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Críticas 95
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
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29 de enero de 2023 Sé el primero en valorar esta crítica
Con todos los excesos de que es capaz el melodrama y con cierta tradición de fábula, “El castillo del odio” nos cuenta la semblanza no necesariamente realista , pero tampoco alejada de la realidad, de la perversidad de las convenciones -ambientadas en la época victoriana- de que es capaz la condición humana encarnada en una serie de prototipos: el déspota, la sumisa, la inocente, el arribista, la intrigante, el oportunista…todos ellos pivotando en torno a un tirano -una especie de remedo aventajado del Félix Grandet de Balzac-, cuyo delirio de grandeza coincide con su miserabilidad, condición que ejerce en los ámbitos familiar, empresarial, social y vecinal como una estrategia catártica con la que superar su origen menesteroso y medrar entre una burguesía a la que detesta tanto como por la que tanto es despreciado.

Este juego de maldad, como argumento, sirve a Lance Comfort para componer una galería de personajes de caracteres extremos en su polaridad en la medida en cada uno de ellos es capaz de expresar los polos opuestos de su dimensión psicológica: el déspota inseguro, el halagador vengativo, la inocente imprudente, el emprendedor ruinoso, la servil manipuladora, caracteres que en su juego de vanidades, que por momentos parece resultar airoso, abona el porvenir de sus ruinas hasta extremos siniestros.

Esta componenda está lograda en ambientes perfectamente escenificados donde los escenarios y la iluminación personifican, como otro personaje más, el espíritu asfixiante y asfixiado de los actuantes; un mérito plasmado gracias a la fotografía de Mutz Greenbaum, proveniente del expresionismo y responsable de las maravillosas “So evil my love (1948) o “Night and the City” (1950).

Lance Comfort narra con sobriedad y acierto una historia no siempre manejable por el riesgo de caricatura que conlleva el aire fabulesco y de moraleja con moralina al que aludimos al principio y en el que el propio autor incurrirá en alguna de sus obras, p.ej. “Brumas de tentación” (1947). Aquí, por el contrario, el dramatismo y la caracterización de los personajes acentúan la tensión de la trama con un ritmo, además, constante que no decae desde el principio al desenlace. Toda una lección.

En el capítulo interpretativo puede hablarse de armonía coral, si bien destacan el imponente Robert Newton, admirable por odioso en su exacta recreación de lo execrable, y como su contrapunto, Beatrice Varley en el perfecto papel de la abnegación sumisa.

De lo mejor del british de los cuarenta, aunando melodrama, algo de “noir”, costumbrismo y estudio psicológico de personajes y de época. A propósito, el accidente ferroviario del puente del río Tay ocurrió realmente (1879).
29 de noviembre de 2022 Sé el primero en valorar esta crítica
Suele afirmarse que el secreto de la narración no es tanto lo que se cuenta sino cómo se cuenta. El test de tal aserto es la existencia de las versiones, donde la misma historia narrada por una mano experta alcanza cotas de maestría en tanto que en otras manos degenera hasta el bodrio.
La narración cinematográfica no escapa a este principio, pero quizá esta película suponga una excepción. Cuando lo que se nos ofrece es una pampirolada resulta indiferente cómo nos la cuenten.
Nunnally Johnson merece más por su polifacetismo que por sus resultados. Su plástica condición de guionista, productor y director ofrece en conjunto un palmarés bastante discreto, no obstante como escritor de guiones ha dejado muestras señeras como “Las uvas de la ira” (1940) o “Doce del patíbulo” (1967), pero el guion de “El salón oscuro” resulta palmariamente fallido.
El tópico del “falso culpable” ha dado espléndidos resultados desde el cine mudo, v. gr. “Justicia ciega, (1916) hasta hoy, “Richard Jewell (2019) de Eastwood, pasando por la antonomástica y canónica “The wrong man” (1956). En ellas el guion juega con los recursos de la ironía dramática, el misterio o el suspense, juegos que desatan la zozobra del espectador y la angustia del confundido protagonista ante la perplejidad que suscita el equívoco y la impotencia para remediarlo.
Pero “The long dark hall” plantea a mi entender tres fallas.
En lo argumental, parte de una idea ramplona. Al principio, uno podría pensar que se trata de una trampa narrativa, de una dislocación contextual que luego dará su fruto, pero no; aquí se nos plantea la historia del matrimonio protagonista, que bien pudiese haberse llamado “Dos tontos muy tontos”, el uno porque de manera gratuita e indolente se inculpa y la otra porque no solo parece encantada con la situación sino que incomprensiblemente para la trama y desaprovechadamente para el guion complica aún más la seguridad de ambos.
Lo que debería –según reza la etiqueta- ser cine negro se diluye y explaya en cine de tribunales, con poco aliciente, dado que Johnson no parece haberse documentado en derecho procesal, pues hasta para el espectador lego resulta poco creíble que pruebas circunstanciales junto con la falta de pruebas materiales aportadas por la policía puedan abocar a un fallo condenatorio.
Técnicamente, el rodaje omite (y no es elipsis) la esencia de algo que se denomina thriller, la fatalidad que conduce al equívoco, las falsas certezas que crean la duda y la experiencia de la impotencia del protagonista y su estupor.
A mi entender, el desenlace incurre en el peor error del conjunto, el que la cámara no cuente fílmicamente la peripecia que desurde el error sino que nos retrata a dos figurante que verbalmente nos cuentan el final; para colmo, un final sorprendente. Amigo Nunnally, en el cine de suspense las sorpresas se colocan al principio porque si no el final incurre en el efecto conocido como deus ex machina…Y si un milagro te salva la historia para que quieres la historia…
Pasable.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
En el excesivo tiempo dedicado a vicisitudes procesales se incurren en irregularidades:
La testigo principal miente y sin embargo no es reprobada por el Tribunal.
No aparecen pruebas comprometedoras porque el protagonista las ha eliminado.
Existe un testigo que el acusado no recuerda y que podía exonerarlo. De acuerdo, no lo recuerda, pero tal testimonio se produce en un restaurante. ¿Por qué no invoca a los camareros o demás comensales?.
25 de noviembre de 2022 Sé el primero en valorar esta crítica
Al igual que la de su coetáneo T. Williams, la obra de W. Inge ha sido ampliamente adaptada a la pantalla; en ambos casos, en virtud de los gustos de una época atraídos por el morbo de personajes sufrientes fruto de algún incierto conflicto de corte intrapsíquico. Pero si bien en los caracteres del primero se adivinan posibilidades de redención, los personajes de Inge se dibujan erráticos, equívocos y equivocados, siempre dirigidos al lugar erróneo en el momento inoportuno, arrastrando la maleta con la que cargan desde ningún sitio a ninguna parte.

