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Críticas 329
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
7
30 de agosto de 2021
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tipos amorales, duros, misteriosos, violentos y sin escrúpulos fueron los grandes protagonistas del wéstern de la década de los 60. Los forajidos de Leone o Peckinpah fueron liberados tras la ruptura de los esquemas clásicos del cine de vaqueros, desligándose totalmente del modelo de hombre americano que perfumaba John Wayne producción tras producción. Esto tiene unos precedentes claros; en primer lugar, el mismísimo John Wayne de Centauros del desierto (John Ford, 1956) y su brutal odio hacia la tribu oculta, hacia los indios. En segundo lugar, el cazarrecompensas de Toshirō Mifune en Yojimbo y Sanjuro, desprovisto de cualquier tipo de ética (Akira Kurosawa, 1961 y 1962 respectivamente) y, en tercer lugar pero no menos importante, el borracho ex confederado de Richard Boone en Río Conchos, al que podríamos considerar ancestro del legendario Rooster Cogburn de Valor de ley (Henry Hathaway, 1969). Y es que Río Conchos, pese a la poca fama que arrastra, es uno de los wésterns crepusculares que más fijación ha despertado en la revisión del wéstern y, por supuesto, en la manera de hacerlo.

Ya, desde el arranque, Gordon Douglas describe a su protagonista a quemarropa. Una breve secuencia basta para identificar la violencia embrutecedora y sanguinaria de Lassiter (Richard Boone), un hombre atormentado por la suerte de La Confederación y, por supuesto, movido por el odio y rencor que procesa hacia los indios al más puro estilo Ethan Edwards. Sin conciencia ni remordimientos, este da pie a la película asesinando un grupo apaches en un rito mortuorio, escena de violencia descarnada que transcribe a tiro de bala la definición más directa del wéstern crepuscular. Esta acción lo llevará a emprender una misión suicida, poniéndole el compás de road movie a la aventura, acompañado sarcásticamente de dos altos mandos unionistas, un mexicano y una apache rumbo a frenar el ansia belicista de un general sudista ensimismado es hacer lo que el General Lee, por códigos éticos, no fue capaz de hacer.

Es fascinante cómo la tensión, gracias a unos diálogos que ocultan más de lo que procesan y unos personajes tan ambiguos como conflictivos, se mantiene durante casi todo el metraje, detonando estruendosamente como un barril de pólvora en el momento más inesperado sin que sepamos a ciencia cierta hacia dónde van a salir disparados los restos del estallido. La escaramuza en el Siete Leguas o el gran arco final en la mansión en construcción de Pardee (Edmond O’Brien) son buen ejemplo de ello, acompañado, por supuesto, de grandes dosis de acción frenética. Huelga decir el obvio simbolismo de esa mansión a representación de la América Salvaje, cuando La Confederación todavía existía, y como un atormentado y nostálgico personaje de aquellos tiempos (Pardee) trata de hacerla volver cueste lo que cueste, absorto en su mundo de fantasía y para lo que Douglas emplea una teatralidad casi wagneriana con la finalidad de enfatizar la locura de un personaje acabado en un mundo intangible, ligeramente parecido al del Coronel Kurtz (Marlon Brando) en Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979).

