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Críticas 329
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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24 de junio de 2020 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Segunda parte de la trilogía de Will Rogers que presenta un estilo muy similar a su predecesora, ampliamente acogida por la crítica en su día y aún a día de hoy es considerada una de las mejores obras de John Ford. El de Maine plasma su estilo transparente en un drama cómico de tintes costumbristas que disecciona una pequeña localidad de Kentucky arraigada a los triunfos de la Confederación Sureña en el pasado, siguiendo al juez Priest, presentado y con un mismo desarrollo de personaje que el doctor Bull en la película de 1933.

John Ford se ha considerado siempre un director de corte conservador, algo que plasmó en sus primeras producciones y no es esta la excepción, pero con unas maneras siempre tolerantes y respetuosas hacia los que no compartían su corriente ideológica. Adapta la obra homónima de su íntimo amigo Irvin S. Cobb, novelista arraigado a los estados del sur, y que ofrece una visión fordiana de su obra basada en una sociedad donde negros y veteranos confederados viven en paz y respeto, aunque con una visión que a día de hoy nos pueda parecer lo adverso. Esto es, sin duda, algo revolucionario en el cine de la época, teniendo en cuenta quién es el director y el espacio y tiempo de desarrollo del filme, algo que provocó la censura por reivindicar, a su manera, la forma de vida de ciertas partes de la sociedad.

En esta ocasión también se basa en la sátira para enseñar la hipocresía de un colectivo específico, incluso criticando las formas de proceder de la Confederación en su lucha de intereses, para mostrar un caso de justicia, o falsa justicia enmascarada por un indecente heroísmo pasado, que funciona como motor principal de la obra. El costumbrismo basado en la figura del juez Priest, que muestra la cotidianidad y el día a día de los integrantes de la sociedad mediante sus relaciones interpersonales con los mismos, sigue el mismo patrón que el Dr. Bull en la anterior producción, relevando el oficio con el que se le ha presentado a segundo plano pero aún ejerciendo un peso importante en el argumento.

La película, que sigue el paso despreocupado de Will Rogers, muestra otros valores presentes en aquella retrógrada sociedad americana con cierto reparo, como es la importancia del linaje, la consolidación personal con una causa perdida o los problemas del amor. Ford no se corta a la hora de mostrarlos de forma ridícula aunque le duela para enmarcar cierto grado hastío ante ciertas actitudes que han prevalecido desde la época de desarrollo de la cinta (1890) hasta su día de estreno, 1934.

El guión brilla por una agilidad más remarcada y con puestas en escenas de gran impacto, abriendo con el irregular juicio hacia un retraído negro, Jeff Pointdexter (Stepin Fetchit), a manos de un veterano letrado que ansía el puesto de William Priest (Will Rogers), el que ya hizo un papel similar en Doctor Bull, Berton Churchill, como Horace Maydew. En esa puesta en escena precedida por una escaleta con los pensamientos extrapolados de Ford se reúnen todos los temas de la película con una desfachatez humorística rimbombante grabada mediante elegantes planos estáticos (una constante en los inicios del cineasta) con muy cortos travelling y numerosos cortes para el cambio de plano.

Los diálogos, a simple vista simples, esconden lecturas más profundas, en ocasiones poéticas y cargadas de recursos literarios tanto textual como escénicamente, como la escena en la que Priest y su sobrino Jerome Priest (Tom Brown) hablan del amor a raíz del atávico canto de un 'dormilón', usando una ingeniosa profundidad de campo para elaborar una composición jerárquica entre los dos primeros y Ellie May Guillespie (Anita Louise) compenetrándose con unos bonitos diálogos. El drama humano que mantienen los protagonistas por sus relaciones y el cómo los ve la sociedad se acentúan con la aparición de Bob Gillis (David Landau), personaje con una fuerza argumental bárbara cuyas apariciones son detonantes de la acción y causalidad, así como es el responsable de estructurar la película en los tres grandes arcos que la conforman.

El respeto colectivo se intensifica con una delicia de escena en la que Will Rogers vuelve a sacar a pasear sus dotes musicales acompañando en un improvisado blues a su criada, la tía Dilsey (Hattie McDaniel), vistos desde un plano estático dorsal donde Rogers ocupa casi con plenitud el plano, con la iluminación volcada en su figura mientras una sorprendida y expresiva Dilsey lo mira desde detrás, delimitando el espacio interior. La estereotipación de los negros (blues, pollo frito y ostentando cargos de servidumbre) se compensa con la del colectivo sureño, compenetrándose ambos histrionismos para acentuar maravillosamente el irreverente humor y crear escenas como la citada o la marcha final con Jeff, junto con una cámara de negros, cantan y tocan un tema tan vanaglorioso de los confederados como es Dixie.

