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5,2
485
7
29 de diciembre de 2024
29 de diciembre de 2024
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Schrader dedica «Oh, Canadá» al autor literario de esta película, Russell Banks (1940-2023). Se trata de un escritor norteamericano al que Schrader ya había adaptado hace 27 años. Con una de sus mejores novelas, «Aflicción», protagonizada por James Coburn, Sissy Spacek y Willem Dafoe, y con un Nick Nolte al mando convertido en un virtuoso solista, Schrader, siempre atravesado por la niebla de una existencia tortuosa, creó una película de tristeza infinita, un relato de angustioso dolor en medio de una atmósfera congelada. Miró al paraíso desde un infierno de nieve y soledad.
Tras su trilogía sobre el resquemor de la culpa y el veneno del pasado: «El reverendo» (2017), «El contador de cartas» (2021) y «El maestro jardinero» (2022); Schrader decidió volver al universo de Banks y en él se encontró con el texto de «Oh, Canadá», un relato crepuscular y agónico en el que la memoria se deshace por la vejez y en donde la verdad y la mentira, como acontece en el tiempo de hoy, más que confundirse se intoxican hasta provocar el amargo sabor del estupor, de la desorientación y la impotencia.
Nacido en 1946, para Schrader, la referencia de Russell Banks se parece mucho a la de un hermano mayor; ese cuyos pasos cristalizan en las huellas que forzosamente uno habrá de seguir. Así, Banks, de quien Atom Egoyan había extraído el material de, tal vez, su más equilibrada película, «El dulce porvenir», volvió a colaborar con el guionista de «Taxi Driver» para sacar un filme que su autor no pudo ver. Como Moisés ante la vista de la tierra prometida, Russell Banks murió poco antes de que se hubiera realizado el primer montaje de «Oh, Canadá». No vio pues la puesta en escena de un relato que habla de la muerte, del final de una vida que forjó una identidad aupada en su rebeldía contra el sueño americano y la guerra (de Vietnam).
Dicho de otra manera, Paul Schrader, al que como ensayista literario le debemos «El estilo trascendental en el cine: Ozu, Bresson, Dreyer», (1972), se reviste con las galas solemnes de una misa de difuntos que conmemora el final de la generación americana a la que pertenecen gentes como Scorsese, Ferrara, De Palma, el citado Russell Banks y él mismo.
En otro gesto testamentario, Schrader escogió a Richard Gere, su protagonista en «American Gigolo» (1980), para encargarle las riendas de un personaje que se presenta como director de cine, un documentalista e intelectual, mujeriego y probablemente farsante para cargar con una historia que no es sino la representación del eterno gigante con pies de barro y fango cuyo desproporcionado peso no puede soportar.
Armado con esa voluntad de epitafio y con carga de dinamita, Schrader construye un juego de espejos donde sería pertinente encontrar sospechosas coincidencias con lo autobiográfico y lo real. «Oh, Canadá», cuyo título ha sido extraído de la primera estrofa del himno nacional canadiense, aunque su protagonista sea más yanqui que los personajes de John Ford, puede y debe verse como un palimpsesto levantado sobre su propia obra. Un complejo (y errático) proceso entre la sucesión y la simultaneidad que presenta evidentes valores, pero también lamentables desorientaciones.
La principal, aunque no sea su culpa, tiene un nombre propio: Richard Gere; un actor que, como Tom Cruise, aparece siempre bajo sospecha por sus malas películas pese a que hayan protagonizado algunas obras extraordinarias. Aquí, convenientemente envejecido, ambiguo e inconcreto -más por responsabilidad de Schrader que por su encarnación del personaje-, Gere como Uma Thurman, parecen presencias vaciadas, polvo de lo que fueron, sombra de lo que de ellos se espera.
