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Críticas 444
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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3 de noviembre de 2022 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Paul Schrader decidió comprar la novela Aflicción, de Russell Banks (publicada en España por Anagrama), tras quedar cautivado por sus primeras líneas. Schrader sintió que reconocía a sus personajes. Aunque su padre no fuera alcohólico ni abusivo, conocía de primera mano esas conductas masculinas, esas agresivas relaciones paternofiliales. Concluida la lectura decidió adquirir sus derechos, pero tardaría cinco años en conseguir la financiación necesaria para poder realizarla. Ya tenía claro desde un primer momento que sería Nick Nolte quien debería ser el protagonista, aunque Willem Dafoe, a quien enseñó la novela durante el rodaje de Posibilidad de escape, aspirase a encarnarlo. Si aceptó interpretar a Rolfe, el hermano menor, aunque intervenga en escasas secuencias, fue por su admiración por la magnífica novela. Casualmente, Aflicción (Affliction, 1997) coincide con otra adaptación de otra novela de Banks ese año, El dulce porvenir, de Atom Egoyan, por contar con el mismo director de fotografía, Paul Sarossy. Resulta curioso cómo dos cineastas de marcada y diferenciada personalidad conectaran tan bien con el universo de este autor. Egoyan realizó más variaciones, de entrada estructurales, con respecto a la novela. Schrader por su parte condensó con ejemplar habilidad las extensas páginas de la novela, produciéndose un admirable ejemplo de mirada afín entre ambos autores. Como él apuntó, en este caso, su conclusión se desmarca de sus más recurrentes conclusiones, definidas por la consecución de una gracia. En esta la conclusión es simplemente desoladora. La constatación de la desaparición de un hombre, Wade (prodigioso Nick Nolte), cuya vida parecía gradualmente deshilacharse, como si fuera desvaneciéndose en la nieve que domina el paisaje de este pueblito de Nueva Inglaterra. Wade es un hombre que parece haber perdido el paso en el tráfico de historias de las que está constituida su realidad, como ejemplifica ese momento en que se queda paralizado, como si le hubieran dejado de dar cuerda, mientras está regulando el tráfico, con una mirada entre ausente y perpleja, como quién se pregunta quién soy y qué hago aquí, cuál es mi historia, o en qué ha desembocado mi vida, más bien escombrada. Es la mirada de quien ha perdido vínculo y raíz con lo que le rodea, como ratifica una secuencia posterior, otra conversación telefónica con su hermano, en la que comparte cómo no se reconoció en el espejo, como si estuviera mirando a alguien que desconoce. Su presente, su frustrada relación con su hija Jill, amplifica su desajuste, enraizado en una relación doliente con su pasado, encarnado en la figura de su violento padre, Glen (James Coburn). ¿Puede uno escapar a esa influencia, evitar ser aquello que odia, esa figura cruel y autoritaria, que se impone con sus actos violentos?¿Por qué uno es cómo es? Durante el desarrollo del relato tomará consciencia de que pareciera convertirse en el reflejo de su abusivo y agresivo padre, como si fuera poseído gradualmente por él.

