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Críticas ordenadas por utilidad
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5,8
1.415
7
21 de agosto de 2020
21 de agosto de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una gran adaptación del manga (y el anime) por parte de un experto en este campo: Shinsuke Sato. Inuyashiki narra las paralelas vidas de dos hombres asimilados por un vacío vital que, gracias a unos nuevos poderes adquiridos, son capaces de llenar aunque de formas diferentes. Por un lado, es un canto tan bondadoso como apesadumbrado a la vida misma entonado por un hombre mayor y solitario mientras que por el otro, es una serenata angustiosa trovada por un joven cuyas carencias, sumadas a una sociedad cruel e inmoral, obra un marco de apatía, crueldad y odio hacia la humanidad.
La predilección de Shinsuke Sato por los héroes poco convencionales ya se dejó patente en su espectacular adaptación del manga I Am a Hero (2015), inclinándose hacia aquellos individuos a los que la sociedad ha dejado al margen por una razón u otra, empujándolos a una espiral de desamparo, inseguridad y vacío mortificante. Con Inuyashiki, Sato vuelve a emplear la fórmula pero enfrentando los vértices del bien y el mal que coinciden en el mismo punto: encontrar el sentido de la vida desde el egoísmo. Siendo el director un amante incondicional a la cultura del manga, me parece extraño que no referencie, al igual que en el anime, tanto populares editoriales como sonadas series, aunque sí que están presentes de la misma manera que en su película de 2015. El experto de la adaptación al live action hace una gran labor de traslado de los hechos ocurridos en la obra original a una película, bastante recortada pero igualmente meritoria, de actores reales.
El drama introspectivo, psicológico e incluso sociológico lo mece la ciencia-ficción en el que se asienta, alternando con momentos de acción muy escasos pero espectaculares. La exploración ejercida sobre los clásicos conflictos internos de toda persona, de índole depresiva y pesimista como ‘¿a quién le importo?’ o ‘¿por qué estoy aquí?’ son condicionados directamente por una sociedad individualista, egoísta e inmoral que muchas veces encuentra la comodidad en el seno familiar, como es el caso del protagonista, Ichirō Inuyashiki (Noritake Kinashi), con sus repugnantes seres queridos. Por otro lado, Hiro Shishigami (Takeru Satō) es un estudiante apático y reservado, con su único amigo ausente y criado en una familia disfuncional donde la indiferencia e incluso injusticia recorren las venas de su asfixiada madre, su único y más querido apoyo. La búsqueda de la aceptación o reconocimiento, que conduce inconscientemente a la del amor ajeno, va a ser lo que ponga en común las personalidades de dos máquinas más humanas que la humanidad misma, haciendo de ellos unos Replicantes para sembrar la semilla de la duda entre humano y máquina.
El espacio y tiempo en el que se desarrolla la película es crucial para el segundo tema que desea tratar tanto el director como el creador de la obra original, Hiroya Oku. Al transcurrir en un período contemporáneo, en un lugar tan desarrollado como Japón, las nuevas tecnologías están presentes de forma extrema en toda vida común. Gracias a ello, la crítica airada hacia los medios televisivos morbosos (algo parecido a lo que hizo Sidney Lumet en Tarde de perros, 1975) que atacan o endiosan la criminalidad con tal de conseguir una audiencia fascinada por el amarillismo que vislumbra una moral distorsionada de una sociedad entera. Ello se suma a la necesidad de estar siempre conectados mediante nuestros smartphones, desde los que se exhibe un mayor índice de iniquidad, perversidad y falta absoluta de escrúpulos o remordimientos escudándose en el anonimato, que refugia a las personas para reunir el valor de mostrar sus verdaderas personalidades con impunidad. No es tan tenaz como en el episodio seis del anime, People of 2Chan, pero cumple con creces su cometido detonando el nudo del argumento.
La estructura maestra brechtiana en la que Sato descompone el guion, adaptado para tener un ritmo más dinámico y una ordenación capitular lógica aun saltándose secuencias cruciales que ahondan en las personalidades de sus personajes, consigue establecer esa confrontación emocional del héroe y el villano ya que, dentro de todos los géneros, está claro que el subgénero de superhéroes es el que más se adapta a la exposición del mensaje y de la cinta en general. La concatenación de quebrantos emocionales de Shishigami por la sociedad, que le arrebata sin misericordia a sus seres queridos, consiguen que empaticemos con el villano a la par que dosifica la acción en puntos cruciales para favorecer los tramos en los que ambos protagonistas coinciden en la misma trama. Esta labor no podría haber sido llevada a cabo sin la estupenda interpretación de Satō, que convive a la perfección con la de Kinashi demostrando una maravillosa elección de actores y caracterización sublimes.
En conclusión, es una sólida película de superhéroes que atañe temas más profundos desde una fijación especial a la frialdad de la sociedad nipona donde Sato enternece por la humanidad que transmite en el tratamiento de personas marginadas y maltratadas por el deseo egoísta expandido en los corazones humanos. Tanto fanáticos del anime (como yo) como no, es una película tan cruel como tierna que merece su reconocimiento, más siendo un filme de acción real. (7.5).
La predilección de Shinsuke Sato por los héroes poco convencionales ya se dejó patente en su espectacular adaptación del manga I Am a Hero (2015), inclinándose hacia aquellos individuos a los que la sociedad ha dejado al margen por una razón u otra, empujándolos a una espiral de desamparo, inseguridad y vacío mortificante. Con Inuyashiki, Sato vuelve a emplear la fórmula pero enfrentando los vértices del bien y el mal que coinciden en el mismo punto: encontrar el sentido de la vida desde el egoísmo. Siendo el director un amante incondicional a la cultura del manga, me parece extraño que no referencie, al igual que en el anime, tanto populares editoriales como sonadas series, aunque sí que están presentes de la misma manera que en su película de 2015. El experto de la adaptación al live action hace una gran labor de traslado de los hechos ocurridos en la obra original a una película, bastante recortada pero igualmente meritoria, de actores reales.
El drama introspectivo, psicológico e incluso sociológico lo mece la ciencia-ficción en el que se asienta, alternando con momentos de acción muy escasos pero espectaculares. La exploración ejercida sobre los clásicos conflictos internos de toda persona, de índole depresiva y pesimista como ‘¿a quién le importo?’ o ‘¿por qué estoy aquí?’ son condicionados directamente por una sociedad individualista, egoísta e inmoral que muchas veces encuentra la comodidad en el seno familiar, como es el caso del protagonista, Ichirō Inuyashiki (Noritake Kinashi), con sus repugnantes seres queridos. Por otro lado, Hiro Shishigami (Takeru Satō) es un estudiante apático y reservado, con su único amigo ausente y criado en una familia disfuncional donde la indiferencia e incluso injusticia recorren las venas de su asfixiada madre, su único y más querido apoyo. La búsqueda de la aceptación o reconocimiento, que conduce inconscientemente a la del amor ajeno, va a ser lo que ponga en común las personalidades de dos máquinas más humanas que la humanidad misma, haciendo de ellos unos Replicantes para sembrar la semilla de la duda entre humano y máquina.
