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Críticas 14
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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7 de julio de 2024 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta semana, para celebrar la llegada de las vacaciones, me he regalado, o más bien me las ha regalado un amigo (gracias Luis), dos películas diametralmente distintas pero que coinciden en su mimada fotografía como muestra de la devoción de los directores por unos espacios. El primero director es Woody Allen que pasea su cámara por una de sus musas, Nueva York, en la película Annie Hall. El segundo es Akira Kurosawa que nos descubre con su objetivo la belleza, pero también la virulencia y los matices de la taiga soviética a principios del siglo XX. Es cierto que hay fotogramas que podrían pertenecer a un documental de National Geographic y en los que, en mi modesta opinión, se recrea excesivamente, como la escena del deshielo. Pero hay otros que son obras de arte en sí mismos, como los reflejos del fuego que emulan un aquelarre al principio de la película o cómo transmite de forma tan vívida la sensación de frío o el tacto del viento, aparte de los encuadres diagonales con los que enfoca el periplo de la expedición. Para acabar con la fotografía, no creo que sea casual que el narrador en off recree algunos de los momentos más memorables de su vida encadenando una serie de fotografías en blanco y negro, empezando por el momento mágico en que toman la primera de ellas.
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La cuestión es que esos fotogramas son el cauce para que Kurosawa plantee una serie de temas. He leído en algunas de las críticas aquí publicadas que la película peca de dogmatizante y moralista. Difiero de esas opiniones, porque no es lo mismo usar un personaje para poner en su boca las tesis del director (Woody Allen no se esconde al hacerlo e incluso mirar al espectador al hacerlo) y otra que un personaje y su forma de actuar inviten a reflexionar sobre ciertos valores. Y eso es lo que ocurre en esta película, que invita a reflexionar, por ejemplo, sobre los márgenes de la dignidad. Es fácil ser digno cuando se es un humorista famoso y en cambio el protagonista de Annie Hall es arrogante y solo muestra una auténtica dignidad cuando se finge enfermo para no dar unos premios televisivos. Es más difícil ser digno cuando apareces en escena para pedir fuego y comida, cuando careces de casa, de familia y de tumba. Y, sin embargo, Dersu Uzala representa la dignidad del pobre que quiere vivir de su trabajo, que mima lo que hace y sabe decir gracias.

Otro tema clave es la amistad, que en este caso supera la diferencia de clases, de experiencias vitales y el paso del tiempo. La película arranca con un "Dersu" del capitán, que lo mantienen vivo después de años. Ambos se admiran y se quieren y es conmovedora la escena en la que se reencuentran y se abrazan. Es de esas muestras de alegría que acongojan. Y, por supuesto, la película habla de ecología que es otra forma de amor al otro. Cuando se rodó en 1975, no había una lista de ODS's que rezara que cuidar de la naturaleza era bueno. Pero Dersu Uzala, que se gana la vida cazando, es un ecologista, porque percibe que hay otros seres, otras gentes, más allá del ser humano. Y es solidario con ellos: con el excursionista que quizá quiera refugiarse en un cabaña, con el ratón que necesitará encontrar rastros de carne, con el agua, con el fuego,...

A la hora de poner etiquetas, la película ruso-japonesa sería una emocionante película de aventuras y superación, como la de Allen sería una comedia. Pero, ninguna son exactamente eso. En ambas hay un regusto existencialista. Claro, que lo único que las une, en realidad, es que la he visto separadas por dos días de distancia. Y puestos a escoger, una tarea innecesaria porque es absurdo aproximarse al arte con una cinta métrica, me quedo con Dersu Uzala. La bondad es una cualidad que algunos consideran aburridad, pero a mí me gustan las películas que me hacen mejor por dentro. Y hoy soy algo mejor que ayer.
27 de agosto de 2023 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay muchas personas que no deberían ver esta película. Desde luego no deberían hacerlo quienes no imaginan la belleza al leer las descripciones de Góngora o Machado y les gustaría pulsar el botón de acelerado.
Tampoco es la película de los alergicos a los "para siempre", quienes no se crean los sentimientos de Bécquer en sus versos, y los gritos de Heathcliff a Cathy les ofrece la cumbre de la comedia.
A todos ellos les parecerá una película inacabable, innecesaria, vacua y pedante. Jane Campion lo sabía, pero ella ya había rodado poesía fílmica antes, donde se recrea en la forma y en sentimientos de porcelana y no de cartón.
Dicho esto, Ben Whishaw no me termina de encajar como Keats, y quizá, su personaje no sea creible como autor de los versos románticos, ni como inspirador de los tormentos de una perfecta Abbie Cornish.
Ahm, y me parece una de las mejores películas sobre el arte de la moda que he visto.
