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7,1
42.890
8
6 de diciembre de 2010
6 de diciembre de 2010
23 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Adaptation”… ¿Es el mundo el que debe “adaptarse” a nosotros o nosotros al mundo? ¿Es Hollywood el que debe obedecer a las exigencias del artista o es al revés?
“Adaptation” nos lo cuenta con una historia sobre orquídeas. Orquídeas que cambian, que adoptan diversas formas y apariencias, que evolucionan según las exigencias del medio. Las orquídeas hablan de “adaptación”. Metáforas de modelos cambiantes de respuesta a la realidad y símbolos de renovación y belleza.
“La adaptación es algo muuuy profundo”, sentencia Laroche (Chris Cooper). Laroche, el ladrón de orquídeas, encarna el simbolismo de sus flores. Él cambia de afición (fósiles, espejos, peces, etc.) como las orquídeas de pareja simbiótica. Para él, la vida es renovarse constantemente.
En cambio, Susan (Meryl Streep) se maravilla de la pasión de Laroche, pero no de las orquídeas. Para ella “son sólo una flor”. O una droga. Y su vida se acorrala y consume en un matrimonio sin pasión disfrazada de intelectualidad sofisticada. Rutina y aburrimiento.
La pasión de Charlie (Nicholas Cage) está todavía más alejada de las orquídeas: vive su pasión de prestado a través del libro de Susan. Charlie se encierra en sí mismo, es onanista y se autocompadece bajo el disfraz de desprecio filosófico de la vida real. No se atreve a declarar su amor a Amelia (Cara Seymour) y la pierde. Para el colmo su “adaptación” de la novela de Susan redunda en un guion tedioso y autorreferencial. Se engaña creyéndose un artista íntegro frente a la corrupción de la industria (“Sólo quiero hablar de flores”), pero en el fondo no tiene nada que contar.
Contrario a Laroche y sus orquídeas, Susan y Charlie encarnan el “ouroboros”: la serpiente que se come la cola, la repetición constante de lo mismo. Como el asesino de múltiple personalidad en el guion de Donald (también Nicholas Cage), el ouroboros representa el encierro en uno mismo y el miedo a salir a vivir una vida plena y deseada. Para Susan, representa una vida frustrada: la orquídea soñada resulta ser “sólo una flor”. Y para Charlie, una vida sin sentido. Él se pregunta “¿Para qué estoy en el mundo?” Y la evolución se abre ante él como un misterio sin respuesta…
Pero las respuestas llegan. “No tienes historia. Tus personajes tienen que cambiar desde dentro”, le revela sabiamente un compasivo Bob McKee (Brian Cox) a Charlie. Y Charlie supera sus miedos y prejuicios y sale de su cabeza hacia el mundo real: a donde están las persecuciones en coche, las drogas, los disparos, el peligro, el amor de Amelia, el reconocimiento de su hermano… Las historias.
En pocas palabras: donde está la vida… Y el verdadero arte.
“Adaptation” nos lo cuenta con una historia sobre orquídeas. Orquídeas que cambian, que adoptan diversas formas y apariencias, que evolucionan según las exigencias del medio. Las orquídeas hablan de “adaptación”. Metáforas de modelos cambiantes de respuesta a la realidad y símbolos de renovación y belleza.
“La adaptación es algo muuuy profundo”, sentencia Laroche (Chris Cooper). Laroche, el ladrón de orquídeas, encarna el simbolismo de sus flores. Él cambia de afición (fósiles, espejos, peces, etc.) como las orquídeas de pareja simbiótica. Para él, la vida es renovarse constantemente.
En cambio, Susan (Meryl Streep) se maravilla de la pasión de Laroche, pero no de las orquídeas. Para ella “son sólo una flor”. O una droga. Y su vida se acorrala y consume en un matrimonio sin pasión disfrazada de intelectualidad sofisticada. Rutina y aburrimiento.
