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Críticas 444
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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11 de agosto de 2024 3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
En cierto momento de La bestia (2024), la última gran obra de Bertrand Bonello, inspirada en La bestia en la jungla, de Henry James, el personaje masculino, Louis (George McKay), le pregunta a Gabrielle (Lea Seydoux) si será más determinante en sus decisiones el amor que siente por él o su miedo. El miedo es más determinante para ella. También le pregunta si es porque no quiere o porque no puede. Y ella replica que es por ambas causas. Ese miedo es una ficción, como refleja la primera secuencia, en la que Gabrielle es una actriz en un escenario de croma, en la que recibe indicaciones de lo que tiene que imaginar qué ocurre, a su alrededor, una agresión de una bestia, contra la que se defenderá con un cuchillo que hay sobre el único mueble en el decorado, una mesa. Los miedos, las determinantes proyecciones de los miedos en las relaciones sentimentales no son sino proyecciones de ficciones, el miedo de que el otro no sea sino una bestia amenazante, un miedo que determina indecisiones, reticencias, un no quiero y no puedo, una dificultad para dejar que las emociones sean las que propicien que fluya la relación. La narración, como un laberinto, entre diversos tiempos, no es sino el trayecto hacia un fracaso por la tardía reacción para propiciar que sea lo que siente lo que determine las relaciones y no el miedo.

Ese diálogo específico acontece en uno de los tiempos pasados en los que ella retrocede, en 1910, cuando en el 2044, en una sociedad en la que la inteligencia emocional acapara la mayor parte de los empleos debido a que carecen de la interferencia de las emociones que perjudica las decisiones de los seres humanos, accede a purificar su ADN para neutralizar toda emoción que pudiera ejercer de interferencia. En ese tiempo, 1910, ella es pianista y dueña, con su marido, de una fabrica de muñecas (por lo tanto, subyacente, el miedo de ser solo muñeca). Ambos dialogan en una fiesta en la que abundan pinturas en las que adquieren particular relevancia los cuerpos, la desnudez, la materia. Somos cuerpos atrapados en entramados de ficciones que subordinan al cuerpo, a las emociones. Son los entramados de ficciones de las justificaciones, de la arquitectura de la relación de la realidad como un escenario de circunstancias convenientes en la que lo que puede ser, las emociones más intensas y plenas, la posible conexión con el otro (que es desbordamiento, exuberancia) se sienten como bestia que es amenaza, porque la emoción desplegada cortocircuita al control, así que el control, a través del entramado de realidad como un guion que la ordena (cual cuadrícula), subordina a la emoción (el miedo domina y neutraliza a la emoción; de ahí, que ambos personajes, en este episodio, mueran ahogados tras intentar huir de un incendio).
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El otro periodo de tiempo, en el que ella retrocede para la limpieza de su ADN y así purgar toda posible emoción que la domine, es 2014, en la que ella cuida una casa y él es un hombre virgen, de 30 años, que ha sido incapaz de entablar relación alguna con una mujer, ni siquiera ha sido capaz de dar un solo beso. Y ese cortocircuito emocional (al que se ha dado el término, en las redes virtuales, de incel/celibato involuntario, asociado a quienes son incapaces de entablar una relación sentimental por mucho que lo deseen) lo ha desquiciado de tal modo que se ha decidido a responder con la violencia, como si la incapacidad no fuera de él sino condicionada por las mujeres (inspirado en el caso del estadounidense Elliot Rodger, quien descargó un manifiesto misógino en youtube, y en mayo del 2014 asesinó a seis personas e hirió a catorce cerca de la Universidad de California, en Santa Barbara). En La bestia acecha a Gabrielle hasta que decide irrumpir en la casa que cuida para asesinarla. En este pasaje es crucial, para evidenciar que es escenario de ficción (reflejo de unos miedos; si en el pasaje de 1910 compartía con Louis su sueño sobre un ataque de una bestia, en este caso la bestia, en forma de humano, con los rasgos del hombre que le atrae, le ataca para matarla) hay un momento