El argumento, la realización de un documental en torno a un cineasta, permite radiografiar la descomposición del mito del periodismo y el cine forjado en la tierra de la gran promesa USA. En «Oh, Canadá» las campanas de muerte tañen por la podredumbre del compromiso intelectual, de los medios de comunicación y de la verdad publicada. Algo indefinible empaña el alto voltaje que anima esta historia. Con ella, Schrader se ratifica como un guionista de peso pesado y como un realizador de densidad extrema. No es de extrañar que «Oh, Canadá» transmita la idea de una espesura excesiva, de una aparente confusión, como si la mente dopada por los medicamentos del personaje de Richard Gere hubiera ralentizado la mirada del Schrader helado por su deseo de trascendencia.
Tras su trilogía sobre el resquemor de la culpa y el veneno del pasado: «El reverendo» (2017), «El contador de cartas» (2021) y «El maestro jardinero» (2022); Schrader decidió volver al universo de Banks y en él se encontró con el texto de «Oh, Canadá», un relato crepuscular y agónico en el que la memoria se deshace por la vejez y en donde la verdad y la mentira, como acontece en el tiempo de hoy, más que confundirse se intoxican hasta provocar el amargo sabor del estupor, de la desorientación y la impotencia.
Nacido en 1946, para Schrader, la referencia de Russell Banks se parece mucho a la de un hermano mayor; ese cuyos pasos cristalizan en las huellas que forzosamente uno habrá de seguir. Así, Banks, de quien Atom Egoyan había extraído el material de, tal vez, su más equilibrada película, «El dulce porvenir», volvió a colaborar con el guionista de «Taxi Driver» para sacar un filme que su autor no pudo ver. Como Moisés ante la vista de la tierra prometida, Russell Banks murió poco antes de que se hubiera realizado el primer montaje de «Oh, Canadá». No vio pues la puesta en escena de un relato que habla de la muerte, del final de una vida que forjó una identidad aupada en su rebeldía contra el sueño americano y la guerra (de Vietnam).
Dicho de otra manera, Paul Schrader, al que como ensayista literario le debemos «El estilo trascendental en el cine: Ozu, Bresson, Dreyer», (1972), se reviste con las galas solemnes de una misa de difuntos que conmemora el final de la generación americana a la que pertenecen gentes como Scorsese, Ferrara, De Palma, el citado Russell Banks y él mismo.
En otro gesto testamentario, Schrader escogió a Richard Gere, su protagonista en «American Gigolo» (1980), para encargarle las riendas de un personaje que se presenta como director de cine, un documentalista e intelectual, mujeriego y probablemente farsante para cargar con una historia que no es sino la representación del eterno gigante con pies de barro y fango cuyo desproporcionado peso no puede soportar.
Armado con esa voluntad de epitafio y con carga de dinamita, Schrader construye un juego de espejos donde sería pertinente encontrar sospechosas coincidencias con lo autobiográfico y lo real. «Oh, Canadá», cuyo título ha sido extraído de la primera estrofa del himno nacional canadiense, aunque su protagonista sea más yanqui que los personajes de John Ford, puede y debe verse como un palimpsesto levantado sobre su propia obra. Un complejo (y errático) proceso entre la sucesión y la simultaneidad que presenta evidentes valores, pero también lamentables desorientaciones.
La principal, aunque no sea su culpa, tiene un nombre propio: Richard Gere; un actor que, como Tom Cruise, aparece siempre bajo sospecha por sus malas películas pese a que hayan protagonizado algunas obras extraordinarias. Aquí, convenientemente envejecido, ambiguo e inconcreto -más por responsabilidad de Schrader que por su encarnación del personaje-, Gere como Uma Thurman, parecen presencias vaciadas, polvo de lo que fueron, sombra de lo que de ellos se espera.
El argumento, la realización de un documental en torno a un cineasta, permite radiografiar la descomposición del mito del periodismo y el cine forjado en la tierra de la gran promesa USA. En «Oh, Canadá» las campanas de muerte tañen por la podredumbre del compromiso intelectual, de los medios de comunicación y de la verdad publicada. Algo indefinible empaña el alto voltaje que anima esta historia. Con ella, Schrader se ratifica como un guionista de peso pesado y como un realizador de densidad extrema. No es de extrañar que «Oh, Canadá» transmita la idea de una espesura excesiva, de una aparente confusión, como si la mente dopada por los medicamentos del personaje de Richard Gere hubiera ralentizado la mirada del Schrader helado por su deseo de trascendencia.
