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Críticas ordenadas por utilidad
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6,8
5.088
9
8 de febrero de 2010
8 de febrero de 2010
27 de 29 usuarios han encontrado esta crítica útil
Picnic en Hanging Rock resulta imposible encasillarla entre la ortodoxia de los géneros. No es una película de terror: no aparecen criaturas monstruosas, ni psicópatas asesinos, ni espíritus, ni baños de sangre… pero es desasosegante y desarrolla su acción con los recursos, reclamos, símbolos y matices que nos acercan al mundo tenebroso, no tanto de Allan Poe como de los mitos y el terror cósmico materialista de Lovecraft. Tampoco es un drama de época, ya que en la película no coexisten damas traicionadas con nobles villanos, ni galantes caballeros enamorados, ni autos de fe… pero sí se apuesta por mostrarnos, con sutil elegancia y destreza cinematográfica, la abrupta soledad del ser humano, la inocencia, el latente deseo sexual, el lado salvaje y misterioso de la naturaleza, la belleza y las extrañas circunstancias que rodearon a unas jóvenes damas y a sus profesoras un día de San Valentín de 1900.
El punto de vista del director sobre lo que allí ocurrió pertenece más al ideario mitológico que a la realidad recreada según los argumentos, verdaderos o no, de la novela de Joan Lindsay. El que sea un hecho real todo lo que se cuenta es lo de menos, pero sí es sagaz y enriquecedora la forma que tiene Weir de mostrarnos su propia perspectiva cinematográfica, su capacidad artística para crear y transformar atmósferas limpias, luminosas y sosegadas, en escenarios oníricos protagonistas de espeluznantes acontecimientos desarrollados con una puesta en escena deslumbrante, una sugerente y cálida fotografía, tan cautivadora como irreal, al compás de unas inquietantes y delicadas notas de flauta.
La cargada sexualidad, nunca explícita, parece ser otro de los puntos clave del film. Es el deseo latente o no consumado lo que parece mover las acciones de varios de los personajes: los gestos siempre anhelantes y las voces dulces de todas las estudiantes y de algunas de las profesoras; la atracción silenciosa de los personajes de Michael y de Sara por Miranda; los sentimientos de sincera admiración de una delicada Mademoiselle de Poitiers (magníficamente interpretada por Helen Morse) por la belleza de la joven estudiante: “Miranda es como un ángel de Botticelli”, se atreve a comentar en voz alta.
A Peter Weir le interesó mucho más profundizar en el modo de trasladar a las imágenes las emociones de los personajes, sus diatribas sentimentales, la confrontación entre las muy urbanas y civilizadas actitudes victorianas con la naturaleza más extrema, salvaje y misteriosa; y en captar la incapacidad, la angustia y el deterioro mental de otros personajes (como el de la directora y el de Sara) al asumir hechos tan terribles y nunca desvelados como los que se cuentan en la narración, que en intentar revelar al espectador lo que realmente pudo suceder aquella tarde de febrero de hace más de un siglo, si es que realmente algo ocurrió.
El punto de vista del director sobre lo que allí ocurrió pertenece más al ideario mitológico que a la realidad recreada según los argumentos, verdaderos o no, de la novela de Joan Lindsay. El que sea un hecho real todo lo que se cuenta es lo de menos, pero sí es sagaz y enriquecedora la forma que tiene Weir de mostrarnos su propia perspectiva cinematográfica, su capacidad artística para crear y transformar atmósferas limpias, luminosas y sosegadas, en escenarios oníricos protagonistas de espeluznantes acontecimientos desarrollados con una puesta en escena deslumbrante, una sugerente y cálida fotografía, tan cautivadora como irreal, al compás de unas inquietantes y delicadas notas de flauta.
