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Críticas 314
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
17 de marzo de 2020 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La pandilla de los once, es una película dirigida por Pedro Lazaga en 1963, donde la música de Antón García Abril y la fotografía de Federico G. Larraya complementan un guión en el que la bufonada verbal, la metáfora repetida hasta la saciedad como elemento de comunicación, o el derrumbe de la estabilidad emocional de algunos personajes, dan como resultado un metraje donde lo absurdo adquiere carácter de verosimilitud.

Gracias al gran elenco (en su mayoría habituales de la comedia y del humor), nutre la historia de un entrelazado narrativo sugerente, ameno y agradable en el visionado que desde “El chuleta” (Ángel de Andrés), “El Duque” (José Isbert) o “La Condesa” (Margot Cottens), nos ofrece un abanico de malhechores que se confabulan para vivir una experiencia arriesgada, de gran envergadura frente a un objetivo que asusta al más atrevido frente al proyecto que Toni “El Jefe” (Adolfo Marsillach) planea, llevar a cabo.

Lazaga nos muestra desde el ritmo y la agilidad de los diferentes planos, un enfoque dinámico de lo que nos cuenta, así las cosas, la narración circula por atrevidos enfoques mediante (entre otros) planos subjetivos, picados y contrapicados, grandes planos generales y panorámicos que junto a los innumerables plano contraplano, dan a las diferentes escenas gran agilidad narrativa y visual.

El guión se centra en amplificar las torpezas verbales y conductuales de tan peculiares personajes como “El Spaghetti” (Antonio Riquelme), “El Marconi” (Manolo Gómez Bur), o “El Poeta” (Antonio Ozores), necesitados de un jefe que les oriente en sus propósitos donde el lenguaje utilizado, como elemento de comunicación y afirmación se reduce considerablemente hasta llegar a la onomatopeya como forma de afirmación priorizándola sobre otro tipo de lenguaje.

Una película así no podría funcionar sin maximizar la resabida torpeza de una banda venida a menos donde el resto de sus protagonistas, al igual que los ya mencionados, se completa con “El Mercedes” (Julio Riscal), “El Coco” (Rafael Luis Calvo), “El Largo” (Juanjo Menéndez) o “El Zampa” (Manolo Morán), junto a un amplio plantel de secundarios que el realizador materializa desde un guión salido de la pluma de los polifacéticos Antonio Lara y Juan J. Buhigas. Visionar La pandilla de los once es un placer doble si además la disfrutamos desde la ruda aunque grácil incompetencia de sus protagonistas que rozan lo disparatado en esta variopinta pandilla que con tanto acierto dirigió Pedro Lazaga.
4 de marzo de 2020 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
The late shift (Los reyes de la noche), es una película dirigida por Betty Thomas en 1996, realizadora y actriz de larga trayectoria en cine y televisión nos involucra con este denso film en las interioridades de la hora más deseada en cualquier televisión que se precie de la preciada audiencia junto al deseado Late Night Show, el espectáculo nocturno más deseado por la gran audiencia donde el share desempeña la importantísima labor. Desde la década de los cuarenta en la que se iniciaron las emisiones televisivas (posteriormente en otros países), las grandes cadenas americanas han tratado de atraer con todos los medios disponibles, audiencia, fidelidad, y continuidad de los televidentes.

Las adaptaciones a la televisión de experiencias radiofónicas anteriores al nuevo medio de comunicación y como no, a sus presentadores estrella convirtiéndolos algunas décadas después en verdaderos ídolos de masas, es el núcleo principal desde el que la directora Betty Thomas afronta el tema desde los despachos, las interioridades ejecutivas y los intereses creados en torno a un formato que vino para quedarse y que (por lo que parece) cuenta ‘in aeternum’ con un público fiel para una franja horaria perfecta en la que el presentador es pieza indiscutible de su éxito.

El guión de Bill Carter y George Armitage, relata uno de los enfrentamientos más sonados entre bambalinas y cadenas de gran peso de la televión. Los herederos del veterano presentador Johnny Carson (Rich Little), plantean, junto al respaldo de los correspondientes ejecutivos los entresijos sobre cómo afrontar el problema que les afecta a los prominentes David Letterman (John Michael Higgins) y Jay Leno (Daniel Roebuck), frente a un objetivo común.

El telefilm nos muestra, no demasiado lejos de la realidad, los diferentes caminos, intereses y entresijos enfrentados entre representantes como es el caso de Helen Kushnick (Kathy Bates), mediadora que no esconde ni malgasta el tiempo en nimiedades con tal de conseguir el objetivo, frente la insistencia del contundente productor de televisión Peter Lassally (Steven Gilborn), en una lucha de guante blanco entre bastidores de las interesadas cadenas televisivas más potentes del momento en poner al frente a Letterman vs Leno.