Este relato de un hombre que se ha disuelto en la historia de su vida, que la ha extraviado, está relatada por la intermediación de su hermano, Rolfe, quien es, irónicamente, profesor de Historia, e incluso interviene de modo determinante en propulsar las sospechas de su hermano sobre un misterio con el que no deja de especular, la accidental muerte de un rico empresario cuando iba de caza con Jake (Jim True), un amigo de Wade, como guía. Wade transferirá en ese (especulativo) relato, en sus sospechas de una soterrada conspiración tras ese hecho, lo que no puede dilucidar con su propia vida, con su propia historia, que se le escapa de las manos, sin poder controlar ninguno de sus aspectos: la continuamente frustrada relación con su pequeña hija; la distancia insalvable con su ex esposa, Lilian (Mary Beth Hurt); la tensa relación con su padre (los recuerdos de su violencia cuando eran niños aparecen como espasmos en forma de flashback, turbiedad ejemplarmente encarnada en la textura más granulosa de sus imágenes, como una espesura opresiva). Su frustración se amplia en todos los aspectos de su vida, por mucho que intente crear una armoniosa relación con Maggie (Sissy Spacek), con la que comparte una cálida y tierna secuencia que parece un oasis en la crispación que se va apoderando de Wade, y, en paralelo, de la misma narración. Esa frustración, hecha de rabia, dolor y desesperación, dispone de su correspondencia física en ese molesto dolor de muelas que le tortura: la secuencia en la que se la extrae con unas tenazas, sobrecogedora, ya señaliza que su historia no tiene vuelta atrás en la inmersión en el abismo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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De la misma manera que en El dulce porvenir los personajes buscan en un relato, la necesidad de culpabilizar a alguien del trágico accidente (debe haber una causa), la forma de contrarrestar su impotencia, Wade se enajena con ese relato especulativo, como si proveyera compensatoriamente de un sentido o propósito su vida, ya que, de ese modo, siente que los sucesos no acontecen por accidente sino por retorcidas y aviesas causas, hay siempre un culpable o responsable. Una forma de proyectar su impotencia por el curso de su propia vida. ¿A qué o quién puede culpabilizar del desastre de su vida que parece escurrírsele? Resulta irónico que Rolfe apunte que ciertos recuerdos de su infancia no ocurrieron realmente, como evoca de forma diferente otros. Los recuerdos también son relatos, quizá sin base real, o quizá no sean coincidentes con los de otros que vivieron aquella experiencia. El descubrimiento de la muerte de la madre, mientras el padre permanecía sentado en sofá del salón, parece abrir esa brecha de desesperación que torna el mero gruñido o ladrido en mordisco. Toda su amargura comienza a supurar. Esa amargura de quien siente que su vida se condensa en la conducción de una niveladora de nieve. Ese resentimiento también se refleja en sus especulaciones sobre los integrantes de la conspiración en lo que él cree un crimen, ya que son aquellos que, por su posición de poder, institucional y económica, reflejan (apuntalan), como contrapunto, la miseria de su vida, de su dedicación, entre policía y limpiador de nieve. Son aquellos que le hacen sentir más acusadamente que es nada en un lugar perdido, sean su jefe, su amigo, o el rico sobrino del muerto que le humilla cuando le quiere poner una multa. Su especulación paranoica no deja de ser reflejo de ese resentimiento por una vida humillada, una vida de submundo, cual personaje dostoyevskiano. La excepcional música de Michael Brooks amplifica la lacerante atmósfera que se va cargando, sutil y progresivamente, en este relato sobre la desaparición definitiva de un hombre en los márgenes de la historia, cuando no logra construir la propia, fracturada entre la frustración, el resentimiento y el dolor; una historia que comparte con tantos otros hombres periféricos. La investigación de ese posible crimen no es más que el desesperado último intento de recuperar el centro de su vida, que no es, por otra parte, sino el intento de resolución del crimen en que siente se ha convertido su propia vida, a la que solo resta conjurarse con un incendio que le borre de la superficie de la historia.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
25 de mayo de 2022 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando comienza el proceso de socialización, en los colegios, se hace patente esa inclinación también con los otros congéneres. En este caso, el sometimiento puede ser tanto individual como grupal. Pronto, los niños, unos más que otros, toman consciencia de que necesitan aliados para someter a otros, en minoría numérica, o más desvalidos o menos agresivos (o menos necesitados de imponerse o menos capaces de ello). Y para estos la realidad se convierte en un cerco constante que puede ser desesperante. La producción belga Un pequeño mundo (2021), opera prima de Laura Wandel, opta por un estilo cinematográfico que remarque esa condición de cerco, de vida sitiada y azuzada, mediante una sucesión de planos cortos, como también era el caso de El acontecimiento, de Audrey Diwan, sin transiciones ni respiros de encuadres más amplios. La cámara no se separa de la perspectiva de la niña de siete años, Nora (Maya Vanderbeque), testigo de cómo su hermano mayor Abel es golpeado y humillado por un grupo de chicos. El recreo no hace honor a su nombre ya que se torna diaria tortura. Ambos son recién llegados en ese entorno, y suele ser tendencia de ciertos humanos hacer chanza, poner a prueba o sencillamente amargar la vida de los que se califican como extraños. En vez de ser amables, y facilitar la integración, prefieren disfrutar con el sometimiento y el ejercicio de la tortura. Sienten la vulnerabilidad de quienes se desenvuelven con inseguridad en un territorio que desconocen por lo que para la bestia depredadora que hay en nosotros se convierte en víctima propiciatoria, por sentirse menos protegida, más indefensa.