Resulta escandaloso lo bien que está Richard Boone, alma del crepúsculo del Oeste, y la forma que tiene de contagiar su condición de antihéroe, cansado y perdedor en tiempos convulsos, a sus compañeros de viaje, para los que el presagio de la muerte hace presencia desde el primer encuentro indirecto en el arranque de la película. Río Conchos es un viaje a la guerra, lleno de angustia, dolor y violencia que los soldados de Gordon Douglas absorben y supuran simultáneamente en un imaginario en ruinas sobre la conquista del Oeste. Título muy a reivindicar dentro de ese wéstern desalmado y sucio que marcó la década de los sesenta. (7.5).
19 de marzo de 2020
8 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Que pasada esta aproximación al wéstern de factura moderna a cargo de Juliano Dornelles y Kleber Mendonça Filho, que inicia de una forma similar a la popular novela corta de Juan Rulfo, Pedro Páramo solo que, en lugar de llegar a Comala, dos jóvenes emparentados con la vieja Carmelita, entidad importante y fallecida en su senectud, llegan a su respectivo pueblo perdido de la mano de Dios con motivo de su defunción llamado Bacurau, nombre recibido por un ave autóctona del lugar caracterizada porque es negra y solo sale de noche, haciendo alusión a la tez de la mayoría de habitantes que residen en Bacurau, dato que luego explicaré el por qué de su importancia. Tomando la novela mexicana antes citada como referente, aprovecho para significar el movimiento del realismo mágico que, a pesar de no permanecer estrictamente presente a lo largo de la película, sí tiene toques de muchísima relevancia en el desarrollo argumental que chocan inevitablemente con la concepción del espectador sobre la película y la escenografía empleada para que, luego, de una forma muy ingeniosa, se conviertan en recursos explicativos e incluso resolutivos. A raíz del fallecimiento de la anciana, considerada como el alma del pueblo, comienza a reproducirse una atmósfera inquietante que crece a partir de la llegada de dos forasteros y las extrañas muertes consecuentes. Utilizando un prisma sutil trata el racismo y el abuso de poder a través de ciertos estereotipos clichés (conciencudamente, ya que los propios directores utilizan esta desventaja para brindar un diálogo entre Michael (Udo Kier) y Terry (Jonny Mars) espléndido), los directores se valen de la jerarquía de poder político imperante en la sociedad desde tiempos inmemoriales para realizar una denuncia sobre la capacidad que tienen ciertos círculos para actuar a su libre albedrío, permitiéndose realizar auténticas barbaries para sus egoístas cometidos y quedar impunes de ellos. La capacidad que tienen estos dos directores para otorgar carisma y personalidad a personajes nimios me ha parecido única; desde el primero hasta el último personaje que aparece tiene una relevancia especial o, sino, un distintivo que hace no convertirlos en meros extras o gente que pasaba por allí, todos los integrantes de Bacurau son Bacurau. Con esto último tengo que sobresaltar la portentosa interpretación de Sônia Braga (Domingas) que, a pesar de tener tan pocos minutos y pocas aportaciones en la trama, se convierte, de lejos, en el personaje más memorable de la película, junto con un excelentísimo (y voluptuoso) Silvero Pereira (Lunga) y, obviamente, el alemán que mejor hace de alemán: Udo Kier. Algo que también me ha llamado la atención es la inexistencia de personajes protagonistas o secundarios que, remitiéndome a lo antes citado, el protagonista no es otro que Bacurau, el cual funciona a modo de mente colmena. Tomando también muchísimos elementos del terror clásico y el wéstern, su desenlace podría incluso considerarse una alegoría a la famosa película de John Carpenter: Asalto a la comisaría del distrito 13 (1976), o a las populares premisas del wéstern clásico consistentes en el rechazo a los forasteros usando el miedo como catalizador. Algo que ha reunido mi atención en especial es la manera en la que se funde la pobreza (representada de una forma muy clásica a través de las moscas, elemento también muy recurrente en el terror) con las nuevas tecnologías y la dependencia de estas para el día a día, sin que choquen ni resulte extraño al espectador. La técnica de filmación recuerda inequívocamente y, de nuevo, a los wéstern clásicos, tomando planos de cuerpo entero y centrados, los cuales, a través de planos-secuencia, los siguen de forma lineal hasta la resolución de la acción y el enfoque en primer plano del rostro protagonista, ayudándose de unos paisajes desérticos plagados de elementos usualmente asociados al desierto, tanto visual como metafóricamente: cactáceas, crasas, arena, cielos despejados y sentimiento de peligrosidad y soledad. Se nota tanto la influencia como la admiración de los directores hacia la leyenda de John Carpenter al emplear una melodía compuesta por él (Night, perteneciente al álbum Lost Themes de 2015) en muchos momentos y al más puro estilo de La noche de Halloween (1979), basada en la repetición de un mismo ritmo con melodía creciente asentada en el uso de teclados, sintetizadores e infrasonidos que, aunque no casan con la temática de la película, funciona a modo de música extradiegética e incidental. A fin de cuentas, muy buena película brasileña que estoy seguro en su conversión al culto. Me ha flipado.
6 de febrero de 2021
7 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
El éxito de Madre oscura, tanto en crítica como en taquilla, se debe, exclusivamente, a haberse estrenado en el momento adecuado. Esta pequeña producción muerde con timidez la serie B, comenzando con ideas de suplantaciones de identidad como La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956) y relatos de brujería y supersticiones altamente influidos por el found footage de Daniel Myrick: El proyecto de la bruja de Blair (1999), donde nuestros directores, los hermanos Pierce, buscan mediante la convivencia de ambas ideas una teen movie de terror, con sus respectivos trucos visuales de alto impacto, para explorar el paso de la adolescencia a la adultez por medio de su protagonista Ben (John-Paul Howard), un joven de 17 años que va a pasar el verano en casa de su padre, recién divorciado de su madre.