La cargada sexualidad, nunca explícita, parece ser otro de los puntos clave del film. Es el deseo latente o no consumado lo que parece mover las acciones de varios de los personajes: los gestos siempre anhelantes y las voces dulces de todas las estudiantes y de algunas de las profesoras; la atracción silenciosa de los personajes de Michael y de Sara por Miranda; los sentimientos de sincera admiración de una delicada Mademoiselle de Poitiers (magníficamente interpretada por Helen Morse) por la belleza de la joven estudiante: “Miranda es como un ángel de Botticelli”, se atreve a comentar en voz alta.
A Peter Weir le interesó mucho más profundizar en el modo de trasladar a las imágenes las emociones de los personajes, sus diatribas sentimentales, la confrontación entre las muy urbanas y civilizadas actitudes victorianas con la naturaleza más extrema, salvaje y misteriosa; y en captar la incapacidad, la angustia y el deterioro mental de otros personajes (como el de la directora y el de Sara) al asumir hechos tan terribles y nunca desvelados como los que se cuentan en la narración, que en intentar revelar al espectador lo que realmente pudo suceder aquella tarde de febrero de hace más de un siglo, si es que realmente algo ocurrió.

7,8
41.990
10
16 de enero de 2008
16 de enero de 2008
23 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
Brillante, exquisita, mágica, sensual, visceral, contenida… son algunos de los adjetivos que vienen a la memoria tras haber disfrutado en poco menos de dos horas de esta poética y compleja película del director chino Wong Kar Wai, un realizador con un insólito mundo interior en el que se mezclan su interés por retratar la agónica soledad del ser humano y su pertinaz obsesión por plasmar en imágenes la mutación de las personas cuando lo amado elude voluntariamente nuestra compañía abandonándonos a nuestra propia suerte. Wong Kar Wai acierta en sus planteamientos narrativos y estéticos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
In the mood for love se mueve en esas distancias fijadas por la situación anímica de sus personajes. Wong Kar Wai proyecta un agobiante y sórdido entorno en el Hong Kong de los años 60, una ciudad claustrofóbica, angustiosa y decrépita en donde la pareja protagonista se mueve con gracilidad, con el sincero conformismo del que no conoce nada mejor. Un hombre y una mujer, vecinos de una mísera pensión, se convierten en amantes cuando descubren las infidelidades de sus respectivos cónyuges. El planteamiento, lejos de asemejarse al habitual cine romántico, se acerca más al neorrealismo de Rosellini o de Antonioni, y transmite sensaciones únicas en las hábiles manos del director.
Se inicia la singular relación amorosa con un profundo respeto mutuo, concretado por la sutil ambigüedad de los sentimientos al asumir la pareja protagonista su recién adquirida soledad, el dolor producido por una ruptura emocional no esperada ni deseada y la inevitable desorientación existencial. Poco tiempo después el magnetismo, el ardor, el deseo y la pasión contenida se abren paso para convertirse en los verdaderos protagonistas. Pero lejos de utilizar recursos cinematográficos ya conocidos para hilvanar una historia de amor fou, el realizador prefiere mostrarnos una laberíntica sucesión de sensaciones soterradas, como el roce silencioso de las manos, las miradas perdidas de complicidad, el sensual movimiento rítmico del cuerpo de Maggie Cheung al caminar, el abrazo entre sollozos de los amantes, los tensos y prolongados silencios, el deseo reprimido... Todo tiene su lugar y su importancia en este combinado de sugerencias, en esta obra de arte sobre los impulsos irracionales que dominan el corazón y la mente humanas frente al cínico y cruel conformismo, la intolerancia sexual y las conservadoras normas sociales reinantes.
El singular respeto por las actitudes de los personajes y sus emociones trasciende al mismo espectador que se convierte en un mudo testigo de sus sentimientos sin ser partícipe en ninguna ocasión de esas confesiones íntimas a las que nos tiene acostumbrados el actual cine norteamericano. Es lógico que sintamos ese deseo de que se nos permita llegar más allá en el conocimiento sensual de los amantes, nuestro voyeurismo nos los demanda en cada instante de la película; exigimos mentalmente que nos regalen con algún diálogo lleno de pasión, carnalidad, amor e instintos retenidos que estallan tras un beso... y seguro que eso es lo que experimenta la pareja protagonista, aunque Wong Kar Wai prefiere que todos, incluso él mismo y los espectadores, respeten su intimidad cinematográfica.