En Un pequeño mundo, que en el original es a secas Un mundo, porque su mundo es esa particular parcela de realidad, la cual es padecimiento, la cámara, como los contornos de una prisión, escoge la perspectiva impotente, perpleja, de la hermana, quien, a su vez, también vive su personal proceso de integración y adaptación, aunque no sea, en primera instancia, tan desazonador. En esas circunstancias, el espécimen recién llegado, aún no integrado, que sufre ese asedio violento suele tender a no compartir (sobre todo, a una figura de autoridad) su padecimiento, como si considerara que es una inexorable prueba de acceso a la aceptación. Prefiere superar esa vejación sin recurrir a intervenciones externas de figuras que, en teoría, disponen de más fuerza o poder que aquellos que le someten y torturan. Como si, por añadidura, fuera un desdoro. El padecimiento es una prueba de fortaleza. Pero también, por otro lado, porque Abel sabe que serviría de acicate para que le inflijan daño con más saña. La soberbia es parte consustancial de muchos seres humanos. La reprimenda, propiciada por la confesión de la hija al padre, no servirá para que los niños torturadores cesen en la práctica de sus crueles humillaciones sino para que las ejecuten con más virulencia. La infección, por así decirlo, se extenderá a la hermana, ya que por ser hermana de quien ha sido estigmatizado, será ninguneada por las que consideraba que eran sus amigas. Se convierte también en apestada, ser de baja categoría. El cerco se extiende a ella. Y es tan efectivo que afecta a la propia relación de los hermanos.
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Ella, que había intentado ayudarle, ahora le niega, porque su condición de hermana imposibilita su integración o aceptación en el entorno social. Y él, a su vez, se convierte en torturador de otro. Simplemente, se invierte la situación. Como en muchos otros casos, en diferentes contextos y épocas, ya que es constante en la interrelación humana, o constitución como seres sociales, quien sufre como víctima unas circunstancias de padecimiento o abuso se convertirá, en un futuro, en figura que ejerce su abuso, porque, como expresa Abel, mejor ser quien hace daño que quien lo sufre. Una ecuación elemental que destierra cualquier otra opción, como si solo fuera posible una posición u otra, o me aprovecho de los demás o se aprovechan de mí, o hago daño o me lo hacen a mí.

Abel se justifica en la concepción de una circunstancia que cree ineluctable, por lo tanto su opción es la única que puede reportar supervivencia en un contexto hostil. En el último plano de Un pequeño mundo, Nora intenta evitar que Abel prosiga con su tortura a otro chico mediante la asfixia con una bolsa de plástico (metáfora por otra parte de la asfixia vital que él sufre y que intenta contrarrestar asfixiando a otro). Se agarra a él, con un abrazo que intenta ser liberación del cautiverio de convertirse en otra resentida bestia dañina.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
22 de marzo de 2022 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una de las singularidades de El tercer hombre (The third man, 1949), de Carol Reed y Juegos prohibidos (Jeux interdits, 1952) reside en la presencia de un solo instrumento musical en su banda sonora, la citara de Anton Karas y la guitarra española de Narciso Yepes, respectivamente. Pero no sólo les une esa peculiaridad. En ambas, es cuestión vertebral, la infancia dañada, en una por el tráfico de penicilina adulterada en la posguerra, en la otra, por la pérdida y la orfandad. En un caso, la sombra alargada de la mitomanía fetichista, mediante la figura del oficial genio maltratado, Orson Welles, impidió apreciar los méritos del director, Carol Reed, restringido durante tiempo en la categoría del cineasta sin particular personalidad. No recurriré al tópico de que el tiempo pone las cosas en su sitio (afirmación falaz), porque Welles sigue siendo catalogado como el cineasta que realizó la mejor película de la historia del cine, aunque la valoración de Reed, al menos, se ha reconsiderado e incrementado. Particularmente, las diferencias entre ambos cineastas no me parecen tan remarcables. Más allá de que Welles realizara dos grandes obras como El cuarto mandamiento (1942) y Sed de mal (1958), el resto de su filmografía me parece definida por la irregularidad (con más obras discretas que logradas). En la obra de Reed, también irregular, además de la citada, se pueden encontrar otras admirables como Larga es la