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Críticas 21
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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7 de enero de 2025 3 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
La industria del cine comercial indio, bautizada «Bollywood», alcanza cifras astronómicas de recaudación. Pese a su éxito en el mercado interior, en occidente, la inmensa mayor parte de sus éxitos nunca se estrenan. Al mismo tiempo, en la periferia de esa nueva babilonia, en la tierra de la informática, las castas y el crecimiento, se alzan humildes producciones cinematográficas que nos recuerdan que allí nació, en una familia de impresores de Calcuta, Satyajit Ray.

Ray, el director de cine que mejor recorrió las huellas de Rabindranath Tagore, nos dejó para siempre la llamada trilogía de Apu, una joya cinematográfica esculpida en tres relatos que, al igual que el cine de Ozu, supo mostrar el misterio del humanismo a partir de describir personas comunes, gente corriente en la que se esconde lo verdaderamente inmenso.

Con Ray como referencia, le cabe a Payas Kapadia haber establecido una cabeza de puente entre el cine indio del pasado y éste del presente. En ambos casos, Cannes sirvió y ha servido para promulgar ese otro cine que, sin grandes inversiones, consigue que el cine indio pueda estrenarse en cualquier parte del mundo.

Autora de solo dos largometrajes, un documental titulado «A Night of Knowing Nothing» (2021) y esta obra de ficción levantada sobre un naturalismo sin pretensiones, «La luz que imaginamos» de Payas Kapadia (Bombay, 1986), se ha convertido en una de esas notables sorpresas consolidadas en el recién terminado 2024. Sin ser ajena a la irrupción del cine femenino de la última década, Payas Kapadia resuelve su primer filme no documental sin renunciar a los estilemas que determinaron la obra de su debut. Con travellings que recorren de izquierda a derecha y de derecha a izquierda la pantalla, «La luz que imaginamos» reclama, como el Buñuel que amordazó el surrealismo radical de sus dos primeros trabajos, las imágenes de lo real como detonador de aquello que subyace más allá de lo visible. Situada en el ámbito de un hospital, con tres mujeres en el centro de su relato, Kapadia habla sin estridencias ni manifiestos de la condición de la mujer. Habla desde lo real para echarse en brazos de lo onírico con una idea central: hay una pulsión de vida apasionante más allá de la India tradicional y más allá de «Bollywood».
29 de diciembre de 2024 3 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
«Cónclave» se desenvuelve en el mismo escenario en el que Nanni Moretti perpetró su «Habemus Papam» (2011). Pero su director, Edward Berger, se adentra en los pasillos del avispero vaticanista con la negra piel de «thriller», al estilo del «Padrino III» (1990) de Ford Coppola. Su recorrido, de neoclásica geometría y de candorosa perversidad, no por hipotético resulta imposible. Eso sí, retuerce el verosímil hasta desquiciar la razón lógica. Claro que, si hablamos de fe, ¿cabe mostrar una congruente prudencia?
Más allá de esas rimas entre fe y razón, la fuerza de «Cónclave», lo que de verdad interesa en esta reunión de cardenales que deben elegir al sucesor de San Pedro tras la muerte del papa, no reside en su desenlace sino en las luchas internas. Importan más los pequeños detalles y el cómo se cuentan que la escenificación de una posibilidad improbable que no se debe a lo real sino a una realidad ficcionada.
De no haber existido Paolo Sorrentino y su «The young Pope», la mordaz serie protagonizada por Jude Law, «Cónclave» hubiera pasado por ser una originalísima propuesta en los siempre pantanosos recovecos de la curia romana.
Pero la mano de Sorrentino existió y en las idas y venidas del atribulado Ralph Fiennes, de la intrigante Isabella Rossellini y del melifluo Stanley Tucci, entre otros intérpretes de alta alcurnia, resuenan ecos de barroquismo y filigrana. Berger, cineasta alemán que aquí se presenta bajo producción norteamericana, diseña su historia, contagiado por los usos de la liturgia romana. El movimiento se hace rito y del rito emerge la intriga. Con ella «Cónclave» se comporta como «Un juego de tronos» que cambia la espada por la lengua, el veneno por la intriga y el sexo por secretos de baja ambición y oscura alcoba.
Implícita en la novela de Harris, reforzada por el guion de Straughan y coreografiada por la puesta en escena de Berger, «Cónclave» ahonda en una obviedad que muchas veces se olvida: los ministros de dios tropiezan en las mismas flaquezas que los hijos de los hombres.
Así que, más allá de las zancadillas palaciegas y más acá de las miserias cotidianas que nos recuerdan que los cardenales no son inmunes al laberinto de la política; Berger, con retórica de Shakespeare, busca bucear en la complejidad de la psicología humana, en sus generosas grandezas y, sobre todo, en sus miserables miserias.
11 de enero de 2025 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Irreprochable en su producción, «Better Man» encierra una vuelta de tuerca al canónico «biopic» levantado bajo el control absoluto de la persona biografiada. Esa persona, cantante, productor y protagonista de «Better man», se llama Robbie Williams; una estrella del pop británico que, si hemos de creer lo que aquí se nos cuenta, soñaba con «la Voz» y hoy canta «My Way» como si fuera la reencarnación del mismísimo Frank Sinatra.