7
29 de diciembre de 2024
29 de diciembre de 2024
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dos nombres propios determinan las fronteras entre las que se mueve y habita este ensayo documental que nos avisa que quiere hablar de la guitarra flamenca. Uno es el personaje del que se habla: Yerai Cortés, (Alicante, 1995); un «tocaor» gitano que tiene preso el duende de Sabicas en las cuerdas de su guitarra. Cortés, cuya música ha puesto en acción a gentes como La negra, Marcos Flores, Alfonso Losa, Farruquito, La Tana y Javier Colina, pone la carne, la sangre y la letra de una disección familiar rebosante de autenticidad. El otro nombre propio responde a Antón Álvarez, más conocido como C. Tangana. Tras protagonizar «Esta ambición desmedida» (2023), una incursión en su gira acometida tras el éxito de «El Madrileño» dirigida por Santos Bacana, Cristina Trenas y Rogelio González; quedaba claro que Tangana, hombre ecléctico, ambicioso, listo y versátil, había bebido el veneno del cine y que al cine volvería.
No le ha costado mucho, apenas un año después, presenta esta obra bien asesorada y mejor resuelta, con el oficio que a muchos les lleva toda una vida.
Pero ¿de qué va su ópera prima? De lo gitano y sus circunstancias, de esa irrenunciable actitud romaní que impone magnetismo de raza a este bello e inteligente análisis biográfico sobre Yerai Cortés y su entorno: una descomunal familia que gravita alrededor del guitarrista más proverbial de esta década.
Ellos (y con ellos) logran que este documento burle la convencional apología de un artista de éxito para desembocar en una reflexión poliédrica, contagiosa y nada inocente. En algún modo, la forma de narrar de C. Tangana y el cristal que aplica para escanear a su «víctima» bebe más de su propio entorno que de las peñas flamencas. Cuestión generacional sin duda, pero también voluntad de un creador que habla de otro sin poder evitar enfocarse a sí mismo.
El músico C. Tangana, aquí director, cómplice y confesor, comparte planos con Yerai rubricando que éste es un experimento ficcional entre dos aguas. Desde uno de los ventanales del Café Gijón, Tangana-Álvarez relata cómo le impresionó Yerai Cortés, cómo lo conoció y, a partir de ahí, bajo la confusa apariencia de autorrepresentación, Cortés y Tangana establecen un trasvase emocional por el que fluyen personajes e ideas. En especial, los padres y la novia de Cortés y los entresijos de una hermandad cuya radiografía retrata todo un estilo de vida. Pulsión flamenca y pasión de raza. Se sabe fascinante, astuta y algo tramposa, pero eso… ¿hoy importa?
No le ha costado mucho, apenas un año después, presenta esta obra bien asesorada y mejor resuelta, con el oficio que a muchos les lleva toda una vida.
Pero ¿de qué va su ópera prima? De lo gitano y sus circunstancias, de esa irrenunciable actitud romaní que impone magnetismo de raza a este bello e inteligente análisis biográfico sobre Yerai Cortés y su entorno: una descomunal familia que gravita alrededor del guitarrista más proverbial de esta década.
Ellos (y con ellos) logran que este documento burle la convencional apología de un artista de éxito para desembocar en una reflexión poliédrica, contagiosa y nada inocente. En algún modo, la forma de narrar de C. Tangana y el cristal que aplica para escanear a su «víctima» bebe más de su propio entorno que de las peñas flamencas. Cuestión generacional sin duda, pero también voluntad de un creador que habla de otro sin poder evitar enfocarse a sí mismo.