noche (1947) o La Llave (1958), y notables como El amor manda (1938), El ídolo caído (1948), Desterrado de las islas (1951), Se interpone un hombre (1953) o Nuestro hombre en la Habana (1959). En el caso de Clement, es una cuestión de ensombrecimiento porque los focos apuntaran en otra dirección, como quien carece de las cualidades singularizadoras que porten particular brillos. Cineastas como Jean Renoir o Jean Vigo acapararon la sublimación entronizadora o fetichista. De nuevo, las desproporciones. En un caso sobredimensionadas las cualidades, y en otro (como también en los casos de los tardíamente reevaluados Marcel Carné, Jean Gremillon o Sacha Guitry), subvalorados. Ni me parece que abunden las obras maestras en la obra de Renoir (particularmente, solo destacaría Una partida de campo), en una filmografía irregular, como lo es la de Clement, en la que no dudaría de calificar como obras maestras tanto a Juegos prohibidos como a A pleno sol (1961), su obra más valorizada, como son excelentes tanto La batalla del raíl (1945) y Demasiado tarde (1949) o notables Los malditos (1947), Monsieur Ripois (1954) y Como liebre acosada (1972). Dos ejemplos de los daños de los cegadores focos de la mitificación fetichista cinéfila que establece altares que generan sombras en las que quedan oscurecidas filmografías o cineastas con parejos, o incluso superiores, méritos.

Juegos prohibidos sí dispuso de amplio reconocimiento en su momento, incluso en forma de premios (el León de Oro en Venecia, el Oscar y el Bafta a la mejor película extranjera), pero no alcanzó de resonancia posterior, porque fue tapiada por la discriminación de las nuevas generaciones, y su influjo poderoso en la cinefilia, en concreto Francois Truffaut y su desprecio a lo que denominaba cine de qualité; irónicamente, su cine se tornó cada vez más rancio, y más academicista y envarado, que el de esos cineastas precedentes que cuestionaba. Entre los damnificados, como representantes de aquel cine, estaban los guionistas Jean Aurenche y Pierre Bost, luego reivindicados por Betrand Tavernier (cineasta más sustancioso y menos autoindulgente que Truffaut), con los que colaboró en varias de sus excelentes primeras obras. Aurenche y Bost adaptan la homónima novela de Francois Boyer para Juegos prohibidos. En cierta medida, no deja de ser triste qué un obra tan lacerantemente bella como Juegos prohibidos quedara arrinconada en el limbo del olvido. Quien admire la también magistral Viento en las velas (High wind in Jamaica, 1965), de Alexander MacKendrick, sabrá a lo que me refiero cuando califico a esta obra como un tan conmovedor como descarnado, hasta la médula, poema sobre la infancia y la muerte. El contraste entre la mirada de unos niños y las circunstancias de un horror, la guerra se define por su demoledora crudeza y su lirismo acongojante.

Clement no se anda por las ramas con su intenso y arrollador comienzo, en los inicios de la guerra, en 1940: el bombardeo de una escuadrilla de aviones alemanas a una caravana de ciudadanos franceses que huyen hacia el sur desde París. Primeros planos de bombas cayendo y rostros que gritan aterrorizados; la desesperación se torna inclemente cuando un coche no puede volver a arrancar; no dudan en arrojarlo fuera de la carretera; cada uno se preocupa de su propia vida. En ese coche viaja un matrimonio, con su hija de 5 años, Paulette (Briggite Fossey), quien porta su perrito, que asustado echa a correr hacia el puente; ella lo persigue, y los padres a ella; los disparos de una avión acaban con la vida de sus padres y su perrito; un caballo corre asustado, arrastrando un carro al que falta una rueda, en paralelo a Paulette que quiere recuperar el cadáver de su perrito, que han echado al río. El caballo llega a una granja; uno de los hijos es Michel (Georges Poujouly), de once años, busca a una de las vacas asustadas, y se encuentra en el bosque, junto al río con Paulette y el cadáver de su perrito en brazos; el hijo mayor al intentar dominar al caballo es aplastado por las ruedas del carro, y debe permanecer postrado en la cama, a la espera de un médico que no llega. Sobrecogedor inicio, a la par que asombrosa la intensidad narrativa de un montaje que rezuma urgencia, desesperación, desvalimiento, dotando de cuerpo a la irrupción de la violencia rasgando la luminosidad del apacible paisaje y de las rutinas de las dedicaciones diarias: Cultivas la tierra como cada día y de repente una coz de un caballo asustado te daña de tal manera que provocará tu muerte.