Teniendo en cuenta que lo que se narra está basado en hechos reales, la película nos ofrece un final apto para tanta ambición colectiva por conseguir el pedazo de pastel más deseado gracias al trabajo en cocinas de representantes, managers, directivos, consejos ejecutivos, share y el correspondiente posicionamiento de los implicados y aclamados presentadores con el beneplácito de la dirección correspondiente plasmado en un plantel de intérpretes cercano a la cincuentena encargado de dar vida a este momento histórico de la televión y sus entresijos.
14 de febrero de 2020 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Le sang d’un poète (La sangre de un poeta) es una película de Jean Cocteau realizada en 1932. El multidisciplinar creador tras dar sus primeros pasos en la poesía, sus contactos con la compañía de danza de Diáguilev, le orienta definitivamente hacia su vocación inesperadamente alterada por la repentina desaparición de un amigo que le afectó inicialmente a su capacidad creativa sobrellevada con recursos herbáceos durante su prolongada vida.

Experiencias que, llevado por el surrealismo cinematográfico del momento, como nueva tendencia artística, le lleva a interesarse por el cine con su primera película La sangre de un poeta, un metraje vanguardista con influencias simbolistas, considerada como la primera parte de la trilogía órfica, que continua con Orfeo (1950) y El testamento de Orfeo (1959).

Cocteau divide su particular e innovador acercamiento a Orfeo en varios apartados en los que podemos apreciar por medio de su tránsito, las diferentes vicisitudes experimentadas: la duda y el sobresalto del artista, ante la revelación de un dibujo, la sorprendente reacción de un objeto inanimado cobrando vida convenciendo al artista para entrar en el submundo oculto tras los espejos, la desafortunada algarabía entre jóvenes estudiantes con trágico final para uno de ellos y, finalmente, el destino de un tramposo jugador frente a un público expectante.

La iconografía de los elementos empleados, cercanos al problema creado por un embaucador, implica en la acción a jóvenes, estatuas, espectadores críticos aunque agradecidos, y un retorno a cierta normalidad que Cocteau simboliza en la estatua de la mujer representada con una Lira (símbolo de Orfeo en las manos de Eurídice), significando la unión entre lo prohibido y lo real.

Todo este tránsito que Cocteau pone en escena incluye elementos de atrezzo que enzarzan las figuras animadas, dispersando sus dudas entre lo onírico y lo real que el Poeta (Enrique Rivero) ha de experimentar necesariamente para entender sus experiencias vividas durante el viaje de ida y vuelta al singular inframundo plagado de atrevidas simbologías más cercanas a lo soñado que no a lo vivido.

A través del espejo (elemento iconográfico que utilizará en sus tres películas sobre la mitología órfica como elemento de transito), Cocteau nos lleva por diferentes realidades de los elementos escénicos utilizados (personajes incluidos) hasta la experiencia en la nieve y el engaño de un tramposo como hilo conductor, que nos sitúa frente a la respuesta final mediante el caos y la reencarnación de una estatua simbolizando la fusión entre el inframundo y la vida.

Con La sangre de un poeta pues, viajamos a través de las inquietudes de un artista, a su enfrentamiento con una realidad no esperada, a la experimentación emocional surgida del sueño, hasta el inquietante viaje en el que nuestro protagonista vive diferentes experiencias emocionales, para volver a una realidad de engaños y venganzas sazonado por las impertérritas miradas de un público pasivo aparente y emocionalmente ajeno a los acontecimientos.
16 de diciembre de 2019 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
The woman on the beach (Una mujer en la playa) es una película dirigida por Jean Renoir en 1947, guionizada por Jean Renoir, Frank Davis, y Michael Hogan, sobre la novela de Mitchell Wilson. Director, guionista, actor y segundo hijo del impresionista Pierre-Auguste Renoir, Jean y una treintena larga de películas en su haber, imprimió en la pantalla la herencia visual de su egregio padre, utilizando como pincel sus melodramáticas imágenes impregnadas (desde los inicios en el cine mudo) en el drama y la comedia, entre otros géneros.

En el metraje que nos ocupa, su guión está centrado en la discapacidad y el melodrama psicológico. La precariedad de los personajes principales, consigue unirlos entre las atronadoras olas de una playa donde un barco varado sirve de refugio a la señora Peggy (Joan Bennett), situación de la que se impregna el angustiado por su pasado teniente Scott (Robert Ryan), situación que no se puede completar ni mucho menos ignorar sin la presencia del hermético pintor el señor Tod (Charles Bickford) celoso de todo cuanto sus sentidos pueden percibir.