La pasión de Charlie (Nicholas Cage) está todavía más alejada de las orquídeas: vive su pasión de prestado a través del libro de Susan. Charlie se encierra en sí mismo, es onanista y se autocompadece bajo el disfraz de desprecio filosófico de la vida real. No se atreve a declarar su amor a Amelia (Cara Seymour) y la pierde. Para el colmo su “adaptación” de la novela de Susan redunda en un guion tedioso y autorreferencial. Se engaña creyéndose un artista íntegro frente a la corrupción de la industria (“Sólo quiero hablar de flores”), pero en el fondo no tiene nada que contar.
Contrario a Laroche y sus orquídeas, Susan y Charlie encarnan el “ouroboros”: la serpiente que se come la cola, la repetición constante de lo mismo. Como el asesino de múltiple personalidad en el guion de Donald (también Nicholas Cage), el ouroboros representa el encierro en uno mismo y el miedo a salir a vivir una vida plena y deseada. Para Susan, representa una vida frustrada: la orquídea soñada resulta ser “sólo una flor”. Y para Charlie, una vida sin sentido. Él se pregunta “¿Para qué estoy en el mundo?” Y la evolución se abre ante él como un misterio sin respuesta…
Pero las respuestas llegan. “No tienes historia. Tus personajes tienen que cambiar desde dentro”, le revela sabiamente un compasivo Bob McKee (Brian Cox) a Charlie. Y Charlie supera sus miedos y prejuicios y sale de su cabeza hacia el mundo real: a donde están las persecuciones en coche, las drogas, los disparos, el peligro, el amor de Amelia, el reconocimiento de su hermano… Las historias.
En pocas palabras: donde está la vida… Y el verdadero arte.
10
19 de junio de 2011
19 de junio de 2011
21 de 24 usuarios han encontrado esta crítica útil
La cita del Apocalipsis (de la cual Elem Klimov saca el título original del film) da una idea muy concreta de cómo puede describirse esta película. Lejos de todo espíritu patriotero o propagandístico (aunque sea una obra de encargo), más allá de su realismo duro y mugroso, “Masacre: ven y mira” es un film apocalíptico.
Y también de mucha plasticidad visual. Largos trávellings y movimientos de cámaras que terminan en planos impactantes (los cadáveres amontonados detrás de la casa de Florya, p.e.). Milagros de la steadicam, que también crea esa sensación “flotante” característica. Sensación progresivamente sugestiva y onírica. Incluso Alexei Kravchenko, el protagonista, fue sometido en algunas escenas a un estado de hipnosis.
Por eso “Ven y mira” es un film poético, en el original sentido de la palabra. No porque haya un embellecimiento o una estética estilizada de la guerra. Sino porque hay revelación auténtica de la misma a través de insólitas imágenes visuales, de metáforas. La secuencia de la aldea, filmada con un realismo aparentemente frío y objetivo, está plagada de dichas imágenes. Imágenes casi dadaístas que hablan más y mejor sobre la naturaleza de la guerra que los tiros y las explosiones, que los gritos y la sangre convertidas en tópico dentro del género. La espesa niebla de la que surge toda una división motorizada. El diminuto lemúrido, mascota del comandante. La sensual mujer chupando una langosta. El enano bufón del casco pintado y voz chillona. El soldado “ario” de gafas que se parece a Mortadelo. La vieja postrada, desdentada y sonriente. Son imágenes de la depravación, metáforas que sacan a la luz el peor lado de la naturaleza humana.
En la misma secuencia, la banda sonora consiste en una indistinta masa de ruidos. El zumbido del avión. La música völkisch que sale del altavoz. El griterío, distorsionado electrónicamente para que parezca un gemido animal y colectivo. Las notas de una fuga de Mozart en órgano, que prolonga la súplica horrorizada que sale del granero... que parece más una iglesia.
El efecto es estremecedor, asombroso. Y no es por el duro realismo. Sino por la poesía de lo depravado. La sobresaturación de impresiones que ahoga el sentido de realidad y abre las puertas del horror. Las del mismo Apocalipsis. “…Entonces había un caballo verdoso; el que lo montaba se llamaba Muerte, y el Hades le seguía. Se les dio poder sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con la espada, con el hambre, con la peste y con las fieras de la tierra”. (Apocalipsis 6, 8)
Y también de mucha plasticidad visual. Largos trávellings y movimientos de cámaras que terminan en planos impactantes (los cadáveres amontonados detrás de la casa de Florya, p.e.). Milagros de la steadicam, que también crea esa sensación “flotante” característica. Sensación progresivamente sugestiva y onírica. Incluso Alexei Kravchenko, el protagonista, fue sometido en algunas escenas a un estado de hipnosis.