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La narración se hilvanará sobre hermosos e incisivos contrastes. Las guerras y las hostilidades se producen a diferentes escalas. Países, vecinos. En plena contienda bélica que causa un elevado número de muertes no deja de ser corrosivo el detalle de la enemistad entre las dos granjas vecinas, las de los Dollé y los Gouard, como si vivieran en una burbuja aislada, en su particular representación teatral, en la que la guerra es un eco lejano, otro componente de su particular contienda dramática. Un detalle inicial ya lo evidencia: uno de ellos quiere matar al perro del otro con una horca porque molesta a sus gallinas. Ambos padres muestran su disgusto o rechazo al hecho de que un hijo de uno y la hija del otro se amen (por lo que tienen que encontrarse a escondidas); compiten a través de sus hijos, porque un hijo haya podido participar en guerra y el otro no porque no le dieron por válido para combatir. Como desaparecen las cruces, piensa el padre de Michel, Joseph (Lucien Hubert), que ha sido cosa de su vecino, Gouard (Andre Wasley), por lo que destruye la cruz de su tumba familiar: la apoteosis de absurdo se materializa cuando ambos padres peleen en una angosta tumba del cementerio.

Como contraste con respecto a esa contienda a pequeña escala, la hermosa relación que se establece entre Paulette, acogida por la familia Dollé, y Michel. Ambos crean su mundo paralelo, en el que la muerte no es una figura dramática, terrible. Se puede enterrar, como si el ritual funerario fuera una forma de neutralización de su horror. Los cuerpos descansan, son protegidos. Cuando Michel le dice a Paulette que sus padres no han sido enterrados en un cementerio sino en un hoyo con las otras decenas de muertos en el bombardeo en la carretera, ella piensa que es para que no se mojen los cadáveres, y no quiere que le pase lo mismo a su perrito. Por ello, Paulette, que desconocía que existiera una figura denominada Dios ya que no había sido educada por padres católicos, impele a Michel a que robe cruces, incluso en la iglesia, para crear su particular cementerio de animales en el molino (en el que destaca la imponente, e impertérrita, figura del búho, la indiferente naturaleza, que tiene asentado ahí su nido). Esos son sus juegos prohibidos, su particular escenario, o burbuja protectora, que provocarán que se intensifiquen las hostilidades en el escenario o burbuja del conflicto vecinal por la desaparición de las cruces. A medida que se incrementen se apuntala, en cambio, entre ambos una relación de honda compenetración, como si fueran una pareja adulta, que determina que su separación sea de las más dolorosas que ha dado el cine, resuelta, además, con una concisión que no deja resquicio ni para la catarsis efusiva. Son niños perdidos en un paisaje de desolación y destrucción donde su tierna complicidad y su mirada natural y desafectada no tienen cabida en un mundo de adultos inclinado a la violenta confrontación con el otro. El último plano, desde las alturas , un vacío que carece de dioses, encuadra a Paulette perdiéndose en la muchedumbre mientras grita el nombre de su amigo, el vínculo que le hizo sentir, por un breve periodo de tiempo, que no era una huérfana desvalida.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
7 de diciembre de 2021 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
En Jennie (Portrait of Jennie, 1948), de William Dieterle, con guion de Leonardo Bercovici y Peter Berneis, que adaptan la homónima novela de Robert Nathan, la mirada se enhebra en un espacio intermedio donde la realidad se revela porosa, en donde lo incierto y lo posible se entretejen en esa frágil línea del deseo y su proyección o materialización donde se hace sentir que quizá los limites sí puedan transgredirse, lo que hace de ella una de las cumbres del género fantástico (y del melodrama romántico). Quizás ninguna obra ha materializado de forma tan lírica y elocuente el pulso del amor enfrentado a los límites del espacio y del tiempo. La experiencia es como internarse en una pintura animada, o de modo más preciso en sus invisibles recovecos. Los primeros encuadres están cubiertos de una película reticular, como si fueran pinturas que cobrarán movimiento. Muchos de los encuadres disponen de una remarcada cualidad pictórica (amplificada por el uso de unas lentes que se utilizaban de modo habitual en la era silente) que acentúa esa sensación de que se habitara otra realidad, la de los sueños y los deseos que aspiran a lo sublime.

