Se nos presenta un mundo post-apocalíptico con una grisácea paleta de colores donde no parece haber futuro alguno ni propósito para seguir viviendo. El director confía ciegamente en lo poderoso de los fotogramas, de la propia atmósfera, para levantar una película que, efectivamente, se encamina hacia ninguna parte. La relación padre-hijo opaca cualquier otro evento que pretende abrirse paso en la trama y al final nos quedamos con la sensación de que el resultado podría haber sido mejor de lo que ya es.

Unos 15 años después, decidí volver a ver la serie que considero parte esencial de mi infancia. Porque a pesar de esa pasión que yo tenía con 10 años por Naruto, realmente nunca vi la historia completa y de forma cronológica. Yo me sentaba a cenar y en la tele sabía que iba a empezar un capítulo, yo no sabía cuál ni tampoco sabía si me había perdido algo, pero me daba igual y me sentaba a verlo con entusiasmo. El tiempo pasa, creces, tus intereses evolucionan contigo y no ha sido hasta la aparición de las plataformas de streaming cuando a todos se nos abrió un mundo nuevo para poder disfrutar de lo que queramos y cuando queramos.

Tenía algo de miedo a llevarme una decepción y que la nostalgia hubiera sido la culpable de ese grato recuerdo, pero nada más lejos de la realidad. Evidentemente, la madurez aporta una visión crítica de las cosas, objetividad y discriminación sobre lo que está bien y mal. Es cierto que Naruto está orientada a un público preadolescente, como lo son los personajes, pero también hay momentos trágicos, violentos y bien estructurados que cualquier adulto podría disfrutar. Además de esto, el trato que se da a todos los personajes, con la cantidad de secundarios que hay, es algo difícil de igualar. Que todos tengan su momento para brillar, un fascinante pasado que sirva para entender su presente y rasgos característicos que les hacen únicos son la seña de identidad de este anime. Si a todo esto le añades unos openings y una banda sonora memorables, tienes la receta perfecta para crear el shonen clásico por excelencia. Los habrá mejores porque el tiempo pasa para todos, pero el poder de la nostalgia es algo imposible de medir y también imposible de vencer.

Los niños crecen y se hacen mayores. La adolescencia es una época de muchos cambios a nivel físico y mental, las travesuras dejan paso a la rebeldía y el cuestionamiento de la autoridad, la independencia y la búsqueda de una identidad propia. Llega el primer beso, las primeras preguntas existenciales, la diferenciación entre deseo y deber... Y a Harry le llega todo de golpe. La saga presenta por primera vez conflictos políticos en el grueso de la trama, las motivaciones e intereses de los personajes desvelan una nueva escala de grises que deja atrás la falsa dicotomía entre el bien y el mal: ni los buenos son tan buenos ni los malos son tan malos. Conspiraciones, corrupción, dilemas y conflictos morales, propaganda y manipulación hacen de la quinta entrega la más madura de la saga, aunque este exceso de elementos que se quieren tocar impide abarcarlo todo en profundidad, quedándose en un trato superficial en la mayoría de los aspectos.

Ni las escenas con mayor intención cómica hacen la menor gracia. Las constante sobreactuación de los personajes, todos ellos con un comportamiento bufonesco e infantil, tienen la clara intención de ridiculizar a políticos soviéticos que podrán gustar más o menos, pero eran de todo menos payasos. Me sorprende que un actor como Steve Buscemi se haya prestado a participar en este lamentable espectáculo.
Resaltar también el parecido enorme del personaje de Stalin a Miguel Ángel Revilla, mucho más que al del líder soviético. Esta circunstancia refleja claramente qué tipo de película es.