El músico C. Tangana, aquí director, cómplice y confesor, comparte planos con Yerai rubricando que éste es un experimento ficcional entre dos aguas. Desde uno de los ventanales del Café Gijón, Tangana-Álvarez relata cómo le impresionó Yerai Cortés, cómo lo conoció y, a partir de ahí, bajo la confusa apariencia de autorrepresentación, Cortés y Tangana establecen un trasvase emocional por el que fluyen personajes e ideas. En especial, los padres y la novia de Cortés y los entresijos de una hermandad cuya radiografía retrata todo un estilo de vida. Pulsión flamenca y pasión de raza. Se sabe fascinante, astuta y algo tramposa, pero eso… ¿hoy importa?

6,4
6.487
8
18 de enero de 2025
18 de enero de 2025
4 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Bajo el disfraz de una nueva revisitación al Holocausto judío, se agita este hermoso, inteligente y complejo tratamiento cinematográfico sobre el ser humano y su comportamiento social. Sin solemnidad y sin altisonancias «A real pain» aporta mucho más de lo que parece prometer y más de lo que aparenta. De hecho, lo que comienza como un veleidoso tour al núcleo duro del exterminio semita en el gueto de Polonia, termina por desembocar en una desgarradora reflexión sobre la cicatriz heredada y sobre el dolor inscrito en el ADN de los descendientes de quienes sufrieron el horror y la muerte de la Soah.
Escrita, dirigida y protagonizada por Jesse Eisenberg (Nueva York, 1983), el actor que encarnó a Mark Zuckerberg en «La red social» (2010) de David Fincher, «A real pain» hace honor a su título.
Por eso, cuando concluye, un regusto amargo invade su despedida; una sensación de frustración y melancolía se apodera de lo que queda tras asistir a este periplo por las reliquias de la Polonia de Lublin y Varsovia, la del campo de concentración de Majdanek.
La cuestión es que Jesse Eisenberg, actor, escritor, dramaturgo y humorista, un serio candidato a suceder a Woody Allen y con quien trabajó en «A Roma con amor» (2012), se sirve de la comedia como pretexto pero ahonda en la tragedia, no como épica, sino como escalofrío interior. Judío de etnia y religión, su familia asquenazí proviene de las comunidades judías medievales establecidas a lo largo del Rin, Eisenberg se adentra en una zona movediza para (re)conocer el origen y reencontrarse consigo mismo. El proceso para acceder a ello parece más incómodo con su presente que con sus orígenes.
Acompañado por fantasmas familiares, este viaje de dos primos afronta una doble tarea. Por un lado recorrer la tierra de la que huyó su abuela tras sobrevivir al exterminio como gesto para cerrar el duelo. Por el otro, reconciliarse con su pasado biológico para conjurar sus neuras presentes. El duelo actoral entre Eisenberg y Culkin resulta convincente, lleno de claroscuros y pleno de matices. Como narrador, Eisenberg da una lección de saber observar la realidad. Como director de cine, resuelve con agilidad y sin trucos ni trampas un filme que no se agota en su primera visión. No es tanto el cementerio dejado por el nazismo sino el presente agitado por el trauma y la insatisfacción lo que ocupa esta sencilla y directa introspección en la que se presiente ese miedo que no cesa. El mismo que convirtió a Netanyahu en el monstruo del que su familia de Polonia escapó.
Escrita, dirigida y protagonizada por Jesse Eisenberg (Nueva York, 1983), el actor que encarnó a Mark Zuckerberg en «La red social» (2010) de David Fincher, «A real pain» hace honor a su título.
Por eso, cuando concluye, un regusto amargo invade su despedida; una sensación de frustración y melancolía se apodera de lo que queda tras asistir a este periplo por las reliquias de la Polonia de Lublin y Varsovia, la del campo de concentración de Majdanek.
La cuestión es que Jesse Eisenberg, actor, escritor, dramaturgo y humorista, un serio candidato a suceder a Woody Allen y con quien trabajó en «A Roma con amor» (2012), se sirve de la comedia como pretexto pero ahonda en la tragedia, no como épica, sino como escalofrío interior. Judío de etnia y religión, su familia asquenazí proviene de las comunidades judías medievales establecidas a lo largo del Rin, Eisenberg se adentra en una zona movediza para (re)conocer el origen y reencontrarse consigo mismo. El proceso para acceder a ello parece más incómodo con su presente que con sus orígenes.