Por eso “Ven y mira” es un film poético, en el original sentido de la palabra. No porque haya un embellecimiento o una estética estilizada de la guerra. Sino porque hay revelación auténtica de la misma a través de insólitas imágenes visuales, de metáforas. La secuencia de la aldea, filmada con un realismo aparentemente frío y objetivo, está plagada de dichas imágenes. Imágenes casi dadaístas que hablan más y mejor sobre la naturaleza de la guerra que los tiros y las explosiones, que los gritos y la sangre convertidas en tópico dentro del género. La espesa niebla de la que surge toda una división motorizada. El diminuto lemúrido, mascota del comandante. La sensual mujer chupando una langosta. El enano bufón del casco pintado y voz chillona. El soldado “ario” de gafas que se parece a Mortadelo. La vieja postrada, desdentada y sonriente. Son imágenes de la depravación, metáforas que sacan a la luz el peor lado de la naturaleza humana.
En la misma secuencia, la banda sonora consiste en una indistinta masa de ruidos. El zumbido del avión. La música völkisch que sale del altavoz. El griterío, distorsionado electrónicamente para que parezca un gemido animal y colectivo. Las notas de una fuga de Mozart en órgano, que prolonga la súplica horrorizada que sale del granero... que parece más una iglesia.
El efecto es estremecedor, asombroso. Y no es por el duro realismo. Sino por la poesía de lo depravado. La sobresaturación de impresiones que ahoga el sentido de realidad y abre las puertas del horror. Las del mismo Apocalipsis. “…Entonces había un caballo verdoso; el que lo montaba se llamaba Muerte, y el Hades le seguía. Se les dio poder sobre la cuarta parte de la tierra, para matar con la espada, con el hambre, con la peste y con las fieras de la tierra”. (Apocalipsis 6, 8)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Otros magníficos detalles que muestran la maestría de Klimov, que después de filmar esta obra maestra no volvió a filmar jamás.
Florya de regreso a casa con su amiga Glasha. El descubrimiento de los cadáveres.
La huída de la aldea de Florya entre el cenagal. Toda una metáfora de la suciedad y estancamiento que implica la guerra.
La siniestra escultura del oficial nazi.
La foto de Florya. Toda la tensión de la secuencia se juega en un simple plano-contraplano, donde toda la atención se concentra en el clic de la cámara… o de la pistola. La nube negra dispersa a los retratados como un mal sueño.
Klimov subraya el envejecimiento de Florya no sólo con maquillaje, sino poniendo un niño más joven que él junto al retrato de Hitler.
El deseo de volver atrás el tiempo, deshacer la historia y sus horrores a balazos. O tal vez el deseo de recuperar la inocencia perdida del envejecido Florya.
Y dejar de disparar al descubrir que todos los seres humanos alguna vez también fueron inocentes. Florya ha sobrevivido, y ha sobrevivido con un resto de humanidad.
Florya de regreso a casa con su amiga Glasha. El descubrimiento de los cadáveres.
La huída de la aldea de Florya entre el cenagal. Toda una metáfora de la suciedad y estancamiento que implica la guerra.
La siniestra escultura del oficial nazi.
La foto de Florya. Toda la tensión de la secuencia se juega en un simple plano-contraplano, donde toda la atención se concentra en el clic de la cámara… o de la pistola. La nube negra dispersa a los retratados como un mal sueño.
Klimov subraya el envejecimiento de Florya no sólo con maquillaje, sino poniendo un niño más joven que él junto al retrato de Hitler.
El deseo de volver atrás el tiempo, deshacer la historia y sus horrores a balazos. O tal vez el deseo de recuperar la inocencia perdida del envejecido Florya.
Y dejar de disparar al descubrir que todos los seres humanos alguna vez también fueron inocentes. Florya ha sobrevivido, y ha sobrevivido con un resto de humanidad.