El último arco, el del juicio, es el más interesante desde todos los puntos de vista posibles. Los diálogos cumplen con soltura las necesidades de los personajes mientras se salpica de banal humor con secundarios, los planos, algunos de ellos fijos y simétricos, constituyen un espacio con personalidad propia mientras se da el discurso de la película desde el punto de vista de cada personaje, usando transiciones de cortinilla que ofrecen más dinamismo al desarrollo de los acontecimientos y analepsis narrativas para escenificar, e incluso justificar, algunas de las declaraciones como la del reverendo Ashby Brand, interpretado por el actor Henry B. Walthall que, precisamente, participó en a película El nacimiento de una nación de D. W. Griffith, director del que Ford bebe mucho en cuestiones estéticas y de montaje, abordando temas en común.

En pocas palabras, es una gran película del legendario cineasta americano que para algunos puede ser de ayuda a la hora de explicar sucesos pasados con los ojos actuales de una forma sensata para no lanzar falsos veredictos e impartir una falsa justicia. (7.5).
24 de junio de 2020 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un espléndido John Ford profundiza en el corazón americano alejándose del wéstern y sus formidables héroes para brindar una película de cualidades satíricas como es Doctor Bull, protagonizada por el humorista Will Rogers, donde el humanismo despreocupado y la honesta sabiduría campechana se posicionan contra cierto grado de hipócrita progreso en una sociedad chismosa y conservadora. El Dr. George 'Doc' Bull, único médico en una pequeña ciudad, se entrega en cuerpo y alma a sus recurrentes pacientes con una amabilidad y bondad desmesurada aunque su vida privada atormenta a sus vecinos, logrando un grado de hastío tan severo que hacen lo posible para destituirlo del cargo.

Esta comedia enbrutecedora y crítica de una sociedad más preocupada por el cuchicheo que de los asuntos verdaderamente importantes constituye un pequeño drama de la época, donde las circunstancias prevalecen frente a la profesionalidad, y donde la ignorancia se erige frente al saber hacer de las personas verdaderamente capacitadas, algo así como lo que está ocurriendo en España actualmente.

Se recrea una reivindicación del oficio mediante la figura de Doc y de aquellos trabajadores que se entregan en cuerpo y alma a su oficio con el propósito del bien común aún siendo defenestrados por la sociedad. Los medios de comunicación emergentes van a funcionar a modo de recordatorios de los dos temas que adversa; la situación del Doc con las exigencias y juicios prematuros de unos habitantes iletrados, algo reforzado por la relación del mismo con un compañero de oficio, el Dr. Verney (Ralph Morgan), de un carácter más progresista pero insulso ante los males médicos que asolan a la pequeña ciudad del protagonista.

El esquema que plantea Ford con el que deconstruye poco a poco a su personaje son las relaciones más allá de la medicina que ejerce el mismo con algunos lugareños, a los que su buen hacer congratula sus intereses, en ocasiones, ejerciendo de confidente, consejero amoroso o amigo. Así y, poco a poco a través de las acciones que definen su nobleza, el director nos moldea el personaje como el mártir de una colectividad enajenada, el culpable de los males, el placebo social.

El guión, lento pero que obvia los rodeos para brindar el mensaje, consta de unos diálogos sencillos cuya rotundidad, a pesar de ser muy artificial, pone en jaque la negligente apatía de una parte de la sociedad cuyo único objetivo es la crítica destructiva. Las relaciones entre el Doc y los personajes son la pieza más importante para sus construcciones psicológicas y poder entender mejor los intereses y preocupaciones de todos ellos. Se hace especial hincapié en el cariño que le tienen ciertos personajes al Doc, como May Tupping (Marian Nixon), Virginia Banning (Rochelle Hudson) o la viuda que refuerza la personalidad bondadosa y desinteresada del Dr. Bull, o incluso su tía Myra (Effie Ellsler) que marca el cambio de arco narrativo al 'oler' la enfermedad tifoidea que asola la ciudad, dando también importancia a esa sapiencia campesina que padece el protagonista y que pone solución a los problemas médicos de sus vecinos.