Acompañado por fantasmas familiares, este viaje de dos primos afronta una doble tarea. Por un lado recorrer la tierra de la que huyó su abuela tras sobrevivir al exterminio como gesto para cerrar el duelo. Por el otro, reconciliarse con su pasado biológico para conjurar sus neuras presentes. El duelo actoral entre Eisenberg y Culkin resulta convincente, lleno de claroscuros y pleno de matices. Como narrador, Eisenberg da una lección de saber observar la realidad. Como director de cine, resuelve con agilidad y sin trucos ni trampas un filme que no se agota en su primera visión. No es tanto el cementerio dejado por el nazismo sino el presente agitado por el trauma y la insatisfacción lo que ocupa esta sencilla y directa introspección en la que se presiente ese miedo que no cesa. El mismo que convirtió a Netanyahu en el monstruo del que su familia de Polonia escapó.
25 de enero de 2025
25 de enero de 2025
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Galder Gaztelu-Urrutia (Bilbao, 1974) vivió hasta 2018 dedicado profesionalmente al mundo de la televisión y la publicidad. Sobre esas dos columnas curtió su destreza en el oficio audiovisual. Había hecho dos cortometrajes al comienzo de la década de los 10 y un año antes de que el mundo entrara en pánico con la Covid 19, decidió abordar como director su primer largometraje. Durante semanas, en un plató levantado entre ruinas, con paciencia de orfebre y con la determinación de quien da forma más que a una idea a una obsesión, levantó «El hoyo». Desconocido hasta entonces en el panorama cinematográfico, aquella distópica alegoría sobre la ambición cainita y la estupidez del ser humano, se estrenó en Sundance, se aplaudió en Toronto, triunfó en Sitges, brilló en Donosti y tuvo un periplo comercial aceptado y bendecido por la profesión y por los aficionados al cine fantástico. Grotesca e hiperbólica, aquella metáfora que reducía el mundo a una prisión vertical, donde aleatoriamente la comida pasaba de una celda a otra para ser devorada a sabiendas de que los excesos de los primeros condenaban al hambre y a la muerte a los últimos, fue digerida por Netflix. En el seno de uno de esos monopolios como los que representa Musk, cuyo poder triturador no parece tener límites, «El hoyo» no hubiera alcanzado tanto público de no ser porque con el confinamiento obligado, miles, millones de espectadores vieron en ella y con ella un extraño reflejo del apocalipsis que se estaba viviendo.
Y «El hoyo» triunfó. Tan grande fue su repercusión, que los ejecutivos de Netflix ordenaron su segunda parte, tarea imposible porque quienes apreciaron «El hoyo», saben que su final era conclusivo, definitivo. Pero para eso se inventaron las precuelas, para exprimir el éxito. De repente Galder Gaztelu-Urrutia con un presupuesto que jamás antes hubiera soñado, tuvo a su disposición todo lo que quiso. El resultado, una altisonante y desequilibrada vuelta de tuerca atiborrada de explicaciones y gritos.
Mientras «El hoyo 2» desaparece en las arenas movedizas de la cartelera Netflix, Galder Gaztelu con complicidades singulares como la de los hermanos Larraín, con un reparto internacional y con los estilemas que caracterizan a este director bilbaíno, suelta un tercer golpe distópico. Al igual que «El hoyo», lo que contiene «La fiebre de los ricos» tiene su punto de arranque en una idea tan visionaria como determinante para su desarrollo dramático. En su singular atractivo duerme su peor enemigo. Gestada bajo la influencia del delirio Covid, lo que da sentido a este relato no es sino una extraña epidemia que afecta a los más ricos. Sin explicación alguna, los MacGuffin no lo precisan, los multimillonarios, incluido el Papa de Roma, comienzan a morir. Como toda señal, sus dientes adquieren una luminosidad de dentífrico de lujo.
