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Críticas 444
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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21 de diciembre de 2020 3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Walter Tevis publicó su novela, Queen’s gambit en 1983. Es una obra gestada cuando aún coleaba la guerra fría, o particular partida de ajedrez desde hacía más de tres décadas, entre las dos grandes superpotencias, Estados Unidos y la Unión soviética. Los años en que Ronald Reagan ascendió al poder de la presidencia en Estados Unidos rearmando las pilas patrióticas, años en los que como, a principios de los sesenta, fueron frecuentes las películas centradas en la amenaza nuclear, también relevo, o guinda, de las películas de catástrofes que habían predominado en los setenta. El guionista escocés Allan Scott compró los derechos de la novela, y suscitó el interés de directores como Bernardo Bertolucci y Michael Apted, que acabaron decantándose por otros proyectos. Antes de su muerte en 2008, Heath Ledger trabajó con Allan Scott en su adaptación al cine, lo que supondría la opera prima del actor, que no pudo ser por su temprana muerte. Durante una década Scott Frank consideró su adaptación. Tras la exitosa colaboración con Netflix que supuso la realización de Godless, decidió proponerles Gambito de dama como proyecto de serie. Es fácil advertir porque le resultó tan sugerente su planteamiento. Era una oportunidad para desarrollar cuestiones que ya había planteado en su primer guion, El pequeño Tate. El mismo reconoce que era demasiado joven entonces para poder desarrollar con la necesaria complejidad, o los necesarios matices, el conflicto de una sensibilidad singular que siente que no encaja con su entorno o con una realidad que siente que le supera. El contexto de la década de los ochenta se diluye para amplificar su condición abstracta o alegórica con respecto a una vertiente íntima, ya que es el trayecto alquímico de un personaje que aprende a conectar con la realidad, y los otros, en vez de priorizar la necesidad del control.

Esa naturaleza abstracta interior, como una realidad inhóspita que se necesita colorear, se ve reflejada a través de la exuberancia cromática de la dirección de fotografía de Steven Meitzler, su segunda colaboración con Frank tras Godless. En ocasiones, acentúa esa sensación de realidad escénica, como si espacios fueran decorados con telón incorporado, por la relación filtrada que establece Beth a través de un tablero. Por otro lado, no deja de transmitir esa intemperie nublada de la realidad, como un poso en segundo plano (como la elocuencia expresiva de la mirada, o procesos de pensamiento y emociones, de Anya Taylor-Joy conduce la modulación emocional de la narración, lo mismo que en Caminando entre las tumbas y Godless los callos de las sombras que se perciben, respectivamente, en la expresión de Liam Neeson y Jack O’Connell, y en The lookout el desvalimiento que sabe transmitir Joseph Gordon Levitt). El primer episodio se centra en su estancia en el orfanato en el que Beth ingresa, con nueve años, tras la muerte de su madre en un accidente de coche. Se siente desajustada de su entorno y de la realidad porque ya ha entrevisto que la materia de la vida está hecha de brechas, y no sabe cuándo una de ellas puede hacer desaparecer a quien amas, o a ti mismo. En ese entorno conecta, o establece contacto, con quien está al margen, el guarda, Mr Shaibel (Bill Camp). Es un espacio aparte, el sótano, un margen en un espacio (el orfanato) que es margen de la realidad. Es quien le enseña a jugar al ajedrez, que se convierte en pantalla y coordenadas de su realidad. El sótano se convierte en techo, o firmamento, en el que imagina el tablero de ajedrez, como la demiurga que controla el designio de los acontecimientos.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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Pero la vida está tejida también de contrariedades. Y se enamora de quien no la corresponde, ya de entrada porque es homosexual. Su recorrido en ascensión como jugadora de ajedrez implica una sucesión de lances amorosos de distinta índole con sus principales contendientes. En sus primeros lances como jugadora, conoce a Townes (Jacob Fortune-Lloyd), de quien se enamora. En su primer torneo importante vence en la final a Harry (Harry Melling), con quien más adelante establecerá amistad, pero también fugaz relación sentimental. En el torneo más importante a nivel nacional vencerá a Bennie (Thomas Brodie-Sangster), con quien también establecerá amistad, y ocasional relación sentimental. Es ella siempre la que interrumpe o trunca las relaciones, como si más bien contrarrestara, aun no