Guillermo Del Toro es el primer y último aliento de aquel niño que aún llevamos dentro. La voluntad de hacer los sueños realidad en un mundo enfermo, sombrío, pero nunca desesperanzado. Siempre a los mandos de una vida en la que merecemos reír, llorar, amar y reflexionar.
Una vida que se descubra a sí misma como lo hace su particular Pinocho, con la alegría y la inocencia de haber hallado algo nuevo, la chispa de un pequeño detalle que crece hasta explotar y convertirse en un recuerdo valioso, bien aprovechado. La chispa de vivir.
Una conmovedora observación que se enriquece de una muestra de afecto incondicional hacia la artesanía, el trabajo de lo deseado, lo que algunos recordaban como imposible, el arte de ver en lo real algo luminoso, fantástico. Una sombra que vuela alto, como las golondrinas.
Entiendo que es un viaje ameno, vistoso, aunque lejos de ser perfecto. No se contempla el ingenio de su guion, valiente y original al tratar de reinventar lo aparentemente desgastado, en la estructura de unos números musicales sin alma suficiente para sobrevivir a lo efímero. Pero bueno, que es una película muy bonita y, además, no le crece la nariz de tanto mentir.

La conveniente rebeldía de Carax, muy en la línea del despertar de la Nouvelle Vague, se desenvuelve con éxito en esta amalgama surrealista y poética de estilos y elementos cinematográficos más bien cercanos al cine negro, el onirismo y el romance de alto voltaje. La fotografía, de un atractivo infrecuente, remata un simbolismo cromático principalmente empeñado en conectar sin ambivalencia con la densidad psicológica de sus personajes. A través de sus imágenes, comprendemos los arrebatos, las dudas y los miedos que de ellos se apoderan. Dependerá entonces (y como siempre, al fin y al cabo) del espectador someterse a esa intensa y con orgullo dramática catarata de confusiones y excesos contenidos en un esquema narrativo extravagante y enriquecedor a partes iguales. Para mí, una locura gozosa, vibrante y original.

No dudo en ningún instante de la formidable efectividad de Edgar Wright a la hora de dar vida a una ambientación sesentera que, rodeada de buena música, fiebre y luces de neón, consigue aturdir (en el mejor de los sentidos) al espectador en un vivo esfuerzo por mantenerlo embriagado ante un primer acercamiento resultón impulsado por la contagiosa pasión del aclamado cineasta.

Por desgracia, el principal problema de 'Última noche en el Soho' es que el encanto de su premisa va decreciendo poco a poco con una narrativa ágil pero incapaz de ofrecer conclusiones interesantes. Un thriller psicológico preso de un juego de casualidades y giros que se siente insuficiente para dar consistencia al conjunto de ideas de alguien que parece no haber sabido jugar con claridad sus cartas.

Vale la pena pasar por ella gracias a la presencia de sus dos estrellas, Thomasin McKenzie y Anya Taylor-Joy, cuyas interpretaciones podrían ser motivos perfectos para inaugurar un club de fans dedicado a su trayectoria. Los demás personajes, como podéis intuir, no me interesan demasiado, aunque también rescataría a un Matt Smith que sabe mantener el tipo.

Un David Fincher fogoso, violento, extremadamente hábil. Hablamos de un director estadounidense que inspiró a toda una generación de jóvenes rebeldes atormentados tomando asiento en un relato tan reflexivo como dinámico, capaz de satisfacer tanto a los críticos más voraces como a los espectadores más relajados. Porque en una sala de cine, todos se sientan (o deberían sentarse) como compañeros en una misma mesa.

'El club de la lucha' es como una de esas atracciones que se dedican a funcionar día y noche para los críos (y no tan críos) que solo piensan en repetir hasta el cansancio. Sus dignísimas actuaciones, su exquisita fotografía o sus arriesgadas decisiones narrativas deberían ser motivos más que suficientes para hacer de esta película el desencadenante de una enriquecedora conversación sobre por qué Brad Pitt es el actor más guapo y talentoso del mundo o sobre cómo el jabón influye más en tu vida que un sueldo mensual.

Un thriller salvaje que emerge orgullosamente como una ácida e inteligente crítica al sistema capitalista, un severo martillazo dirigido a una sociedad gravemente hundida en la monotonía, encadenada por el ferviente deseo de consumir, de querer buscar la perfección para disfrazar la mediocridad. En resumen, si la mayoría ha acabado incumpliendo la primera regla, por algo será...

No contentos con adormecer a media población en la ampliamente olvidable Eternals y entregarse sin rumbo al fenómeno fan, Marvel decide patentizar aún más su prolongada fatiga durante 161 minutos dominados, de nuevo, por las imprecisiones generales de una fórmula explotada.
La presencia de Namor o la gracia de personajes como Okoye y Shuri son detalles salvables que maquillan ligeramente una triste involución técnica y creativa. El desorden se torna evidente en su composición cinematográfica, desastrosa, indisciplinada e incluso difícil de mirar.
Su potencial condición de emotivo homenaje se anula tan pronto como su perspectiva del duelo obedece a lo rutinario y lo trivial. Otra gran noticia es que siguen con sus alarmantes problemas de ritmo y sus desesperadas introducciones de personajes vacuos y repelentes. Y seguirán.