El espacio y tiempo en el que se desarrolla la película es crucial para el segundo tema que desea tratar tanto el director como el creador de la obra original, Hiroya Oku. Al transcurrir en un período contemporáneo, en un lugar tan desarrollado como Japón, las nuevas tecnologías están presentes de forma extrema en toda vida común. Gracias a ello, la crítica airada hacia los medios televisivos morbosos (algo parecido a lo que hizo Sidney Lumet en Tarde de perros, 1975) que atacan o endiosan la criminalidad con tal de conseguir una audiencia fascinada por el amarillismo que vislumbra una moral distorsionada de una sociedad entera. Ello se suma a la necesidad de estar siempre conectados mediante nuestros smartphones, desde los que se exhibe un mayor índice de iniquidad, perversidad y falta absoluta de escrúpulos o remordimientos escudándose en el anonimato, que refugia a las personas para reunir el valor de mostrar sus verdaderas personalidades con impunidad. No es tan tenaz como en el episodio seis del anime, People of 2Chan, pero cumple con creces su cometido detonando el nudo del argumento.
La estructura maestra brechtiana en la que Sato descompone el guion, adaptado para tener un ritmo más dinámico y una ordenación capitular lógica aun saltándose secuencias cruciales que ahondan en las personalidades de sus personajes, consigue establecer esa confrontación emocional del héroe y el villano ya que, dentro de todos los géneros, está claro que el subgénero de superhéroes es el que más se adapta a la exposición del mensaje y de la cinta en general. La concatenación de quebrantos emocionales de Shishigami por la sociedad, que le arrebata sin misericordia a sus seres queridos, consiguen que empaticemos con el villano a la par que dosifica la acción en puntos cruciales para favorecer los tramos en los que ambos protagonistas coinciden en la misma trama. Esta labor no podría haber sido llevada a cabo sin la estupenda interpretación de Satō, que convive a la perfección con la de Kinashi demostrando una maravillosa elección de actores y caracterización sublimes.
En conclusión, es una sólida película de superhéroes que atañe temas más profundos desde una fijación especial a la frialdad de la sociedad nipona donde Sato enternece por la humanidad que transmite en el tratamiento de personas marginadas y maltratadas por el deseo egoísta expandido en los corazones humanos. Tanto fanáticos del anime (como yo) como no, es una película tan cruel como tierna que merece su reconocimiento, más siendo un filme de acción real. (7.5).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Los efectos especiales están muy logrados, aunque muy coartados quizás por la complejidad de transferirlos a un live action. No obstante, la bonita fotografía urbanística de Taro Kawazu fomenta con creces las megalómanas escenas de acción aérea muy favorecidas por un montaje rápido y correcto y por un buen empleo de la cámara en movimiento que respeta en todo momento el eje de acción, algo bastante complicado en el cambio de plano teniendo en cuenta la velocidad de movimiento en plano, la geolocalización de sus personajes en el entorno y, obviamente, el aerodinamismo de sus escenas. A pesar de una dirección básica, Sato ofrece bastante simbolismo en el primer tramo con el contraste de la iluminación en espacios cerrados, donde la oscuridad se refuerza yuxtaponiéndose con sus personajes. Por un lado, Inuyashiki siempre es presentado con la oscuridad a sus espaldas, representando su incapacidad de enfrentarse al vacío que lo asola, mientras que Shishigami la contempla de frente (por ello los numerosos cambios de escenografía para algunas subtramas, como la del parquin), teniendo claro cómo quitársela de encima. Es grandioso como el director respeta muchos planos del anime, letra a letra.

7,8
3.273
8
22 de julio de 2020
22 de julio de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
El vacío que sentía Yasujirō Ozu y sus conciudadanos por los estragos que supuso la guerra en su desconsolado Japón natal, con una ciudadanía al pie del cañón arropada de alcohol y soledad, de existencialismo costumbrista, de un intento por salir adelante cueste lo que cueste, a golpe de perseverancia y tradición. Es un tema que precisa un conocimiento humano crítico y conciso, y era algo para lo que Ozu estaba hecho y retrata en gran parte de su extensa filmografía, incluyendo, por supuesto, El sabor del sake. Descomponiendo la familia tradicional japonesa, Ozu nos coloca como compañeros de las alegrías y preocupaciones de un viudo anciano que, entre copa y copa, accede a tomar la soledad a cambio de la felicidad próspera de su hija, una mujer de 24 años absolutamente comprometida con la comodidad para su progenitor y hermanos.
Desde el estudio Shochiku, desde donde comenzó a trabajar a los veinte años y realizó gran parte de sus películas, el maestro nipón se despide de él con esta película que alberga esbozos de autobiografía en lo referente, o despedida, anticipando su muerte acaecida en 1963. El consumo de tabaco y, más importante, el alcoholismo que arrastraba el director se plasma con ese sentimiento de soledad y vacío que sentía en vida, retratando lo cotidiano con un tono bellamente pesimista. De ahí que en su tumba solo se pueda leer la inscripción '無', literalmente vacío, pero el vacío como factor íntegro que armoniza la naturaleza. Ese sentimiento se ve perfectamente retratado en Shuhei Hirayama, interpretado por su legendario actor fetiche Chishū Ryū, que ya hizo las delicias en la aclamada Cuentos de Tokio (1953). Ozu ha transmitido el costumbrismo social donde los silencios entre líneas, el estatismo contenedor de alboroto tanto físico como psicológico y, la cámara situada siempre a un metro de altura de sus personajes, sin movimientos, creando un clima íntimo como es el seno de una familia, el trabajo de una persona y la tradición patria, siempre con el ojo situado en el medio natural y urbanístico, fundiéndose con una sutilidad imperecedera.
El sabor del sake es el gran drama de la soledad, o, peor aún, sentirse solo aún en compañía, utilizando el alcohol como elemento vigoroso más que como alivio momentáneo, ayudando a Shuhei a la toma de decisiones sensatas en compañía de los suyos. Aún con un tono tan apagado, Ozu consigue crear momentos humorísticos encubiertos de tragedia, usando la complicidad como disuasorio de los problemas, y recurriendo a personajes cómicos incrustados en el argumento de una manera tan humana como aterradora. Con ello me refiero al entrañable personaje de Eijirō Tōno: Sakuma 'Calabaza', cuya visión recuerda por lo pintoresco a los afables ancianos que construía Luis García Berlanga en muchas de sus obras. La búsqueda del amor va a funcionar como ruidoso motor de esta gran obra, usando principalmente los personajes femeninos como sustento, concentrándose en Michiko Hirayama (Shima Iwashita). Los resquicios históricos de la Segunda Guerra Mundial se van a utilizar, o bien como hilos conductores para la introducción de nuevos personajes, o para criticar el agridulce estancamiento de la sociedad japonesa en la derrota. Las escenas muestras son, naturalmente, las producidas en el bar suburbial Torys, donde Shuhei va para pensar en compaña.