Es difícil dejar el listón alto teniendo unas influencias tan definidas e icónicas como las citadas, y eso es algo de lo que los directores son conscientes. Por eso, simplemente, plantan las flores, plantean estas influencias, pero se olvidan de regarla, dejándolas visiblemente marchitas conforme avanza la historia para enfocarse exclusivamente en el verano que a Ben le cambiaría la vida. ¿Es bueno, es malo? Depende. Es decir, Madre oscura es una película orientada hacia un público general que bailan en la franja de edad del protagonista, por lo que, desde ese punto de vista, es bueno atender el coming-of-age donde la adaptación a nuevos entornos, el despertar sexual y las nuevas responsabilidades son conceptos con los que el público va a sentirse más identificado y la involucración con la historia va a ser mayor. Por otro lado, la nula profundización en los demás conceptos como la pérdida de identidad, que daba pie a un buen juego con la Nueva Carne, o la exploración del paganismo, hacen de Madre oscura una película tan poco carismática como olvidadiza aun teniendo los ingredientes adecuados para funcionar.

Y no es que se olviden de ello, no. Es que Brett Pierce y Drew T. Pierce directamente, pasan. De hecho, sobre la deformación física y psicológica que lleva implícita la Nueva Carne consiguen un par de escenas impactantes sin recurrir al efectismo del terror comercial, donde los huesos se dislocan, la musculatura se contorsiona y los movimientos son perturbadoramente antinaturales en su antagonista, muy consolidados por la excelente edición de sonido, pero solo se queda ahí. Y lo mismo le ocurre al subgénero de brujería desde el que se da forma, para lo que extraen con bisturí los mismos elementos de El proyecto de la bruja de Blair, desde el bosque, simbología del engaño y del peligro, la obnubilación de la realidad o hasta la marca, el anuncio de que algo malo está por ocurrir, está sacado del relato de Myrick. Para esto último, los directores encuentran la excelente solución de, llegados a un nudo más o menos firme, hacer un inciso en la narración para tratar de profundizar, por medio de Internet y a través de la curiosidad de su protagonista, en un antagonista genérico y ordinario, recurso visto hasta la saciedad en películas como Sinister (Scott Derrickson, 2012) o Slender Man (Sylvain White, 2018) entre tantas otras pero que, a diferencia, estas sí estaban relacionadas con las nuevas tecnologías por lo que este recurso estaba empleado de una manera lógica, aquí, únicamente me saca completamente del argumento.

Culpa del guion de los hermanos, que no desestiman tomar el pelo al espectador mediante giros argumentales de muy dudosa consistencia que, literalmente, alteran todo el plan narrativo planteado dejando vacíos a mansalva a su paso bajo un tono increíblemente edulcorado para la premisa que habían prometido. El desenlace, bueno, cerca de ser Disneyland más que una película de terror, y un preludio del que ignoro completamente su cometido más allá de la anticipación de hechos que tan poco favorece a este tipo de producciones. Las interpretaciones están a cargo de un elenco de actores de segunda, destacando ligeramente por encima de los demás a Azie Tesfai como Sara, pero tanto John Paul-Howard como Piper Curda, pareja protagonista, consiguen muchas escenas verdaderamente insoportables que parecen hechas para una teen comedy más que para una película de terror.