Se inicia la singular relación amorosa con un profundo respeto mutuo, concretado por la sutil ambigüedad de los sentimientos al asumir la pareja protagonista su recién adquirida soledad, el dolor producido por una ruptura emocional no esperada ni deseada y la inevitable desorientación existencial. Poco tiempo después el magnetismo, el ardor, el deseo y la pasión contenida se abren paso para convertirse en los verdaderos protagonistas. Pero lejos de utilizar recursos cinematográficos ya conocidos para hilvanar una historia de amor fou, el realizador prefiere mostrarnos una laberíntica sucesión de sensaciones soterradas, como el roce silencioso de las manos, las miradas perdidas de complicidad, el sensual movimiento rítmico del cuerpo de Maggie Cheung al caminar, el abrazo entre sollozos de los amantes, los tensos y prolongados silencios, el deseo reprimido... Todo tiene su lugar y su importancia en este combinado de sugerencias, en esta obra de arte sobre los impulsos irracionales que dominan el corazón y la mente humanas frente al cínico y cruel conformismo, la intolerancia sexual y las conservadoras normas sociales reinantes.
El singular respeto por las actitudes de los personajes y sus emociones trasciende al mismo espectador que se convierte en un mudo testigo de sus sentimientos sin ser partícipe en ninguna ocasión de esas confesiones íntimas a las que nos tiene acostumbrados el actual cine norteamericano. Es lógico que sintamos ese deseo de que se nos permita llegar más allá en el conocimiento sensual de los amantes, nuestro voyeurismo nos los demanda en cada instante de la película; exigimos mentalmente que nos regalen con algún diálogo lleno de pasión, carnalidad, amor e instintos retenidos que estallan tras un beso... y seguro que eso es lo que experimenta la pareja protagonista, aunque Wong Kar Wai prefiere que todos, incluso él mismo y los espectadores, respeten su intimidad cinematográfica.

7,7
15.828
10
11 de enero de 2008
11 de enero de 2008
22 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
Secretos y Mentiras es una nueva muestra documental sobre las características y estereotipos sociales y familiares de la sociedad de finales del siglo XX. Todos nos vemos involucrados; el estado del bienestar se ve resquebrajado en algunos momentos de nuestras vidas debido a un acontecimiento fortuito, accidental u olvidado que vuelve a nosotros repetidamente o después de un cierto periodo de tiempo.
La película no intenta ser una obra melodramática, apenas produce tristeza porque se enmascara a cada instante de moderadas dosis de comedia, pero su gracia no estriba en gags previsibles e histriónicos, sino en la cruel y despiadada soledad de todos y cada uno de los protagonistas: la angustiosa ignorancia de la madre neurótica, la falsa benevolencia y perfecta educación de una hija olvidada, el sutil y elaborado embrutecimiento de la hija menor que convive con ella, el recital de “tics” de su novio y las abigarradas apoplejías mentales, vacuas e insustanciales de un hermano menor, esposo y mártir de una mujer desdichada y angustiada con lo inevitable.
