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Críticas de Sergio Berbel
Críticas 857
Críticas ordenadas por utilidad
4
8 de abril de 2022
1 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Tras el cristal” es una película que firmó en 1986 Agustí Villaronga y que ha envejecido francamente mal. Provocador e incómodo a lo largo de toda su filmografía, el cineasta catalán nos marcó de forma indeleble a algunos con dos obras maestras incontestables, duras, complejas, poco complacientes con el espectador pero misántropamente lúcidas: “Pa negre” e “Incierta gloria”.

Por desgracia, “Tras el cristal” juega en una tercera división en la competición Villaronga, también un peldaño por debajo de la igualmente interesante “El mar”, también una historia árida de una dureza difícil de resistir.

Ese gen provocador de Villaronga, como si de un Haneke catalán se tratase, funciona mejor en el drama de época que en el thriller con visos de terror que supone “Tras el cristal”, hija estética además de una década de los 80 que ha pasado mucha factura a la cinematografía de la época vista con perspectiva. Demasiado lejos del clasicismo, excesivamente apegada a la moda circunstancial del momento.

Con un metraje excesivo que llega a cansar, se nos propone una tortuosa historia que une a un ser humano desahuciado dentro de un pulmón artificial que en su juventud fue médico nazi y experimentó y torturó con muchísimos niños judíos hasta causarles la muerte. Ahora, reducido a un ser humano al que prácticamente sólo le funciona la mente, es cuidado por su mujer (una joven Marisa Paredes) y su hija (Gisèle Echevarría). Pero contratan para cuidarlo a un joven de oscuro pasado e intenciones ocultas que acabará haciéndose con el poder de la casa.

Lo más logrado es el ambiente claustrofóbico dentro de ese único espacio en el que se desarrolla la trama y con el sonido constante del pulmón artificial, pero su alambicado y un tanto aburrido guión acaba expulsando al espectador de la propuesta y a comenzar a mirar el reloj más de lo necesario durante su metraje.
Sergio Berbel
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6
9 de marzo de 2021
1 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Vamos a expresar confidencias políticamente incorrectas en voz alta. Tengo un problema de relación cinéfila con John Ford, como lo tengo con Luis Buñuel. Hay algo en sus respectivas filmografías, ciertamente intachables, que no me llega ni me llegará nunca por más que lo intente. Hay algo en sus planteamientos argumentales, que no puedo evitar que me resulten demasiado rancios, y en su misoginia innata que no encaja conmigo y que me impide entrar en sus propuestas. Por más interés que le ponga, y le pongo, soy un tanto refractario a ambos. Sé que esto es imperdonable para un cinéfilo que aspire a considerarse tal, pero la sinceridad también es un ejercicio a practicar, aunque sea de vez en cuando.

He revisitado muchos años después “Centauros del desierto”, sin duda el western capital en la filmografía de John Ford, y me ha causado la misma apatía de siempre. Debo reconocer ab initio que el western no es un género que me atraiga y que casi nunca me ha entusiasmado, excepción hecha de “Hasta que llegó su hora” de Sergio Leone y “Sin perdón” de Clint Eastwood, que adoro como flagrantes excepciones a la regla.

Y parto de reconocer la importancia para la historia del cine que supone esta cinta, donde Ford recoge todos y cada uno de los elementos tópicos del género para darles un barniz de modernidad y refundarlo. Pero… no me emociona, ni me conmociona, ni me atrapa. No lo hizo nunca y no lo ha logrado ahora tampoco.

Es cierto que el paralelismo estético y temático de sus escenas de obertura y cierre pasa por ser uno de los más grandes aciertos del cine, pero también lo es que su personaje protagonista, interpretado (es un decir) por el inefable John Wayne me resulta tremendamente repelente, y su individualismo, carencia de valores, pensamiento reaccionario, racismo latente a flor de piel y falta de empatía me impiden tragármelo y perdonarle todo lo que hace en pantalla. Y que el protagonista se te atraviese desde la primera escena es un mal principio para la valoración de un film.