La interpretación desgarbada de Will Rogers encaja como una llave en una cerradura, siendo la única que verdaderamente destaca del conjunto general. Ford explota esas cualidades del actor para introducir pequeños gags cómicos (que no me han provocado más allá de una sonrisa) para cubrir parte del diálogo con ellos, pero teniendo sentido en el contexto empleado. La cámara estática, tan recurrente en esta película como en el cine del hombre que inventó América, no va a moverse más allá de pequeños travellings para cambiar de escenografía que conducen a sus personajes por distancias cortas hasta la causalidad de los diálogos. Algo que no me gusta del maestro es la necesidad que parece tener en muchas de sus películas para explicar el mensaje de forma condensada a modo de epílogo y, generalmente, en forma de discurso o juicio, como haría En el hombre que mató a Liberty Valance (1968), algo totalmente innecesario.

Se usa un recurso muy interesante en el planteamiento para ser una cinta de 1933, que es una pequeña intención de ruptura de la cuarta pared mediante un primer plano de la Sra. Ely contando directamente a cámara (excusándose con el diálogo mantenido con May Tupping) lo mala que le parece la vida personal del Dr. Bull, haciendo así rápidamente dos vertientes de concepción de la personalidad del Doc frente al espectador, donde una se disipa mientras que otra se intensifica a lo largo del metraje.

Sin duda, una película interesante dentro de la filmografía de John Ford que muestra un humanismo más cercano a lo acostumbrado confrontando dos corrientes de pensamiento a la par que critica con mucha sátira una sociedad en la que él mismo ha crecido como persona y como cineasta.
15 de junio de 2020 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Wong Kar-wai enamoró a Quentin Tarantino y este, transmitiéndole esas mariposas a Miramax, enamoró al gran público con esta modesta producción hongkonesa de 1994 que retrata a través del amor y el tiempo el conflicto interno de la soledad en una bulliciosa y multicultural ciudad asiática. Siguiendo dos historias separadas anexadas a un restaurante de comida rápida, el director nos embarcará en un viaje emocional conducido por dos hombres cuyos amores han caducado como si fueran piña en conserva.

Tratándose de un drama romántico con muy pequeños acotamientos cómicos, Wong Kar-wai se balancea entre un estilo underground bañado por un aura de pesimismo en su primera historia, mientras que decide refrescarse en la segunda utilizando la optimista esperanza, aunque desoladora, que posteriormente influenciaría a películas como Lost in Translation (Sofia Coppola, 2003).

Los personajes que construye el director no son más que la reencarnación de un sentimiento común y la forma que tienen los mismos de lidiar con ellos, diseñando desde los cimientos de la película un viaje emocional donde el amor y los sueños convergen con el destino para terminar su trayecto en la melancolía. Desde un punto muy temprano nos enseñan los personajes como meras motas de polvo arrastradas por las ruidosas calles de un paraje deshumanizado por la globalización, almas solitarias que viven en sus propios sentimientos y que, por cuestiones del azaroso destino, tienden a tropezar en su huero merodeo.

El primer episodio es presentado con una técnica de grabación y montaje muy acelerados, con cortes súbitos y una estética oscura acrecentada con un filtro granulado que crea la ambientación perfecta para la puesta en escena de los personajes, de los sentimientos, en un marco de espacio cuasi ajeno a ellos y un tiempo distorsionado. Con técnicas referentes al cine negro agigantadas por, en primer lugar, la composición musical que persigue a los personajes en el transcurso de la primera parte, compuesta por Frankie Chan, Michael Galasso y Roel A. García, y, en segundo lugar, la femme fatale que nos encandila con su céfiro misterioso y carácter marcado tanto a nosotros como al agente He Zhiwu, interpretados por unos hipnóticos Brigitte Lin y Takeshi Kaneshiro respectivamente.