La película no intenta ser una obra melodramática, apenas produce tristeza porque se enmascara a cada instante de moderadas dosis de comedia, pero su gracia no estriba en gags previsibles e histriónicos, sino en la cruel y despiadada soledad de todos y cada uno de los protagonistas: la angustiosa ignorancia de la madre neurótica, la falsa benevolencia y perfecta educación de una hija olvidada, el sutil y elaborado embrutecimiento de la hija menor que convive con ella, el recital de “tics” de su novio y las abigarradas apoplejías mentales, vacuas e insustanciales de un hermano menor, esposo y mártir de una mujer desdichada y angustiada con lo inevitable.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Mike Leigh dibuja poco a poco las relaciones familiares y retrata a todos los personajes con una precisión cruel a ratos, aunque también a veces piadosa. Quiere probar lo desdichados que son en todos los aspectos, porque no hay nada que se guarde a la falsedad ni a la manipulación en esta galería de vecinos nuestros. Hasta el título puede que resulte engañoso. Puede llevar a pensar que durante la proyección seremos cómplices de confesiones inaudibles, terribles acontecimientos guardados en la mente y corazón de los personajes por mucho tiempo. No hay nada de eso: la virtud de esta película radica en todo lo contrario, ya que ningún secreto es tan escandaloso (de hecho el primer sorprendido cuando se van revelando uno a uno es el espectador, que siente una punzada de decepción al comprobar que en la vida una pequeña omisión puede dar lugar a grandes desencantos), ni las mentiras cotidianas son tan colosales y despiadadas, sino por el contrario irrelevantes. Todo empapado de naturalidad, sin artificios ni efectismos de feria.
El guión no busca situaciones cómicas ni el estilo del director se interpone lo más mínimo entre los actores y los personajes que interpretan: de lo que se trata es de mostrarles tal y como son, como si el espectador fuese un testigo invisible en una apasionada conversación entre los diferentes miembros de una familia, y en todo momento se respira autenticidad, ritmo y emoción.
El final es optimista a su modo: una reunión familiar permite el desenlace de emociones, la llegada de la sinceridad es recibida como sucedería en cualquier familia: con lágrimas. Allí se permite que reinen los conflictos silenciados durante años, y una conclusión velada: la familia es el único reducto, el último refugio en una dura sociedad hostil que nos mantiene separados. La naturalidad de la puesta en escena se desarrolla hasta los límites de la percepción: escenas fijas de ¡más de diez minutos! con unas interpretaciones espléndidas, en donde Brenda Blethyn brilla con luz propia. Su personaje rebosa ingenuidad, compasión, alegría, conformismo, dulzura y, en algunos momentos, crudeza. La madre atormentada es capaz de llorar amargamente mientras conversa con su hija negra, y a los pocos segundos reír enfáticamente por no llegar a comprender del todo la fatalidad de su propia situación. Brenda cautiva al observador y a los propios personajes, a todos los arrastra en sus lamentos, en sus desgracias, nadie pasa por alto sus afirmaciones y su drama personal, todo el mundo al final se postra a sus pies, en el regazo de su extraordinaria personalidad y humanidad.
El guión no busca situaciones cómicas ni el estilo del director se interpone lo más mínimo entre los actores y los personajes que interpretan: de lo que se trata es de mostrarles tal y como son, como si el espectador fuese un testigo invisible en una apasionada conversación entre los diferentes miembros de una familia, y en todo momento se respira autenticidad, ritmo y emoción.
El final es optimista a su modo: una reunión familiar permite el desenlace de emociones, la llegada de la sinceridad es recibida como sucedería en cualquier familia: con lágrimas. Allí se permite que reinen los conflictos silenciados durante años, y una conclusión velada: la familia es el único reducto, el último refugio en una dura sociedad hostil que nos mantiene separados. La naturalidad de la puesta en escena se desarrolla hasta los límites de la percepción: escenas fijas de ¡más de diez minutos! con unas interpretaciones espléndidas, en donde Brenda Blethyn brilla con luz propia. Su personaje rebosa ingenuidad, compasión, alegría, conformismo, dulzura y, en algunos momentos, crudeza. La madre atormentada es capaz de llorar amargamente mientras conversa con su hija negra, y a los pocos segundos reír enfáticamente por no llegar a comprender del todo la fatalidad de su propia situación. Brenda cautiva al observador y a los propios personajes, a todos los arrastra en sus lamentos, en sus desgracias, nadie pasa por alto sus afirmaciones y su drama personal, todo el mundo al final se postra a sus pies, en el regazo de su extraordinaria personalidad y humanidad.