de modo consciente, la frustración de su decepción sentimental. Como si las relaciones fueran el escenario de una partida de ajedrez que, en ocasiones, puede ser la reescritura de una previa partida sentimental perdida. No se juega solo con el contendiente presente, sino también con un pasado, con las narrativas no realizadas. Su principal rival, el campeón mundial, ruso, Borgov (Martin Vocorinsky), no deja de ser también una trasposición del padre ausente, o en otro sentido, de la vida que siente que la controla más que ella a la realidad, por eso tiende al consumo de pastillas o de alcohol como acicate o como forma de entumecimiento cuando siente que sus emociones la desbordan, como si fueran las cuerdas rotas de una marioneta. Esa condición errática emocional es la que determina que se desenfoque, que pierda partidas como, precisamente, la partida con Borgov, con cuyo previo se inicia, significativamente, la serie (que luego se desarrolla mayormente en un largo flashback). Será una partida que perderá. No será el climax de la narración pero sí el significativo umbral, por eso la narración se inicia en ese punto previo, un momento de confusión y desorientación. Elocuente resulta que en la posterior partida en la que se enfrentará a Borgov, en la que sí resulte ganadora, se reencuentre previamente con Townes. En la conclusión camina por las calles con un traje blanco, sobre prendas negras. Es ya un tablero de ajedrez armónico, una reina blanca a la vez que negra. Es la reconciliación o asunción de que la vida está definida por inevitables contrariedades, pérdidas y abandonos. Las cualidades singulares solo se afinarán si se es consciente de esa vertiente de la vida.
Alexander Zárate
Fragmento Estudio de Scott Frank
http://elcinedesolaris.blogspot.com/2020/12/gambito-de-dama-y-el-cine-scott-frank.html
6 de abril de 2025 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hombre lobo (wolf man, 2025), de Leigh Whannell es una de las propuestas más sugerentes, y a mi parecer logradas, entre las múltiples obras realizadas sobre la licantropía, con La maldición del hombre lobo (1961), de Terence Fisher, a la cabeza. Una aguda reflexión sobre nuestra intemperancia, en las relaciones, o la bestia latente en nosotros. En primer lugar, resulta estimulante que se realicen películas tan inspiradas con una duración que escasamente sobrepasa la hora y media, y además con escasas localizaciones, y pocos personajes, y cuya acción transcurre en un breve periodo de tiempo, como es el caso de varias obras que se estrenan en las mismas fechas, caso también de Mikaela, de Daniel Calparsoro, Amenaza en el aire, de Mel Gibson o Septiembre 5, de Tim Fehlbaum. La acción dramática de Hombre lobo transcurre, mayormente, durante una noche, en una cabaña de un bosque, y aledaños, con tres personajes intentando superar una amenaza. En segundo lugar, también resulta estimulante cómo, aunque se hayan realizado tantas aproximaciones a la figura del hombre lobo, aún se puedan plantear perspectivas singulares. Whannell ya lo había conseguido también con su mordaz (re)planteamiento de El hombre invisible (2020). Y de nuevo el enfoque, metafórico, focaliza en la dinámica de las relaciones afectivas. En concreto, en el miedo y la intemperancia como reflejo de un desajuste (incluso potencial en nuestros impulsos)

En las primeras secuencias de Hombre lobo, planteadas con un calmo tempo, sobria planificación y escaso uso de música, queda patente cómo al niño Blake su padre le impone sobremanera. Cómo se prepara y hace su cama con pronta rapidez tras que se le avise de que es hora de desayunar. Padre e hijo salen de caza. Dos acciones destacan, porque dispondrán de su correspondencia en las secuencias finales. Una, es la contemplación de un hermoso valle, la inmensidad de la naturaleza. Pero ¿Cuál es la nuestra?. Durante su trayecto por el bosque, el padre cuestionará a su hijo que no atienda de modo adecuado a lo que dice porque el propósito de sus indicaciones es la enseñanza para la supervivencia (como cuando le habla de unas setas venenosas). Su padre le indica que es muy fácil morir. De nuevo, el hijo será cuestionado cuando salga corriendo, separándose de él, sin decir nada, para buscar un mejor ángulo desde el que disparar a un ciervo. Una amenaza, que no logran visibilizar, determinará que suban a una caseta de observación. Lo que les amenaza asciende hasta ellos, pero, sin que se le visibilice, se retira. Ya los títulos de crédito han hablado de un hombre que fue mordido por un animal y que se supone vaga por los bosques; de acuerdo a las leyendas de los indígenas, se les llamaba cara de lobo. El padre está determinado a buscarlo, porque su principal propósito es proteger a su hijo.