9
11 de abril de 2011
11 de abril de 2011
19 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
A parte de si filósofos tenían razón o no (no me interesa), personalmente creo que la pregunta por el sentido de la vida tiene razón de ser cuando se tiene delante a la misma muerte. Si vamos a morir, entonces nos preguntamos por qué o para qué vivimos.
Scott (Grant Williams) parece sufrirlo mejor que nadie. Sólo que él no muere… empequeñece. Y su disminución es tan inexplicable, imponente, angustiosa y fatal como la muerte. Lo arranca poco a poco de la vida que lleva. De su trabajo, de su mujer, de su supuesto dominio del mundo, de sí mismo.
Su lucha contra la muerte (perdón: contra su merma) se traduce en demostrarse a sí mismo que sigue siendo capaz de dominar su mundo. Porque esa es la imagen que tenía Scott de sí mismo antes de su funesto encuentro con la niebla. Orgulloso hombre de “su” yate, de “su” mujer, de su éxito. “American Dream” de los años 50. Aunque tampoco ha llovido mucho desde entonces. De hecho, parece ser el camino por excelencia de autoafirmación humana desde los inicios de la hominización. Somos “homo faber”.
Ergo, tanto antes como ahora, ahora ante la muerte, Scott sólo es capaz de confirmar su identidad como “hombre”, dominando. Domina su angustia escribiendo. Domina a su mujer desde su casa de muñecas (una simbólica metáfora sobre la impotencia y la tiranía doméstica). Domina el sótano con los instrumentos que fundaron la civilización y disputa con las bestias la supremacía de su humanidad. Porque ante todo se trata de no menguar más, de no morir.
Cuanto más dominio, más humano; cuanto más humano, más soledad. La desquiciante huida hacia delante no le brinda la paz. El espíritu de dominio le impide ver verdaderos valores. El amor de su mujer. El calor de la amistad. “El cielo es igual de azul para los enanos”. Desde el sótano, contempla con anhelo, a través de una rejilla (otra brillante metáfora sobre los estrechos parámetros de la mentalidad humana), un pájaro en libertad, en medio de la naturaleza. Pájaro y hombre. Naturaleza y dominio. Libertad inalcanzable y esclavitud paradójica. Como humano, es capaz de soñar la paz y la libertad pero no de alcanzarlas.
Sólo cuando acepta lo inevitable, cuando se acepta a sí mismo, cuando es capaz de renunciar a su dominio y a la falsa imagen que se desprende de éste, Scott es capaz de vencer la prisión que se ha autoimpuesto. Y reconciliarse, así, con la vida y el mundo.
“El increíble hombre menguante” es una película maravillosa, una de mis favoritas… y del que “La mosca” (David Cronenberg, 1986) es su oscuro reverso.
Scott (Grant Williams) parece sufrirlo mejor que nadie. Sólo que él no muere… empequeñece. Y su disminución es tan inexplicable, imponente, angustiosa y fatal como la muerte. Lo arranca poco a poco de la vida que lleva. De su trabajo, de su mujer, de su supuesto dominio del mundo, de sí mismo.
Su lucha contra la muerte (perdón: contra su merma) se traduce en demostrarse a sí mismo que sigue siendo capaz de dominar su mundo. Porque esa es la imagen que tenía Scott de sí mismo antes de su funesto encuentro con la niebla. Orgulloso hombre de “su” yate, de “su” mujer, de su éxito. “American Dream” de los años 50. Aunque tampoco ha llovido mucho desde entonces. De hecho, parece ser el camino por excelencia de autoafirmación humana desde los inicios de la hominización. Somos “homo faber”.
Ergo, tanto antes como ahora, ahora ante la muerte, Scott sólo es capaz de confirmar su identidad como “hombre”, dominando. Domina su angustia escribiendo. Domina a su mujer desde su casa de muñecas (una simbólica metáfora sobre la impotencia y la tiranía doméstica). Domina el sótano con los instrumentos que fundaron la civilización y disputa con las bestias la supremacía de su humanidad. Porque ante todo se trata de no menguar más, de no morir.