8,3
12.537
10
16 de enero de 2008
16 de enero de 2008
19 de 22 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el Festival de Venecia anterior al de la producción de esta película, Akira Kurosawa se alzaba con el León de Oro por una de sus obras más emblemáticas, Rashomon, una fábula medieval sobre una violación en el siglo XI que transmitía modernidad en cada uno de sus fotogramas. Al año siguiente, el gran maestro nipón deseó alejarse premeditadamente de los fastos obtenidos con una de sus película más aclamadas, junto con Los siete samuráis y El idiota, para centrarse una vez más en el terreno que mejor conocía, mucho más intimista, sincero y evocador, para filmar la que según muchos cineastas es una de las mejores películas de la Historia del Cine: Vivir (Ikiru).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Vivir cuenta una compleja historia sobre la importancia de una vida cuando se acerca la muerte y nos damos cuenta que no la hemos vivido como hubiéramos deseado. Narra la transformación de un hombre, un funcionario del ayuntamiento de Tokio, a quien se le ha desahuciado debido a un cáncer.
Vivir es una película que refleja en imágenes el carácter japonés, su cultura, sus tradiciones, sus valores morales y su concepto de la vida. De hecho es muy posible que esa personalidad, lejanamente remota en el espacio para los occidentales, nos resulte novedosa, misteriosa y tremendamente llamativa, como un soplo de frescura que nos permite descansar de los convencionalismos, tópicos y guiños occidentalistas a los que estamos acostumbrados. También es una película sobre el sentido de la existencia, los motivos que nos empujan a la acción utópica, sobre la relativa importancia del trabajo, la monótona rutina y la percepción de insustancialidad de nuestras obsesiones cotidianas cuando llega lo inevitable. Kurosawa se atreve además con una escéptica, pragmática, cínica y cruel meditación sobre la opinión que han merecido nuestros actos a las personas que nos han rodeado durante nuestra existencia, los borrosos límites que separan la amistad de la envidia, la verdad de la mentira, el amor del odio.
Vivir se divide en dos partes bien diferenciadas: en la primera se narra desde el principio el ocaso del protagonista, su obsesiva meta antes de morir, y está filmada con planos largos en donde se enfatizan los sentimientos y emociones del actor principal, su angustia existencial, sus dudas, la ausencia de sentido del ridículo cuando ya se ha asumido lo obvio, el acercamiento a personas a las que él no hubiera ofrecido nunca su confianza, el descubrimiento paulatino de lo objetivamente importante, su reto personal.
La segunda mitad, mucho más sobria, nos muestra el singular funeral del protagonista. Durante más de una hora (en el metraje original) vemos y escuchamos a compañeros de trabajo, amigos y familiares que han acudido al velatorio del omnipresente señor Watanabe (Takashi Shimura), el protagonista de la historia. Kurosawa interrumpe sus diálogos y diatribas para mostrarnos escenas retrospectivas que nos muestran lo que el héroe hizo antes de morir, sus ímprobos esfuerzos por que se aprobara la construcción de un parque para niños. Una apuesta formal, aunque quizás excesivamente agobiante, del director nipón para plasmar una reflexión sobre la muerte de un buen hombre en una película y que ésta lograse mostrar la hipocresía y la ambición de un enloquecido Japón contemporáneo.
Sin suponer una ruptura completa con su obra anterior, ni perderse en vericuetos narrativos, hay en Vivir un grado inhabitual de exigencia artística (increíble trabajo de contrastes) de profundo rigor estético, de seriedad en los planteamientos, rasgos que resultan dignos del máximo respeto.