En el segundo episodio un Wong Kar-wai más templado cambia radicalmente de recursos para la filtración de las emociones, aunque permaneciendo el ineludible espacio fílmico que crea y juega el papel de un personaje más, sin el cual el correcto seguimiento de las tramas habrían sido imposibles. Contraponiendo el tono de una historia a otra, el mensaje que escribe es el mismo pero esta vez utilizando unas personalidades totalmente adversarias respecto a la primera narración, como es la de Faye, llena de despreocupación y vitalidad, y la del agente 663, marcado al igual que He Zhiwu por un desamor emprendiendo una aventura, desde prismas diferentes, de un amor imposible. Enfrentado los sonidos noir de la primera parte, la música en este caso está formada en su mayoría por California Dreamin' de The Mamas & The Papas, canción que potencia la personalidad de Faye e infesta la narración de cierta ilusión por los sueños con un liviana optimismo apagado. También debe ser la canción favorita de Wong Kar-wai.

El punto donde chocan y colapsan ambos capítulos es el servicio de comida rápida llamado Misnight Express, cuyo simbolismo no es otro que el destino, siendo regentado por un comprometido en la vida de nuestros protagonistas gerente (Chen Jinquan), que ayuda a elaborar una lectura lineal poniendo en común las partes más significantes de ambas historias vistas desde dos perspectivas: la búsqueda incansable del amor como alivio de la soledad, y la despreocupación por el amor como recuerdo doloroso. Algo interesante es el papel de los personajes principales femeninos y masculinos; las primeras, llenas de genio y figura, altamente carismáticas a sus maneras mientras que los segundos son reducidos a un dibujo desdibujado por la lluvia de sus lágrimas y por el dolor de la remembranza, cascarones vacíos arrastrados por la acción del espacio ajenos al tiempo. Muy simbólico de este aspecto es que estos tienden a ser nombrados mediante números, agente 223 y agente 663 respectivamente.

Christopher Boyle, director de fotografía auxiliado por Andrew Lau hacen unas labores descomunales para complementar el estilo del director jugando a su antojo con los tiempos fílmicos y reales basándose en la ambientación que consiguen para usar la condensación y distensión obviando la adecuación de los personajes en la narración, llevándolos hacia situaciones excepcionales donde ellos y sus sentimientos son lo único que de verdad importa, lo único que nos quiere hacer llegar, y lo que consigue con una poesía visual que pasa por encima, en ocasiones con mucha pedantería, los demás aspectos. Utilizando planos generales medios y planos de conjunto situando a los protagonistas en un punto de atención en plano, se vale del fondo para recrear el paso del tiempo, y como este acaba caducándolo todo, inclusive el amor, congelando, acelerando o lentificando el fondo respecto al tiempo real en el que bailan los desdichados sujetos protagonistas. Por ello, desconozco si por obligación o a expensas de eso, se recurre a una voz en off con las voces de los personajes para contarnos directamente a nosotros sus pensamientos y encasillarlos en la postura adecuada.

Las interpretaciones del elenco están bastante correctas, aunque sí es cierto que debido a un guión tan abstracto, en ocasiones dan cierta sensación de improvisación, particularmente Faye Wong (Faye).

Se hace una visualización amena a pesar de que el director se ofusca en repetir situaciones con diferentes matices para profundizar de manera algo pomposa en los padecimientos de nuestros sitiados personajes, en parte por una cantidad de metraje indicada y la bifurcación de una gran historia de soledad en dos ramas de diferentes colores.
10 de junio de 2020 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con The Untold Story, Danny Lee y Herman Yau nos acercan a los horrores del asesinato en el restaurante Ocho Inmortales de un barrio marginal de Macao perpetrado por el sádico Wong Chi Hang (Anthony Wong) a causa del juego y una deuda impagada. Toma los hechos reales que sucedieron un 4 de agosto de 1985 cuando Huang Zhiheng asesinó a una familia de diez miembros, y los adapta a la gran pantalla en forma de CAT III siguiendo el rastro del mismo homicida y de un grupo de policías que están tras su pista.

Herman Yau es un director hongkonés de dudosa reputación cuyas más aclamadas películas pertenecen al subgénero gore, estando esta entre una de ellas. Por otra parte, Danny Lee contribuye en la dirección, interpretando también al oficial Lee en la película. La dupla directiva es solvente a pesar de sus múltiples fallos y los más que visibles cambios de uno a otro.

Portando la clasificación CAT III con orgullo, distintivo chino para las producciones que tengan contenido explícito, los géneros en los que se va a mover son en una primera instancia el terror, especializándose en el gore y empleando los elementos del crimen para mover el argumento con soltura. Tiende a usar comedia simplona que no compensa la ambientación conseguida por los directores, muy irreverente y fuera de lugar, sacándonos en muchas ocasiones de contexto.

