You must be a loged user to know your affinity with Wolf
Críticas ordenadas por utilidad
Movie added to list
Movie removed from list
An error occurred

6,4
2.874
6
3 de mayo de 2025
3 de mayo de 2025
Sé el primero en valorar esta crítica
No es una obra maestra ni lo pretende. El mal no existe es de esas películas que parecen pequeñas, casi insignificantes, pero que dejan una sensación difícil de explicar. No me atrapó por completo, ni salí deslumbrado, pero algo me mantuvo ahí, mirando, esperando… y pensando.
El ritmo es pausado, casi inerte por momentos, y no es difícil perderse en su silencio o en su falta de dirección aparente. Pero también hay una belleza discreta, un cuidado en la imagen y una extraña tensión entre lo natural y lo artificial que la hace sugerente. No es redonda, ni del todo satisfactoria, pero tiene una atmósfera que persiste, como un eco.
No sabría decir si me gustó, pero algo me dejó. Se deja ver. Y eso, a veces, es suficiente.
El ritmo es pausado, casi inerte por momentos, y no es difícil perderse en su silencio o en su falta de dirección aparente. Pero también hay una belleza discreta, un cuidado en la imagen y una extraña tensión entre lo natural y lo artificial que la hace sugerente. No es redonda, ni del todo satisfactoria, pero tiene una atmósfera que persiste, como un eco.
No sabría decir si me gustó, pero algo me dejó. Se deja ver. Y eso, a veces, es suficiente.

8,1
29.693
8
1 de mayo de 2025
1 de mayo de 2025
Sé el primero en valorar esta crítica
Viridiana es, sin exagerar, una de las cumbres del cine español y una de las obras más corrosivas de Luis Buñuel. Bajo su superficie sobria y casi ascética, se esconde un relato demoledor sobre la hipocresía religiosa, la caridad mal entendida y los límites del idealismo.
Desde su arranque, Buñuel despliega una puesta en escena contenida pero llena de símbolos: la cruz que se transforma en navaja, el vestido de novia que no llega a usarse, el acto de piedad convertido en tragedia. Silvia Pinal compone una Viridiana ingenua pero sincera, atrapada entre sus convicciones religiosas y un mundo que constantemente las subvierte. Fernando Rey, por su parte, encarna con inquietante ambigüedad a un don Jaime tan culto como moralmente resquebrajado.
Lo extraordinario es cómo Buñuel va desnudando los mecanismos del poder, la fe y la compasión con una ironía que no excluye la tragedia. La escena de la cena con los mendigos –esa parodia blasfema de La Última Cena– es uno de los momentos más intensos y provocadores del cine europeo.
Desde su arranque, Buñuel despliega una puesta en escena contenida pero llena de símbolos: la cruz que se transforma en navaja, el vestido de novia que no llega a usarse, el acto de piedad convertido en tragedia. Silvia Pinal compone una Viridiana ingenua pero sincera, atrapada entre sus convicciones religiosas y un mundo que constantemente las subvierte. Fernando Rey, por su parte, encarna con inquietante ambigüedad a un don Jaime tan culto como moralmente resquebrajado.
Lo extraordinario es cómo Buñuel va desnudando los mecanismos del poder, la fe y la compasión con una ironía que no excluye la tragedia. La escena de la cena con los mendigos –esa parodia blasfema de La Última Cena– es uno de los momentos más intensos y provocadores del cine europeo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Pero es en el final donde la película da su zarpazo definitivo: el famoso plano del tute a tres entre Viridiana, su primo Jorge y la criada Ramona no solo es una insinuación sexual velada, sino el reconocimiento de que la pureza ha sido definitivamente vencida, absorbida por una realidad ambigua, pragmática y corrupta. Viridiana no predica, sino que confronta. No da respuestas, pero arranca máscaras. Y lo hace con una elegancia cinematográfica que no ha envejecido un solo día.