Madre oscura es, en sí misma, un cúmulo de propuestas sin desarrollar, convirtiéndola en un producto prefabricado con el objetivo de recaudar en taquilla, algo que consiguió y por lo que, sinceramente, me alegro, ya que espero que con la recaudación este dúo de directores consiga llevar sus ideas a cabo con una mayor financiación que les permita hacer una producción más madura y perturbadora para lo que considero tienen buenas nociones de dirección y guion. (3.5).
14 de noviembre de 2020
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
En Soldiers of the Damned tenemos todo lo necesario para hacer una película de dudosa calidad con todos los elementos de subproducto serie B: nazis, rusos, dioses, fantasmas y, obviamente, Himmler y su afición al esoterismo y al ocultismo. De entrada, todo puede parecer basura. Y, de hecho, lo es, ya que roza muy tímidamente el entretenimiento, aunque tiene algunas cosas potables. La historia se centra en el comandante nazi Kurtz (Gil Darnell), un hombre que, junto su pelotón, resiste la última embestida rusa en el frente oriental antes de perder la Segunda Guerra Mundial. Pero Himmler tiene otros planes para ellos. Tras enviar una ilustre científica, manda a sus hombres escoltarla hasta las coordenadas de un lúgubre bosque rumano con el fin de encontrar algo de origen divino que haga al partido nacionalsocialista ganar el conflicto y, por supuesto, dominar el mundo. Una película hecha con dos duros que junta el bélico con el terror para crear un relato espectral absurdamente aburrido y anodino.

El director televisivo Mark Nuttall hace su primera arremetida en el cine con un resultado que me hace corroborar su mejor estadía en televisión. Carente de cualquier lenguaje cinematográfico, Nuttall se rodea de una armada de actores cuya expresividad brilla por su ausencia en un guion de Nigel Horne que, hasta siendo lo más ramplón y simple posible, se las arregla para hacer de él algo más complejo y profundo mediante trampas de continuidad, espacios y tiempos. Trampas de novicio que pueden funcionar en el formato serial al que estaría acostumbrado, pero en una película tan boba y superficial lo único que consigue es alargar innecesariamente un relato que se podría haber contado en formato de mediometraje sin lastrar hasta la saciedad un argumento insustancial y vacío.

El regocijo constante en el drama y la pena de sus personajes por el conflicto armado es otro aspecto que obstaculiza la narración, ya que esos personajes tienen la misma complejidad que un sonajero y, por lo tanto, no importan más al espectador que la curiosidad de cómo y cuándo van a morir. También, el intento constante de humanizar a los soldados del Tercer Reich, hombres partícipes de una guerra cruel y desalmada, es irreverente por los tópicos fáciles que emplea para ello, todos radicados en el sufrimiento que disecciona una y otra vez en todos y cada uno de ellos con el único objetivo de afirmar que, independientemente del bando, hombres buenos y malos hay en todos los sitios. Para ello enfrenta las dos mitades que conforma el pelotón del capitán Kurtz: los pertenecientes a la división del mismo y los pertenecientes a la Waffen-SS, los primeros benévolos y los segundos irracionalmente inhumanos. El planteamiento moral es bueno, pero, de nuevo, las formas traicionan a Nuttall haciendo del aspecto más interesante de la película una pelea de guardería entre buenos y malos para que el protagonista Kurtz se lleve todo el crédito del argumento. Y todo esto, que pertenece intrínsecamente al drama bélico, oculta bajo tantas capas el terror que lo convierte en mera ambientación.

Es impresionante en el mal sentido cómo el director rompe y rompe y vuelve a romper la linealidad de su básica narración mediante trucos baratos que crean subtramas independientes de cada uno de sus personajes con la excusa del embrujo silvano, alterando a gusto la narración con historietas que importan entre poco y nada construidas en torno a alterar artificialmente el espacio y tiempo de desarrollo, transportándonos a realidades carentes de sentido cuyo único recurso para que nos demos cuenta es el cambio drástico de etalonaje. Por otra parte, las nulas nociones de Nuttall para la colocación de sus personajes en la escenografía se aprecia (y menosprecia) al cambio de plano que no sigue una concepción normal de continuidad, haciendo que ni si quiera sepamos dónde están posicionados los personajes respecto a otros en una burda conversación aparentemente crucial para el argumento. Como no podía faltar, el Übermensch de Nietzsche asoma la cabeza con la búsqueda del suprahombre, aquí denominados ‘hombres-dioses’, teoría filosófica limitada a funcionar como motor de la película y excusa para criticar el ansia desmesurada de poder. Esto último marcha a duras penas gracias al honor que colocan como estandarte sobre el protagonista pero, de nuevo, es algo tan hueco que no tiene la importancia que Horne y Nutall tratan de darle.

