastante retorcida― no quererse. John Slattery se mete en el traje a medida del vividor irredento Roger Sterling, sumido en un Eterno Retorno de matrimonios fallidos ―algo muy americano, por cierto―. A fuerza de voluntad pura y sin mezcla, la niñita reprimida que empieza siendo Peggy Olson-Elizabeth Moss consigue abrirse paso en un mundo eminentemente masculino y patriarcal. Betty Draper, el bonito florero interpretado por January Jones, amenaza a cada instante con romperse en mil pedazos, oscilando en equilibrio inestable sobre sus insatisfacciones de ama de casa ignorada por su exitoso marido. Y así podríamos seguir hasta agotar el extenso reparto.
Mención aparte merece el rol más que interpretado, mimetizado por John Hamm. Semblanza aparte merecería, más bien. Alma indiscutible de la fiesta, su Don Draper es uno de los hallazgos máximos no sólo de la televisión, sino de la imagen contemporánea toda. Objetivamente analizado, se trata de un tipejo miserable. Desertor y mentiroso, infiel a su esposa y pésimo padre. Aun así, es imposible no sentir honda admiración e indisimulada envidia por la figura distinguida y lacónica que compone. Las mujeres, incluso las de hoy día, liberadas y trabajadoras, e iguales ―teóricamente― en derechos y libertades a sus contrapartes masculinas, lo aman con ceguera animal. Los hombres, por su parte, y probablemente por justo lo anterior, quisiéramos ser como él ―corrijo: quisiéramos ser él―. Es evidente que ni deberían ni deberíamos. Pero el “deber” cae dentro de la órbita de la moral, y de eso ya hemos quedado que en “Mad Men” hay apenas nada.
25 de octubre de 2013
17 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los ingleses son unos expertos consumados en el arte de tornar derrotas bochornosas en gloriosos hechos de armas- Isandlwana, Dunkerque-. Arcanos de la comunicación de masas y una medida generosa de estulticia colectiva. El precedente de mayor relumbrón se sitúa, no cabe duda, en el desastroso papel que jugara en Balaclava, durante la Guerra de Crimea, la Brigada Ligera al mando del dandi Lord Cardigan- cuyo principal objetivo con la invención de la prenda del mismo nombre no fue otro que evitar despeinarse-. Loada por el vate Lord Alfred Tennyson en su celebérrimo poema- “… Into the valley of Death, / rode the six hundred”-, una decisión militar más que discutible, sumamente reprensible- una carga frontal de caballería contra toda la artillería enemiga-, pasó a los anales de la historia como uno de los más acabados ejemplos del arrojo y la superioridad moral de los hijos de la Gran Bretaña triunfante.
Afortunadamente, de un tiempo a esta parte ha venido apareciendo abundante literatura desmitificadora- “The Reason Why”, de la historiadora británica Cecil Blanche Woodham-Smith, en que se basa la película que nos ocupa; “The Homicidal Earl”, del historiador militar, y ahora también novelista (mediocre, todo sea dicho) británico Saul David; o la chocarrera, y sin embargo brillante, “Flashman y la carga de la Brigada Ligera”, de George McDonald Fraser. Incluso una obra contemporánea de los hechos, “Cartas de un oficial del estado mayor en Crimea”, escrita por el coronel J. Gough Calthorpe se alejaba ya de la versión oficial, apuntando cierto comportamiento poco valeroso de Lord Cardigan en el fragor de la batalla-.
“La última carga”- así traducido en España a fin de no confundirla con la romántica visión que, 32 años antes, Michael Curtiz diera de los mismos hechos en “La carga de la Brigada Ligera”- se inscribe de lleno en dicha tendencia escéptica. Rodada en plena efervescencia del 68, su pacifismo, antimilitarismo y descontento general son evidentes. Una amarga ironía, rayana en el sarcasmo, impregna cada una de sus hermosas estampas. Éstas se alternan con unas maravillosas animaciones a cargo de los Monthy Python, a medio camino entre la psicodelia y el realismo industrial. Sólo las que abren la película y sirven de fondo a los títulos de crédito ya dan una idea bastante ajustada del tono cáustico que predominará durante los 140 minutos siguientes. Si bien es cierto que Tony Richardson llega a resultar un tanto retórico, recreándose demasiado en la belleza y la potencia de sus imágenes, tanto reales como animadas.
En cualquier caso, nos hallamos ante una curiosidad cinematográfica- casi una joya, podría decirse, por su espléndida rareza-, excelentemente fotografiada, e interpretada por la aristocracia del cine británico- Trevor Howard, John Gielgud, Vanessa Redgrave-, que se empeña en desvelar la ciega estupidez de los héroes- ese capitán Nolan encarnado por un intenso David Hemings, cuyas inquietudes parecen circunscribirse a los caballos y a hacerse matar lo antes posible- y la incompetencia manifiesta de los mandos- la discusión final entre Lord Raglan, Lord Lucan, Lord Cardigan y el brigadier Airey por la responsabilidad en el desastre no tiene desperdicio-.
Lo que tampoco tiene desperdicio es ver a Trevor Howard tratando de encajarse en los ceñidos pantalones rojos del 11º de Húsares. “Forward the Light Brigade! / Charge for the guns´ he said…”
2 de mayo de 2013
16 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Brillante western a cargo de Robert Aldrich. Narra la sangrienta partida de ajedrez en que deriva la persecución, por parte de un pelotón de caballería, de un grupo de apaches escapados de la reserva.
Aldrich es un excelente director, conocido por sus escasos miramientos a la hora de filmar escenas violentas. "Ulzana´s Raid" no desmerece dicha fama implacable, atesora imágenes ciertamente duras.
La película no es ajena tampoco al enfoque crítico marca de la casa. Así, se ahonda en las motivaciones de los apaches para cometer sus tropelías. Además, la crueldad de los civilizados soldados americanos, apenas si embridada por las ordenanzas militares, no difiere demasiado de la que emplean los salvajes sedientos de sangre.
Aldrich es, en fin, un autor con cierto gusto por las historias de tipos duros - "Doce del patíbulo"- que plantan cara a una vida de perros con actitud entre lacónica y cínica. Hay dos diálogos en "La venganza de Ulzana" muy ilustrativos de ese "pathos" propio de los personajes de Aldrich. Ambos se dan, curiosamente, en la misma escena:
"- ¿Dónde combatirá?
- No le combatirá. Sólo quiere matarle."
O bien:
"- Conoce a Ulzana?
- Su mujer y mi mujer, hermanas
- ¿Hermanas?
- Su mujer fea. Mi mujer no tan fea."
Nadie mejor para encarnar el proverbial laconismo cínico que un Burt Lancaster enorme, ejemplo inapelable de que la juventud se cura con los años. Y es que el otrora saltimbanqui un tanto histriónico alcanzó una reposada madurez interpretativa que le permitió alumbrar papeles memorables- Príncipe Salina-, entre los que cabe, sin duda, incluir al explorador McIntosh que compone aquí.
Rodada en escenarios naturales de Arizona, otro de los aspectos a valorar muy positivamente es la fotografía en Technicolor del feroz paisaje. No en vano podría considerárselo un personaje más en la carrera a muerte que alberga. Otro de esos tipos duros, lacónico y cínico. Porque, ya lo dijo Sheridan, "si fuera propietario del infierno y de Arizona, viviría en el infierno y alquilaría Arizona".
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