11 de julio de 2022 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace tres días que terminé Mr. Sunshine. Ya se me han secado las lágrimas y se ha atenuado un poco esa sensación de soledad que te deja una serie cuando ha conseguido que sus personajes entren a formar parte de tu realidad. Ahora que la he terminado, me he puesto a buscar críticas, y lo primero que me ha sorprendido es la ausencia de ellas. ¿Cómo no ha incluido Filmaffinity o Fotogramas ninguna crítica profesional de una serie como esta? Porque al margen de mi reciente devoción, la serie tuvo una audiencia en su país que llegó a alcanzar una cuota de pantalla del 18% y recibió un una gran cantidad de premios en 2018. Sin embargo, nuestros críticos parece que giran más su mirada hacia la derecha del mapa, hacia occidente, que a lo que llega de oriente. De hecho, hace nada El País, con ocasión de la cumbre de la OTAN en Madrid, publicaba una lista con las mejores series de política internacional y eran todas occidentales. Pero Mr. Sunshine podría caber perfectamente en esa lista. Es increíble cómo narra la situación estratégica de Corea en los primeros años del siglo XX: cómo fue asediada por franceses, rusos y japoneses y cómo Estados Unidos se instaló para sacar provecho económico, lavándose las manos. Hace entendible incluso el poder de imponer una moneda en un país y cómo el valor de esa moneda puede boicotearse. Nos habla de corrupción, de espionaje, de colonialismo, de relaciones internacionales,… Y lo hace sin abrumar, como si esa información fluyera y entrara en nosotros. Así deberían ser las buenas clases de historia.
Quizás creas que no te interesa qué pasó en Corea hace más de un siglo, pero su lucha tiene muchísima actualidad, porque el verdadero protagonista de esta serie es el pueblo coreano, los habitantes de una dinastía de siglos, la de Joseon, a las que obligaron incluso a cambiar de nombre. En un momento dado, la protagonista señala con un dedo a Joseon en un globo terráqueo y se asombra de lo pequeña que es. ¿Justifica el tamaño que un país sea saqueado y usado? En otro momento, el rey pide que le traduzcan los titulares de un diario americano y se da cuenta de que sus masacres no merecían ni una línea al otro lado del océano. Me recordó a al personaje de El hijo de Saúl que creía que los judíos no eran liberados porque no se sabía lo que estaba pasando. A veces, el interés informativo, las páginas de historia o las críticas de cine no miran donde tienen que mirar, sino donde les dicen que miren.
Y esto me sirve para tocar otro punto secundario de esta serie: el amor y la fe en la palabra y en la comunicación, en general. Uno de los protagonistas termina creando una especie de agencia de noticias, confiando en este arma y otro le trae una cámara de fotos de Japón, con el mismo fin. En la serie, los diálogos pasan del coreano al japonés y al inglés, en un continuo, y vemos como la pareja protagonista trata de aprender el idioma del otro para acercarse. Se habla del idioma, y de cómo se nombran las realidades en cada uno de ellos, casi como si las palabras vistieran los conceptos, como esa flor de cinco pétalos, el Mugunghwa o Rosa de Siria, la flor nacional de Corea del Sur.
Luego está la sensorialidad de toda la serie, desde el primer fotograma. Tenemos la música, cuya elección, para mi gusto, a veces es cuestionable, pero que es imprescindible en una serie donde abundan los planos largos; y tenemos el sonido, en general, pues se escuchan crujidos, el masticar de un caramelo, los sorbidos de una sopa, el roce de un mano sobre la seda,… Tenemos la imagen, uno de sus grandes valores, con grandes contrastes entre los colores más vivos y la oscuridad de la noche, donde apreciamos los matices del sol al atravesar una bandera, o los de la luna, entre los árboles de un bosque poniendo foco a una persecución. Hay una veneración por la belleza, con postales que pasan a tu retina y te hacen emocionar de puro “bonicas”. Tenemos el olfato y el gusto, porque los personajes disfrutan de la comida, como una parte de la cultura: olemos el café del hotel Gloria, degustamos esos caramelos cuyo dulzor provoca sonrisas al probarlos, sentimos la bocanada de matices de los bollos humeantes de la panadería francesa al abrirse, y el efecto reconfortante de la sopa caliente del que parece “el único bar de Joseon”. Y tenemos el tacto, porque las cámaras logran captar el frío de esos inviernos que hielan estanques y casi sale vaho también de nuestras bocas, la caricia de los copos de nieve al caer, o de los pétalos de flores en primavera, la sensualidad del roce de una tela, o la calidez de unas manos que se tocan,…

Y todo eso envuelve a lo que hace de Mr. Sunshine una serie, para mí, imprescindible, que son sus personajes. Se trata de una serie coral en el mejor sentido de esa idea. Hay un personaje colectivo al que ya he mencionado, que es el pueblo de Corea. No se trata sólo de los rebeldes, que son un subgrupo dentro de ellos. Sino todo el pueblo en sí, con sus clases nobles, sus terratenientes, sus esclavos y carniceros, con su tradición y su primitivismo, con sus castas y sus injustas desigualdades sociales, con su religión, sus oficios y sus costumbres ancestrales,… El adjetivo “épico” se repetía mucho en mi mente mientras la veía. Para mí lo épico es que personas que sentimos cotidianas, que tienen una historia, un día a día y unos lazos, que temen a la muerte, lo arriesguen todo por una causa. Es muy difícil encontrar una causa por la que esté justificado morir, y, aún más, una causa por la que esté justificado matar. En eso hacen mucho hincapié los increíbles diálogos de esta serie.