Todas las actuaciones son muy amateurs, pero hay una en concreto que me saca de mis casillas y crea el efecto de desear que muera cuanto antes el personaje. No es otra que Miriam Cooke como la científica Anna (llámala científica o fontanera ya que, para lo que aporta, podría ser cualquiera de los dos oficios), que solo es la pieza con la que Nuttall, lleno de holgazanería, guía un argumento que no necesitaba de un personaje tan prescindible para hacerlo. Tiene momentos de verdadera vergüenza ajena que el doblaje castellano maximiza hasta cotas insufribles. Si tuviera que resaltar alguna interpretación sería la del danés Lucas Hansen como despiadado coronel de la Waffen-SS por el único hecho de conseguir humanizar, a través de su personaje, a los demás combatientes nazis y provocar que nos repugne.

Un filme en el que buscaba entretenimiento barato y que ni si quiera ha sido capaz de ofrecérmelo salvo en secuencias contadas, generalmente todas en el planteamiento puramente bélico. Nuttall, por favor, vuelve a la tele. (2.5).
10 de junio de 2020
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
El monstruo de St. Pauli es una de esas producciones cuyo esmero en reflejar el envilecimiento y la perversidad de una mente enferma la lleva hasta unos extremos tan crudos como sórdidos. Esta película alemana adapta el libro Der goldene Handschuh de Heinz Strunk, best-seller en Alemania que narra los hechos de aterrorizaron Hamburgo en la década de los setenta, donde un asesino y violador, Fritz 'Fiete' Honka, tomaba prostitutas como víctimas para sus enfermizas fantasías.

Faith Akin, director de la cinta natural de la ciudad donde se desarrolla la película, se congratuló en el Festival Internacional de Cine de Venecia en 2009 llevándose el Gran Premio del Jurado y el León de Plata por Soul Kitchen. Siendo oriundo de Hamburgo, la mayoría de sus producciones se trasladan allí buscando un realismo sucio y oscuro que está muy presente en esta obra.

Va mucho más allá del género del terror, teniendo un carácter biográfico por el retrato de la vida del asesino serial, así como histórico por la repercusión que tuvieron los atroces hechos y la manera de mostrar una sociedad alemana desolada, cuyo único sustento para sus ciudadanos son los bares mugrosos y las prostitutas del Barrio Rojo. Las formas del director para aposentarse en el alcoholismo, diseccionando la enfermedad con una palidez flagrante plasmada en los trastornos de conducta. El thriller se mantiene por sí mismo sin necesidad de auxiliarlo con recursos propios del género, compenetrado con obviamente el factor del crimen que se sigue a través de la figura de Fritz Honka.

No es una película recomendada para todos, porque no todos pueden soportar un grado tan elevado de crueldad y sadismo plasmado con inusitado realismo en una pantalla. A pesar de que gran parte de las escenas explícitas el director hábilmente las censura con encuadres que las mantienen fuera de campo, la imaginación del espectador suple esa carencia visual a través de aquello que sí deja ver, lo cual puede resultar hasta más traumático. Grosso modo, Akin coge la fórmula de Henry: retrato de un asesino (John McNaughton, 1986) y la ensoberbece hasta su punto más álgido.

Las interpretaciones son una auténtica maravilla, y lo que hace Jonas Dassler como Fritz Honka es inhumano, nunca mejor dicho, reproduciendo las características de un psicópata bajo un trabajo tan exhaustivo de maquillaje. Se merece muchísimas condecoraciones por el titánico trabajo que hace en esta película. Todas las demás están francamente bien. Por otro lado, las labores de efectos visuales y maquillaje son una auténtica delicia, muy cuidadas y expresivas para acompañar la sordidez de la película, auxiliada por un vestuario seleccionado al dedillo que también sirve para hacer un boceto de los movimientos sociales emergentes de la década de 1970.

Akin travesea mucho con la curiosidad y el morbo del público por la reiteración de planos estáticos que dejan fuera de campo gran parte de la acción, dejándonos los hechos a nuestra intuición. El estatismo va a ser una constante durante toda la demencial andada por los recovecos de la maldad, usándola muchas veces como vista subjetiva colocada en partes de la escenografía, generalmente dentro del domicilio de Honka, pareciendo como si nosotros mismos esperásemos a que abriera la puerta, transmitiendo temor con planos cortos próximos al suelo y enfoques directos a una engrandecida figura de Honka. Se pueden distinguir tres fases de acción por medio de los planos empleados; los planos escorzo son habituales, ya que el elemento principal de causalidad son las conversaciones entre el protagonista y los personajes secundarios, prosiguiendo con un dinamismo propio de panorámicas y travellings dorsales, transportando la acción hacia el punto donde se desarrollará y concluirá y, de paso, mostrar la escenografía que recrea Hamburgo para, finalmente, usar planos cortos y medios jugueteando con los encuadres en las escenas de acción escabrosa. Gracias a ello, dentro de la narración, se denota un ritmo basado en capítulos hasta el desenlace.