Ese sueño tardomarxista de Galder Gaztelu parece nacido para negar la afirmación de Fredric Jameson, amplificada a su vez por el también filósofo Slavoj Žižek, de que «es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo». En «La fiebre de los ricos» el mundo sobrevivirá a la muerte de los capitalistas. Hacia esa hipótesis de acné rebelde que Galder trastoca en el último plano, apuntan todos los tiros.
Con un comienzo de autoficción cinematográfica, una ambiciosa profesional encarnada por Mary Elizabeth Winstead sirve para que el propio Galder Gaztelu reflexione sobre su propio periplo profesional. Como es habitual en su cine, su tono narrativo se carga de muchos decibelios, de algunas disonancias y de varios cabos sueltos. Lo mejor de Gaztelu, como acontece con Alex de la Iglesia, late en su imaginario heterodoxo, en la potencia originaria de sus puntos de partida.
A partir de ahí, más allá de la literalidad del argumento, «La fiebre de los ricos» emite destellos que por sí mismos darían para tres o cuatro filmes muy distintos. El guion acumula referencias, derrocha ideas y, como acontece con el cine de este director bilbaíno, el contexto se impone al texto y las masas adquieren más centralidad que los personajes protagónicos.
Con altibajos y digresiones, «La fiebre de los ricos» ofrece un buen pretexto para realizar con ella debates y especulaciones pedagógicas. Su idea de un viaje inverso por el que África se convierte en el destino de los occidentales que huyen de la muerte de ese virus anticapitalista presenta fracturas y descosidos, pero no se desvía de su afán beligerante y vindicativo.
Y «El hoyo» triunfó. Tan grande fue su repercusión, que los ejecutivos de Netflix ordenaron su segunda parte, tarea imposible porque quienes apreciaron «El hoyo», saben que su final era conclusivo, definitivo. Pero para eso se inventaron las precuelas, para exprimir el éxito. De repente Galder Gaztelu-Urrutia con un presupuesto que jamás antes hubiera soñado, tuvo a su disposición todo lo que quiso. El resultado, una altisonante y desequilibrada vuelta de tuerca atiborrada de explicaciones y gritos.
Mientras «El hoyo 2» desaparece en las arenas movedizas de la cartelera Netflix, Galder Gaztelu con complicidades singulares como la de los hermanos Larraín, con un reparto internacional y con los estilemas que caracterizan a este director bilbaíno, suelta un tercer golpe distópico. Al igual que «El hoyo», lo que contiene «La fiebre de los ricos» tiene su punto de arranque en una idea tan visionaria como determinante para su desarrollo dramático. En su singular atractivo duerme su peor enemigo. Gestada bajo la influencia del delirio Covid, lo que da sentido a este relato no es sino una extraña epidemia que afecta a los más ricos. Sin explicación alguna, los MacGuffin no lo precisan, los multimillonarios, incluido el Papa de Roma, comienzan a morir. Como toda señal, sus dientes adquieren una luminosidad de dentífrico de lujo.
Ese sueño tardomarxista de Galder Gaztelu parece nacido para negar la afirmación de Fredric Jameson, amplificada a su vez por el también filósofo Slavoj Žižek, de que «es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo». En «La fiebre de los ricos» el mundo sobrevivirá a la muerte de los capitalistas. Hacia esa hipótesis de acné rebelde que Galder trastoca en el último plano, apuntan todos los tiros.
Con un comienzo de autoficción cinematográfica, una ambiciosa profesional encarnada por Mary Elizabeth Winstead sirve para que el propio Galder Gaztelu reflexione sobre su propio periplo profesional. Como es habitual en su cine, su tono narrativo se carga de muchos decibelios, de algunas disonancias y de varios cabos sueltos. Lo mejor de Gaztelu, como acontece con Alex de la Iglesia, late en su imaginario heterodoxo, en la potencia originaria de sus puntos de partida.