El impecable guión del mismo director y su mayor colaborador, su compañero Kogo Noda posee una estructura impecable de episodios cíclicos, creando siempre nudos muy parecidos cimentados en el puro diálogo de camaradería entre Shuhei y los diferentes personajes que entablan conversación con él al ritmo de conceder diferentes visiones de la sociedad, convenciéndolo poco a poco, y diluyendo cada vez más el conflicto interno del protagonista. Personajes como Calabaza, Shuzo Kawai (Nobuo Nakamura) o Yutaka Miura (Teruo Yoshida) agilizan el proceso mental del protagonista, creando un entorno de conchabanza y fidelidad óptimas para el desarrollo emocional del personaje, por el que Ozu recorre todas las cámaras mentales como una hormiga en un hormiguero, y nos lo muestra translúcido, enseñando una tímida forja de decisión como si nos contara un secreto. La narración pausada pero marchante se regocija en momentos de informalidad que amenizan el viaje decisivo de Shuhei sobre si normalizar su soledad o darle las alas a su hija para que encuentre la felicidad, utilizando la habitual informalidad entre colegas que adoptan de cuando en cuando los personajes, utilizando bromas o personas estrafalarias, como el propio Calabaza o Yoshitaro Sakamoto, interpretado por un enorme Daisuke Katō.
La técnica de Ozu, de una sobriedad hipnótica, se basa en crear la atmósfera óptima para el desarrollo de los diálogos. Planos estáticos con contraplanos frontales medios, siempre a la altura de los ojos de sus actores, incluyéndonos de alguna manera en las conversaciones. Algunos contrapicados muy delicados también van a estar presentes a la hora de observar, aspecto imprescindible para la comprensión del contexto, el espacio a través de personajes que no tienen importancia para el relato, pero sí para la descripción de la sociedad japonesa. La concepción urbana con planos largos que siguen el mismo esquema que los anteriores a los que recurre el director para mostrar, gracias a una fotografía espléndida de Yuuharu Atsuta, las calles de bares alternando con primeros planos de los carteles brillantes, tan característicos de la forma de vida japonesa y de su Tokio natal. También la sensación de profundidad con esas calles vacías sobre las que se desplazan sus personajes, situándonos en un espacio concreto gracias al cual es innecesario mostrar el recorrido.
Espléndida obra del genio nipón que muestra sus rasgos favoritos acerca de lo humano y lo social, acomodado en la familia ya que, para Yasujirō Ozu, mirar una familia es como tener una pequeña concepción de toda la humanidad. (8.5).
Desde el estudio Shochiku, desde donde comenzó a trabajar a los veinte años y realizó gran parte de sus películas, el maestro nipón se despide de él con esta película que alberga esbozos de autobiografía en lo referente, o despedida, anticipando su muerte acaecida en 1963. El consumo de tabaco y, más importante, el alcoholismo que arrastraba el director se plasma con ese sentimiento de soledad y vacío que sentía en vida, retratando lo cotidiano con un tono bellamente pesimista. De ahí que en su tumba solo se pueda leer la inscripción '無', literalmente vacío, pero el vacío como factor íntegro que armoniza la naturaleza. Ese sentimiento se ve perfectamente retratado en Shuhei Hirayama, interpretado por su legendario actor fetiche Chishū Ryū, que ya hizo las delicias en la aclamada Cuentos de Tokio (1953). Ozu ha transmitido el costumbrismo social donde los silencios entre líneas, el estatismo contenedor de alboroto tanto físico como psicológico y, la cámara situada siempre a un metro de altura de sus personajes, sin movimientos, creando un clima íntimo como es el seno de una familia, el trabajo de una persona y la tradición patria, siempre con el ojo situado en el medio natural y urbanístico, fundiéndose con una sutilidad imperecedera.
El sabor del sake es el gran drama de la soledad, o, peor aún, sentirse solo aún en compañía, utilizando el alcohol como elemento vigoroso más que como alivio momentáneo, ayudando a Shuhei a la toma de decisiones sensatas en compañía de los suyos. Aún con un tono tan apagado, Ozu consigue crear momentos humorísticos encubiertos de tragedia, usando la complicidad como disuasorio de los problemas, y recurriendo a personajes cómicos incrustados en el argumento de una manera tan humana como aterradora. Con ello me refiero al entrañable personaje de Eijirō Tōno: Sakuma 'Calabaza', cuya visión recuerda por lo pintoresco a los afables ancianos que construía Luis García Berlanga en muchas de sus obras. La búsqueda del amor va a funcionar como ruidoso motor de esta gran obra, usando principalmente los personajes femeninos como sustento, concentrándose en Michiko Hirayama (Shima Iwashita). Los resquicios históricos de la Segunda Guerra Mundial se van a utilizar, o bien como hilos conductores para la introducción de nuevos personajes, o para criticar el agridulce estancamiento de la sociedad japonesa en la derrota. Las escenas muestras son, naturalmente, las producidas en el bar suburbial Torys, donde Shuhei va para pensar en compaña.
El impecable guión del mismo director y su mayor colaborador, su compañero Kogo Noda posee una estructura impecable de episodios cíclicos, creando siempre nudos muy parecidos cimentados en el puro diálogo de camaradería entre Shuhei y los diferentes personajes que entablan conversación con él al ritmo de conceder diferentes visiones de la sociedad, convenciéndolo poco a poco, y diluyendo cada vez más el conflicto interno del protagonista. Personajes como Calabaza, Shuzo Kawai (Nobuo Nakamura) o Yutaka Miura (Teruo Yoshida) agilizan el proceso mental del protagonista, creando un entorno de conchabanza y fidelidad óptimas para el desarrollo emocional del personaje, por el que Ozu recorre todas las cámaras mentales como una hormiga en un hormiguero, y nos lo muestra translúcido, enseñando una tímida forja de decisión como si nos contara un secreto. La narración pausada pero marchante se regocija en momentos de informalidad que amenizan el viaje decisivo de Shuhei sobre si normalizar su soledad o darle las alas a su hija para que encuentre la felicidad, utilizando la habitual informalidad entre colegas que adoptan de cuando en cuando los personajes, utilizando bromas o personas estrafalarias, como el propio Calabaza o Yoshitaro Sakamoto, interpretado por un enorme Daisuke Katō.
La técnica de Ozu, de una sobriedad hipnótica, se basa en crear la atmósfera óptima para el desarrollo de los diálogos. Planos estáticos con contraplanos frontales medios, siempre a la altura de los ojos de sus actores, incluyéndonos de alguna manera en las conversaciones. Algunos contrapicados muy delicados también van a estar presentes a la hora de observar, aspecto imprescindible para la comprensión del contexto, el espacio a través de personajes que no tienen importancia para el relato, pero sí para la descripción de la sociedad japonesa. La concepción urbana con planos largos que siguen el mismo esquema que los anteriores a los que recurre el director para mostrar, gracias a una fotografía espléndida de Yuuharu Atsuta, las calles de bares alternando con primeros planos de los carteles brillantes, tan característicos de la forma de vida japonesa y de su Tokio natal. También la sensación de profundidad con esas calles vacías sobre las que se desplazan sus personajes, situándonos en un espacio concreto gracias al cual es innecesario mostrar el recorrido.