Una cinta no apta para todos los públicos que no escatima en explicitud para acompañar a Wong Chi Hang en un viaje enfermizo a través de la depravación humana. A pesar de su bajo presupuesto, consigue impactar con imágenes de casquería, brutales palizas o violaciones.

Para ponernos en situación, la película comienza con una puesta en escena del protagonista perdiendo los estribos y asesinando a sangre fría a un hombre, usando ralentí a la hora de representarlo estirando la agonía de la víctima por distensión, y que nos traspasa a nosotros. Una vez vislumbrada la psicopatía del personaje, comienza la narración con un ritmo lento y bifurcándose en dos grandes líneas: la de Wong y la del grupo de policías que tienen su caso. La causalidad de las acciones está patente desde el planteamiento, y varía según la voz cantante, en este caso, el personaje de Anthony Wong, pero siempre manteniendo el mismo argumento: la escenificación de la depravación. Sus personajes presentan una nula evolución y el director trata de explorar los límites de la enfermedad mental de su personaje, experimentando con el dolor visceral de la carne, el malestar psicológico de la mente y el aguante de ambos frente a la adversidad de la ley, en este caso, poco ortodoxa. Herman Yau usa muy bien el tiempo fílmico sin romper una continuidad lógica, supliendo información por condensación para que nosotros nos imaginemos los hechos insanos consumados por Wong en el pasado, y, según avanza la historia, aclarar esos puntos mediante flash-backs de índole morbosa, acentuando el carácter CAT III y enseñando la causalidad de la persecución policíaca: el asesinato de la familia en el propio restaurante.

La interpretación de Anthony Wong es una pasada, sabiendo transmitir esa psicopatía descontrolada, y creciente, a lo largo de toda la película, culminando con la locura instigada por el miedo en el clímax de la película. Las otras interpretaciones, no tanto. Cabe recalcar los papeles absurdos del grupo policial, que aumentan el bochorno de sus interpretaciones (estas partes claramente dirigidas por Danny Lee), pero hay una en concreto que me provoca más náuseas que el gore del filme: Emily Kwan como la deficiente e infantil policía Bo. No voy a hacer muchos comentarios de esa basura.

El estilo cinematográfico, así como el lenguaje que emplea, es muy general para este tipo de producciones asiáticas, usando cenitales largos y grandes panorámicas para designar con mayor fuerza las escabrosas escenas de crimen, planos irregulares para enfocar a Wong y regulares para los policías, contraponiendo locura con rectitud, y primeros primerísimos planos para que observemos la expresión desquiciada, transmisora directa de la degeneración del protagonista.

Exceptuando ciertos puntos de la fotografía para mostrar la urbe asiática colonizada por los portugueses, no sobresale en mucho más, así como la música empleada.

Interesante es la palabra que más se ajusta a esta cinta, pudiendo haberlo sido más recreando con más seriedad la línea narrativa de los agentes, y haciendo un choque de ambas bastante menos anticlmático como el que consiguen los directores. Aún así, la recomiendo si te gusta este género, ya sea por el género cinematográfico como por conocer uno de los crímenes más sonados de China.
20 de mayo de 2020 2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Bottleneck es una pequeña ciudad sin ley donde el propietario de un gran salón controla todo lo que sucede a través de su fuerza e influencia. Tras nombrar sheriff al alcohólico del pueblo para que sus asuntos no se vean obstaculizados por la ley, el nuevo alguacil requerirá como ayudante al hijo de otro eminente agente de la ley, Tom Destry, para hacer regresar la justicia y la paz, viéndose involucrado en numerosos problemas debido a la extravagante personalidad de su nuevo socio y su afán por hacer reinar la rectitud de manera pacífica.

George Marshall es el director de este excelente wéstern, muy especializado en dicho género con pequeñas incursiones en la comedia que denota un estilo conjunto prolífico utilizando la comedia visual para aliviar parcialmente la carga argumental de la trama, así como presentar a sus personajes de una manera divertida sin perder la esencia del género principal al que pertenece. También fue muy reconocido como actor y guionista en la década de los cuarenta.