Cuanto más dominio, más humano; cuanto más humano, más soledad. La desquiciante huida hacia delante no le brinda la paz. El espíritu de dominio le impide ver verdaderos valores. El amor de su mujer. El calor de la amistad. “El cielo es igual de azul para los enanos”. Desde el sótano, contempla con anhelo, a través de una rejilla (otra brillante metáfora sobre los estrechos parámetros de la mentalidad humana), un pájaro en libertad, en medio de la naturaleza. Pájaro y hombre. Naturaleza y dominio. Libertad inalcanzable y esclavitud paradójica. Como humano, es capaz de soñar la paz y la libertad pero no de alcanzarlas.
Sólo cuando acepta lo inevitable, cuando se acepta a sí mismo, cuando es capaz de renunciar a su dominio y a la falsa imagen que se desprende de éste, Scott es capaz de vencer la prisión que se ha autoimpuesto. Y reconciliarse, así, con la vida y el mundo.
“El increíble hombre menguante” es una película maravillosa, una de mis favoritas… y del que “La mosca” (David Cronenberg, 1986) es su oscuro reverso.
TV

6,8
4.270
9
11 de abril de 2011
11 de abril de 2011
18 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
“La solución final” se rodó en la misma mansión donde una conferencia puso en marcha el Holocausto. Y dura lo mismo que aquella: 96 minutos. A pesar del corsé de la veracidad histórica, la película narra algo más que una simple reunión.
Narra un conflicto de poder. Tenso desde el inicio. Ante la pregunta, un SS responde que las reuniones son “para consolidar el poder”. Por un lado, los intereses de burócratas y políticos para conservar sus menguadas prerrogativas jurisdiccionales. Por otro, la presión de las SS de militarizar por completo el Estado nazi. Una presión personificada en el general Heydrich (Kenneth Branagh).
Lo apasionante es el impecable retrato psicológico. Heydrich, “el carnicero de Praga”, está caracterizado con aires de aristócrata. Ostenta buen gusto. Declara con carisma querer llegar a un “acuerdo”, aunque trata a sus interlocutores como sirvientes a los que hace callar. Y a los de mayor rango y prestigio los somete con sonrisas de elocuente amenaza. Y eso que Schubert le rompe el corazón.
La reacción de burócratas y políticos ante el desprecio de Heydrich es también significativa. Se reprimen. Agachan la cabeza. Y a quienes se oponen, Stuckart (Colin Firth) y Kritzinger (David Threlfall), Heydrich les “ruega una disculpa”. Al resto les queda el estupendo servicio, sonreír a la única muchacha del lugar (una dama de servicio) y disfrutar de los cigarros y el vino, “como hacen los directores de IG-Farben”. Consuelos pequeñoburgueses.
Discusión sólo en apariencia, porque la decisión está ya tomada de antemano, los argumentos en contra de la “evacuación” son fútiles. Tanto frente al respeto a la legalidad como a la conveniencia laboral para la economía bélica, el Holocausto se manifiesta como “más que una guerra”… “como un caos”. La irracionalidad absoluta del mal.
En esta infernal reunión, el mundo se pone al revés. Las palabras enmascaran la verdad. “Aprendí a desconfiar de las palabras”, observa Lange (Barnaby Kay). Aquí, “acuerdo” significa imposición. “Evacuación”, asesinato. “Legalidad”, segregación. “Plan cuatrienal”, esclavitud. “Ruego que me disculpe”, una amenaza. La “intolerancia al cigarro” de Hofmann (Nicholas Woodeson) encubre su horror ante la revelación de que los cuerpos “se vuelven rosa”. Lange, un abogado justamente convertido en SS, lo resume perfectamente: “Un fusil dice lo que piensa”.
Los augurios no pueden ser más sombríos para Kritzinger: “Pronto oscurecerá aquí”. Y de nuevo, la respuesta tampoco puede ser más irónica: “No se preocupe, doctor, para primavera todo habrá mejorado”.
Película infravalorada. Reparto y puesta en escena teatral y bien efectuada. Guion inteligente, frases contundentes y personajes notablemente definidos. Recomendable para aquellos a los que les interese el tema de la “banalidad del mal”.