Espléndida obra del genio nipón que muestra sus rasgos favoritos acerca de lo humano y lo social, acomodado en la familia ya que, para Yasujirō Ozu, mirar una familia es como tener una pequeña concepción de toda la humanidad. (8.5).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Muchos encasillan esta obra en el subgénero de alcoholismo, pero es un error por la ausencia de importancia que tiene la ebriedad en el argumento, al contrario, es una excusa de lucidez para los personajes y que fluya con espontaneidad e intimismo tanto las relaciones interpersonales como el mensaje, basándose en algo tan natural como quedadas entre amigos o familiares, donde se nos coloca como uno más, siempre a la altura de los actores, integrándonos en la chanza, invitándonos a beber con ellos. El tiempo, como misterio fugaz, va a tener mucha importancia estando presente en las horas que pasa Shuhei antes de volver a casa, en un reloj de pared sin cuerda en el hogar de Akiko (Mariko Okada) y Koichi Hirayama (Keiji Sada) o en un triste calendario a espaldas de los clientes del bar Torys. La volatilidad de las horas, los días y los meses a la que no damos importancia pero a la que llamamos 'vivir', dándole la espalda como al calendario, olvidándonos como el reloj, o llegando tarde a casa.
El elenco está absolutamente de lujo, donde Chishū Ryū soporta todo el argumento dejándolo fluir por sus pegadas carnes limpio y sereno, encarnando el discernimiento que arrastra desde el planteamiento su personaje a golpe seco de licor y vaivenes emocionales. Salvando las distancias, recuerda al legendario Takashi Shimura es Vivir (Ikiru) (Akira Kurosawa, 1952). Un ejemplo de armonía y templanza interpretativa.
El elenco está absolutamente de lujo, donde Chishū Ryū soporta todo el argumento dejándolo fluir por sus pegadas carnes limpio y sereno, encarnando el discernimiento que arrastra desde el planteamiento su personaje a golpe seco de licor y vaivenes emocionales. Salvando las distancias, recuerda al legendario Takashi Shimura es Vivir (Ikiru) (Akira Kurosawa, 1952). Un ejemplo de armonía y templanza interpretativa.

6,0
76
6
13 de julio de 2020
13 de julio de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Terminado el período de la Nová Vina, directores como el emblemático Juraj Herz se dieron a otro tipo de cine que, aún no siguiendo estrictamente los patrones del cine comercial, sí que se aprecia una pérdida de personalidad y una intención incluso más propagandística como es el caso de Ferat Vampire, película que a la que dos años después sucedería Christine, una de las mejores obras de John Carpenter también basada en un coche asesino. Siendo un encargo, la publicidad constante de marcas relacionadas al mundo automovilístico (Marlboro, por ejemplo), así como de escuderías, va a ser casi constante. El Dr. Marek (Jiří Menzel) acude en ambulancia junto su amiga y compañera Mima (Dagmar Havlová) a, irónicamente, una llamada para una transfusión de sangre. Mima, amante de las carreras, se topa con el modelo Ferat Vampire, conducido por Luisa (Jana Břežková), instigando a Mima a una persecución. Tras encontrarse y conocerse en el lugar de la falsa llamada, cada uno sigue su camino hasta que Luisa resulta muerta de forma rocambolesca. Al lugar del siniestro acude la ambulancia del Dr. Marek, alegando que ha sido una muerte muy extraña, punto desde el cual comienza una investigación persuadido por el Dr. Kaplan (Jan Schmid), experto en biología, y que asegura que ese modelo de coche se abastece de la sangre de sus pilotos para funcionar y es el responsable de la muerte de Luisa, pero los responsables de la empresa no darán una vía libre para resolver el misterio.
Esta película supone un punto muerto en la filmografía del rostro de la Nová Vina, ya que, lejos de emplear sus propias técnicas cinematográficas, se deja llevar por unos recursos genéricos en el terror, creando un relato donde su marca reside exclusivamente en la sutilidad con la que conduce el miedo desde sus personajes hasta el espectador, valiéndose de secuencias oníricas muy delimitadas por un montaje común (que contraria el vanguardismo de sus otras cintas) que, en cierto modo, lleva el terror a un campo más explícito que no funciona bien. Ejemplo de ello son los sueños del Dr. Marek indagando en el Ferat y siendo consumido por él, o el arco surrealista de la hermana gemela de la difunta Luisa, Klára (Jana Břežková), tan anodino y obvio para el argumento que carece de valor alguno para el desarrollo de la película, entorpeciendo una narración que fluía rápida, y funcionaba bien. Tiene pequeños y muy contados gags cómicos, pertenecientes al slapstick, que funcionan bastante bien.
Curiosamente, mediante los antagonistas, Herz hace una disertación sobre la importancia del marketing para vender un producto, quizás poniendo en evidencia la nula distribución de sus obras, o parodiando su propio trabajo al vender publicidad relacionada con el sector de la automoción. Se hace especial hincapié en la abulia entre la publicidad positiva o negativa, alegando que es buena en ambos casos si el trabajo del publicista es bueno, y adaptado para cada región donde se desee expender con lucro el consumo del producto, ejemplificado con una escena donde Madame Ferat convierte las inconvenientes declaraciones del Dr. Marek en televisión en un reclamo para países como Alemania, España o Japón.
La factura, característica de la serie B americana, se desenvuelve en una Checoslovaquia contemporánea a la que Herz no acostumbra en su filmografía. Por ello, y ese distanciamiento con los cuentos góticos de hadas que solía tratar, el rango de acción técnica se delimita hasta el punto de rara vez vislumbrar su estilo a través de la cámara, aunque sí por el empleo de la música de Petr Hapka o por la oscuridad predominante en los planos. Olvidándose de sus míticos planos subjetivos o sus lentes angulares, las escenas más propias de él permanecen en el arco surrealista de Klára, su utilización del espacio a través de la figura de la abuela (Blanka Waleská) y la manufactura de una escenografía tétrica que se asemeja a los interiores de anteriores obras como La bella y la bestia (1978) o Morgiana (1973).
Las interpretaciones son mediocres por tónica general exceptuando a Jan Schmid que otorga cierto grado de extravagancia a través de su personaje, enriqueciendo la narración hasta el clímax que supone la carrera final.
Una producción entretenida, pero en la que no he visto a Herz desempolvando su retorcida mente para un guión que lo pedía a gritos, ahogándolos en un halo de ramplonería poco usual en él. Aún así, presenta una vuelta de tuerca en el subgénero de vampiros, donde la transfusión a un vehículo funciona y resulta seductora. Recomendada. (6.5).