5,5
4.068
3
25 de abril de 2025
25 de abril de 2025
Sé el primero en valorar esta crítica
Hay películas que prometen un viaje intenso por los pasillos del poder y terminan perdiéndose en sus propios laberintos. La cordillera es una de ellas. Santiago Mitre, que venía de propuestas mucho más honestas como El estudiante, intenta aquí un thriller político de ambiciones desmedidas que nunca logra sostener.
La película arranca con fuerza: una cumbre presidencial en plena Cordillera de los Andes, tensiones políticas, y un presidente argentino (interpretado por Ricardo Darín) enfrentado a decisiones éticas de alta gravedad. Todo suena bien en el papel. El problema es que Mitre parece más fascinado por sugerir que por contar. La intriga, lejos de construirse, se diluye en diálogos imprecisos, escenas que no llevan a ningún lado y simbolismos de trazo grueso que terminan haciéndose irritantes.
En su segunda mitad, la historia vira hacia un drama familiar inexplicablemente freudiano, y lo poco de verosimilitud que había construido se desploma. Pareciera que Mitre quiere que su película sea muchas cosas a la vez –thriller político, retrato psicológico, ensayo metafísico– pero el resultado es una mezcla caótica y pretenciosa que no termina de cuajar.
La sensación final es la de haber visto una película que se cree mucho más profunda de lo que es. Como espectador, uno queda fuera, indiferente, viendo cómo las montañas se imponen majestuosas mientras la historia se hunde en su propia confusión. Lo peor de todo: ni siquiera aburre de manera memorable. Simplemente se desvanece.
La película arranca con fuerza: una cumbre presidencial en plena Cordillera de los Andes, tensiones políticas, y un presidente argentino (interpretado por Ricardo Darín) enfrentado a decisiones éticas de alta gravedad. Todo suena bien en el papel. El problema es que Mitre parece más fascinado por sugerir que por contar. La intriga, lejos de construirse, se diluye en diálogos imprecisos, escenas que no llevan a ningún lado y simbolismos de trazo grueso que terminan haciéndose irritantes.
En su segunda mitad, la historia vira hacia un drama familiar inexplicablemente freudiano, y lo poco de verosimilitud que había construido se desploma. Pareciera que Mitre quiere que su película sea muchas cosas a la vez –thriller político, retrato psicológico, ensayo metafísico– pero el resultado es una mezcla caótica y pretenciosa que no termina de cuajar.
La sensación final es la de haber visto una película que se cree mucho más profunda de lo que es. Como espectador, uno queda fuera, indiferente, viendo cómo las montañas se imponen majestuosas mientras la historia se hunde en su propia confusión. Lo peor de todo: ni siquiera aburre de manera memorable. Simplemente se desvanece.

7,2
7.363
7
22 de abril de 2025
22 de abril de 2025
Sé el primero en valorar esta crítica
Zvyagintsev construye en Leviatán un fresco desolador de la Rusia contemporánea, donde el poder –ya sea eclesiástico, judicial o político– opera como una fuerza ciega y aplastante, cadi mitológica. Pero más allá de su evidente carga simbólica y su crítica frontal, lo que más impresiona es la manera en que el entorno, ese pueblo perdido en el norte helado, se convierte en un personaje más, omnipresente y silencioso, como una amenaza soterrada.
El paisaje no es solo telón de fondo: define a los personajes, los enmarca en su resignación, los reduce frente a un horizonte inmutable. La fotografía de Mikhail Krichman capta con frialdad milimétrica esa geografía emocional, donde el gris del cielo parece fundirse con el alma de sus habitantes. No hay concesiones ni sentimentalismos: la película exige paciencia, pero recompensa con una densidad estética y moral que rara vez se ve en el cine actual.
Sin llegar a la categoría de obra maestra –hay ciertos subrayados en el guion que podrían haberse evitado–, Leviatán se mantiene como un ejercicio notable de cine político, con ecos de Tarkovski pero con una voz propia. Incómoda, cruda y necesaria.
El paisaje no es solo telón de fondo: define a los personajes, los enmarca en su resignación, los reduce frente a un horizonte inmutable. La fotografía de Mikhail Krichman capta con frialdad milimétrica esa geografía emocional, donde el gris del cielo parece fundirse con el alma de sus habitantes. No hay concesiones ni sentimentalismos: la película exige paciencia, pero recompensa con una densidad estética y moral que rara vez se ve en el cine actual.
Sin llegar a la categoría de obra maestra –hay ciertos subrayados en el guion que podrían haberse evitado–, Leviatán se mantiene como un ejercicio notable de cine político, con ecos de Tarkovski pero con una voz propia. Incómoda, cruda y necesaria.