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Una elipsis nos traslada treinta años después. Ahora Blake (Christopher Abbott), escritor, es padre, de una niña, Ginger, y está casado con Ginger (Julie Garner), periodista. Tres secuencias condensan cómo a Blake, en ciertos momentos, le supera la intemperancia, sea con su hija, al recriminarla que no la escuchara cuando, en la calle, le dijo que se bajara de unas obras, porque se ponía en riesgo, o sea con su esposa, cuando, por dos veces, le indica, cuando ella llega a casa, que se vaya a otra estancia a seguir conversando por el móvil (como si no tuviera en consideración el efecto en otros; pero ella replica que era una llamada importante). Es una conversación, como él explicitará con ella en la siguiente secuencia, que indica que en su relación hay un cierto desajuste (que propicia esas intemperancias: las intemperancias son signos de alarma). En cuanto a la relación con su hija, Blake le dice que los padres quieren evitar que sus vástagos tengan cicatrices pero en ocasiones por su celo precisamente las provocan. El celo se torna intemperancia, la bienintencionada preocupación se torna daño. Ese el substrato metafórico de este enfoque sobre la licantropía. Y Whannell lo sugiere, con precisión, en una introducción que destaca por la capacidad de condensación. La amenaza no visible. La amenaza tras la buena intención. El desequilibrio de la furia contenida incluso en los buenos propósitos o las justas reclamaciones (pero que no consideran otros ángulos). La naturaleza de nuestra bestia en los detalles cotidianos.

Alexander Zárate
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30 de enero de 2025 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Nosferatu (2024), de Robert Eggers, es una de esas producciones que se estrenan con la vitola de acontecimiento. Aunque particularmente diría que esa noción sería más bien aplicable a otra obra que se estrena en España ese mismo día, Oh, Canada, producción con la que Paul Schrader demuestra que sabe realizar una muy sugerente obra fuera de ese molde dramatúrgico y narrativo que tan bien domina, y que ha deparado tres estupendas variantes en los últimos años. El reverendo (2017), El contador de cartas (2021) y El maestro jardinero (2022). Oh, Canada es una obra, por añadidura, estimulante por cómo prueba senderos y juega con el aspecto formal, con la estructura y los formatos. En cambio, desafortunadamente, Nosferatu me suscitó la impresión, más allá de sus pictóricas cabriolas formales, sobre todo en la dirección de fotografía y el diseño de producción, de que es un relato que veía por quincuagésima vez. Como otras adaptaciones de célebres novelas, caso de Los tres mosqueteros, de la que recientemente se realizó otra nueva versión, dividida en dos partes (y desistí de ver la segunda por esa sensación de reiteración sin particulares estímulos añadidos por su planteamiento), se han realizado múltiples adaptaciones de la novela Dracula, de Bram Stoker, publicada en 1897, porque el conde Orlok que protagoniza Nosferatu es el conde Dracula. Su nombre, y el de los otros personajes, se varió en la versión de la extraordinaria Nosferatu (1922), de F.W. Murnau, porque el productor no quería pagar los derechos. De hecho, la segunda versión titulada Nosferatu, dirigida en 1979 por Werner Herzog ( y una de sus mejores producciones de ficción) recuperaba los nombres de Dracula o de Jonathan Harker, el agente inmobiliario que viaja de la población alemana de Wismar a los Montes Cárpatos en Transilvania, para proceder a la gestión de la compra de un vivienda en Wismar por parte del conde. En Nosferatu, de Eggers, se mantienen los nombres de Orlok y Hutter, interpretado en este caso por Nicholas Hoult.