Un personaje que retorna en una primera escena magistral, con tres años de retraso respecto del final de una guerra civil que su bando sudista había perdido pero que él sigue luciendo en el uniforme (hay ciertos errores de guión y de montaje bastante flagrantes, siendo sinceros), a la casa de la familia de su hermano, que lo espera con los brazos abiertos. Pero los malvados comanches (ya se sabe que los indios son malos malísimos y los blancos buenos buenísimos, aunque fueran los yankees quienes se colaron en sus tierras y los exterminaron, lo cual no deja de tener un paralelismo expreso con ciertas situaciones de Oriente Medio) arrasan la casa, asesinan a buena parte de la familia y retienen secuestradas a las dos menores de edad. Ante ello, la furia contenida que habita dentro del personaje de John Wayne se abre en canal y clama venganza con más fuerza que deseo de recuperar a sus sobrinas secuestradas.

Bellamente rodada, eso sí, y con lentos y cadenciosos movimientos de cámara, John Ford es un artesano que sabe muy bien lo que hace y por qué lo hace, a pesar de lo sobrevalorado que resulta para quien firma esta reflexión, y desarrolla con maestría una caligrafía visual impecable con una fotografía en color sublime de Winton C. Hoch y un elenco actoral de ensueño en el que coinciden Natalie Wood, Jeffrey Hunter, Vera Miles… todo hay que decirlo.
Sergio Berbel
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8
14 de marzo de 2024
0 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Resulta indiscutible que el cine sevillano se encuentra en el mejor momento de su historia. Por cantidad y calidad, Sevilla se ha convertido en referente del Séptimo Arte y se multiplican las películas y series que se localizan en sus calles y que son llevadas a cabo por equipos técnicos y artísticos sevillanos de notable calidad. “Mamacruz”, aunque su directora sea de origen venezolano, es un film profundamente sevillano al que hay que agradecer sacar a la luz un tema que es puro tabú social: la sexualidad de las mujeres mayores. Y lo hace de forma abierta y desprejuiciada, quizás con cierta ligereza propia del tono de comedia que decide utilizar como camino narrativo, pero sin duda con valentía.

Y, sobre todo, basándose en una interpretación omnipresente y maravillosa de la gran Kiti Mánver, encarnando a una anciana sevillana de misa y comunión diaria y que cose todo el ajuar de las imágenes de la parroquia del barrio que, un buen día, descubre que, a pesar de lo que los demás piensen, sigue siendo una mujer con una dimensión sexual viva y un deseo por satisfacer. Y ello no va a poder resolverse en casa, porque su marido (espléndido actor sevillano Pepe Quero) dejó de tener intención de acercarse a ella desde hace demasiado tiempo.

Su hija intenta ser una figura de la danza y ello la ha llevado a ser una ausente permanente. Se encuentra en Viena haciendo unas pruebas. La misma está interpretada por la siempre maravillosa Silvia Acosta, que eleva todo producto en el que aparece. Aquí lo hace tan sólo a través de la pantalla de la tablet de su madre, a través de la que habla con ella, pero consigue emocionarnos incluso de esta forma indirecta. Todo ello hace que Mamacruz tenga que cuidar a su nieta, permaneciendo de por vida atada a las obligaciones domésticas y familiares, tal y como siempre se desarrolló su vida.

El guión de la propia Patricia Ortega y José F. Ortuño es muy oportuno, para recordarnos que las mujeres mayores también tienen derechos, necesidades, apetencias, deseos y sueños por alcanzar, que no son un electrodoméstico más del hogar a nuestro servicio, como tendemos a pensar desde el egoísmo propio de los entornos familiares.