A partir de ahí, más allá de la literalidad del argumento, «La fiebre de los ricos» emite destellos que por sí mismos darían para tres o cuatro filmes muy distintos. El guion acumula referencias, derrocha ideas y, como acontece con el cine de este director bilbaíno, el contexto se impone al texto y las masas adquieren más centralidad que los personajes protagónicos.
Con altibajos y digresiones, «La fiebre de los ricos» ofrece un buen pretexto para realizar con ella debates y especulaciones pedagógicas. Su idea de un viaje inverso por el que África se convierte en el destino de los occidentales que huyen de la muerte de ese virus anticapitalista presenta fracturas y descosidos, pero no se desvía de su afán beligerante y vindicativo.
7
25 de enero de 2025
25 de enero de 2025
6 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
La niña a la que alude el título del tercer largometraje de Halina Reijn ( Amsterdam, 1975), «Babygirl», hace tiempo que creció. Dejó de ser inocente y no parece dispuesta a ser dominada, salvo que sus fantasías sexuales le propongan lo contrario. Esa «babygirl» posee las facciones cinceladas con toxinas botulínicas y en quirófanos de lujo de una Nicole Kidman excepcional que se ha convertido en protagonista de algunos de los personajes más inquietantes y extraños del cine de los últimos 30 años. Su Romy, una alta ejecutiva, conforma junto a la Demi Moore de «La sustancia», la pareja más letal del «starfeminismo» de 2024. Con 57 y 62 años respectivamente, Kidman y Moore reinan en un territorio donde hasta hace poco, no había papeles principales para mujeres de más de 35 años. Dirige otra mujer, también actriz y escritora, la holandesa Halina Reijn de la que nunca se puede olvidar «El libro negro» (2006) de Paul Verhoeven. Halina hace suya la procacidad del director de «Showgirls» y «Elle». O sea, Halina no teme, como Verhoeven, adentrarse en las ¿malas? calles de los húmedos estremecimientos y la perversión sexual. Tampoco Nicole Kidman ha temido nunca asomarse al abismo. De hecho, «Babygirl» podría verse como una vuelta de tuerca del «Eyes Wide Shut» (1999) de Kubrick. En aquel filme, Kidman y el entonces, su marido, Tom Cruise, diseccionaban el umbral del deseo, especialmente cuando va ligado a una pegajosa sexualidad fetichista.
Halina Reijn se enfrenta a otro matrimonio. El que en la ficción conforman Kidman y Antonio Banderas. Lo que está en juego no es la pulsión o el placer sexual como hipótesis, sino la insatisfacción y su reparación como hecho. Esto va de goces y mando. Con los ojos abiertos, Reijn conduce a Romy (Kidman) hacia una «atracción fatal» donde la autoridad la detenta la mujer y el hombre objeto de placer es un becario a sus órdenes. Al menos fuera del dormitorio.
Romy necesita resarcirse de una anodina vida matrimonial insatisfactoria. Así, en una secuencia inicial, Romy devora películas porno y se masturba tras haber tenido relaciones con su marido. Los otros cien minutos, ilustran un proceso reiterativo y obsesivo donde, como en «Tár» y con una reescritura feminista de «La señorita Julia» de Strindberg, la cuestión no estriba tanto en el género como en el dominio.
Halina Reijn se enfrenta a otro matrimonio. El que en la ficción conforman Kidman y Antonio Banderas. Lo que está en juego no es la pulsión o el placer sexual como hipótesis, sino la insatisfacción y su reparación como hecho. Esto va de goces y mando. Con los ojos abiertos, Reijn conduce a Romy (Kidman) hacia una «atracción fatal» donde la autoridad la detenta la mujer y el hombre objeto de placer es un becario a sus órdenes. Al menos fuera del dormitorio.
Romy necesita resarcirse de una anodina vida matrimonial insatisfactoria. Así, en una secuencia inicial, Romy devora películas porno y se masturba tras haber tenido relaciones con su marido. Los otros cien minutos, ilustran un proceso reiterativo y obsesivo donde, como en «Tár» y con una reescritura feminista de «La señorita Julia» de Strindberg, la cuestión no estriba tanto en el género como en el dominio.
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