En esta tesitura se inscribe “Rosas perdidas”, adaptación del drama teatral “A loss of roses” de 1959. En este producto se reseñan dos planos bien diferenciados y también descompensados, el técnico y el temático.

Franklin Schaffner es uno de los señeros representantes de la llamada Generación de la Televisión, medio en el que se iniciaron y cuyo arte y artificios aplicaron a la gran pantalla. En “Rosas perdidas” -su debut cinematográfico- ejemplifica esta traslación de los recursos televisivos al escenario con movimientos de cámara, encuadres y planos que producen una sensación más dinámica pero que no acaba de remontar el habitual y pernicioso estatismo de teatro filmado consiguiendo un resultado narrativo a lo sumo discreto.

`[Personalmente prefiero al Schaffner de los espacios abiertos: El señor de la Guerra (1965), El planeta de los simios (1968) o Patton (1970)].

En ese resultado influye el abordaje de un tópico conocido y espinoso: la relación sobrevenida y casi siempre extemporánea entre madurez y juventud, que tantas -como poco afortunadas- frecuentaciones ha ofrecido el cine (véase spoiler).

En esta ocasión el planteamiento acusa tintes de manierismo argumental, al buscar efectistamente la predisposición al conflicto: la llegada a un pueblo apacible, a la vez algo pacato y bastante fariseo, en un verano bochornoso de una corista irreflexiva e inestable que víctima de su infortunio se ve obligada a alojarse en la casa de una antigua conocida con hijo enmadrado. Bajo la acogida afable y el agradecimiento correspondido se sustenta una relación de dependencia entre lo samaritano y lo vampírico, lo que recompondrá el statu quo de los personajes en una mudanza emocional que saca a relucir la soledad, la orfandad, la carne y el deseo del triángulo. En este sentido, el título cinematográfico, The stripper, que alude a la protagonista bien puede extenderse al desnudamiento de los disfraces anímicos de los protagonistas.

A propósito, de lo mejor de la película, el striptease a base de primeros planos que Schaffner ofrece, no de la estríper sino de la aviesa jauría de espectadores. Por cierto, la solvencia interpretativa de Joanne Woodward -sin objeciones- no esconde su forzada elección como estríper para este film habida cuenta de su fragilidad frente a las rotundas mujeres de Inge en la pantalla (Marilyn Monroe o Kim Novack) y que para mi gusto hubieran recreado mejor el personaje en cuerpo y alma. Claire Trevor resulta notable y el soseras de Richard Beymer está como siempre.
A destacar la banda sonora de Jerry Goldsmith que musicó los mejores títulos de Schaffner.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
Algunas sugerencias sobre el género "maduros/as con jóvenes".

De lo menos afortunado, el gran Clint Eastwood con la fallida “Primavera en otoño” (1972) y la infumable “Dos madres perfectas” (2013) con la inefable D. Lessing de fondo.

Sobrevaloradas (aunque generacionales): “El último tango” (1972) por su pareja imposible y “El portero de noche” (1974) por nazi-porno-soft.