en que cree que está haciendo el amor con él pero realmente es con un vecino, y en los instantes del ataque las situaciones se repiten, retroceden y se repiten, como variantes, como cortocircuitos de un cinta (de realidad) desajustada. La realidad como convulsión de ficción, o los miedos como ficciones que reflejan las convulsiones de unos miedos. Como ironía, en la conclusión, tras que el experimento, como anomalía, haya fracasado y no se le hayan podido neutralizar, purgar, las emociones, descubrirá, para su desolación, cuando se había decidido a entregarse a Louis, que él si lo ha hecho y ya es un hombre sin emociones. La bestia, que más bien residia en sus miedos, ha imposibilitado la conexión del flujo de las emociones.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
18 de marzo de 2023 3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay una sombra alargada que une tiempos distintos, sea 1911, en Nápoles, donde transcurre la acción de la admirable Proceso a la ciudad (Processo alla citta), de Luigi Zampa, sea el año de su realización, 1952, o sea nuestros tiempos: la corrupción humana no tiene límites, es como una onda concéntrica que se extiende (como la órbita que realizan los planetas alrededor del sol). Esa es la constatación a la que se enfrenta el procurador Spicacci (Amadeo Nazzari) cuando investiga la muerte del matrimonio Ruotolo (uno encontrado en la orilla del mar, y la otra en su dormitorio): la gangrena se propaga por toda la ciudad. La actitud del inspector a cargo del caso, Perrone (Paolo Stoppa), es bien distinta: es el esbirro que aplica la ley; para él es cumplir un trámite, es quitarse de encima un problema cargando el muerto al pertinente chivo expiatorio que, por circunstancias, puede ser incriminado; para él no hay otras implicaciones, otras perspectivas, otras derivaciones: el statu quo, el estado de cosas debe mantenerse bien apuntalado, aunque las tuercas y los tornillos sangren: Es lo que hay. Ese idóneo chivo expiatorio es Esposito, interpretado por Franco Interlenghi, quien en Los inútiles (1953) interpretará a alguien que sí logrará ser el único en escapar de esa prisión de vida provinciana que es Rimini. En Proceso a la ciudad intenta, durante toda la película, lograr su propósito, que es poder huir, junto a su mujer embarazada, de la pobreza, y embarcar destino a Argentina, donde parece abrirse la brecha de un futuro que es promesa de un presente de cierta firmeza posible, ya que en Napoles no hay horizonte para él, sino una celda, un callejón sin salida.
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Es sobrecogedora la magnífica secuencia en la que él y su esposa huyen en las solitarias calles nocturnas porque han visto unas sombras al acecho, que pueden ser las de la ley. Calles angostas de interminables escalones de piedra, casas apretadas. Es un espacio celda, como si estuvieran atrapados, cual ratas, en un dibujo de Piranesi. Es como la integridad que intentara evadirse, infructuosamente, de ese pútrido sumidero.

Spicacci comprenderá, en una secuencia que es bisagra en la narración, aquella en la que reune a 28, de los 42, comensales que compartieron mesa la noche del asesinato, la víspera de reyes, que en ese crimen, aunque sea de un modo indirecto, por silencio cómplice, está implicada buena parte de la ciudad, o de (los representantes de) las fuerzas vivas de la misma (valga la paradoja, ya que convierten a la ciudad en una sepultura, la de un rígido feudo). No es como el Asesinato en el Orient Express, la obra de Agatha Christie, tan notablemente adaptada en 1972 por Sidney Lumet; hay una mano, un asesino, que sabe Spicacci que es el autor de una canción en la que se explicita el porqué del asesinato de Ruotolo: el castigo a quien traicionó a la organización, a quien delató a otros mediante mensajes anónimos, y en concreto, al hermano del asesino. Pero todos, por miedo o pusilanimidad, por conveniencia e interés, o por responder a la condición de esbirro (aquel que considera inamovible un estado de cosas al que hay que plegarse), han decido mirar hacia otro lado y callar. Hay una ley visible, pero también una ley invisible, que es aún más poderosa, extendida, propagada, como una infección (que va descubriendo Spicacci, como quien estira la cuerda que sale de un lodazal y se va encontrando con una sumergida ciudad de golems).