En 1934, Eben (espléndido Joseph Cotten) es un pintor en cuyos cuadros no se aprecia el amor, o la ilusión, como le señala Miss Spiney (Ethel Barrymore), la dueña de la galería a la que él lleva sus cuadros por si le interesara comprar alguno de ellos. Ella percibe que tiene talento, pero sus pinturas carecen de cualquier fulgor de pasión o singularidad, como si fuera una mera mirada neutra, o quizá más bien neutralizada, desprovista de vida, de entusiasmo apasionado, por sentirse agostado en su preocupación por ganar un dinero para poder llegar a fin de mes y, sobre todo, por el desánimo que corroe su actitud (como se percibe en su hosquedad inicial). Ya no parece confiar en lo posible, y se comporta como quien espera una reacción nada receptiva. Su mirada se arrastra a ras de suelo, como si la erosión de la vertiente prosaica de la vida se hubiera enquistado, con la amargura de la desilusión, en su potencial capacidad de percibir lo distintivo. En la inmediata secuencia, como si se correspondiera con la emulsión de su sensibilidad arrinconada y entumecida, Alan conocerá en un parque nevado, solitario y nocturno, a Jennie (Jennifer Jones), una niña con ropa de principios de siglo, hija de acróbatas. No hay nadie más alrededor, como si sólo ellos habitarán el mundo (o fuera el interior desolado de Eben, que acaba de recibir una brizna de ilusión con la venta de uno de sus dibujos). La niña entona una triste canción (compuesta por Bernard Herrmann) que insufla de una conmovedora magia al momento (ambos encuadrados en un travelling que corporeiza esa conjunción de movimientos interiores que ya empieza a unirles, como si se gestara la sintonización de una conversación íntima sin parangón). Ella canta, ‘no sé de dónde vengo, y voy a donde las cosas van, el viento sopla, el mar se mueve… nadie lo sabe’. La incertidumbre que Eben siente, como desolación, se corporeiza en la tristeza desamparada de la canción, como si la niña la dotara de voz y a la vez su presencia encarnara el impulso de acción vital y creadora que comienza a renacer en él.

Alan tendrá otros cinco encuentros con Jennie, en los que cada vez ella tiene más edad, como si sus tiempos fluyeran en distintas dimensiones, como si la materialización de un amor sublime se correspondiera con el incremento gradual de su motivación creadora, encarnándose en ese amor la fuerza de la ilusión en su más amplio sentido (con el asombro como dinamo).
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Incluso, aunque se reencuentren rodeados de otras personas, como en la pista de hielo del parque, se transmite la sensación de que es una experiencia que vive Eben (esos encuadres sobre ambos en los que resalta el vacío sobre sus cabezas, vacíos que son plenitud por el esplendoroso sol que lo domina, y la altura de los edificios). Intrigado por esas desconcertantes apariciones y desapariciones, y lo insólito de su condición (¿lo que parece inconcebible puede ser real?), combinado con el creciente asombro cautivado que prende en él, Eben indagará en la vida de Jennie, y verá corroborado a través de la monja Mary of Mercy (Lilian Gih) que Jennie, efectivamente, como indicaban los periódicos antiguos que ella portaba, murió tiempo atrás, precisamente en una tormenta, dominada por las caóticas fuerzas de la naturaleza, del viento y del mar. Pero Eben está convencido de que sus sentimientos pueden vencer a cualquier límite o condicionamiento porque no lo considera imperativo. Para su amor no existe la adversidad y no hay contrariedad que no pueda superar, como su creatividad se sobrepone a todo desánimo. ¿Podrá la ilusión logre vencer a ese precario caos del mundo, a la ineluctable finitud, al progresivo deterioro que define toda vida, materializando un amor más allá de lo posible, un amor sublime y genuino de dos espíritu fusionados y unidos?