Narra un conflicto de poder. Tenso desde el inicio. Ante la pregunta, un SS responde que las reuniones son “para consolidar el poder”. Por un lado, los intereses de burócratas y políticos para conservar sus menguadas prerrogativas jurisdiccionales. Por otro, la presión de las SS de militarizar por completo el Estado nazi. Una presión personificada en el general Heydrich (Kenneth Branagh).
Lo apasionante es el impecable retrato psicológico. Heydrich, “el carnicero de Praga”, está caracterizado con aires de aristócrata. Ostenta buen gusto. Declara con carisma querer llegar a un “acuerdo”, aunque trata a sus interlocutores como sirvientes a los que hace callar. Y a los de mayor rango y prestigio los somete con sonrisas de elocuente amenaza. Y eso que Schubert le rompe el corazón.
La reacción de burócratas y políticos ante el desprecio de Heydrich es también significativa. Se reprimen. Agachan la cabeza. Y a quienes se oponen, Stuckart (Colin Firth) y Kritzinger (David Threlfall), Heydrich les “ruega una disculpa”. Al resto les queda el estupendo servicio, sonreír a la única muchacha del lugar (una dama de servicio) y disfrutar de los cigarros y el vino, “como hacen los directores de IG-Farben”. Consuelos pequeñoburgueses.
Discusión sólo en apariencia, porque la decisión está ya tomada de antemano, los argumentos en contra de la “evacuación” son fútiles. Tanto frente al respeto a la legalidad como a la conveniencia laboral para la economía bélica, el Holocausto se manifiesta como “más que una guerra”… “como un caos”. La irracionalidad absoluta del mal.
En esta infernal reunión, el mundo se pone al revés. Las palabras enmascaran la verdad. “Aprendí a desconfiar de las palabras”, observa Lange (Barnaby Kay). Aquí, “acuerdo” significa imposición. “Evacuación”, asesinato. “Legalidad”, segregación. “Plan cuatrienal”, esclavitud. “Ruego que me disculpe”, una amenaza. La “intolerancia al cigarro” de Hofmann (Nicholas Woodeson) encubre su horror ante la revelación de que los cuerpos “se vuelven rosa”. Lange, un abogado justamente convertido en SS, lo resume perfectamente: “Un fusil dice lo que piensa”.
Los augurios no pueden ser más sombríos para Kritzinger: “Pronto oscurecerá aquí”. Y de nuevo, la respuesta tampoco puede ser más irónica: “No se preocupe, doctor, para primavera todo habrá mejorado”.
Película infravalorada. Reparto y puesta en escena teatral y bien efectuada. Guion inteligente, frases contundentes y personajes notablemente definidos. Recomendable para aquellos a los que les interese el tema de la “banalidad del mal”.
TV

6,2
99
7
18 de diciembre de 2010
18 de diciembre de 2010
13 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Antes de que Sokurov realizara ese enorme plano secuencia de hora y media (“El arca rusa”, 2002), Béla Tarr se había arriesgado a principios de los 80 con otro experimento similar de 65 minutos, con mucho menos recursos económicos pero con igual audacia y maestría.
En “Macbeth”, sobresale el espacio escenográfico: las ruinas de un castillo indeterminado en el que se coordinan cuidadosamente actores y cámara. Béla Tarr consigue sólo con ayuda de calculada coreografía que trama y conflicto avancen y se acumulen. La transición de una escena a la siguiente se resuelve con economía espartana: basta con que la cámara siga a un personaje a una estancia contigua. O que pase a encuadrar a otro personaje distinto. Toda la tragedia se comprime en una hora. Sin embargo, lo que gana en agilidad narrativa lo pierde en saturación de información. La sucesión de acontecimientos y soliloquios es continua y vertiginosa. A la película se le puede objetar que no ofrece descanso al espectador para asimilar el torrente narrativo.
Uno se queda con la impresión de haber visto un sueño cuando se termina de ver “Macbeth”. Los personajes, espectrales por cierto, aparecen en escena o se cruzan entre sí casi caprichosamente, como si así se les antojara a las entrañas del castillo. Por ejemplo, las brujas se materializan en estancias oscuras y Macbeth despierta de sus visiones arrojado en el patio, arropado por la noche y la niebla. Los encuentros de los personajes no se constriñen a las restricciones temporales ni espaciales del mundo real: A Macbeth sólo le basta cruzar un pasillo para despedirse efusivamente de Banquo y luego ordenar su asesinato y el de su hijo.