En la espléndida El arte de apañarse (1955), Zampa nos relatará el trayecto de vida del camaleón que carece de ideas propias pero que sabe sacar ventaja de cualquier circunstancia, la quintaesencia del arribista, Sasa (Alberto Sordi), que se adaptaba al régimen que estuviera en el poder o al que más ventajas le reportara según conveniencias, fuera fascista, comunista, demócrata cristiano, socialista o el que fuese. Una criatura extendida como un virus, como, de algún modo, son todos los de esa ciudad que Spicacci decide procesar, con la rabia de la indignación moral, procesar a toda una ciudad, cómplice de una ley no escrita que propicia la alianza de míseros intereses y el empeño de las vidas y, en concreto, de la integridad (el autor de la canción u orquestador del crimen, Navone, interpretado por Eduardo Cianelli, rige una casa de empeños). En algún momento, cuando es testigo de cómo afecta a su familia, esposa y dos hijos, la situación, vacila si proseguir, pero no supedita la búsqueda de la justicia a su conveniencia personal. Quizá en la realidad abunden más personajes como Sasa, y no haya muchos personajes como Spicacci, y menos en posición de poder y con capacidad de maniobra pero su presencia en una pantalla resulta todo un revulsivo ejemplar. Todos deberíamos llamarnos Spicacci.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
18 de marzo de 2023 3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
En Estación Comanche (Comanche station, 1960), como, sobre todo, en los otros westerns itinerantes de Budd Boetticher, como Ride lonesome (1959) o Seven men from now (1956), escritos los tres, como Los cautivos (1957), por Burt Kennedy, los personajes no sólo parece que cruzan, surcan el espacio, sino el mismo tiempo. E incluso que el tiempo se desplaza también en y sobre ellos. Los áridos, rocosos, paisajes que recorren son como una pantalla en blanco, un despojado decorado que propicia que las obras asemejen a obras de cámara, aunque sean diversos exteriores y los personajes estén en movimiento, y la naturaleza vibre ya sea con lluvias o con el sol lacerante que parece quemar todos los contornos. Es un pantalla en blanco de tinta invisible, que se va descubriendo por el trazo que van desarrollando las relaciones de los personajes, desvelando, a lo largo del relato, misterios o incógnitas de sus motivaciones, de sus relaciones con el pasado o el futuro. En Comanche station resuenan varias incógnitas, que suscitan especulaciones, en principio erradas, por recelo o presunción ¿Por qué Cody (Randolph Scott) rescata a Nancy (Nancy Gates), cautiva de los indios desde hacía un mes, comprándola o intercambiándola, procedimiento narrado en un largo pasaje inicial, dividido en dos fases, tramado sobre silencios y signos mediante gestualidades, que aposenta ya el misterio? ¿Es realmente, como apunta Lane (Claude Akins), que se unirá a ellos dos más adelante, junto a dos compañeros suyos, Frank (Skip Homeier) y Dobie (Richard Rust), porque lo que le moviliza, como al mismo Lane, es cobrar los cinco mil dolares recompensa que ha ofrecido el marido de Nancy? Un pensamiento que determina que Nancy cambie su ángulo de percepción sobre Cody (de quien pensaba que era un generoso rescatador).

