Poesía. Poesía fílmica. Eso es Azul. Azul es libertad. Libertad de ataduras. Libertad de pasado. Azul es intimista. Es silencio, es estruendo. Es símbolos. Es dolor. Es sensibilidad. Azul es una soberbia fotografía. Una espléndida banda sonora. Azul es Kieslowski. Es Binoche. Joder Binoche. Azul es prismas colgantes de cristal. Es sinfonía. Es fundido en negro. Es resurgir. Es luz.
Azul es... esa cinta que me ha impedido formular una crítica narrativa puesto que me ha dejado sin palabras.

Con gran dominio técnico, Kieslowski nos enseña su representación de la igualdad simbolizada sobre el segundo de los colores de la bandera francesa. Una igualdad de condiciones, de amor o más bien de capacidad de amar, igualdad de respeto, de daño, venganza.
Venganza que lleva a cabo el aparentemente ingenuo Karol a través de un plan maquiavélico que le proporciona esa igualdad en el sentimiento de abandono y humillación que provocó su ex-mujer.
Quizá la más ligera de la saga, comedia y drama conviven para dar hilo a esta esperanzadora historia.

Haneke, a través de un presunto thriller,
se burla una vez más del espectador, pero en esta ocasión también lo hace del lenguaje de argumentación clásica cinematográfica.
Así es, rompe cualquier tipo de patrón en el discurso de un film de intriga-terror para hacer ver, por supuesto de una manera abierta y autónoma, como él mismo se presenta a manera del malhechor de la trama.
Me complace pensar que esta teoría es cierta, lo cual también me hace venerar a este autor postmoderno que retuerce viejos géneros.