Vivir es una película que refleja en imágenes el carácter japonés, su cultura, sus tradiciones, sus valores morales y su concepto de la vida. De hecho es muy posible que esa personalidad, lejanamente remota en el espacio para los occidentales, nos resulte novedosa, misteriosa y tremendamente llamativa, como un soplo de frescura que nos permite descansar de los convencionalismos, tópicos y guiños occidentalistas a los que estamos acostumbrados. También es una película sobre el sentido de la existencia, los motivos que nos empujan a la acción utópica, sobre la relativa importancia del trabajo, la monótona rutina y la percepción de insustancialidad de nuestras obsesiones cotidianas cuando llega lo inevitable. Kurosawa se atreve además con una escéptica, pragmática, cínica y cruel meditación sobre la opinión que han merecido nuestros actos a las personas que nos han rodeado durante nuestra existencia, los borrosos límites que separan la amistad de la envidia, la verdad de la mentira, el amor del odio.
Vivir se divide en dos partes bien diferenciadas: en la primera se narra desde el principio el ocaso del protagonista, su obsesiva meta antes de morir, y está filmada con planos largos en donde se enfatizan los sentimientos y emociones del actor principal, su angustia existencial, sus dudas, la ausencia de sentido del ridículo cuando ya se ha asumido lo obvio, el acercamiento a personas a las que él no hubiera ofrecido nunca su confianza, el descubrimiento paulatino de lo objetivamente importante, su reto personal.
La segunda mitad, mucho más sobria, nos muestra el singular funeral del protagonista. Durante más de una hora (en el metraje original) vemos y escuchamos a compañeros de trabajo, amigos y familiares que han acudido al velatorio del omnipresente señor Watanabe (Takashi Shimura), el protagonista de la historia. Kurosawa interrumpe sus diálogos y diatribas para mostrarnos escenas retrospectivas que nos muestran lo que el héroe hizo antes de morir, sus ímprobos esfuerzos por que se aprobara la construcción de un parque para niños. Una apuesta formal, aunque quizás excesivamente agobiante, del director nipón para plasmar una reflexión sobre la muerte de un buen hombre en una película y que ésta lograse mostrar la hipocresía y la ambición de un enloquecido Japón contemporáneo.
Sin suponer una ruptura completa con su obra anterior, ni perderse en vericuetos narrativos, hay en Vivir un grado inhabitual de exigencia artística (increíble trabajo de contrastes) de profundo rigor estético, de seriedad en los planteamientos, rasgos que resultan dignos del máximo respeto.

7,8
36.927
10
9 de enero de 2008
9 de enero de 2008
16 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay directores obsesionados con la comunicación, con la incomunicación, con la infancia, con la vejez, la soledad, con las relaciones entre sexos, con la amistad, con la dificultad de vivir, con la decadencia del género humano, con la guerra. A Wim Wenders, al igual que a su admirado director Yasuhiro Ozu, le obsesiona la creación de personajes que tengan vida propia, que se muevan a expensas del actor que les da vida; de la misma maanera le preocupa la construcción de ambientes cargados y los momentos de gran fuerza dramática. Estas expectativas, al menos en París, Texas, nunca defraudan. El esfuerzo del realizador está justificado.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Un hombre maduro camina solo por el desierto, sin un momento de descanso, sin gesticular, sin angustiarse, tan sólo viajando a pie por en medio de ningún sitio. Huye de su críptico pasado y al mismo tiempo lo busca afanosamente; es la salida de un mundo ficticio y el reencuentro con la realidad perdida, el sublime y pertinaz intento de hallar el motivo de su vida, de su desesperación y al mismo tiempo de su redención. Esa búsqueda incansable de Travis (Harry Dean Stanton) y más tarde de su hijo Hunter (Hunter Carson) por varios estados norteamericanos en busca de Jane (Nastasja Kinski) es la trama argumental de la película.