La otra incógnita sobre la que especulan también los personajes: ¿Por qué el marido de Nancy no se ha decidido él mismo a buscarla en vez de meramente ofrecer una recompensa, como si pareciera que le importara poco y no se implicara lo suficiente ( lo mismo que ella piensa de Cody al creer que la rescató por la recompensa)?. La motivación real de Cody se desvelará a mitad de la obra ( y revelado por otros, los compañeros de cabalgada de Lane), propiciando un nuevo giro a las perspectiva de Nancy sobre Cody: Cody lleva largo tiempo, nada menos que diez años, convertido en una figura errante por los pedregosos paisajes en busca de su esposa, capturada tiempo atrás por los indios. En cuanto a lo segunda cuestión generadora de especulaciones, será revelada en el bellísimo final, que confronta, precisamente, con una cuestión latente durante la obra, la capacidad de percepción o el saber ver ( a los otros, el pasado y el futuro): el marido es ciego. En cuanto a los tiempos, el pasado es el que tensa amenazadoramente la relación entre Cody y Lane (quien no se corta en declarar que en cualquier momento intentará eliminarle para cobrar él la recompensa): Ambos estuvieron en el ejercito tiempo atrás, Cody como superior de Lane, quien se caracterizó por su brutalidad contra indios pacíficos, lo que provocó reacciones violentas de estos, como quizá lo mismo haya ocurrido en el presente, y haya provocado que los indios les amenacen continuamente, aunque él niegue que porte cabelleras.
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En cuanto el futuro, se incide en esa sensación de personajes suspendidos en el tiempo y espacio. ¿La vida de Cody no es ya un errar anclado en un tiempo pasado, aquel en el que capturaron a su esposa, intentando conjurarlo? Al fin y al cabo, el inicio y el final lo muestran en la misma acción, cabalgando entre las rocas, como si fuera parte de ellas, atrapado en un bucle (literalmente, en la secuencia final desaparece tras las rocas). Y ¿Lane no es un fantasma del pasado, aquel que simboliza una actitud agresora general que condicionó las reacciones de revancha de los indios como capturar mujeres blancas?). No solo se pone en cuestión la dificultad de percepción de los otros, o su difusa condición, sino del mismo modo de vida. Los otros quizá no sean como parecen, o como se les interpreta, del mismo modo que quizá se ha elegido un erróneo de modo de vida. Al respecto resalta la singular relación, que acentúa esa deriva de los personajes y del relato, de los jóvenes compinches de Lane, Frank (Skip Homeier) y, sobre todo, Dobie (Richard Rust), en cuyos diálogos surcan las interrogantes sobre su modo de vida, si realmente existen, como plantea Dobie, supeditados a la voluntad de Lane, o sobre cuáles son las correctas decisiones, ¿es ese errar como fueras de la ley y buscando beneficio cobrando recompensas, cual meros depredadores, o deberían buscar asentarse como corrientes cowboys, llevando una vida ordinaria, estable, asumiendo los sinsabores o frustraciones de esta vida, pero al menos desprovista de la incertidumbre de su vida errante en la que la muerte pende como amenaza sobre ellos en cada instante? ¿Hay posibilidad de cambiar el curso de la vida, de las decisiones, de tomar otro rumbo?. Hay quienes no lo logran, aunque decidan que lo intentarán, y hay quienes permanecen cautivos, incluso fatalmente, de sus propias decisiones. Estación Comanche, el septímo y último western de la memorable colaboración entre Randolph Scott y Budd Boetticher, se define por la precisión del trazo (descriptivo y narrativo: todo un portento de condensación) y la densa y compleja abstracción, rebosante de contrastes y matices, de sus resonancias ( o fisuras).