La dirección de Patricia Ortega es muy interesante, sabiendo dónde colocar la cámara en todo momento y dejando hacer a su elenco actoral, lo cual se beneficia de una estéticamente interesante y muy colorista dirección de fotografía de Fran Fernández Pardo, mientras que de manera sutil y sin llamar la atención la partitura musical de Paloma Peñarrubia siempre sabe lo que hace.
Sergio Berbel
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6
2 de febrero de 2024
0 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
“O corno” es una buena película, pero da muchísimo menos de lo que promete. Jaione Camborda nos entrega un film comprometido que entra en territorios poco transitados y bastante peliagudos, desde la asfixiante sociedad rural gallega hasta el aborto o el contrabando como única forma de vida, pero lo hace, como sus personajes, de una forma hierática, fría, distante, demasiado lejana para que nos emocione. Cuenta una historia terrible de una manera plana, quizás por culpa de una caligrafía visual anodina y unas interpretaciones comedidas en exceso. Me gusta, pero no me emociona en ningún momento a pesar de pisar charcos que llaman a mi compromiso con facilidad en una historia de sororidad femenina en tiempos y lugares difíciles que merecía más.

Estamos en la Illa de Arousa en 1971. María es mariscadora, pero también ayuda en los partos a las mujeres de la isla. Pero un mal día todo se complica y tiene que huir, comenzando un periplo vital itinerante que le hará conocer la Galicia más profunda y todo lo que esconde la aparente calma rural. Una idea fantástica que el guión de la propia Jaione Camborda explota en cuanto a su faceta comprometida, pero que deja pasar la oportunidad de causar emoción en el espectador, que termina el visionado de la cinta un tanto impertérrito. Interesa mucho el planteamiento inicial de su protagonista en el pueblo pero va decreciendo la trama conforme se enreda y se va convirtiendo en imposible.

Mi lejanía ante una propuesta que “a priori” parece tan mía no sé si es porque la cámara de Camborda aporta poco, si porque la dirección de fotografía de Rui Poças es bastante plana o si porque la interpretación de su protagonista, Janet Novás, es sutil en demasía. La veo, me gusta, me encantan los temas que toca pero no me roza el corazón ni de lejos en ninguna de sus escenas importantes y mucho menos en algunas que están algo forzadas y metidas con calzador porque estamos ante un claro ejemplo de cine que va de más a menos.
Sergio Berbel
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10
23 de octubre de 2021
0 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Alejandro Amenábar recupera el pulso y vuelve a ser una de las referencias capitales de nuestro cine con “Mientras dure la guerra. Si tuvo que venir el iraní Asghar Farhadi a retratarnos sociológicamente como nadie en el cine contemporáneo con “Todos lo saben”, el gran retrato político de este país lo ha hecho Amenábar.

Y no salimos bien parados. Todo lo contrario. Bien lo dice el personaje de Unamuno en una escena capital de la cinta: “Charlar no es algo que se haga en este país. Aquí se discute”. La biografía de Miguel de Unamuno, nada hagiográfica ni condescendiente con el personaje, afortunadamente, es el telón de fondo que Amenábar utiliza para poner un espejo delante de nuestros ojos y lograr que nos sintamos reflejados.

Sencillamente porque vivimos en un país donde es imposible y, sobre todo, imperdonable tener pensamiento propio que te aparte y te aleje de los tuyos, o que te haga cambiar de tuyos. Donde está castigado y mal visto cambiar de opinión. Donde solo caben verdades absolutas y buenos y malos, y los matices, y el arrepentirse de los matices, no está permitido y se valora negativamente.

Se dice, y muy bien dicho, en la película: Unamuno fue de todo, pasó por todas las tendencias políticas, se arrepintió de todo lo que hizo y jamás se sintió cómodo en ninguna trinchera, porque siempre supo ver el mal habitando en las posiciones intransigentes y absolutas de unos y de los otros. O sea, este país no podía perdonar ni comprender a una figura como la de Miguel de Unamuno, un país que aún hoy sigue viendo a través de los ojos de sus líderes que mean agua bendita y que son el bien absoluto frente al mal del resto.