Dieterle, con la inestimable colaboración del compositor Dimitri Tiomkin, que utiliza temas de Claude Debussy, y el director de fotografía, Joseph August (que falleció tras concluir el rodaje), gradúa, progresivamente, una modulación emocional extática, propulsada por esas imágenes tramadas, con el uso de filtros y contraluces, que dotan de esa atmósfera de ensueño, donde los límites de la percepción de la realidad se disuelven, y ya esta pudiera ser otra, quizás interior, puede que la de Alan o incluso, y es una posibilidad tentadora, la de Miss Spiney, la anciana dueña de la galería, en cuyos gestos se advierte no sólo una admiración por el pintor, sino quizá algo más. Al fin y al cabo, ella reconoce, tras conocerle, que nadie le había dicho un halago (en concreto, sobre sus ojos; su mirada) desde hacía veinte años… ¿Pudiera ser Jennie la materialización, aun fugaz, de ese amor que ella anhela con el pintor, y que ya por edad cree imposible? Quizás. Otra posibilidad más, u otra narrativa conjugada con la de Eben. Esa es una de las grandes cualidades de esta delicada y hechizante obra maestra, donde se disuelven tanto los límites como las certidumbres, entre el rugiente mar desbordándose, como así ocurre con la pareja protagonista que desea superar todos los límites para materializar su amor, y esa serena atmósfera, de plenitud, dibujada con suprema delicadeza en los momentos que comparten en el piso de Eben cuando ella posa mientras él la dibuja en su lienzo (como si habitaran una atmósfera de plenitud y serenidad que se nutre de sí misma). Alan la inmortaliza como en su corazón será inmortal. Las espirales de la realidad, como las que debe ascender en las escaleras del faro para poder hallarla con la luz en la tormenta, son superadas por su firme y entregado sentimiento incondicional. No logrs que ese amor sea duración, pero aun sólo por unos instantes han gozado juntos de la eternidad. Es lo que Alan sabe a ciencia cierta, cuando despierta, tras que pase la tormenta, y encuentre en sus manos el pañuelo de Jennie. Lo que vivió, aunque sea un enigma por su cualidad fuera de lo ordinario, algo más allá de nuestros límites de conocimiento, no sólo lo sintió, como se aspira a través del arte, sino que fue real. Pudo experimentar la extática conjugación de lo efímero y lo eterno.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
17 de octubre de 2021 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La clave del enigma (Blind date, 1959), de Joseph Losey contiene bajo su dinámica superficie, que conjuga con habilidad el género de intriga con una perspicaz concepción escénica (más que por los escasos espacios y personajes, y la relevancia de la palabra, por una implícita reflexión sobre las apariencias y la representación), una mordaz corriente interna que rehúye la explicitación. O cómo el descubrimiento de un cadáver, en las primeras secuencias, lleva a destapar el cadáver de ciertos quistes sociales, las tensiones que son consecuencia de las diferentes extracciones sociales y sus estigmas correspondientes, así como la oposición entre la entrega emocional y la sujeción al fingimiento como mantenimiento de una posición. Todo esto Losey lo conjuga con agudeza, integrado en la acción dramática, narrada con fluidez y precisión, en función del esclarecimiento del caso (a reseñar el sutil uso del montaje interno, sin forzar composiciones, mediante la relación de los personajes dentro del encuadre). En la primera secuencia, para presentar el espacio donde va a tener la mayor parte de la acción, se sirve de las evoluciones de Jan (Hardy Kruger) por las diversas estancias del piso (una intrusión consentida como reflejan unas acciones que parecen relacionadas con la coreografía de un juego amoroso en el que es pareja de baile una ausencia que se supone inminente presencia, como evidencia el hecho de que, de espaldas a la puerta, sentado en el sofá, ofrezca unas flores a quien supone que entra, pero quienes irrumpen en el encuadre (y la falta de golpe de efecto hace que sea más eficaz) son dos policías de uniforme, a los que al poco tiempo se une el inspector encargado del caso, Morgan (un excelente Stanley Baker). La conmoción de la repentina irrupción se dilatará, ya que tardará en saberse aún unos minutos qué es lo que ocurre, mientras Jan y los policías entablan un tira y afloja, un duelo de preguntas sin respuestas, hasta que le muestran a Jan que la mujer del piso, a la que él conocía, Jacqueline (Micheline Presle), ha sido asesinada (un cuerpo oculto del que se no había percatado al entrar, ya que incluso había arrojado su gabán sobre ese bulto).