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Aparte del protagonista colectivo, tenemos los secundarios, que son muchos y que están perfectos en la elección de los actores (aunque a veces falle la caracterización por el paso del tiempo), en la mezcla de humor y profundidad y en cómo se adapta el lenguaje a cada uno de ellos. Se trata de un cuerpo de danza que llena las montañas y las calles de Joseon y que les da vida. Sin todos ellos, los cinco protagonistas estarían huérfanos, y por eso, los guionistas no escatiman en detalles y también les dejan evolucionar y tener sus momentos gloriosos. Por ejemplo, vemos como el hijo de un guerrero que jura matar al rey ante la tumba de su padre, da su vida para salvarlo.
Y todo lo anterior se cuenta a través de las complicadas relaciones entre los cinco personajes protagonistas: Eugene Choi, Go Ae-shin, Goo Dong-mae, Kudo Hina y Kim Hee-sung. Los cinco aparecen envueltos en unas circunstancias y en un pasado que en algunos casos conocemos en imágenes en el primer capítulo, al que se vuelve en insistentes flashbacks, y en otros, se descubre a través de los diálogos, como es el caso de Kudo Hina. Y todos ellos van evolucionando a lo largo de la serie, sin perder un ápice de su esencia. Lo hace Goo Dong-mae, ese coreano que deambula por las serie con la elegancia de un samurái y que siendo un miembro de la Sociedad del Dragón negro, cuyos principios son vivir para uno mismo, da su vida varias veces para proteger a los suyos. Pero destaco al inolvidable Kim Hee-sung, que se va convirtiendo en héroe, manteniendo su humor, su descaro y su hedonismo. Son tres hombres y dos mujeres, envueltos en una red de sentimientos, de debilidades y de tropiezos, que llegan a ser épicos, incluso sin pretenderlo.
En cuanto al trío masculino, los tres enamorados de la misma mujer, no caen en el tópico de la rivalidad; más bien son cómplices y aliados en la admiración y la defensa de una persona, y quizás por eso, da gusto verlos beber juntos, reírse unos de otros e, incluso, admirarse y cuidarse. Por su parte, tenemos a dos grandes personajes femeninos: Kudo Hina, que va ocupando más espacio capítulo a capítulo, yo creo que por la potencia que le da la actriz que la encarna. Difícil encontrar una mejor forma de encarnar lo que es ser una mujer independiente en una sociedad patriarcal y machista, sin renunciar a la feminidad. Es la heroína silenciosa. Y luego está la heroína declarada, Go Ae-shin, que, a mi parecer, es el personaje más difícil de abarcar. Queda muy bien reflejado por el contraste entre los colores con los que se viste, y con esa idea que ella repite de que nació para ser una flor delicada y ella quería ser una llama. Sigue unos pasos que ha trazado desde un principio y es la que menos se desvía de ellos y la que toma las decisiones más difíciles. Por eso empieza siendo el personaje más encantador y termina siendo el menos amable. La causa lo requiere. Termino con Eugene Choi, el personaje que da nombre a la serie y con el que se abre en la primera escena, con ese niño esclavo que mira al cielo y que lo sigue haciendo aunque se le advierte del peligro. Un kdrama necesita cierta dosis de romanticismo. Pues este personaje, y el actor que lo sostiene, es el romanticismo andante, que no necesita de piel sudorosa, ni de agónicos discursos, sino de miradas y de gestos.
Por último, los diálogos. Los personajes hablan mientras caminan, y caminan mucho, mientras comen y, a veces, mientras luchan. Además, el guion incorpora esa solemnidad medida que es propia de la cultura oriental, y nos ofrece grandes sentencias que se incorporan a nuestra filosofía de vida. Os dejo, finalmente, de ellas, que se va a quedar en la mía: “uno puede pensar que sus propios problemas son más grandes que los de los demás. Pero cuando hay un hombre frente a ti cuyo corazón ha sido arrancado, no debes decir que estás herido. Eso sería algo vergonzoso”.