La película carece de planos generales. Transcurre en primeros y medios planos. Es una planificación que acentúa la claustrofobia. Probablemente está diseñada para interpretar la tragedia de Shakespeare desde un prisma eminentemente psicológico e introspectivo.
Lo interesante de esta versión húngara de “Macbeth” es la personal interpretación de Béla Tarr. Su rigurosa puesta en escena no es un capricho estético o estilístico. El rostro de Macbeth, encerrado en un primer plano, deambulando por el laberinto, recitando sus pensamientos, es cada vez más desamparado, envilecido y enajenado. Podrido, como los cimientos ruinosos del castillo.
Es interesante compararla con las adaptaciones previas de Orson Welles (Estados Unidos, 1948), Akira Kurosawa (Japón, 1957) y Roman Polanski (Inglaterra, 1971). Tal vez este “Macbeth” húngaro tenga más en común con la versión de Welles. En primer lugar, por la solución “teatral” de desarrollar toda la historia en un único escenario, un castillo también cavernoso, laberíntico, claustrofóbico y de serie B. En segundo lugar, y más importante, por el énfasis de Welles en el talante psicologista de la historia a través de la distorsión expresionista del escenario, y donde también se echan en falta, curiosamente, planos generales.
En “Macbeth”, sobresale el espacio escenográfico: las ruinas de un castillo indeterminado en el que se coordinan cuidadosamente actores y cámara. Béla Tarr consigue sólo con ayuda de calculada coreografía que trama y conflicto avancen y se acumulen. La transición de una escena a la siguiente se resuelve con economía espartana: basta con que la cámara siga a un personaje a una estancia contigua. O que pase a encuadrar a otro personaje distinto. Toda la tragedia se comprime en una hora. Sin embargo, lo que gana en agilidad narrativa lo pierde en saturación de información. La sucesión de acontecimientos y soliloquios es continua y vertiginosa. A la película se le puede objetar que no ofrece descanso al espectador para asimilar el torrente narrativo.
Uno se queda con la impresión de haber visto un sueño cuando se termina de ver “Macbeth”. Los personajes, espectrales por cierto, aparecen en escena o se cruzan entre sí casi caprichosamente, como si así se les antojara a las entrañas del castillo. Por ejemplo, las brujas se materializan en estancias oscuras y Macbeth despierta de sus visiones arrojado en el patio, arropado por la noche y la niebla. Los encuentros de los personajes no se constriñen a las restricciones temporales ni espaciales del mundo real: A Macbeth sólo le basta cruzar un pasillo para despedirse efusivamente de Banquo y luego ordenar su asesinato y el de su hijo.
La película carece de planos generales. Transcurre en primeros y medios planos. Es una planificación que acentúa la claustrofobia. Probablemente está diseñada para interpretar la tragedia de Shakespeare desde un prisma eminentemente psicológico e introspectivo.
Lo interesante de esta versión húngara de “Macbeth” es la personal interpretación de Béla Tarr. Su rigurosa puesta en escena no es un capricho estético o estilístico. El rostro de Macbeth, encerrado en un primer plano, deambulando por el laberinto, recitando sus pensamientos, es cada vez más desamparado, envilecido y enajenado. Podrido, como los cimientos ruinosos del castillo.
Es interesante compararla con las adaptaciones previas de Orson Welles (Estados Unidos, 1948), Akira Kurosawa (Japón, 1957) y Roman Polanski (Inglaterra, 1971). Tal vez este “Macbeth” húngaro tenga más en común con la versión de Welles. En primer lugar, por la solución “teatral” de desarrollar toda la historia en un único escenario, un castillo también cavernoso, laberíntico, claustrofóbico y de serie B. En segundo lugar, y más importante, por el énfasis de Welles en el talante psicologista de la historia a través de la distorsión expresionista del escenario, y donde también se echan en falta, curiosamente, planos generales.
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