La narración brilla más en las secuencias de diálogo, que es más pulso, entre Jan y Morgan, que en los flashbacks que explican su relación con Jaqueline, rica mujer de la que se prendó, convirtiéndose, a su pesar, en amante ocasional (pese a sus reticencia iniciales; es la insistencia de ella la que mina su renuencia). Claro que para Morgan, o desde su perspectiva, Jan se le aparece con otra imagen o concepción (y esa preconcepción se convierte en obstáculo de discernimiento). De hecho, es una vertiente nuclear, o la más atractiva, de la película, y que incide en las resonancias de su título original, Blind date (Cita a ciegas). El discernimiento de ambos sufre un diferente tipo de ofuscación perceptiva. En Jan, pese a que su dedicación se fundamente en la mirada, o de modo más específico, en la observación (es pintor), su discernimiento está ofuscado por sus sentimientos; amplificada esa ofuscación por el hecho de que no esté de acuerdo en cómo está establecida, o más bien, tramada la relación con Jacqueline (esa clandestinidad, esa invisibilidad, escanciada en encuentros muy separados en el tiempo). Anhela la proximidad pero la relación se rige por la distancia (temporal; la que ella interpone). A Morgan, por su parte, le pesa, condiciona, dentro de su entorno laboral, su condición de anomalía, casi de intrusión, por su origen humilde, ya que es hijo de obrero, a diferencia de sus compañeros de mismo rango o superiores, todos de extracción de clase alta. Esto propicia su ofuscación a la hora de enjuiciar, o discernir a Jan, porque ve en él cierto turbio reflejo, ya que cree ver en él su opuesto y a la vez cómo podrían verle a él. Por eso, de entrada, piensa que Jan, simplemente, es alguien que se aprovecha de los ricos para disfrutar de los lujos, de la posición privilegiada, un mero parásito, (un mero gigolo sin escrúpulos), a diferencia de él, que tiene que esforzarse sobremanera para hacerse valer.
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Por ello, Morgan, al ver en Jan una representación de lo que abomina, se muestra inclemente con él: es cómo revolverse contra la imagen que otros, sus compañeros, pudieran tener de él con condescendencia e incluso desprecio (aquello en lo que no quiere verse, el estigma contra el cuál no puede rebelarse en su entorno y que le persigue). Su sospecha, casi convicción, de la culpabilidad de Jan más bien representa lo que se dirime en su mente. Eso hace de Morgan un personaje particularmente atractivo; su agudeza de policía, su afán de justicia (no se arredra a replicar a su superior), lidia con la ofuscación que, en el fondo, proviene de la necesidad de sentirse reconocido, aceptado, no estigmatizado por su raíz social, a lo que se añade que, en Jan pesa, para la precisa percepción de cómo es, esa combinación de bohemia artística con precariedad material que le convierte inevitablemente en figura sospechosa (además, es extranjero, holandés), imagen que, irónicamente, afecta a quien no quiere verse en los demás como alguien proveniente de una categoría social más baja. Por eso, resulta incisivo el giro de la trama. Quien parecía víctima mortal era más bien la criminal. Las apariencias en abismo y la doblez, que es también contradicción, que caracteriza a quienes detentan la posición privilegiada, o lo que es decir lo mismo, una estructura social definida por la categorización y la instrumentalización. Quien es de clase inferior no es sino un peón. La interferencia que frustrará la maquinación es la irrupción incontrolada, u ofuscación pasajera, de los sentimientos.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
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