La civilización frente a la barbarie o la justicia frente a la injusticia son los temas que contrapone utilizando personajes con personalidades radicalmente opuestas, tema que sería muy retratado en cine wéstern posterior, siendo el más aclamado El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1968), aún sin profundizar es aspectos políticos como el conservadurismo frente al progresismo, representando tan solo la corteza sin tratar de ir más allá, algo comprensible por el año de estreno de esta cinta, 1939. Aún así, la inclusión de personajes femeninos con carácter, gran carga argumental y fuertes, incluso independientes, no era algo usual del género, habiéndose visto con más asiduidad en la screwball comedy que tan en auge estaba en la década de los treinta, y de la que tantos elementos extrae.

Al ser un género de explotación en los albores tardíos del cine clásico, es claramente una película dirigida a todos los públicos donde la simpleza de sus diálogos y guión, así como de su honorable mensaje principal, son condimentos educadores para los espectadores de todas las edades de la época, mostrando con instrucción el carácter de coraje y heroicidad que residen en las palabras, anteponiéndose a la violencia.

La historia sigue una línea temporal regular auxiliada por un montaje clásico y por posición en pantalla a través de fundidos encadenados que se basan en la acción del plano principal, haciendo una narración fácil y bien estructurada en tres arcos muy diferenciados, con una presentación muy visual de sus personajes y una evolución conjunta que obvia el relato episódico. Los diálogos suelen realizarse únicamente entre dos personajes en plano y pequeñas incursiones de un tercero para no evadirse de la conversación principal, y generalmente yuxtapuestos de tal manera que mediante encuadre se observa de modo nítido la jerarquía que unos ejercen sobre otro, como es el caso del nombramiento de Washington Dimsdale (Charles Winninger) como sheriff y su rápida disposición por medio de personajes secundarios en un lugar elevado, aún recostado por la ebriedad, simbolizando su poder aún siendo incapaz de ejecutarlo correctamente. Sabe crear una escenografía simple, pero muy adecuada y realista que, rápidamente y desde los créditos iniciales, se pone de manifiesto el estado de la ciudad captando así la atención del espectador, y manteniendo esa situación con bamboleo en pos de ofrecer cierta incertidumbre a raíz de la llegada del ayudante del alguacil.

Las interpretaciones de todos los actores es muy notoria aunque Marlene Dietrich como Frenchy roba todo el protagonismo, incluso a un joven James Stewart, brindando a ritmo de cabaret una actuación magistral muy favorecida por la evolución de su personaje y la libertad que el director la da a la carismática actriz. James Stewart como Tom Jefferson Destry también transmite las preocupaciones de su personaje, con una interpretación sosegada con un registro prácticamente estático que llega a expresar el conflicto interno por el que pasa su personaje en ciertas situaciones. También recrea una figura de héroe poco convencional, que opta por ser pisado antes que por pisar, evadiéndose del estereotipo utilizado en gran parte de los protagonistas de este tipo de cine. Muy destacado el anteriormente citado Charles Winninger como elemento humorístico y respaldo de la figura principal, otorgando más profundidad a la idea principal sobre la que se sustenta.

Las técnicas cinematográficas predominantes son muy habituales en el cine de esta década, teniendo más relevancia narrativa que artística o estética, aunque no por ello menos simbólica, como es el caso de los picados y contrapicados, y cortes favorecedores del ritmo que permiten seguir con claridad la trayectoria del guión enfocando los personajes predominantes en plano con cierto grado de luz extra que refuerzan ese protagonismo. Algunos planos secuencia (dos, para ser exactos) tienen especial significación para desarrollar un espacio fílmico acorde con el espacio y el tiempo, potenciando la llegada de Tom Destry a Bottleneck y ubicando al espectador a través de la fijación en la diligencia a través de los desérticos páramos del trayecto, con una aceptable fotografía en blanco y negro. Los movimientos de cámara lentos son elementos muy utilizados en el wéstern que, aún sirviendo para conceder ciertos impases en momentos de acción y tensión, también sirven al seguimiento claro de los personajes por el escenario sin perder detalle de sus actos. La iluminación provoca cierto sentimiento anticlimático por el poco contraste con las sombras y su uso para destacar elementos del decorado o actores, de forma muy poco natural, y que podría haber sido elaborada con más cordialidad.

En conclusión, es un gran wéstern que resplandece por su simpleza y por unas interpretaciones asombrosas cuya historia es incipiente de la posibilidad de la elaboración de un mejor mundo carente de violencia.

Feliz 112 cumpleaños, Stewart. (7.5).
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