Nada de lo que acontece en « Better Man» pertenece a la verdad; no al menos a la verdad plena porque nada hay más falso que una autobiografía. Da igual que la mayor parte de lo que se narre en ella sea literalmente cierta. Por eso, porque el onanismo inherente a este ejercicio de inmolación y vanidad apabulla; Williams y su cómplice, Michael Gracey, director de este «musical», decidieron que su personaje debería ocultarse tras la máscara de un simio. Transformado en un primate por los CGI, o sea por las imágenes generadas por ordenador, Robbie Williams adquiere la prestancia del César de «El planeta de los simios». La precisión del maquillaje digital obra el milagro de que veamos a Williams cambiar su cuerpo de niño a adulto y percibamos en esa creación el escalofrío de la autenticidad.

La osadía de este doble salto mortal, convertir al artista en un mono sin Tarzán, obtiene un prodigio sin explicación posible. «Better Man», en cuanto espectáculo, funciona perfectamente. Su recorrido cronológicamente lineal, la estructura es más clásica que el Sinatra de Las Vegas, deviene en una alucinación convincente. Su devenir atrapa y la calidad de las coreografías, así como la interacción con los personajes humanos, jamás incomoda.

« Better Man», con Williams detrás del disfraz, desprende una verosimilitud doblemente tramposa. Pero esto pertenece al veneno del arte, recrear la vida para acabar reemplazando la realidad. Lo mil veces repetido: cultivar la mentira para cosechar la verdad. Y la verdad que aquí se representa se reitera en un relato mil veces contado: el nacimiento de una estrella, su ascenso a la gloria y su desmoronamiento por el alcohol y las drogas.

Nada nuevo bajo los focos del star system. Ni siquiera cabe pedirle a Williams un acto de contrición. El espejismo resulta brillante y Williams cuenta la historia como le viene en gana. Se desnuda para ajustar cuentas y canta a «su manera». Bajo una máscara que lo hiperboliza, lo redime y lo mitifica. No engaña su título, en cuanto simio parece mejor persona.
7 de enero de 2025
4 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando en 1979 Werner Herzog rescató y reinterpretó el «Nosferatu» de Murnau, aquel gesto se sabía cuestión política. El director que cuando hace ficción, documenta el sufrimiento y cuando se dice documentalista, convoca los sueños, despertó a Nosferatu para recuperar la propia historia de Alemania, para devolverla al lugar de lo que había existido. Hoy, a la vista de la película de Eggers, Herzog podría repetir, como el personaje que interpreta en ella un Willem Dafoe sacado de la chistera del Alan Moore de «The League of Extraordinary Gentlemen», que Darwin, con su rigor racionalista, se arrancó los ojos.

La gran diferencia, ese matiz decisivo que hace que todo sea distinto entre Murnau y Eggers, reside en una cuestión. Oscar Wilde nos regaló la clave de esto. «El hombre puede creer en lo imposible, pero no creerá nunca en lo improbable».

Murnau pertenecía a los primeros, sabía que lo imposible, alguna vez, acontece. Por lo tanto, buceó en el conocimiento esotérico y llenó a su vampiro con la fragilidad empática del condenado perpetuo. Sembró su apropiación del relato de Stoker, para indignación de su viuda, con símbolos ocultistas. Con ellos, con una escritura inagotada, alumbró el mito por excelencia del siglo XX, el monstruo del nuevo mundo.

Robert Eggers no cree en lo fantasmático. Ni se emociona con lo inexplicable e inexplicado. Por eso mismo termina por abrazar lo improbable. De ahí que, a mitad de su película, angustiado por su incapacidad para no traspasar el lugar del delirio, eche mano de las posesiones satánicas y se encomiende al William Friedkin de «El exorcista» para insuflar tensión a su relato. Y por eso mismo, su «Nosferatu» carece de identidad, es la suma de todos los que le han precedido. Un constructo  poliédrico que mezcla los imaginarios de Murnau, Herzog, Coppola y todos aquellos que antes que él, se acercaron al relato del «infectado». Ese Nosferatu nada probable, antes de su estreno nadie lo pudo ver pero, después de verlo, nadie sabe cómo recordarlo.