Esta película supone un punto muerto en la filmografía del rostro de la Nová Vina, ya que, lejos de emplear sus propias técnicas cinematográficas, se deja llevar por unos recursos genéricos en el terror, creando un relato donde su marca reside exclusivamente en la sutilidad con la que conduce el miedo desde sus personajes hasta el espectador, valiéndose de secuencias oníricas muy delimitadas por un montaje común (que contraria el vanguardismo de sus otras cintas) que, en cierto modo, lleva el terror a un campo más explícito que no funciona bien. Ejemplo de ello son los sueños del Dr. Marek indagando en el Ferat y siendo consumido por él, o el arco surrealista de la hermana gemela de la difunta Luisa, Klára (Jana Břežková), tan anodino y obvio para el argumento que carece de valor alguno para el desarrollo de la película, entorpeciendo una narración que fluía rápida, y funcionaba bien. Tiene pequeños y muy contados gags cómicos, pertenecientes al slapstick, que funcionan bastante bien.
Curiosamente, mediante los antagonistas, Herz hace una disertación sobre la importancia del marketing para vender un producto, quizás poniendo en evidencia la nula distribución de sus obras, o parodiando su propio trabajo al vender publicidad relacionada con el sector de la automoción. Se hace especial hincapié en la abulia entre la publicidad positiva o negativa, alegando que es buena en ambos casos si el trabajo del publicista es bueno, y adaptado para cada región donde se desee expender con lucro el consumo del producto, ejemplificado con una escena donde Madame Ferat convierte las inconvenientes declaraciones del Dr. Marek en televisión en un reclamo para países como Alemania, España o Japón.
La factura, característica de la serie B americana, se desenvuelve en una Checoslovaquia contemporánea a la que Herz no acostumbra en su filmografía. Por ello, y ese distanciamiento con los cuentos góticos de hadas que solía tratar, el rango de acción técnica se delimita hasta el punto de rara vez vislumbrar su estilo a través de la cámara, aunque sí por el empleo de la música de Petr Hapka o por la oscuridad predominante en los planos. Olvidándose de sus míticos planos subjetivos o sus lentes angulares, las escenas más propias de él permanecen en el arco surrealista de Klára, su utilización del espacio a través de la figura de la abuela (Blanka Waleská) y la manufactura de una escenografía tétrica que se asemeja a los interiores de anteriores obras como La bella y la bestia (1978) o Morgiana (1973).
Las interpretaciones son mediocres por tónica general exceptuando a Jan Schmid que otorga cierto grado de extravagancia a través de su personaje, enriqueciendo la narración hasta el clímax que supone la carrera final.
Una producción entretenida, pero en la que no he visto a Herz desempolvando su retorcida mente para un guión que lo pedía a gritos, ahogándolos en un halo de ramplonería poco usual en él. Aún así, presenta una vuelta de tuerca en el subgénero de vampiros, donde la transfusión a un vehículo funciona y resulta seductora. Recomendada. (6.5).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Como película de vampirismo es bastante curiosa e innovadora, ya que el coche funciona prácticamente de la misma forma que un vampiro, algo explicado con demasiada redundancia mediante el metacine, recurriendo a una película muda con los comentarios del Dr. Kaplan por encima, estableciendo relaciones innecesarias. El tema que trata principalmente es el logro de la fama, el mérito o el reconocimiento a cualquier precio. Me explico; los responsables de la marca Ferat son conscientes de que su coche mata, pero les da igual con tal de conseguir su beneficio propio, de su necesidad de expansión intercontinental y, por lo tanto, de ser un producto afamado, vendido y reconocido. Ello se refleja en los personajes de Madame Ferat (Zdenka Procházková) y Kriz (Petr Čepek). La muestra más directa son Luisa y Mima que, aún sabiendo que van a morir por los efectos del vehículo, siguen, incluso muestran síntomas de adicción, por el triunfo en el gran rally celebrado en Checoslovaquia. Imitando, también, el comportamiento de las víctimas de un vampiro y explicado con la proyección del Dr. Kaplan. La adrenalina de la conducción, el efecto del Ferat en sus conductores y la necesidad de gloria y popularidad hacen un cóctel explosivo que reproduce los efectos de la drogadicción hasta su fatal desenlace.
El Dr. Marek es seguido por un guión lineal que se limita demasiado a lanzar demasiadas incógnitas que luego, para ser resueltas, necesitan factores anticlimáticos que rozan lo incongruente en ocasiones, como el ya mencionado arco de Klára o el abrupto e indiferente desenlace. Aún así, el planteamiento adaptado de la novela de Josef Nesvadba, adaptado por el propio Herz y Jan Fleischer se muestra interesante en crear cierta atmósfera incómoda donde el terror funciona pero que, poco a poco, se va desanimando por la pérdida del norte del director. Las relaciones entre el Dr. Marek y el Dr. Kaplan y Mima es lo más interesante de la película; la primera, por esa construcción clásica de cine de terror de incredulidad, gallardía y resolución del conflicto, donde la investigación realizada por el dúo para despejar el misterio es el factor más afortunado, aunque de forma desatinada, ya que no olvidemos que es una película de terror, no un thriller detectivesco. La segunda, por esa repulsión de estereotipos donde el Dr. Marek, un hombre que no es atractivo, consigue entablar situaciones eróticas tanto con Klára como con Mima por su dedicación íntegra al bien.
El Dr. Marek es seguido por un guión lineal que se limita demasiado a lanzar demasiadas incógnitas que luego, para ser resueltas, necesitan factores anticlimáticos que rozan lo incongruente en ocasiones, como el ya mencionado arco de Klára o el abrupto e indiferente desenlace. Aún así, el planteamiento adaptado de la novela de Josef Nesvadba, adaptado por el propio Herz y Jan Fleischer se muestra interesante en crear cierta atmósfera incómoda donde el terror funciona pero que, poco a poco, se va desanimando por la pérdida del norte del director. Las relaciones entre el Dr. Marek y el Dr. Kaplan y Mima es lo más interesante de la película; la primera, por esa construcción clásica de cine de terror de incredulidad, gallardía y resolución del conflicto, donde la investigación realizada por el dúo para despejar el misterio es el factor más afortunado, aunque de forma desatinada, ya que no olvidemos que es una película de terror, no un thriller detectivesco. La segunda, por esa repulsión de estereotipos donde el Dr. Marek, un hombre que no es atractivo, consigue entablar situaciones eróticas tanto con Klára como con Mima por su dedicación íntegra al bien.
10
8 de julio de 2020
8 de julio de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La época dorada de la nueva ola de cine checoslovaco (Nová Vina), comprendida entre las décadas de los sesenta y los setenta, arrojó obras tan imperecederas como esta triple ganadora en Sitges a mejor película, actor y fotografía: El incinerador de cadáveres. Con un pasado lastimosamente ultrajado por la ocupación nazi en la Crisis de los Sudetes (1938), Juraj Herz revela de forma tan mórbida como sarcástica la idiotez de la idiosincrasia alemana con una película que hurga en la herida de Checoslovaquia 31 años después, mediante un perturbado padre de familia, obsesionado con el budismo en la muerte, encargado de un crematorio y con un pavonado temor, hediondo del azufre del óbito que instiga el nacionalsocialismo, que instiga su conversión radicada en la obsesión de la pureza de la sangre.