El repertorio varía poco. De nuevo, aparece el personaje de Renfield, aquí Herr Knock (Simon McBurney), que en unas versiones es empleado y en otras jefe de la agencia inmobiliaria, y que aporta la nota de extravagancia con su comportamiento desajustado a las reglas sociales, como su gusto por morder y devorar cualquier criatura viva para absorber su sangre. Como no falta la variante de Van Helsing, Von Franz (Willem Dafoe), el científico experto en ocultismo que intenta encontrar la solución con la combatir el influjo de Orlok, quien desembarca en Wismar como una plaga de peste, de la que son transmisores las miles de ratas. Pero no se logra transmitir la necesaria perturbación (desde luego no a mí) a través de todos esos peculiares personajes y esas situaciones que se caracterizan, potencialmente, por lo siniestro y los tenebroso, por muy imponentes que sean las composiciones de luces y sombras. Ocurre lo mismo con el viaje del navío Demeter, durante cuya singladura Orlok elimina a todos los tripulantes, breve episodio sin particular impacto, como también era el caso de la discreta película enteramente dedicada a ese episodio, estrenada recientemente, El último viaje del Demeter (2023), de André Ovredal, en la que también el trabajo de dirección de fotografía era la faceta más destacada. El interés puntual de la obra de Eggers reside en los aspectos en los que se desmarca. La caracterización de Orlok es diferente de la rigidez con cara y dientes de ratón calvo de la obra de Murnau y Herzog. Es más bien una imponente alta figura con un cuerpo que parece en descomposición y un semblante lóbrego en el que destaca un notable mostacho. Y, por otra parte, el espacio de su castillo se caracteriza, por otra parte, por carecer casi de decoración. Es un espacio vaciado, como realidad en derrumbe, o desentrañada. Un espacio de dominantes sombras.

El otro elemento más notable de Nosferatu es la esforzada interpretación de Lily-Rose Depp como Ellen, la esposa de Hutter, quien dispone de particulares poderes intuitivos, desde que era niña, y a la que caracteriza la insatisfacción sexual en su matrimonio como una particular conexión en la distancia con Orlok, quien se obsesiona con ella. Se incide, por tanto, en la idea planteada en obras previas de que Orlok, o Dracula, representa el anverso o doble de Hutter, quien está caracterizado por los rasgos de un actor como Hoult que parece un niño con cuerpo de hombre, acorde a su falta de efusividad sexual, como un no cuerpo. Contraste con la caracterización de Orlok que se revela como uno de los aspectos más sugestivos de la película. Al resaltar esa dualidad (no cuerpo/organicidad y deterioro), Hutter, como el Harker que encarna Bruno Ganz en la obra de Herzog, dispone de más trayecto narrativo, en paralelo con Orlok, a diferencia de otras versiones en las que Harker/Hutter fallece en la visita al castillo de Orlok. Ellen es el cuerpo convulso que clama debido a su insatisfacción.
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La singularidad, y el desajuste emocional y sexual, de Ellen se transluce en agitaciones variadas, en la demanda desesperada a su marido, tras que vuelva, de que la penetre, y una vez más en su sacrificio con ese cuerpo de apariencia descompuesta de Orlok que representa la falta de vivencia corporal mediante la expresión sexual. Orlok es el reflejo corporal de una sociedad definida por la descomposición de su desvitalizada o neutralizada relación con el cuerpo. Pero más allá de metáforas y símbolos, la narración no consigue despegar en ningún momento, quedando como una discreta vitrina de deslumbrantes composiciones caligráficas con sombras y niebla. En este sentido, no diverge de Dracula (1992), de Francis Coppola, también una mera suma de deslumbrantes fuegos artificios formales, por decorados, vestuario o dirección de fotografía. La diferencia es que Nosferatu se desprende la iconografía romántica a la que recurría Coppola puntualmente. Su enfoque es más turbio. Es la turbiedad de la insatisfacción sexual. Es una cuestión de cuerpos.