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
13 de noviembre de 2021 3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Calle River 99 (99 River Street, 1953), de Phil Karlson, es una obra impulsada por la urgencia, tensión y crudeza, como si mantuviera en un permanente límite, o contra las cuerdas, como ya marca la primera secuencia, un combate de boxeo planificado con descarnada fisicidad que no tiene nada que envidiar a otros más afamados, como esta obra no desmerece de otras señeras obras del cine negro con mayor reconocimiento. Un combate en el que el éxito, que parecía ya entrever con la victoria por cómo dominaba a su contrario, se vio frustrado por un herida en una ceja que entorpecía con la sangre su visión. Tres años después de aquella derrota, como si se hubiera congelado el tiempo y no hubiera avanzado, Driscoll (John Payne) se siente contra las cuerdas en una circunstancia vital que parece colapsada, tanto en su misma relación marital como en su dedicación insatisfactoria como taxista. Una circunstancia extrema, en la que se sentirá contra las cuerdas, incluso para peligro de su vida, será la que le libere a través de la convulsa montaña rusa de situaciones en las que se verá envuelto en la noche en la que transcurre la acción de esta febril e inspirada obra, basada en una historia de George Zuckerman, convertida en guion por Robert Smith.

Una frágil línea puede separar el éxito de la precipitación en el abismo de la irrelevancia. Una línea escurridiza como un hilo de sangre. Driscoll pudiera haber sido campeón, si una herida en un ojo no se lo hubiera imposibilitado cuando, en ese combate inicial, estaba ganando por puntos. Una brillante elipsis nos traslada en el tiempo: De un primer plano de su rostro magullado, literalmente pendiendo de las cuerdas, se pasa a unas imágenes que, en ralentí, en un pase televisivo que contempla el propio Driscoll, repiten el instante en el que le abrió su contrincante la herida. Driscoll es ahora taxista, y sufre los reproches de su esposa, Pauline (Peggy Castle), por seguir hurgando en el pasado, y por ser un fracasado, por mucho que él insista en la posibilidad de comprar una gasolinera para recuperarse. Sin duda, ya bien puntuado desde estas secuencias, la propia vida es un cuadrilátero en el que, como dice él, cuando te golpean debes responder más fuerte, y en el que no sólo se mata de golpe sino lentamente, pulgada a pulgada (como pasa en su relación). Driscoll parece estar en el límite de resistencia, ese en el que puedes reaccionar de cualquier modo, con los nervios a flor de piel, dominado por la visceralidad, hecha de rabia y frustración. El uso del sonido (de los combates pasados) en la secuencia en la que Driscoll acude al gimnasio para pedir a su antiguo manager que le vuelva a conseguir combates (como reflejo de su necesidad de descarga de agresividad y de búsqueda de una salida) se hace eco de esa sensación de callejón sin salida vital.
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Todo parece complicarse, como si la vida le colocará en la situación límite, contra las cuerdas, en un entorno donde domina el engaño y simulación, desde el de su misma esposa con otro hombre, un atracador de joyas, Rawlins (Brad Dexter), enfrentado a quienes deben pagarle por esas joyas robadas, hasta su amiga Linda (Evelyn Kayes), aspirante actriz. Varias magníficas secuencias ejercen de descarnados reflejos en relación a la cuestión de la representación, de la simulación, con un incisivo grado reflexivo sobre la misma. Linda le pide que le ayude a solventar una delicada situación, el crimen que ha cometido, cuya víctima es un director teatral que la sometía a una prueba, y que tiene un giro sorprendente, que Karlson ya sugiere por cómo planifica el momento, mediante un largo y gran primer plano sobre Linda, quien narra sobre el escenario el hecho con desesperada intensidad: Todo es una representación, una escenificación para probar a un director teatral que es la actriz adecuada para el papel. Pero la inconsciente crueldad de esta representación resulta más dolorosa por cuanto Driscoll acaba de ser testigo del engaño de su esposa (a la que ha visto besarse con Rawlins, precisamente, a través del reflejo en un espejo). En un nuevo retorcido giro de reflejos, será junto a Linda (que ha insistido en que la perdone por su inconsciencia) cuando descubra, en el interior de su taxi, el cadáver de Pauline (un cadáver real que es utilizado como recurso escénico incriminatorio, por parte de Rawlins, para que Driscoll sea inculpado del crimen). El espejo también adquiere relevancia en ese ingenioso plano en el que, en primer plano, vemos la pierna de Pauline sobre una silla, mientras se ajusta una media, y entre sus piernas, en el reflejo del espejo, a Rawlins. En una secuencia posterior Linda recurrirá a sus dotes de actriz en una secuencia de real peligro cuando intente seducir a Rawlins en un bar, para entretenerle, en espera de la irrupción de Driscoll (con ese estupendo plano en el que sosteniendo su cigarrillo en la boca lo enciende con el que sostiene él en la suya). En la última secuencia, en unos nocturnos muelles, tiene lugar la redención o segunda oportunidad de Driscoll (cuyo reflejo es la repetición de un plano sobre su rostro: en la primera secuencia sobre las cuerdas tras ser abatido, ahora sobre las cadenas de una pasarela), con una intensidad (haciendo brillante uso del recurso de la voz interior de Driscoll) equiparable a la de otro gran final en un nocturno muelle, el de la excepcional Raw deal (1948) de Anthony Mann.