Juraj Herz, crecido en el seno de una familia judía, fue aprisionado en un campo de concentración en su niñez, algo que marcaría su estilo, reflejándose en películas como esta, y recreándose en el terror absoluto del nazismo. Su técnica experimental y vanguardista lo elevó en el cine checho, convirtiéndose en uno de sus mayores exponentes y consagrándose en numerosos festivales de renombre, pero no fue hasta esta película, considerada su magnum opus y prohibida por el régimen comunista de Praga, que alcanzaría cierta fama extramuros.
La danza macabra con la que bailan los personajes de esta película, codeándose con el terror psicológico tintado de surrealismo, la comedia grotesca y el gran drama histórico del imperialismo germano marcan un ritmo dinámico y sereno donde ningún género pisa los pies del otro, recitando un fúnebre réquiem que enrarece el aura opresiva que exhala, como un cadáver liberando su aprisionada alma hacia el éter, de una forma tan elegante como sugestiva. Esta película de culto no es un plato diseñado para todos los paladares, de ahí su encanto, asemejándose al cine de Ingmar Bergman tal como la magnética La hora del lobo (1968).
El minucioso guión elaborado por el propio Juraj Herz, basándose en la novela homónima de Ladislav Fuks, condensa el más allá de la vida en tan solo 95 minutos, no dejando títere con cabeza en su sarcástico alegato contra una ideología pomposamente ridícula. Dividido en tres actos y con cambios de ritmo bruscos que encajan como un temporizador en una bomba de relojería, el director deja a Rudolf Hrusínsky hacer una exhibición actoral que se cuela entre una de las mejores interpretaciones del siglo pasado, llevando la batuta de esta filarmónica sepulcral que eriza el vello introduciéndonos en una mente retorciéndose de psicosis en un cruel y loco mundo.
Introduciéndonos a través de unos créditos alocados que juegan con las caras de los personajes, traveseando con ellas mientras imprime imágenes sin sentido aparente, el director sucede con la introducción en escena de la idílica familia del protagonista, Karel Kopfrkingl en un zoológico, Los extreme close-up de cocodrilos, elefantes o leopardos se alternan con la de Karel en un montaje frenético que acompaña su bonancible voz en off, creando rápidamente una atmósfera inquietante donde sabemos que no todo es tan inmaculado como se pretende, sino que un mugriento desequilibrio amenaza la quietud de sus personajes, reflejado con un plano de conjunto picado, distorsionado por una lente espejo, de la casta checa reverberada en la sugerente imagen. Este feroz desequilibrio es la expansión del Reich.
El planteamiento presenta la personalidad artificialmente autocorregida de Karel, cuyo amor poético por Tánatos deriva en un peculiar amor a las artes, especialmente a la musical y la pictórica. Mediante prácticamente el barroco soliloquio, cargado de filosofía tibetana, que mantiene el protagonista a lo largo de la película, se disecciona su flemática desviación hacia una locura sintomática de seso que ensambla todos los acordes de su recital como solista, llevándolo premeditadamente el director hacia una verborrea incongruente en el que la hipocresía de sus raíces checas, su familia tildada Bettelheim (apodo para designar individuos con una cuarta parte de sangre judía), sus pensamientos budistas adversarios al nazismo (burlándose, así, de Heinrich Himmler, el cual convivía con ambas doctrinas) y una personalidad aterciopelada de afilados modales construyen uno de los psicópatas más interesantes del séptimo arte.
Hasta el desenlace, que fluye por un nudo amortajado de hiriente sátira pestilente de egoísmo fariseo, la línea narrativa se mantiene recta con torsiones extremadamente creativas para colocar la pieza ausente en la maquinaria mental de Karel, finalizando su evolución, preparada para una terrorífica catarsis que emancipa su humanidad al germen germano augurando una gran trayectoria, después de 20 años en su templo de muerte, en su oficio como encargado del crematorio, ironizando mordazmente el horror de los campos de concentración.
Un montaje imperdible que juega con la asfixia del espectador manteniendo un tiempo fílmico impecable entre las ingeniosas transiciones se compenetra con una iluminación perfecta, de corte tenebrista, que elevan hacia la majestuosidad más absoluta la fotografía de Stanislav Milota. Los pocos movimientos de cámara, que generalmente se usan en plano subjetivo, impactan por la ruptura de la sobriedad mantenida hasta su aparición, adivinando un sino siniestro atiborrado por la intachable atmósfera mantenida por muchos planos fijos, primeros primerísimos planos y la excelencia de Hrusínsky.
Una película que abarca tanto de una manera tan limpia, con temas tratados desde una perspectiva tan creativa e innovadora que resulta extremadamente gratificante. Un viaje casi onírico, una elegía cruelmente burlona que se hace imprescindible, donde Juraj Herz planta una bandera negra izada por el hipócrita vaivén de sus compatriotas hacia una doctrina basada en fuego y muerte que incineró los sueños de la Praga de los años 30. Perfecta.
Juraj Herz, crecido en el seno de una familia judía, fue aprisionado en un campo de concentración en su niñez, algo que marcaría su estilo, reflejándose en películas como esta, y recreándose en el terror absoluto del nazismo. Su técnica experimental y vanguardista lo elevó en el cine checho, convirtiéndose en uno de sus mayores exponentes y consagrándose en numerosos festivales de renombre, pero no fue hasta esta película, considerada su magnum opus y prohibida por el régimen comunista de Praga, que alcanzaría cierta fama extramuros.
La danza macabra con la que bailan los personajes de esta película, codeándose con el terror psicológico tintado de surrealismo, la comedia grotesca y el gran drama histórico del imperialismo germano marcan un ritmo dinámico y sereno donde ningún género pisa los pies del otro, recitando un fúnebre réquiem que enrarece el aura opresiva que exhala, como un cadáver liberando su aprisionada alma hacia el éter, de una forma tan elegante como sugestiva. Esta película de culto no es un plato diseñado para todos los paladares, de ahí su encanto, asemejándose al cine de Ingmar Bergman tal como la magnética La hora del lobo (1968).
El minucioso guión elaborado por el propio Juraj Herz, basándose en la novela homónima de Ladislav Fuks, condensa el más allá de la vida en tan solo 95 minutos, no dejando títere con cabeza en su sarcástico alegato contra una ideología pomposamente ridícula. Dividido en tres actos y con cambios de ritmo bruscos que encajan como un temporizador en una bomba de relojería, el director deja a Rudolf Hrusínsky hacer una exhibición actoral que se cuela entre una de las mejores interpretaciones del siglo pasado, llevando la batuta de esta filarmónica sepulcral que eriza el vello introduciéndonos en una mente retorciéndose de psicosis en un cruel y loco mundo.
Introduciéndonos a través de unos créditos alocados que juegan con las caras de los personajes, traveseando con ellas mientras imprime imágenes sin sentido aparente, el director sucede con la introducción en escena de la idílica familia del protagonista, Karel Kopfrkingl en un zoológico, Los extreme close-up de cocodrilos, elefantes o leopardos se alternan con la de Karel en un montaje frenético que acompaña su bonancible voz en off, creando rápidamente una atmósfera inquietante donde sabemos que no todo es tan inmaculado como se pretende, sino que un mugriento desequilibrio amenaza la quietud de sus personajes, reflejado con un plano de conjunto picado, distorsionado por una lente espejo, de la casta checa reverberada en la sugerente imagen. Este feroz desequilibrio es la expansión del Reich.