Alexander Zárate
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13 de diciembre de 2024 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Por decir algo positivo de Gladiator II (2024), de Ridley Scott, al menos sus secuencias de acción, de combates o batallas, no resultan confusas como sí era el caso en Gladiator (2000), del mismo Scott, la cual parecía infectada por aquella tendencia o aquel virus narrativo y visual, bajo el influjo de la MTV, que se caracterizaba por un montaje atropellado, como si esa fuera la mejor manera de dinamizar un ritmo, esto es, meramente acelerar el montaje con planos más breves, como un montaje percutante. La cuestión era fragmentar lo más posible la narración de las acciones, como adolescentes en estado orgásmico ante una mesa de edición de video. Corroboraba la impresión, una vez más, en aquella infausta última década de Ridley Scott, de que, desde Blade runner (1982), se había convertido en un emulo de su propio hermano, Tony, y volvía a suscitar la interrogante de qué había sido del cineasta que había hecho tanto Blade runner como Alien (1979). Desde Gladiator, su carrera no ha deparado ninguna gran obra, pero, al menos sí algunas apreciables, como Los impostores (2003), El reino de los cielos (2005), American gangster (2007), e incluso, revisadas, las dos continuaciones de Alien, aunque, aún así, lejos del magisterio de la primera. Sus ultimas producciones, en los últimos diez años, no superan la discreción. Y, por desgracia, Gladiator II no es una excepción. Recurre a componentes dramáticos de la plantilla de Gladiator: El protagonista, Lucius (Paul Mescal), hijo de Maximus (Russell Crowe) y Lucilla (Connie Nielsen), pierde, como su padre, también a la mujer que ama, y la venganza se convierte en motor y propósito de su vida. Su objetivo, el general Marcus Acacius (Pedro Pascal), responsable de la invasión de Numidia, en el Norte de África, y más en concreto, el ataque a la fortaleza en la que combaten Lucius y su esposa, contienda en la que ella perderá la vida. Un acontecimiento que propicia una penosa secuencia onírica, en blanco y negro, en la que Lucius ve cómo su esposa se aleja, y que parece un anuncio de perfume.

Lucius se convertirá en esclavo, y después, tras admirar Macrinus (Denzel Washington), tratante de esclavos, sus aptitudes de combate (contra unos simios), decidirá promocionarle como gladiador. Otro componente que se repite es la caracterización de los dos emperadores, Geta (Joseph Quinn) y Caracalla (Fred Hechinger), como dos desquiciados que pueden competir en trastorno con Comodo (Joaquim Phoenix), en especial, el segundo con su monito de compañía al que no duda en nombrar cónsul. Ambos, desde luego, disfrutan de orgasmos con los combates y la crueldad. Entremedias, una ocurrencia a la que, quizá, podría haberse sacado más jugo, el hecho de que la madre de Lucius, Lucilla (Connie Nielsen), quien, para protegerle, le envío lejos de Roma, tras la muerte de Maximus, cuando tenía doce años, es pareja de Marcus Acacius. Así que Lucius quiere matar a quien ama su madre. Pero aunque no esté mal la secuencia del enfrentamiento entre Lucius y Acacius, carece de potencia emocional, como en general toda la película, porque su trazado dramático no acaba de funcionar, como el tratamiento visual solo se puede calificar de insípido, con esa carencia de color que parece corresponderse con la carencia de color dramático. No deja de ser emblema de esas insuficiencia el mismo protagonista. Mescal es buen actor, pero carece de la presencia o del carisma que poseía Russell Crowe, y que dotaba de fuerza dramática a una película que, en otros apartados no superaba la (atropellada) discreción. Y pasa algo parecido con Pedro Pascal, a cuyo personaje, por otra parte, no se le extrae el potencial de aristas que posee, pues está harto de la guerra, y quiere derrocar a los emperadores. Es una paradoja, interesante, que Lucius quiera matar a quien quiere terminar con la avidez de conquista y violencia de sus emperadores.