Alexander Zárate
elcinedesolaris.blogspot.com
11 de julio de 2021 3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ellos disponen de todos los medios para tener todo lo que quieren, pero no saben lo que necesitan, por eso prueban cosas distintas, como esta casa, explica Bubba (Maury Cahykin), en una secuencia de El liquidador (The adjuster, 1991), de Atom Egoyan, a Noah (Elias Koteas), dueño de la casa, o del hogar, una casa piloto, en un yermo paisaje, de una urbanización que no se construyó. Un hogar que es imagen tipo de hogar, la idea potencial de un hogar, rodeado de carteles publicitarios, imágenes. En uno se puede leer Nothingam. Una afición de Noah, cual Robin Hood, es disparar flechas a esos carteles. Noah es liquidador de seguros de incendios, provee de asistencia a quienes han perdido sus medios, su hogar, por un incendio. Unos disponen de todos los medios pero no saben cómo habilitar, habitar, la realidad, y otros, de modo repentino e imprevisto, pierden todo, convertidos en seres desplazados, impelidos a reiniciarse, a reconstruir su modo de habitar la realidad. Hay quien califica a Noah de ángel, por su preocupación, por esforzarse en hacer sentir bien, consolar, a quienes han perdido todo, a quienes se sienten perdidos (aunque hay quien ya se sentía perdida, como reconoce una de las mujeres que asiste, o se deduce de sus palabras cuando llega a reconocer que no impidió que el incendio se propagará cuando advirtió la primera chispa por un cortocircuito, como si el azar posibilitara que ardiera una configuración de realidad que le resultaba insuficiente). Noah no es un mero agente que tramita. Se involucra, incluso en exceso, como si él se disolviera en la misma asistencia que realiza. Su sentido de la empatía es tal que incluso llega a asistirles con el sexo, sin distinción de género. Noah clasifica sus pertenencias, para que cobren el seguro. Su esposa, Hera, es otra liquidadora o clasificadora, en su caso de imágenes a censurar. Ambos, como señala ella, indican lo que vale o no vale. En su relación parecen apreciarse desajustes entre lo que uno u otra consideran que vale o no vale, debido a la desorientación de Noah, el hombre que con su arca de empatía intenta hacer sentir que no se han quedado fuera de la realidad a los que han perdido su hogar pero parece desconectarse progresivamente de su propia hogar, como si él mismo fuera una nave a la deriva.