El entorno, preñado del realismo poético que tanto impregna el cine francés de la época, nos muestra el drama a tres: una joven insatisfecha y sus contradicciones, un hombre que no logra deshacerse de sus pesadillas del pasado, y un pintor que a pesar de sus limitaciones no se resiste a su destino siendo poseedor de su propia razón y su dramático campo de acción creativa que, siendo lo que le queda, no le impide llevar una vida aparentemente soportada desde su frágil e impenetrable estado emocional.

Como el tiempo, la situación evoluciona hacia un dramatismo propio de personajes soportados sobre la perversidad y los egos desencadenados necesarios sacados de sus respectivos pasados, situación que les obliga a encontrarse y dilucidar asuntos que de alguna manera afectan a los tres instalándose la desconfianza, el reproche y la abrumadora realidad que les inunda.

Renoir utiliza las emociones más bravas con los personajes, obligándolos a la confrontación, esclareciendo sentimientos y confirmando realidades derivando en un atormentado caos purgando los fantasmas emocionales que habitan en los ánimos de nuestros tres protagonistas, alcanzando una especie de paz interior más fuerte que el oleaje, más potente que todo dialogo y más real que el tiempo pretérito vivido por Peggy Scott y Tod.
6 de diciembre de 2019 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
The bonfire of the vanities (La hoguera de las vanidades, es una película dirigida por Brian De Palma en 1990. Guión de Michael Cristofer sobre la novela de Tom Wolfe. Música de Dave Grusin y fotografía de Vilmos Zsigmond. ’Vanitas vanitatum et omnia vanitas’ (Vanidad de vanidades y siempre vanidad). Sí, es una frase hecha que, desde el mismo día que vio la luz entre los llamados seres racionales, no ha dejado, ni por un solo segundo de retratar todo cuanto tiene que ver con los intereses humanos a lo largo de nuestras vidas en cualquiera de los campos que con verdadero desgarro filma De Palma en este estupendo metraje impregnado de un mimetismo interpretativo ambicioso que no respeta normas sociales, sino que las enmascara con sus propios intereses vengan de donde vengan.

Brian de Palma nos ofrece un abanico de personajes que en sus respectivos roles por defender lo indefendible, hacen lo impredecible a cualquier precio, efectivamente: la vanidad, el poder, la indolencia, la seducción como arma, la codicia, el arribismo, la bondadosa palabra, el castigo como meta, el abucheo, la falsedad sostenida, el interés público…y así, más, mucho más que todo lo anterior, nos ofrece The bonfire of the vanities por medio del periodista Peter Fallow (Bruce Willis) convertido en el egocéntrico narrador, creado por las masas y subido al pedestal de la fama debido a su relación con el caso Sherman.

El realizador enfrenta dos sociedades diametrales por medio de una circunstancia imprevista que sienta las bases para retratar las relaciones sociales y los juicios públicos donde, además de Sherman y Fallow, se nos presentan personajes envueltos en sus pretensiones, entre los cuales: la interesada amante Maria Ruskin (Melanie Griffith), la frágil engañada Judy McCoy (Kim Cattrall), el abogado cizañero Jez Cramer (Saul Rubinek), el visionario reverendo Bacon (John Hancock), la sufrida madre Annie Lamb (Mary Alice), el ambicioso político Abe Weiss (F. Murray Abraham), o el irreductible juez Leonard White (Morgan Freeman) entre un largo, larguísimo elenco de personajes que en conjunto vienen a resumir el interesante consejo que el señor McCoy (Donald Moffat) viene a dar a su afectado y asustadizo hijo Sherman McCoy frente a la jauría que le acecha.

Por más películas que pasen, por más reinterpretaciones cinematográficas, o por más mensajes subliminales o no, que el cine nos viene mostrando desde los principios de su invención, el género humano somos así (o lo aparenta), tal y como Tom Wolfe lo escribió en su día y como Brian De Palma lo filma, sin olvidarnos de quijotescos ilusos en cualquiera de sus versiones cinematográficas, realidades inalcanzables que se nos escapan como el vuelo de la paloma en Blade Runner, o como la ingenua y ambiciosa pandilla de Fernando Galindo (José Luis López Vázquez) en Atraco a las tres que Pedro Masó, Vicente Coello y Rafael J. Salvia reflejaron tan acertadamente en el guión. Así pues, La hoguera de las vanidades, nos habla de ‘la condición humana’, un tema más antiguo que el cine y tan arcaico como la humanidad.
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