El único personaje, y actor, que dota de algo de vida dramática a la narración es el ambicioso Macrinus, ejemplo de quien fue nada, esclavo, y poco a poco ha ido progresando en detentar más posición de poder, y cuya ambición es desatar el caos en Roma para ser emperador (ese caos que exponía con más precisión la excelente La caída del imperio romano, 1964, de Anthony Mann). Conspira de modo artero, y una de sus piezas estratégicas no deja de ser el mismo Lucius, que se puede decir que es su opuesto, como en ocasiones demuestra en la misma Arena del Circo cuando, victorioso, prefiere no matar pese a que los emperadores le han ordenado que lo haga con el consiguiente pulgar para abajo. Las secuencias de acción, como la batalla inicial, o luchas en la Arena, con rinocerontes o tiburones como compañía de los belicosos humanos, están narradas de modo aplicado, pero carecen de la tensión dramática necesaria (y por añadidura, se nota demasiado que los tiburones están generados por ordenador). En otra película reciente, Megalopolis, de Francis Coppola, se usaba al Imperio Romano como metáfora, y no faltaban secuencias que recreaban el Circo Romano, con sus correspondientes combates y carreras de cuadrigas. Megalopolis era también una película fallida, pero al menos suscitaba la simpatía su planteamiento heterodoxo. Aunque descarrilara completamente en su última media hora, tras el atentado que sufría su protagonista, deparaba alguna brillante secuencia entre tanta extravagancia, como el primer beso de la pareja protagonista sobre unas vigas oscilantes en el vacío. Y al menos, su protagonista femenina, Natalie Emmanuel, sí poseía la presencia y el carisma del que carece un esforzado Mescal. De hecho, cuando su personaje casi desaparecía en ese último tramo la narración vagaba a la deriva. Gladiator II, en cambio, se ajusta a unos patrones convencionales pero no hay ninguna secuencia, siquiera, que destaque en su conjunto.
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Por un momento, ese primer combate de Lucius con los monos parece esbozar lo que pudiera haber sido. Pero no hay rastro de furia, esa que Mucrinus dice detectar como singularidad en Lucius, ni emoción alguna en su posterior desarrollo. No se detecta esa cualidad en Mescal, como si en la magnífica interpretación de Crowe en Gladiator. Mescal aparenta ser más bien un noble bruto que sabe ser el aplicado sostén, cual buen capataz, en momentos de conflicto. Pero su interpretación no empapa de ninguna manera, como si hacía la de Crowe, la narración. Si se pone el piloto automático se puede uno dejar llevar por la narración de Gladiator II, pero es más bien una narración un tanto desvaída, como suele ser el caso en el cine último de Scott, aunque las batallas fueran la vertiente más apreciable en la anodina Napoleón (2023) y el combate final, en la meramente correcta El último duelo (2021), fuera su pasaje más notable; otra narración con casting erróneo, caso de Matt Damon o Adam Driver, completamente desajustados, como tampoco Driver brillaba en la insulsa Casa de Gucci (2021), en la que chirriaban todos los actores que optaban por usar acento italiano, él mismo, Lady Gaga y sobre todo Jared Leto, mientras los más ajustados eran los que no usaban ese acento, caso de Jeremy Irons y Jack Huston (extraña decisión sin fundamento alguno que unos usen acento y otros no). En suma, Gladiator II carece de la necesaria continuidad, o progresión, dramática, por lo que su conclusión carece de todo poder catártico (a lo que tampoco ayudan ocurrencias ridículas como la manera de resolver que Lucius persiga a caballo a Macrinus, como si todo el mundo alrededor se decidiera a hacerlo propicio). Una poco estimulante conclusión para una narración a la que parece que le hubieran extraído buena parte de su sangre dramática.