7,8
34.194
5
20 de abril de 2025
20 de abril de 2025
Sé el primero en valorar esta crítica
Estrenada en pleno 1995, La haine de Mathieu Kassovitz irrumpió con fuerza en el cine europeo como una suerte de manifiesto generacional, una denuncia visceral de la violencia policial, la exclusión social y la rabia latente en los suburbios parisinos. Sin embargo, vista hoy con cierta distancia, el filme revela tanto sus aciertos como sus limitaciones, y no siempre logra superar la energía cruda del panfleto para adentrarse en una reflexión más profunda.
Rodada en un expresivo blanco y negro, La haine pretende ser urgente y directa. Su estilo visual –dinámico, a ratos artificioso– busca trasladar al espectador al centro del malestar juvenil, a ese espacio tenso entre la inercia y la explosión. Kassovitz, din duda, sabe filmar: hay escenas impactantes, diálogos que resuenan, e incluso momentos de verdadera poesía urbana. Pero el problema no está tanto en la forma como en el fondo.
La película se construye sobre una tesis clara: la violencia engendra violencia, y la sociedad está en caída libre. Pero esa tesis se repite sin apenas matices durante hora y media, como si la fuerza del mensaje dependiera de su insistencia. Los personajes, aunque carismáticos, son más representaciones de una idea que seres humanos complejos. Vinz, Saïd y Hubert funcionan como arquetipos: el violento, el bromista, el pacificador. Esta simplificación acaba restando potencia dramática a sus trayectorias, que parecen predestinadas desde el primer minuto.
Además, La haine peca de un tono que, sin quererlo, coquetea con cierta condescendencia. Su retrato de las banlieues está teñido de un exotismo rebelde que parece más pensado para incomodar al espectador burgués que para comprender genuinamente a sus personajes. No es tanto una mirada desde dentro como un tour intensificado por el caos de los márgenes.
Quizás por eso La haine ha calado con especial fuerza entre adolescentes: su furia es fácilmente identificable, su lenguaje directo, su estética agresiva. Pero para un espectador más maduro, la película puede dejar la sensación de ser un grito potente… pero monocorde. Kassovitz denuncia, pero rara vez explora. Afirma, pero no interroga. Y en ese desequilibrio se diluye parte de su impacto.
Rodada en un expresivo blanco y negro, La haine pretende ser urgente y directa. Su estilo visual –dinámico, a ratos artificioso– busca trasladar al espectador al centro del malestar juvenil, a ese espacio tenso entre la inercia y la explosión. Kassovitz, din duda, sabe filmar: hay escenas impactantes, diálogos que resuenan, e incluso momentos de verdadera poesía urbana. Pero el problema no está tanto en la forma como en el fondo.
La película se construye sobre una tesis clara: la violencia engendra violencia, y la sociedad está en caída libre. Pero esa tesis se repite sin apenas matices durante hora y media, como si la fuerza del mensaje dependiera de su insistencia. Los personajes, aunque carismáticos, son más representaciones de una idea que seres humanos complejos. Vinz, Saïd y Hubert funcionan como arquetipos: el violento, el bromista, el pacificador. Esta simplificación acaba restando potencia dramática a sus trayectorias, que parecen predestinadas desde el primer minuto.
Además, La haine peca de un tono que, sin quererlo, coquetea con cierta condescendencia. Su retrato de las banlieues está teñido de un exotismo rebelde que parece más pensado para incomodar al espectador burgués que para comprender genuinamente a sus personajes. No es tanto una mirada desde dentro como un tour intensificado por el caos de los márgenes.
Quizás por eso La haine ha calado con especial fuerza entre adolescentes: su furia es fácilmente identificable, su lenguaje directo, su estética agresiva. Pero para un espectador más maduro, la película puede dejar la sensación de ser un grito potente… pero monocorde. Kassovitz denuncia, pero rara vez explora. Afirma, pero no interroga. Y en ese desequilibrio se diluye parte de su impacto.
Más sobre Wolf
Cancelar
Limpiar
Aplicar
Filters & Sorts
You can change filter options and sorts from here