Recomendables: “No me digas adiós” (1961) por un (todavía) creíble Anthony Perkins. “La Marie du port” (1950), por la picardía de Georges Simenon.

Entrañables, “Le blé en herbe” (1954) por lo que tiene de autobiográfico de Colette y por revindicar a Autant-Lara, y “En cas de malheur”, porque sí (porque salen Jean Gabin y Brigitte Bardot)

Excelente y olvidada: “10, calle Frederick” (1958), con Gary Cooper en estado de gracia. Ah! y “Nelly y el señor Arnaud” (1995) que destila melancolía y sensibilidad.
19 de noviembre de 2022 Sé el primero en valorar esta crítica
Película curiosamente valorada en su momento, antes que por sus valores artísticos, por el toque de sensibilidad europea con que un americano especializado en el cine de aventuras formalizó el argumento en la pantalla.
Es palmario que en este rodaje Parrish bebe en las corrientes contemporáneas europeas aproximándose, más en la asimilación estética que sustancial, al cine de este lado atlántico, pero sin la captación plena del espíritu novedoso -y también novelero- que impregnaba el cine sobre todo franco-italiano de los primeros sesenta.
La narración se nos plantea en dos episodios concatenados por la experiencia iniciática parisina de Christine (Jean Seberg), en cuyo papel se adivinan paralelismos e intersecciones entre la protagonista y personaje que representa.

El primer episodio se enmarca en la corriente Nouvelle Vague, con claros ecos de la truffautiana “Antoine y Colette” (1962); de hecho, el joven partenaire remeda el aire de desamparo sentimental del mítico Antoine Doinel al experimentar la ilusión, las veleidades y el desencanto de los amores pos-adolescentes con una Christina que juega al rol algo impostado de artista bohemia en París.

En el segundo episodio, la adolescente Christina ha eclosionado convertida en ninfa y musa de un París nocturno por el que deambula y alterna en ambientes tan chics como snobs. El escenario y los personajes nos remiten de inmediato a esa imaginería de diletantes y ociosos que noctambulaba la Dolce Vita (1960) o La Noche (1961) y donde tras el decorado de poses y conversaciones afectadas se adivina el bostezo de un aburrimiento personal y de clase.

En este contexto de imposturas la irrupción del padre de Christina situará a la joven ante el espejo de su propia contradicción y también de su irresolución como se verá en el desenlace de imprevistas consecuencias sentimentales.

Este tête à tête paterno-filial junto con la escena final (con un estupendo Stanley Baker alejado de sus papales de duro) constituyen lo mejor del fin al cobrar un ritmo narrativo y una intensidad dramática que contrastan con el tiempo algo premioso de la mayor parte del metraje.
Sesenta años es mucho para que una historia “inconveniente” mantenga el reclamo entre lo novedoso y lo atrevido, lo que redunda en la desactualización de lo que en tiempos y con tono equívoco se entendía como “al estilo francés”. No obstante, ese desfase forma parte del aliciente que representa la revisión de otros estilos de vida y de cine no tan lejanos pero que se nos antojan remotos. De ese tiempo y de ese estilo nos queda la celulosa belleza de la malograda jean Seberg.
17 de agosto de 2022 Sé el primero en valorar esta crítica
“Hombre a la fuga” no tiene de negro más que el cloruro de plata del rollo celuloide que la impresiona, porque simplemente estamos ante una historia de intriga con toques ligeramente policiacos y de aventuras que resulta pasable y entretenida a costa de construir un guion a base de carambolas y oportunismos que terminan por resentir el hilvanado de la narración.

Es cierto que esta estrategia ha funcionado en otras variantes del género, en particular el de acción, en el que se conjugan los efectos especiales y la ironía (por ejemplo, la salga Bond), pero el planteamiento de seriedad, casi gravedad, que “Man on the run” plantea en los años 40 puede resultar algo añejo al espectador actual. Ha de tenerse en cuenta que en el planteamiento de la historia se introducen consideraciones sobre el honor y la vergüenza nacional que en aquella época de postguerra podían revestir el caso de los desertores y fugitivos, para postre, entramados con chantajistas y hampones. Recordemos que del mismo año es la incómoda y espinosa “Silent Dust” (1949).

Pero aún así, la trama (y la trampa) guionista se apoya en concatenar peripecias apuradas que contienen en sí mismas la espoleta de su desactivación, lícito pero artificioso, más aún cuando dentro de un registro que se presume serio aparecen situaciones chocantes y en algún caso casi hilarantes (véase en el destripe).
Distinta consideración merece el aspecto técnico con un rodaje que conjuga muy acertadamente ritmo y tiempo con afortunados momentos cinematográficos en los que la acción se ajusta estrictamente a la narración por la imagen.

Entretenida y aprovechable.
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Atención al enmascaramiento del fugitivo (el algo insípido Derek Farr) durante el registro domiciliario.
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