El planteamiento presenta la personalidad artificialmente autocorregida de Karel, cuyo amor poético por Tánatos deriva en un peculiar amor a las artes, especialmente a la musical y la pictórica. Mediante prácticamente el barroco soliloquio, cargado de filosofía tibetana, que mantiene el protagonista a lo largo de la película, se disecciona su flemática desviación hacia una locura sintomática de seso que ensambla todos los acordes de su recital como solista, llevándolo premeditadamente el director hacia una verborrea incongruente en el que la hipocresía de sus raíces checas, su familia tildada Bettelheim (apodo para designar individuos con una cuarta parte de sangre judía), sus pensamientos budistas adversarios al nazismo (burlándose, así, de Heinrich Himmler, el cual convivía con ambas doctrinas) y una personalidad aterciopelada de afilados modales construyen uno de los psicópatas más interesantes del séptimo arte.
Hasta el desenlace, que fluye por un nudo amortajado de hiriente sátira pestilente de egoísmo fariseo, la línea narrativa se mantiene recta con torsiones extremadamente creativas para colocar la pieza ausente en la maquinaria mental de Karel, finalizando su evolución, preparada para una terrorífica catarsis que emancipa su humanidad al germen germano augurando una gran trayectoria, después de 20 años en su templo de muerte, en su oficio como encargado del crematorio, ironizando mordazmente el horror de los campos de concentración.
Un montaje imperdible que juega con la asfixia del espectador manteniendo un tiempo fílmico impecable entre las ingeniosas transiciones se compenetra con una iluminación perfecta, de corte tenebrista, que elevan hacia la majestuosidad más absoluta la fotografía de Stanislav Milota. Los pocos movimientos de cámara, que generalmente se usan en plano subjetivo, impactan por la ruptura de la sobriedad mantenida hasta su aparición, adivinando un sino siniestro atiborrado por la intachable atmósfera mantenida por muchos planos fijos, primeros primerísimos planos y la excelencia de Hrusínsky.
Una película que abarca tanto de una manera tan limpia, con temas tratados desde una perspectiva tan creativa e innovadora que resulta extremadamente gratificante. Un viaje casi onírico, una elegía cruelmente burlona que se hace imprescindible, donde Juraj Herz planta una bandera negra izada por el hipócrita vaivén de sus compatriotas hacia una doctrina basada en fuego y muerte que incineró los sueños de la Praga de los años 30. Perfecta.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
La fascinación por la muerte del protagonista se va a mantener siempre en cada idea, cada línea, cada plano, cada secuencia, incluso en la música o en el apartado artístico de la escenografía. Muestra de ese apego con la muerte es la recurrente visión de una mujer, vestida de negro, que se le aparece durante todo el metraje a modo de visión y hacia la que, sin decir nada referente a ella, muestra un enamoramiento desde el primer instante, representada con planos fijos armoniosamente simétricos, muy largos que evocan esa lejanía cálida de Karel con La Parca. Ello también se induce por una manía, o vicio del que tanto reniega parafraseando 'soy abstemio, ni si quiera fumo', drogándose a sí mismo con el aroma de la defunción a través del peine con el que arregla el cabello de los restos humanos antes de la cremación, pasándoselo consiguientemente por el suyo propio visto en un gran primer plano tan desagradable como siniestro, reforzando su vínculo con el más allá. En muchas secuencias, como las del boxeo o el museo de cera, arraigadas a su oficio, el primero por la posibilidad de una violenta pugna que se antoje trágica, y la segunda por lo inerte de las figuras, van a estar acompañadas de una disfuncional pareja de corte humorístico que contrapone la desquiciada visión de Karel sobre el mundo que le rodea.

7,1
7.202
8
30 de junio de 2020
30 de junio de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tras ver la aclamada Retrato de una mujer en llamas, no he podido resistirme en zambullirme en el cine de una directora que vuelve a mecer mi corazón para luego estrellarlo contra el suelo. Con Tomboy, película de corte independiente que baraja como pocas la identidad de género desde los inocentes ojos de Michael (nombre con el que me referiré al protagonista durante la crítica), biológicamente siendo una niña llamada Laure que elude todos los estereotipos femeninos haciéndose pasar por un chico en su llegada a una nueva ciudad.
Céline Sciamma tiene una concepción absoluta para retratar los problemas cernidos sobre la comunidad LGBTI, sabiendo plasmar el alma de unos incomprendidos personajes a los que la sociedad no les extiende sus brazos, por ignorancia, incomprensión o intolerancia, y deben enfrentarse a sí mismos e incluso a su propia naturaleza de una manera inhumana y dolorosa. La francesa se vale de ser una excelente narradora de historias que evaden cualquier tipo de relato megalómano para inmiscuirse en la cotidianidad austera que se infla con el torrente del caudal desembocando en una arribada de sentimientos con los que se compromete, de una forma u otra, el espectador.
Construyendo con tenaz garra una narración simple pero atrayente, Sciamma nos expira su pequeño mundo, al igual que con Retrato de una mujer en llamas, con una llegada donde el pasado no importa, sino el presente y el futuro. La enternecedora puesta en escena de su pequeño protagonista, Michael, conduciendo el coche con ayuda de su padre, desprende confianza y, más importante, un gran amor paterno-filial a sabiendas de la ruptura de Michael con todas las normas de conducta y vestuario agasajadas a la mujer. Esto se sucede con un título inicial cuyas letras se componen por colores azules y rojos alternándose, el primero asociado al género masculino y el segundo al femenino, gama pictórica que se va a repetir y va a adquirir mucha importancia en la película.
Siempre con un tono triste que Michael transmite al espectador en todo momento, Sciamma nos plantea cuándo será el momento de dejar atrás estereotipos tan insulsos que cohíben tanto la felicidad como la libertad individual, ello, desde la inocencia de un niño que, por edad, es el mejor motor de muestra del problema ya que no puede aplicar la lógica social a dichos asuntos. Para ello, la directora y guionista establece dos espacios con líneas narrativas paralelas; el entorno familiar y el entorno social. En el primero, es Laure, en el segundo Michael, pero en ambos sigue siendo la misma persona, el mismo alma. Los personajes fundamentales para profundizar en el protagonista son Jeanne (Malonn Lévana), hermana que sirve como su apoyo incondicional, y Lisa (Jeanne Dison), encargada de la presentación formal de Michael y su enamorada.
El segundo arco, el nudo, es provocado por la colisión de los dos pequeños idílicos entornos creados por Michael, a raíz de lo cual el carpe diem que planteado anteriormente a sabiendas del protagonista que tenía fecha de caducidad es destruido junto con gran parte de la inocencia del mismo, creando una tolvanera emocional radicada en la incomprensión tanto de unos como de otros, y lo que esperaban unos y otros que fuera, dándose de bruces con una realidad sádica e injusta. Sciamma no tuerce el brazo a la hora de representar los horrores de Michael con hechos traumáticos tal como usar un vestido para ser visto por la sociedad.