La estética y la escenografía es uno de los apartados más relevantes, usando una gama de colores térreos y apagados ornamentada con elementos que aumentan la índole de insalubridad palpable en la atmósfera, casi siendo capaz de transmitirnos el mal olor del que tanta mención se hace en la película. Desde la puesta en escena queda clara las ganas de que la clustrofobia fluya directa hacia nosotros, incomodándonos en esos espacios asquerosos y reducidos donde se desarrollan, agobiando también con el posicionamiento de los actores en plano y usando una profundidad de campo casi nula que refuerza ese sentimiento. La iluminación tenue, con predominancia de oscuros, también tiene una gran importancia tanto para suscribir las personalidades de su personaje como la de la ciudad de Hamburgo. El espacio arquitectónico es de suma relevancia, ya que funciona como si fuera un carácter más en esta fábula grotesca. Es curioso pero la película se desarrolla enteramente en tres escenarios: el domicilio de Honka, The Golden Glove y la empresa donde trabaja, cambiando ligeramente la estética entre las dos primeras pero sin perder la esencia, algo que sí pierde con la empresa.

Por último, los diseños de posproducción son impecables, desde la música que juega un papel importante en el filme a manos de FM Einheit hasta el impoluto esmero para la creación realista de unos decorados tan semejantes a los hechos reales perpetrados por el destripador de St. Pauli entre 1970 y 1975 en la asolada Hamburgo.

Merece mucho la pena aunque sea darle una oportunidad a esta increíble producción franco-germana gracias a la cual podrás mantener una tendida meditación acerca de la depravación humana en una travesía guiada por Faith Akin y capitaneada por Jonas Dassler, tendiendo la mano al degenerado Fritz Honka.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La necesidad de la crítica social, aún sopesando todas las anteriores cualidades, está latente desde el planteamiento de la película. El maquinal de Akin se presenta en forma de un período en la Alemania Occidental donde la inflación hizo trizas a los eslabones menos pudientes de la sociedad. A través de esa idea, el director construye unos personajes hundidos en la miseria cuyos únicos intereses son el alcohol, sumergiéndolos más en el lodo representado mediante la pobreza y la suciedad de las que son portadores la mayoría de sus personajes. Obviando ese segundo plano y gracias a la apariencia y personalidad de Honka se lanza una pregunta al público: ¿naces siendo un monstruo o el rechazo de la sociedad te convierte en uno? De vez en cuando, el director alemán presenta la figura de Dios como salvavidas para las las personas perdidas, las ovejas descarriadas, personificado con los personajes de Gerda Voss (Margarethe Tiesel) y la mujer trajeada que entra en The Golden Glove.

La planificación del argumento es brutal, presentádonos al protagonista desde el inicio de la película con una puesta en escena que define su construcción psicológica sin la necesidad de requerir a los diálogos. A partir de ese momento, la narración sigue una línea regular repasando la cotidianidad del asesino a ritmo de aguardiente, brutalidad y música popular alemana de la década. Aparte, el director crea una línea mucho más pequeña para mostrar un par de personajes y las interacciones que mantienen estos, complementando el tema principal llevado por Honka. Estos personajes son Rosi Schulz (Greta Sophie Schmidt), una atractiva joven y Willi (Tristan Göbel), una metáfora de la juventud de Honka: chico discriminado y rechazado al que Rosi da refugio, con el que casualmente se asemeja en fisionomía. La casualidad es un término que se presenta durante el resto de la película, y cómo a raíz de encontronazos aparentemente inofensivos puede cambiarte la vida para siempre.

Este cambio sirve para reforzar el cambio dramático que ensaya Honka en su personalidad, dejando la bebida tratando de comenzar una nueva y formal vida, algo con lo que hasta nosotros, como espectadores, nos esperanzamos y solidarizamos. Con esto Akin arroja su segunda cuestión: ¿se puede reinsertar en la sociedad a una persona que ha producido actos tan viscerales?
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