Cuando su mujer muere súbitamente, sin enfermedad previa, sin duelo pre-mortem, Pietro Paladini se da cuenta de que no es capaz de exteriorizar su sufrimiento. Como si por ello, al hacerlo, al mostrar su dolor, éste perdiera su sentido. Esa actitud, extraña para los que le rodean, contagia a su hija y diferencia el enfoque dramático de este cuento italiano moderno del de otras películas acerca del caos que sobreviene tras la muerte de quien se quiere.

Esta historia (cuyo magnífico libro, de Sandro Veronesi, ha sido adaptado fielmente por este guión) ocurre en los lugares que no aparecen en pantalla, en los espacios de cada silencio, de cada mirada, en todo aquello que no se cuenta porque lo que de verdad impresiona de ella es que deja respuestas suspendidas en el aíre que el protagonista interpretado por Nanni Moretti ni siquiera planteó. Sí, otra forma de sufrir es posible.

Traumatizada por la visión de un cálido beso entre su pareja de siempre y una desconocida, Ann da un giro brusco a su vida que le lleva a una busqueda a corazón abierto de la soledad, del equilibrio. La necesidad de encontrarse a si misma le hace renunciar a todo lo que tenga algo que ver con su pasado, vivo o inerte. Desaparecen por el camino teléfonos móviles, ordenadores portátiles, pianos, casa y novio... Todo ello innecesario para la nueva Anna.