La gama de colores predominante va a ser el azul y el rojo, muchas veces impresos en la indumentaria de Michael (ambigüedad de género), así como en el vestido que detona la fractura de personalidad (paradójicamente, azul, siendo una prenda arraigada a la feminidad). Todo ello se conjuga por una escenografía realista, con mucha naturaleza atrapada en los colores verdes de la zona de socialización de Michael inducida por una correcta fotografía de Crystel Fournier, imprescindibles para el duro planteamiento de los personajes de lo que es natural o lo que es antinatural.
Los diálogos se presentan simples pero tenaces, propios de las características de un coming-of-age que abarca un período concreto de la niñez, directos como jabs por la sinceridad de la edad cargados de planteamientos profundos y alejados a un segundo plano de dudas enfocadas en miradas y silencios, gestos y reacciones, en la personalidad retraída de un protagonista cuya pesadumbre es creada en torno a una incomprensión latente hacia todo, incluso hacia sí mismo.
Alejándose de convencionalismos, Sciamma plantea un pequeño problema encepado en la sexualidad utilizando la música de Para One como catalizador de sentimientos encontrados entre Michael y Lisa, extrapoladas al espectador por el ambiente costumbrista e intimista utilizado durante la escena del baile al son de Always (literalmente siempre, aunque también 'all ways', todos los caminos, fonéticamente igual, jugando con ambos caminos que recorre Michael en el descubrimiento de sí mismo).
Zoé Héran se llevó numerosos galardones por su perfecta interpretación de Michael, incluido el premio Teddy del jurado en Berín, algo que no es extraño al hacer un papel tan complicado con una naturalidad y verosimilitud impactantes de la mano de la gran Céline Sciamma.
Una película imprescindible con la que la francesa se columpia entre varios temas de absoluto interés social con un realismo reivindicativo de alto impacto sin dejarse caer en el hoyo del populismo, con un relato tan tierno como feroz. Muestra de humanidad de majestuoso valor donde la sabiduría convulsa y poética de Céline Sciamma es una rara avis entre las producciones que se sostienen en la misma temática. (8.5).
Céline Sciamma tiene una concepción absoluta para retratar los problemas cernidos sobre la comunidad LGBTI, sabiendo plasmar el alma de unos incomprendidos personajes a los que la sociedad no les extiende sus brazos, por ignorancia, incomprensión o intolerancia, y deben enfrentarse a sí mismos e incluso a su propia naturaleza de una manera inhumana y dolorosa. La francesa se vale de ser una excelente narradora de historias que evaden cualquier tipo de relato megalómano para inmiscuirse en la cotidianidad austera que se infla con el torrente del caudal desembocando en una arribada de sentimientos con los que se compromete, de una forma u otra, el espectador.
Construyendo con tenaz garra una narración simple pero atrayente, Sciamma nos expira su pequeño mundo, al igual que con Retrato de una mujer en llamas, con una llegada donde el pasado no importa, sino el presente y el futuro. La enternecedora puesta en escena de su pequeño protagonista, Michael, conduciendo el coche con ayuda de su padre, desprende confianza y, más importante, un gran amor paterno-filial a sabiendas de la ruptura de Michael con todas las normas de conducta y vestuario agasajadas a la mujer. Esto se sucede con un título inicial cuyas letras se componen por colores azules y rojos alternándose, el primero asociado al género masculino y el segundo al femenino, gama pictórica que se va a repetir y va a adquirir mucha importancia en la película.
Siempre con un tono triste que Michael transmite al espectador en todo momento, Sciamma nos plantea cuándo será el momento de dejar atrás estereotipos tan insulsos que cohíben tanto la felicidad como la libertad individual, ello, desde la inocencia de un niño que, por edad, es el mejor motor de muestra del problema ya que no puede aplicar la lógica social a dichos asuntos. Para ello, la directora y guionista establece dos espacios con líneas narrativas paralelas; el entorno familiar y el entorno social. En el primero, es Laure, en el segundo Michael, pero en ambos sigue siendo la misma persona, el mismo alma. Los personajes fundamentales para profundizar en el protagonista son Jeanne (Malonn Lévana), hermana que sirve como su apoyo incondicional, y Lisa (Jeanne Dison), encargada de la presentación formal de Michael y su enamorada.
El segundo arco, el nudo, es provocado por la colisión de los dos pequeños idílicos entornos creados por Michael, a raíz de lo cual el carpe diem que planteado anteriormente a sabiendas del protagonista que tenía fecha de caducidad es destruido junto con gran parte de la inocencia del mismo, creando una tolvanera emocional radicada en la incomprensión tanto de unos como de otros, y lo que esperaban unos y otros que fuera, dándose de bruces con una realidad sádica e injusta. Sciamma no tuerce el brazo a la hora de representar los horrores de Michael con hechos traumáticos tal como usar un vestido para ser visto por la sociedad.
La gama de colores predominante va a ser el azul y el rojo, muchas veces impresos en la indumentaria de Michael (ambigüedad de género), así como en el vestido que detona la fractura de personalidad (paradójicamente, azul, siendo una prenda arraigada a la feminidad). Todo ello se conjuga por una escenografía realista, con mucha naturaleza atrapada en los colores verdes de la zona de socialización de Michael inducida por una correcta fotografía de Crystel Fournier, imprescindibles para el duro planteamiento de los personajes de lo que es natural o lo que es antinatural.
Los diálogos se presentan simples pero tenaces, propios de las características de un coming-of-age que abarca un período concreto de la niñez, directos como jabs por la sinceridad de la edad cargados de planteamientos profundos y alejados a un segundo plano de dudas enfocadas en miradas y silencios, gestos y reacciones, en la personalidad retraída de un protagonista cuya pesadumbre es creada en torno a una incomprensión latente hacia todo, incluso hacia sí mismo.
Alejándose de convencionalismos, Sciamma plantea un pequeño problema encepado en la sexualidad utilizando la música de Para One como catalizador de sentimientos encontrados entre Michael y Lisa, extrapoladas al espectador por el ambiente costumbrista e intimista utilizado durante la escena del baile al son de Always (literalmente siempre, aunque también 'all ways', todos los caminos, fonéticamente igual, jugando con ambos caminos que recorre Michael en el descubrimiento de sí mismo).
Zoé Héran se llevó numerosos galardones por su perfecta interpretación de Michael, incluido el premio Teddy del jurado en Berín, algo que no es extraño al hacer un papel tan complicado con una naturalidad y verosimilitud impactantes de la mano de la gran Céline Sciamma.
Una película imprescindible con la que la francesa se columpia entre varios temas de absoluto interés social con un realismo reivindicativo de alto impacto sin dejarse caer en el hoyo del populismo, con un relato tan tierno como feroz. Muestra de humanidad de majestuoso valor donde la sabiduría convulsa y poética de Céline Sciamma es una rara avis entre las producciones que se sostienen en la misma temática. (8.5).
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