La construcción narrativa se trama sobre los enigmas, o sobre lo equívoco de las apariencias, cómo algo puede parecer lo que no es según cómo se presente, o según qué aspectos, acciones o comportamientos se destaquen en primera instancia, como manera de asentar la concepción de desajuste. ¿Cómo logramos crear vínculos con la realidad y los demás más allá de las representaciones, modelos e imágenes? La interrogante narrativa crea una atmósfera incierta, quebradiza, de extrañamiento, que interroga sobre cómo se habita la realidad, cómo nos relacionamos con los demás, qué representan los otros, o cómo conseguimos sentir la sensación de hogar y, por otro lado, cómo transmitir esa sensación de habitar un hogar, la realidad, a los demás mediante la actitud empática. Bubba es presentado como un indigente en un vagón de metro, que parece borracho, creando una situación incómoda, desconcertada, entre los pasajeros, incluida Hera, y más cuando una mujer, Mimi (Gabrielle Rose), se acerca a él, coge su mano y la coloca en su entrepierna mientras prorrumpe en una risa de alocado júbilo. Aunque Bubba no es lo que parece. Es un hombre rico, pero se siente extraviado. Complace a Mimi creando esas puestas en escena (probar situaciones que rompan lo convencional, como cuando alquila un estadio, y contrata unos jugadores de rugby, mientras Mimi, como animadora, baila ante ellos, hasta que elige a uno para que la satisfaga sexualmente).
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Hera realiza una acción enigmática, graba las imágenes de las películas que se califican para censura. Cuando es descubierta, explica que las graba para su hermana mayor, que vive con la familia, para que ella conozca, entienda, cómo es su trabajo (algo que no podría transmitir únicamente con palabras), pero para su superior parece algo inconcebible, ya que según la perspectiva convencional su acción debe estar motivada por el morbo y ser otro reflejo de la hipocresía de los que censuran (los deseos o impulsos que se ocultan, como los de él mismo), por lo que le tiende una trampa, a la que ella reacciona colocando la mano de su compañero, quien la ha posado en su muslo, en su entrepierna, y prorrumpe en otra carcajada cuando entiende el mezquino absurdo de la maniobra (como la previa escena del metro también ejerce como desconcertante conmoción para la hipocresía de quienes se sentían violentos por la presencia de un tambaleante indigente, sin que nadie se esforzara en acercarse para preocuparse por él).

Imágenes, fotografías; sean de los objetos y de las pertenencias perdidas en los incendios; del pasado de la hermana de Hera, quien las quema porque no guarda nunca nada (en inglés save dispone de esa doble acepción, guardar y salvar); de las películas a censurar ( que nunca vemos, sólo escuchamos); o las que realiza Bubba en la casa de Hera y Noah (y a ellos mismos, porque son representación de lo que quisiera ser, aquellos que habitan un hogar, aunque Bubba desconozca cuán quebradiza es la relación entre ambos, y cómo se ha agudizado el extravío vital que también siente Noah). Los demás son representaciones, la realidad está cruzada y tramada con y sobre representaciones, imágenes. En la primera secuencia Noah, en la oscuridad de su dormitorio, acaricia la mano de su esposa dormida, escucha ruidos fuera, y enfoca con su pequeña linterna (no vemos el afuera, sólo su gesto de alumbrar). Lo visible y lo no visible, lo equívoco y las puestas en escena; las miradas que buscan entre representaciones, las miradas que buscan sentirse, y sentir a los demás, que son presencias. En la secuencia final, la casa de Noah y Hera arde, tras la autoinmolación de Bubba. Un breve flashback revela cómo Noah conoció a su esposa, el hijo de ésta y su hermana cuando sufrieron un incendio, y cómo en aquel momento posó su mano sobre el hombro de Hera, y cómo miró su propia mano. Es un gesto que le revela: ¿Qué sintió en ese momento?; ¿Ofusca la necesidad de sentirse presencia a través de otro? ¿Qué le distingue a Hera de aquellos y aquellas a quienes asiste, aunque no conviva con ellos y ellas? ¿Qué le distingue a él del extravío de Bubba? ¿Qué es la identidad cuando no sientes hogar, cuando sientes que no habitas la vida o ésta y los demás revelan tu yermo paisaje interior, porque todos son uno y cualquiera, espejos en los que no logras reconocerte aunque lo buscas denodadamente?. El último plano es el gesto de la mano de Noah superpuesta sobre las llamas de lo que era su hogar (¿o su no hogar era el incendio que le abrasaba en su interior?).

Alexander Zárate
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