La historia, basada en un sobrio guión de Sam Shepard, está contada con delicadeza y mesura, la mejor forma de expresar emociones y, sobre todo, de contar una historia de amor y de dependencias humanas. La conexión existente con su anterior película Alicia en las ciudades no es casual, pero esta película no llega a transmitir la profundidad emocional que demanda un triángulo de personajes, unidos por lazos familiares aunque separados, como el existente en París, Texas, una cinta que prefiere las imágenes sugerentes a los efectismos, la capacidad de emocionar a las aburridas tesis. Para conseguirlo, además de un excelente guión, se necesita conocer la ubicación exacta de la cámara, el mejor encuadre, el lenguaje adecuado, el control y perfecto manejo de los actores en cada una de las escenas, la intensidad justa de luz que reconstruya los ambientes deseados y que ayude a la puesta en escena, además de enfatizar los estados de ánimo de los personajes; una puesta en escena que en París, Texas se muestra perfecta y consecuente con la narración de la película. El film lo consigue en sus casi dos horas y media de duración, sacrificando con ello la velocidad en el ritmo y puede que la amenidad, pero logrando la incorporación de bellas y poéticas imágenes que perdurarán sin duda en la mente del espectador.
Todo el espectáculo de esta atípica road movie culmina con la escena del peep show y entonces comprendemos que todo París, Texas no es otra cosa que la preparación minuciosa de esta sobrecogedora escena final. Aquí es donde la película se convierte en una obra maestra, el momento culminante donde el pasado y el presente se funden y entran en acción, se hacen confesiones y las dudas quedan resueltas, aunque ya no existan demasiadas esperanzas para una utópica vuelta atrás, a los tiempos mejores destruidos por el egoísmo y la desconfianza. Cuando se produce el encuentro entre Travis y Jane, más que un espejo, lo que ya les separa es un compacto y frío muro de silencio, levantado por celos, equívocos, incongruencias y un enfermizo anhelo de posesión y destrucción. Es un final abierto y lleva en sí un gran signo de amor y esperanza.
La historia, basada en un sobrio guión de Sam Shepard, está contada con delicadeza y mesura, la mejor forma de expresar emociones y, sobre todo, de contar una historia de amor y de dependencias humanas. La conexión existente con su anterior película Alicia en las ciudades no es casual, pero esta película no llega a transmitir la profundidad emocional que demanda un triángulo de personajes, unidos por lazos familiares aunque separados, como el existente en París, Texas, una cinta que prefiere las imágenes sugerentes a los efectismos, la capacidad de emocionar a las aburridas tesis. Para conseguirlo, además de un excelente guión, se necesita conocer la ubicación exacta de la cámara, el mejor encuadre, el lenguaje adecuado, el control y perfecto manejo de los actores en cada una de las escenas, la intensidad justa de luz que reconstruya los ambientes deseados y que ayude a la puesta en escena, además de enfatizar los estados de ánimo de los personajes; una puesta en escena que en París, Texas se muestra perfecta y consecuente con la narración de la película. El film lo consigue en sus casi dos horas y media de duración, sacrificando con ello la velocidad en el ritmo y puede que la amenidad, pero logrando la incorporación de bellas y poéticas imágenes que perdurarán sin duda en la mente del espectador.
Todo el espectáculo de esta atípica road movie culmina con la escena del peep show y entonces comprendemos que todo París, Texas no es otra cosa que la preparación minuciosa de esta sobrecogedora escena final. Aquí es donde la película se convierte en una obra maestra, el momento culminante donde el pasado y el presente se funden y entran en acción, se hacen confesiones y las dudas quedan resueltas, aunque ya no existan demasiadas esperanzas para una utópica vuelta atrás, a los tiempos mejores destruidos por el egoísmo y la desconfianza. Cuando se produce el encuentro entre Travis y Jane, más que un espejo, lo que ya les separa es un compacto y frío muro de silencio, levantado por celos, equívocos, incongruencias y un enfermizo anhelo de posesión y destrucción. Es un final abierto y lleva en sí un gran signo de amor y esperanza.
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