Alexander Zárate
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22 de octubre de 2024 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el espacio del desierto, el espacio de representación sobre el que se construye la relación con la vida, con los otros, se difumina, desaparece. Despojado el escenario de bambalinas, atrezzo y máscaras, queda el espacio pedregoso que no puede ser ensombrecido por los nombres. En el desierto es difícil discernir el aquí del allí, ¿y en relación a qué?. En esa amplitud en donde construir el yo desde la nada, desprendido de referencias, el yo puede sentirse extraviado en esa amplitud que hace entrever la infinitud, en el que ya no se advierte la diferenciación. ¿Qué es lo real, qué es lo que se percibe? ¿Discurrimos en un mero escenario que cuando se desvela pone de manifiesto nuestras carencias, nuestra mera condición de máscaras?. El protagonista de El reportero (The passenger, 1975), de Michelangelo Antonioni, se llama precisamente Locke, como el filosofo, encarnado por Jack Nicholson. Locke es un reportero, que ha recorrido el mundo, la diversidad, lo que ha acentuado su extrañamiento consigo mismo, ¿Quién es? ¿Cuál es su identidad si siente que su referente cultural es un mero referente, un modelo que ha construido su identidad, pero en otro entorno pudiera haber sido quizá diferente? ¿Lo hubiera sido? El desierto en el que se desplaza, es su interrogante interior. En las primeras secuencias, sin aún saber cuál es su propósito en ese entorno desértico de Chad, es un cuerpo que se desplaza, y que se frustra porque no logra su propósito. Se desplaza en poblados o el desierto con figuras que parece que le guían pero, por dos veces, más bien le abandonan durante el trayecto. Cuando retorna fallece Robertson, al que ha conocido en ese hostal de un perdido pueblo del África sahariana, descubre que ha muerto otro inquilino, Robertson, a quien había conocido días atrás. Decide tomar su identidad, aprovechándose de su parecido físico, y que su cuerpo debe ser enterrado inmediatamente por el calor. Y adopta su identidad, o sus señas de identidad, pero ¿Quién era ese otro, del que ignoraba su dedicación, y quién es ahora que intenta ser otro?.

Usurpar su posición, su identidad, es usurpar su máscara, y verse introducido en otro escenario en el que representa algo para los otros. Descubre que bajo su identidad escaparate, ingeniero, disponía de otra, traficante de armas, circunstancia que le situará en un espacio tan movedizo como amenazante. Seguir una ruta de citas prefijadas con sus contactos es seguir un mapa de signos vaciados, como las ausencias de las personas que deberían haber aparecido. También este cambio, esta ruptura, tienta al azar, como el encuentro con la joven, que encarna Maria Scheider, con la que se encuentra un par veces, siempre leyendo, como si fuera una figura descifradora, y con la que establecerá una relación en tránsito por diversos países, el último España, en donde se recorren varias ciudades y geografías, con escenarios de lo anómalo o diferente, como las edificios de Gaudi o, de nuevo, los espacios despojados, desérticos, del sur, en Almería, como si cerrara un círculo que consignara una imposibilidad, o una desaparición anunciada, evidenciada en su muerte, también en una habitación de hotel, y planificada en un largo movimiento de cámara, de siete minutos, circular.
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El desierto implica también enfrentarse al tiempo (como ese hombre en camello que se cruza con él en las secuencias iniciales, y cuyo desplazamiento sigue la cámara). En el tempo es donde está una de las más destacadas cualidades de esta obra, como en otras anteriores de Antonioni, como si la red en la que se domesticara el tiempo mecánico, o lo que es lo mismo, la trama, se deshilachará, y quedara su aliento sin determinado destino, como los tránsitos de Locke, en busca de otra trama, de otro personaje, en el que a la vez que huye de sí mismo busca encontrarse, pero sólo lo hará con su ausencia en una realidad que eran meros barrotes. Esa realidad sórdida y sucia que descubrió aquel hombre ciego, en el relato que cuenta Locke a la chica en el hostal donde encontrará la muerte, que al recuperar la vista, tras el asombro inicial por los colores y los paisajes, se sintió desajustado, como una realidad que no pudiera habitar, y decidió encerrarse y acabar finalmente con su vida. Locke intentó evadirse de esa sensación, de habitar una vida en la que no se sentía, pero en la huida, en ser otro, no residía esa posibilidad de conectar con la vida, no era más que un espejismo. Esa carencia ya estaba en él, la de no saber conectar con la realidad, la de ser un pasajero ciego. ‎El reportero es otra de las sugerentes incursiones de Michelangelo Antonioni en los movedizos territorios de la identidad, incierta, difuminada, en el que los espacios y el tiempo son entidades que condensan un símbolo como reflejan la disgregación de un yo que ha perdido el vínculo con la realidad, con el espacio pétreo de la identidad. Un viaje que es un círculo y por tanto la constatación de un extravío y de una inmovilidad suspensa. Las imágenes, poco estilizadas y de realismo a ras de suelo, no son más que otra apariencia engañosa que desvela la vida como escenario y como desierto cuando los signos desaparecen o son opacidad.

Alexander Zárate
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