Amenábar retrata esa dicotomía, ese cambio de parecer, ese arrepentirse de todo y de todos de Unamuno de una manera que el propio escritor hubiera firmado como propia. Y eso no se perdona en este país, donde los unos han acusado a Amenábar de traidor de la sagrada patria, mientras que los otros lo acusan de tibio en el retrato del bando nacional, señal inequívoca de que Amenábar ha puesto el dedo en la llaga en el retrato de un Unamuno que supo poner el dedo en todas las llagas para acabar escarbando en la propia, que tampoco era menor.

Alejandro Amenábar vuelve a crear un retrato certero y fidedigno de un personaje víctima de su independencia de ideas, su rebeldía y su soledad buscada y querida frente a la sociedad, y hace de Unamuno (impresionante transformación, más que interpretación, de Karra Elejalde) otra Hipatia de Alejandría como la de su “Ágora” u otro Ramón Sampedro como el de su "Mar adentro", los tres personajes eternos y paradigma de lo duro que es ser intelectual en mitad de una sociedad mediocre, embrutecida y adocenada por sus respectivos líderes.

Pero Amenábar va mucho más allá en su retrato cinematográfico. Porque no quiere solo subrayar que “una de las dos Españas ha de helarte el corazón” como avisaba Antonio Machado, sino que, cargado de valentía y buen cine, está dispuesto a destripar ante la cámara las miserias del bando fascista.

Sin caer en la caricatura fácil y simplona, pocas veces (o ninguna) se ha retratado a la figura de Franco de una forma tan fidedigna: un personaje gris, sin carisma alguno, sin verbo, sin la personalidad fuerte y atractiva de otros dictadores, un don nadie muy mediocre que solo tenía una virtud: el don de la oportunidad y de no ponerse nervioso.

Dinamitando a sus posibles adversarios (ese accidente aéreo en el que muere el que iba a ser líder de los sediciosos, el general Sanjurjo, siempre será un misterio insondable), va buscando referencias a las que agarrarse ante la ausencia total de características de liderazgo en él. Y Amenábar, de forma magistral, nos va relatando como vuelve a la bandera monárquica para optar a lograr el apoyo de los monárquicos (cuando lo sublevados golpistas utilizaban la bandera republicana también como propia); como rescató un añejo himno monárquico como himno del país por la misma causa frente al Himno de Riego que había asumido inicialmente como propio; como cayó en la cuenta de que debía convertirse en católico converso y confeso (cuando no era muy practicante) como forma de hacerse con el impagable apoyo del clero… Todos los elementos que para muchos constituyen motivos patrióticos para llevar todo el día el pecho henchido se van conformando por causalidades y ocurrencias. Y en eso la película es una lección magistral que nadie debería perderse.

Dicho sea de paso, y ese subrayado de Amenábar es definitivo, asaltando la Jefatura de Estado del país en contra de buena parte de los militares sublevados de forma provisional y tan solo “mientras dure la guerra”, expresión que da título a esta obra maestra.

E igualmente ocurre con el personaje de Millán Astray, magistralmente interpretado por el colosal Eduard Fernández, tan histriónico como fascista, tan excesivo como malvado, tan canalla como listo. Un ser al que hay que tener siempre bien lejos y del que siempre se debe temer y que fue quien convenció a Franco de ser Franco. Colosal retrato de un ser tan peculiar como inexplicable.

Es llamativo el análisis de los discursos patrióticos del fascismo de 1936 que se reflejan en la película, señalando a Catalunya y Euskadi como los cánceres que hay que extirpar de la gloriosa "patria española". Para no olvidar y constatar que nunca hay nada nuevo bajo el sol. O cara al sol.
Si todo ello se adorna con una caligrafía cinematográfica virtuosa marca de la casa de Amenábar, un maravilloso abuso de los primeros planos, una banda sonora espectacular y mágicamente inolvidable que, como siempre, firma el mismo director y un empaque y ambientación histórica documentada y perfecta, estamos en presencia de una obra maestra de madurez.
Sergio Berbel
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