Sabemos que Murnau engendró «Nosferatu» el mismo año en el que moría Proust, en los días en los que Joyce escribía «Ulises», cuando Freud acabó «Una neurosis demoníaca en el siglo XVII» y en las horas en las que Stefan Zweig escribía «Carta de una desconocida».  En ese mismo tiempo, «Nosferatu» se levantó de su tumba y con él su leyenda amaneció.

En aquellos años, algunos sospecharon que aquel  Nosferatu de Murnau no siempre fue interpretado por un actor. Creyeron, en consecuencia, que no había máscara en él, sino el polvo real de un vampiro de cientos de años prisionero de una eternidad maldita. Con fe o sin ella, en 1922 Europa se preparaba para derramar sangre.  Atrás había quedado la primera guerra mundial. Delante aguardaba Hitler y el holocausto, ese desfile macabro previsto en el «Metrópolis» de Lang y en esa estrella de siete puntas, el heptagrama de Salomón, con el que Eggers emblematiza aquí su reinterpretación del conde Orlok, el náufrago ¿judío? -como El Golem-, de la infinita sed.

Si Herzog desenterró la historia de Alemania y Coppola abrochó para siempre el cine y su capacidad de congelar la vida con la mortaja perpetua de Drácula, ¿qué pretendía Robert Eggers cuando justo después de filmar «La bruja» empezó a pergeñar su pretensión de rehacer la obra maldita de Murnau?

Nadie discutirá que, si tras rodar «La bruja», Eggers hubiera filmado su «Nosferatu», éste hubiera sido muy diferente al de ahora. Y nadie puede eludir el hecho de que Eggers, hombre de su tiempo, nihilista posmoderno como el Von Trier de «Rompiendo las olas», cuando se enfrenta a lo innombrable, termina por resultar ingenuamente obvio. Lo fue en los minutos finales de «La bruja». Volvió a trastabillar en «El faro». Salió mejor librado cuando mutó la taumaturgia por la aventura en «El hombre del norte» y, en «Nosferatu», busca refugio en la acumulación de recursos.

Todos los ingredientes de este «Nosferatu 2024», en la antesala del segundo reinado de Trump, en los días del genocidio de Gaza y en el neozarismo de Putin, se saben hiperbólicos. De hecho, su «Nosferatu» no es sino una especie de monstruo frankensteniano forjado con fragmentos de todos los que le precedieron. Una quimera convocada por la insatisfacción de una mujer que es quien al final de 132 minutos, quedará indeleble como icono, razón y mártir.
11 de enero de 2025 1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Casi al final de su carrera, cuando los nuevos cines habían sepultado su recuerdo, los hermanos Tavianni resurgieron del silencio con un ensayo audiovisual inclasificable: «César debe morir» (2012). Con Shakespeare como salvoconducto, un grupo de internos de la cárcel romana de Rebibbia, ensayaban la vida de Julio César y su asesinato en los idus de marzo. Con la muerte del último emperador republicano, Paolo y Vittorio Tavianni , dos marxistas convencidos que hicieron obras emblemáticas en el declive del gran cine italiano del pasado siglo XX, firmaron su testamento, un hermoso epitafio.

En «Las vidas de Sing Sing», Greg Kwedar, un director y productor de cine norteamericano, culmina su segunda película con parecidas mimbres: presos de una cárcel -Sing Sing en este caso-, a los que representar a Shakespeare sirve de terapia y sanación en un contexto de enclaustramiento y desesperación. Si los Tavianni hurgaban en la historia de la Roma mítica para mostrar a los sucesores de aquella estirpe de conquistadores convertidos en carne de presidio, aquí Hamlet y su inagotable «Ser o no ser» representa solo uno de los fragmentos de un pastiche que mezcla muchas cosas en un viaje en el tiempo.

Construido a partir del llamado «Programa de Rehabilitación a Través de las Artes», fundado en Nueva York, Kwedar se sirve de presos que se autorrepresentan con actores en un ejercicio dramático sobrio, preciso, solemne. En él sobresale el protagonismo de dos reclusos tan antagónicos como capaces de convivir y compartir el mismo destino. Kwedar no mira a los Tavianni sino a «Rebobine, por favor» (2007) de Gondry y al «Alguien voló sobre el nido del cuco» (1975) de Milos Forman. Al menos eso es lo que afirma el propio Kwedar quien también ha destacado el singular clima de complicidad y reivindicación del rodaje de esta historia levantada sobre cimientos de lo real. Lo que pasó y lo que se cuenta se disuelve en un proceso ortodoxo y convencional, edificado con solvente carpintería teatral, al estilo de Tennessee Williams, donde el destino mueve los hilos y los seres humanos claman por la dignidad. En este caso bajo el paradójico lema de «el teatro os hará libres».
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