22 de julio de 2019 1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
En estos momentos en que recobra fuerza el movimiento feminista, se me ocurrió volver a ver, después de casi una década, esta película que muchos encontrarán retrógrada, misógina y clasista. Quería compartirla con mi hija, como todo lo que me ha hecho vibrar, y ha sido una gran experiencia. Y es que el cine, como todo el arte en general, tiene la capacidad de emocionarnos, pero también de hacernos reflexionar. Es imposible no amar esta película, aunque por falta de profundizar te repelan sus argumentos, porque es belleza en su luz, en los cuadros que dibujan sus decorados y, sobre todo, en la mezcla de palabra y música. Hay acordes y escenas que te llenan los ojos de lágrimas de pura felicidad. Sólo por experimentar eso, debería verse de vez en cuando.
Pero además reflexiona sobre temas tan actuales como las diferencias entre sexos, las diferencias entre clases sociales y el valor del dinero. Es una película de los años sesenta que habla sobre estas relaciones sociales en el contexto de principios del siglo veinte. Sin embargo, no es una excusa para justificarla, pero sí para contextualizarla, en un momento en el que el único destino posible de una mujer, en función de su clase, era el matrimonio, la docencia o el comercio. Ahora que se enfrentan "micromachistas" y "feminazis", es bueno ver cómo siempre hubieron mujeres que aspiraron a más y que sus luchas, a veces encubiertas, nos han permitido llegar donde estamos. Pero, y ahí está el quid, las relaciones hombre y mujer se basan en diferencias fascinantes y en una necesidad afectiva, que no es sometimiento, porque se da en ambos sentidos. Y esa dependencia no es abuso, sino amor. Así entiendo yo la curiosa última escena.
Y luego está el tema de la diferencias sociales. La película es una adaptación de la obra Pigmalión. El protagonista, el profesor Higgings, defiende que lo que distingue a una florista callejera de una aristócrata es el uso del lenguaje. Pero Eliza lo corrige y en un momento sostiene que la diferencia es cómo son tratadas. El filósofo chino Confuncio afirmó que "donde hay educación, no hay distinción de clases", y es cierto que la universalización de la educación nos ha igualado, pero también, que la posición social tiende a heredarse, porque la admiración con quien alguien es mirado desde su infancia da una seguridad de la que carece el que tiene que hacerse un hueco.
Pues de todo esto habla My Fair Lady, y lo hace con unos diálogos, muchas veces cantados, llenos de ironía y crítica, ya que no deja de ser una declaración de amor a la lengua inglesa. Pero como buena obra cinematográfica, también se vale de unos actores que nos transmiten todos esos matices. Rex Harrison fue premiado con el Óscar, pero Audrey Hepburn, aunque en algunos fotogramas parezca excesiva, se lo hubiera merecido sólo por la escena tras la embajada.
En fin, que desde este momento, empieza la cuenta atrás para volver a disfrutarla.
24 de febrero de 2020
3 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
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SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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Este año apenas he tenido tiempo de prepararme para los grandes premios. Sí que había visto alguna película antes de los Globos de oro o de los Oscars, entre ellas Joker. Y no, no superhéroe, y la ha roto con colores estridentes, que dañan la vista, con un ritmo que pasa de la lentitud al vértigo, y con una banda sonora que no desaparece casi en ningún instante, y que es una de sus grandes bazas, su gran baza, si no estuviera allí Joaquin Phoenix para convertirse en protagonista absoluto. Él es el Joker, y no sólo en su rostro, que refleja tristeza en medio de las risas, sino que consigue transmitir la humillación con todo su cuerpo, al que vemos vencido, arrastrando su fracaso.
Parásitos no tiene esa plasticidad, pero no la necesita, porque tiene un guion, donde cabe el humor, la intriga y la ternura, y, sobre todo, donde caben los matices. Y aquí es donde Parásitos vence a Joker. El problema es que los Park no son unos explotadores; cuidan a sus empleados, se sientan con ellos a tomar el té, se preocupan por sus hijos, y aman a sus parejas. El problema es que los Kim, no tienen enfermedades mentales, ni un pasado traumático silenciado, son sólo una familia, que necesita un trabajo y deciden urdir una estafa para conseguirlo. El problema es que pese a eso, no resulte absurdo, ni artificial, ni gore en el sentido Tarantino, que un hombre coja un cuchillo y lo hinque en otro.
Un último punto en común: la risa. En unas sociedades donde el Seroxat está entre los medicamentos más prescritos, la tristeza está mal vista y la alegría es síntoma de éxito. Hay una felicidad complaciente a la que debemos rendirnos, y que oculta, entre otras cosas, esa injusticia que es más difícil de digerir cuando el que se beneficia de ella casi convive con el oprimido. Al Joker su madre le obligaba a reír y la risa se le convierte en un enfermedad. El joven protagonista de Parásitos, no puede dejar de reír ante el dolor. Es curioso.
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